“Yo aplico la ciencia, Wells la inventa”, dijo Julio Verne de su colega británico, Herbert G. Wells. Pero, cuando hizo navegar el Nautilus a través del Atlántico, no siempre fue a la par de la «ciencia positiva»: encontró las ruinas de la Atlántida, un territorio que, por aquellos años, defendía la teósofa Madame Blavatsky. Aún así, la ciencia verniana no es anti religiosa. “La acompaña, la sustenta y hasta la desmitifica. Se plantea la fascinante cuestión de que, si bien hablar de Moisés es remitirse a la tradición de la arqueología bíblica”, por entonces prestigiosa.
Verne y sus viajes extraordinarios, reflexiona el autor, es un clásico que perdurará mientras tengamos memoria porque los clásicos son aquellas obras que se vuelven un espejo en el cual todos nos podemos mirar.
Por Andrés Dragowski
¿Cómo leer a Verne hoy?
Cuando hablamos de Julio Verne es casi instantánea la idea de que entendemos de qué hablamos. Podemos mencionar algunos títulos e icónicas escenas con relativa facilidad. Y si hablamos de «20.000 leguas de viaje submarino» es probable que la sensación sea aún mayor. La cuestión es pensar por qué eso es así. Por qué un clásico es un clásico.
No es una pregunta sencilla de responder. En un punto, toca sentidos comunes. De inmediato empezamos a barajar distintas opciones. Podemos hablar de Verne desde el punto de vista de la historia, su contexto social e intelectual. De la Francia de fin de siglo XIX, de la revolución industrial. Podemos, en la misma línea, hablar de los imperios coloniales, del imperialismo, de los barcos de vapor navegando en Indochina, de las Ferias Universales. Habremos iniciado una vía de explicación, pero que se agotará rápidamente. Explicar todo en base al “contexto” siempre es limitado. Podemos avanzar y hablar de las obras literarias en sí, su vocación pedagógica, su juvenilismo que siempre provoca algo de nostalgia, sus personajes icónicos o escenas típicas. Podemos mencionar sus novelas como ejemplos claros de difusión científica. Es inmediata la referencia a la ciencia ficción: Verne padre de la ciencia ficción, la “predicción” o anticipación de inventos: el submarino, el teléfono, el viaje a la luna, y todo tipo de fantasías de hierro y vapor típicas de un mundo industrial y tecnológico. Es potable pero también limitado, a su manera. En verdad, la obra de Verne fue todo eso, pero mucho más.
Verne y su obra ejercen poderosa atracción desde múltiples puntos de vista. No es una obra a la cual solo pueda accederse desde una sola entrada. Es posible, básicamente con cualquier interés, encontrar algo notable. En consecuencia, los historiadores ven una evidencia de la cultura europea industrial de la era del imperio, como diría Eric Hobsbawm, los críticos literarios ven el momento fundante de la ciencia ficción, los divulgadores científicos reconocen a uno de los suyos, cualquier científico puede encontrar referencias a casi cualquier teoría, y así podríamos continuar. Esto es así porque, como dijimos, Verne es un clásico, es decir, reúne la suma de todos esos aspectos, los vuelve parte intrínseca de sí. Algo hay en su obra que la hace perdurar, que sea siempre actual. Cuando todos podemos referenciarnos en algo o alguien es porque ese algo se ha vuelto un espejo en el cual todos nos podemos mirar. Es un estándar, marca tendencia, continúa hablando.
La época: su ética, sentido común y horizonte
El contexto es una vía de entrada que puede no ser totalmente potable. Esto es así cuando entendemos mal qué significa “contexto”. Se suele entender por tal cómo los hechos históricos que suceden alrededor de algo, y que luego no inciden necesariamente en la caracterización de ese algo. Es decir, típica modalidad introductoria, se mencionan algunas fechas, algunos nombres, quedando así salvada la “época”, y luego se inicia la conversación que se desea sostener. Más aún, si se observaran actitudes e ideas diferentes a las del presente, o nos escandalizamos o sonreímos con condescendencia y decimos: “Era la época”. Cuando hablamos de contexto, o época, hablamos de algo que, más que un manto de datos, conforma el horizonte de ideas de las personas. La época lo proporciona todo: ideas, sospechas, prejuicios, conocimientos, tabúes, opiniones, etc. De Julio Verne se pueden decir muchas cosas, pero por ser clásico es evidente que, de algún modo que intentaremos descifrar, se ha vuelto representativo de la época. Ha codificado dicha época, es decir, tiene todo lo que hay allí para mirar. Por esa razón, es posible observar de un modo totalmente limpio el hilo conductor de todo lo referido al momento. Lo que podemos observar es, declarada casi como un manifiesto del momento, las ideas y supuestos principales de lo que se ha denominado positivismo.
Del positivismo se ha dicho mucho, subsistiendo siempre esa caracterización limitada de “época”. En consecuencia, la época del positivismo es la de los grandes pro hombres de la ciencia embarcados en grandes proyectos pero que pecaban de un serio cientificismo, ya criticado con dureza en los años 1920, época de la cual sobrevive la palabra “positivista” como algo negativo, casi como sinónimo de “medieval” (otra palabra, en verdad, vilipendiada). Más riguroso y fructífero ha sido hablar del positivismo como paradigma, lo que nos permitió entrar a ese mundo e intentar observar todo desde sus anteojeras. El positivismo, en verdad, fue un paradigma académico, sumamente prestigioso en su momento, que constituyó la base filosófica de la totalidad de la investigación académica, pero que fue mucho más que eso.
La razón por la cual seguimos discutiendo el positivismo es porque fue mucho más que un paradigma académico, fue un sentido común de la sociedad toda, fue el sustento ético y moral de su época. Lo que distinguió a dicha ética y moral es la convicción de que a la ciencia no le está vedado nada. La ciencia todo lo puede: conocer, clasificar, descubrir, delimitar, sustentar, confeccionar, utilizar, aplicar. Los positivistas no entendían que el mundo se dividía entre lo físico y lo intangible, en el sentido de lo cognocible y lo incognocible. Lo intangible entendido como lo etéreo e inalcanzable no existía, y lo desconocido lo era de momento. No existe nada en el mundo que no sea alcanzable por lo que entendían como método experimental. En consecuencia, todo saber que deseara ser tenido en cuenta debía ser “científico”. De ahí la fabulosa proliferación de ciencias que vivió fin de siglo XIX: ciencias físicas, militares, morales, sociales, naturales, espirituales. El positivismo no era, a priori, sinónimo de anticlericalismo o anti religión. Es claro que tuvo esas consecuencias políticas (sobre todo en la Argentina), pero a priori nada establece que haya sido así. Es más, dado que a la ciencia no le está impedido nada, los científicos podían y debían ser los estudios acerca del diluvio universal, la marcha de Moisés por el Mar Rojo, la locación de la Atlántida o contactarse con el Más Allá. Dado que la ciencia es la rectora de la eficaz acción física del hombre sobre el mundo, ejemplos de realización de la ciencia fueron los grandes trabajos de ingeniería de la época: el canal de Panamá, la Torre Eiffel, el ferrocarril transiberiano, la Unión Pacific conectando las dos costas de EE.UU. Científicos también fueron los preparativos militares de la Campaña del Desierto en la Argentina: mapas topográficos, disciplina marcial, rifles modernos, así como su botín: momias y cráneos de pueblos originarios. Hobsbawm define el periodo 1875-1914 como “la era del imperio”. Más valdría llamarla “la era de la ciencia”. En el caso de Julio Verne es claro que eran sinónimos.
Una compleja caracterización literaria
Una vez constatada la densidad histórica de la época en que vivió Julio Verne debemos decir que su obra es igualmente rica. Al caracterizarlo como autor de ciencia ficción, tocamos algunas ideas que podemos sintetizar fácilmente: la ciencia ficción ha sido entendida como el género literario que se ocupa de crear fantasías tecnológicas, viajes espaciales, extraterrestres. Discusión sobre crítica literaria aparte, una vez sumergidos en 20.000 leguas… constatamos que no es de ningún modo así. La obra, apenas iniciada, nos saluda con una batería de información acerca de metodologías náuticas y especificaciones geográficas. Sin saber bien en dónde nos metimos, recorremos alusiones a países, actitudes políticas. Narración más, narración menos, pocos capítulos después seguimos inmersos en páginas donde los personajes se dan a plácidos y corteses intercambios de información de todo tipo: economía, geografía, biología en sus múltiples sub-ramas, diplomacia, geología, antropología, ingeniería y las relaciones entre todas ellas. Por momentos necesitamos de un mapa para verificar la existencia de alguna isla del océano Pacífico.
Cuando por fin abordamos la descripción del Nautilus, generosamente detallado por el capitán Nemo, nos deslizamos al mundo de las empresas metalúrgicas del Atlántico norte y la logística de manufactura. El lector contemporáneo, con justo asombro, levanta la mirada de las páginas, se presiona las sienes y se pregunta: “¿Qué es esto? ¿Por qué estoy leyendo este tratado universal de conocimiento disfrazado de novela de aventuras?” En verdad, despejados los lugares comunes acerca de Verne y bien internalizados en sus obras, la pregunta surge sola: ¿Por qué estoy leyendo sobre diplomacia y geografía? ¿Y dónde está la ciencia ficción, es decir, las máquinas extraordinarias?
Al mismo tiempo nos preguntamos qué tiene de extraordinario eso de ir en barco por el océano Pacífico y conocer mil islas maravillosas. Graciosa soberbia de lector: ¡cuántos de nosotros daríamos lo que sea por ese viaje! Algo ha pasado que tales historias no nos generan tanto interés. Bien pensado, más que asombro, Verne hoy genera extrañeza. Los Viajes Extraordinarios, el nombre del conjunto de historias del autor francés, eran, antes que nada eso: historias de viajes asombrosos. Ciertamente hay submarinos, globos aerostáticos, ciudades de metal, cálculos y taxonomías, pero el eje de las historias son los viajes.
El público europeo de fin de siglo XIX estaba fascinado por el resto del mundo, visto como exótico, lejano, misterioso y peligroso. Los imperios coloniales se expandían día a día, los periódicos metropolitanos informaban acerca de tratados de paz en tal reino asiático o una batalla en tal río africano. Los veteranos volvían contando historias de Sudáfrica, Turquía, Persia. Las Ferias Universales acercaban a las capitales del Norte noticias, inventos y muestras (zoológicas, minerales y humanas, todo entra en la bolsa del asombro). El resto del mundo estaba ahí, solo hay que acercarse, y sin duda, uno de los medios, y tal vez el más económico, era la literatura.
La literatura de viajes fue uno de los géneros de la época por antonomasia. En tierras argentinas, sin ir muy lejos, el canon nacional tiene por textos fundantes algunos importantes libros de viajes: el Facundo de Sarmiento, un viaje por la “exótica” pampa, Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla, el Viaje al país de los araucanos de Zeballos. De los informes del Perito Moreno por la Patagonia se ha señalado que los contemporáneos lo entendieron claramente como una mala emulación de los diarios de David Livingstone. Hay un punto en el que Charles Dickens hablando de Australia no fue muy distinto que Karl Marx hablando de América Latina. Verne participa de ese sentido común de lo exótico, dando un giro literario a la cuestión. Mientras que todos hablan de lugares realmente existentes y realmente accesibles, él también hace viajar a sus personajes por lugares verídicos, pero que para los alcances de la época eran inaccesibles, ya sea la Luna o el fondo del mar. Y en eso radica su creatividad, que para la época fue asombrosa y para el paladar actual genera todo menos lo anterior.
Constatado su falta de actualidad, cabe la observación: si sus viajes asombrosos ya no lo son es claro que su ciencia ficción tampoco lo es. Y así es. Pero, en verdad, tampoco lo era para la época. Verne era un inventor de artefactos pero no en el sentido maravilloso que una rápida idea de ciencia ficción nos puede sugerir. Verne tomaba lo que ya había, lo combinaba y producía algo nuevo. Si pasamos revista al abundante inventario de artefactos en la oficina del capitán Nemo lo comprobaremos. Nemo tiene barómetros, termómetros, higrómetros, sextantes, cronómetros, sondas termométricas, manómetros ¿Alguien puede observar algo extraño en alguno de ellos? Todos esos instrumentos son perfectamente conocibles y accesibles. Eran conocidos en la época a través de la cultura industrial, el autodidactismo, los folletos populares de educación técnica. Si el lector no los conocía, pasaba a conocerlos a través de Verne, quien pedagógicamente los exponía. Nemo deja de ser el extraño hombre submarino y pasa a ser un profesor o un capataz de línea que educa al alumno o al aprendiz. Algo similar sucede con el gabinete natural de Nemo: allí encontramos esponjas de mar, pólipos, conchas bivalvas, gorgonias, anemonas, langostas, berberechos, numerosas especies de algas y peces. Fascinante pero no extraordinario: todo eso los contemporáneos podían verlos en manuales de difusión y museos naturales. Encontramos en la ingeniería del Nautilus un principio parecido. Es tan escrupulosa y minuciosa la descripción de los cálculos y las razones de sus dimensiones, masa, volumen y resistencias que bien podríamos construirnos uno propio. Quién sabe si en verdad era esa la intención del autor.
Ahora bien, si la suma de los saberes que vemos en 20.000 leguas… es tan rigurosamente no maravillosa, ¿dónde está la ciencia ficción? ¿Dónde está la creatividad de Verne? En el modo de combinar las cosas. Ya lo decía el propio Verne en esa conocida anécdota. Cuando le preguntaron su opinión sobre ese otro gran autor de ciencia ficción, H. G. Wells, Julio dijo: “Yo aplico la ciencia, Wells la inventa”. Es indudable que el submarino verniano no llega a los talones a fantasías descabelladas como el viaje en el tiempo o la invisibilidad en términos de imaginación. También podemos ponderar la diferencia entre ambos en base a lo fructífero de sus imaginarios: desde que el submarino protagonizara guerras, películas o temas musicales ¿alguien en verdad se devana los sesos por ellos? Sin duda los técnicos, que buscan formas de hacerlos más seguros, o quien desee volverlos comerciales. Por otro lado, del viaje en el tiempo constantemente estamos leyendo y escuchando, dado que con cada nuevo paper, parece alternativamente que está a la vuelta de la esquina o es imposible. Mientras tanto, impera en la cultura popular.
Literatura aparte, resulta indudable que Verne hace difusión de la ciencia. Es evidente, así como su vocación pedagógica, firmemente progresista dentro de los estándares de la época. Así, es posible volver los ojos a la obra y sumergirnos en el sentido común que nos propone. ¿Qué y por qué pensaba lo que pensaba un lector X del coral del océano Pacífico? Verne les contaba que “el coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un pólipo calcáreo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de socialismo natural”. Y más adelante dice: “el coral llega a venderse hasta quinientos francos el kilogramo y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros”. En lo que a la biología concierne la información es correcta. Bien podemos imaginar a Verne escribiendo este pasaje con la mirada puesta en alguna revista científica. ¿Pero qué decir de la curiosa metáfora político-natural? Es claro que si puede decirla es porque entiende que puede tener éxito. Los lectores, podemos decirlo sin mucho miedo a equivocarnos, estaban relativamente interiorizados acerca de sus significados. ¿Cómo podrían no estarlo, siendo Francia el centro de los más espectaculares y tremendos momentos políticos de la época? La alusión al socialismo es efectiva, el salto metafórico es claro y la difusión es pedagógica. ¿Y qué decir de la ponderación comercial? En efecto, para el lector europeo es necesario conocer ese detalle. El precio es otro modo de medición: el coral tiene peso, composición y precio. No quiere decir necesariamente que se postule una mercantilización de la naturaleza, aunque podría desarrollarse esa hipótesis. Más bien digamos que observa la utilidad de la naturaleza. En ese sentido, vemos claramente otro recurso por el cual el conocimiento extiende su imperio sobre la naturaleza: la capacidad de aprovechamiento. El capitán Nemo está orgulloso de que todo en su Nautilus funciona en base a lo que extrae del océano, y este argumento va desde la vestimenta y la alimentación hasta la ingeniería. Los marinos se visten con ropa confeccionada con tejidos desarrollados en base a peces y moluscos, la alimentación es integralmente marina, el agua desalinizada, y la energía del submarino es producto de pilas de sodio hechas en base a la sal acuática, a lo que se le suma el uso de carbón extraído de minas submarinas. Aun hoy el fondo del mar es menos conocido que el espacio exterior. Verne simplemente llenaba los espacios vacíos del mapa con lo que deseaba.
Pedagogía y ética positivista: mejorar la humanidad a través de la ciencia ficción
Hay que remarcar nuevamente la pedagogía de Verne. En verdad, leerlo es como conversar con una persona muy educada que, con paciencia, nos comunica sus intereses y conocimientos. Puede parecernos que peca de un enciclopedismo tedioso y/o pedante. Pero esa pulcra exposición de conocimiento era el estándar de excelencia del siglo XIX. Las listas de nombres y cálculos son como las vitrinas de un museo o un atlas muy abultado: es la promesa de la ciencia hecha realidad, el mundo finalmente conquistado. ¿Podemos decir lo mismo de nuestra ciencia contemporánea? El conocimiento verniano y las promesas de la ciencia cumplidas, además, se realizan en otro nivel: el progreso humano. El mencionado positivismo visto como ética y moral conllevaba, ahora lo sabemos, lo que se ha llamado el “precio del progreso”: en los estados nacionales centralizados burocráticamente está la semilla del totalitarismo, en el desarrollo tecnológico sin control está la semilla de la destrucción del planeta, en la ciencia sin ética está contenida la discriminación, el racismo, etc. etc. Todo ello es cierto, pero es el siglo XX y Verne es el XIX. Es sumamente injusto, y además un error del análisis histórico, endilgarle a, lo que podríamos llamar, nativos del siglo XIX, errores que solo adquirieron la magnitud que para nosotros, nativos del siglo XXI, son más que evidentes mucho después. La ética verniana es la del observador racional y comprometido con el progreso, que, como veremos, tiene múltiples vertientes.
20.000 leguas… no es un libro de vanguardia. Si, al leerlo, pensamos que entramos en un laberinto de conocimientos es porque nos hemos acostumbrados a los Cortázar y a los Joyce. El laberinto es una pesadilla del siglo XX. Es un libro abultado pero totalmente transparente y hasta gentil. Las conversaciones entre los personajes son típicamente socráticas: uno sabe y expone y el interlocutor asiente con cortesía. Es el modelo didáctico de los textos griegos. En ellas, además, podemos reconocer dónde están hablando de biología, donde de geología y hasta qué punto de antropología. Los saberes van uno a tras de otro de un modo lineal y contante, perfectamente distinguibles unos de otros. Si los personajes comienzan a discutir taxonomía podemos, sin ningún problema, dibujar por nuestra cuenta el esquema filogénico descrito. Lo mismo pasa con las alusiones a especificaciones técnicas. Su vocación pedagógica es más evidente que nunca allí, hasta el punto de parecer que, en verdad, todo el libro es una gran excusa para hablar de esos temas. La ética se evidencia en ese momento: si los personajes pueden hablar de temas tan variados, ¿por qué no el lector?
Su convencionalismo de buen burgués decimonónico no le impide participar de algunos debates. Ya se dijo que en una época en la que a la ciencia no le está impedido nada, todo puede ser estudiado científicamente, incluso la religión. Cuando el Nautilus navega por el Mar Rojo, el personaje principal, el profesor Annorax, le pregunta al capitán Nemo si en sus viajes por allí pudo encontrar evidencia submarina del paso de Moisés y el pueblo judío. Nemo contesta que no, y ello por una buena razón: que los judíos no atravesaron el mar sino que cruzaron por tierra, específicamente por donde en tiempos antiguos existía un canal artificial construido por los faraones. En verdad ese canal existió, y Verne se expide generosamente acerca de historia egipcia y arqueológica para sustentar la hipótesis. Constantemente leemos que el personaje principal, consumado ictiólogo de fama mundial, se refiere a los “animales antediluvianos” como seres realmente existentes, apoyándose en ellos para elaborar algunas ideas. Finalmente, navegando por el Atlántico, descubren las ruinas de la Atlántida. La ciencia verniana no es anti religiosa, la acompaña, la sustenta, hasta la desmitifica. Se plantea la fascinante cuestión de que, si bien hablar de Moisés es remitirse a la tradición de la arqueología bíblica, muy prestigiosa en esos tiempos, la Atlántida nos remite al ocultismo y la teosofía de Madam Blavatsky, también difundida en esos tiempos.
Verne también participa del debate acerca del buen científico. Dos personajes que no podemos dejar de mencionar son Conseil y Ned Land. El primero es el fiel ayudante del profesor Annorax: servil, tranquilo y erudito. Conoce todas las clasificaciones de animales, especialmente peces. Sin dudarlo puede enunciar toda la taxonomía de un animal sin equivocarse en lo más mínimo. Ned Land es un arponero experto y rudo. Conoce a ojo a todos los peces, así como su sabor y precio en el mercado. Ambos personajes representan una dupla demasiado simétrica como para pasar desapercibida. Verne quiere que recabemos en ellos y meditemos acerca de sus entretenidas conversaciones. En el Nautilus, observando los millares de peces de todas las especies, Conseil no se fatiga en clasificarlos uno a uno. Ante esto, Ned solo piensa en su sabor. Si Para Conseil la perca es un representante del orden de los arcantoptenos de la familia de los peces óseos, para Ned solo importa si es amargo o es bueno con sal y pimienta. Ned no se inmuta y le señala a Conseil uno por uno distintos peces preguntándoles si puede reconocerlos. Conseil admite que no: conoce su clasificación pero no los identifica visualmente. El combate dialectico continúa con una ponderación de los tiburones y las rayas: Conseil informa que ambos son peces silacios cartilaginosos. Ned no sabe eso, pero si sabe cómo encontrarlos y matarlos: es el saber de campo en su forma prístina. La conversación, ligeramente favorable a Conseil, demuestra en fin, que Verne no discrimina entre saberes. Plantea abiertamente que, si ambos personajes fuesen uno, serían el mejor naturalista del mundo. Su visión de la ciencia bien practicada no favorece ni al racionalismo abstracto ni al empirismo puro (aunque es claro que asigna evidentes cargas sociales a ambos: el racionalista es un individuo refinado y limpio, el empirista es burdo y tosco). Dentro de la novela como ejercicio pedagógico, la suma de saberes constituye una totalidad. Existen campos, si, pero todas forman parte del árbol del saber: desde la más abstracta esquematización hasta su valoración gastronómica, todo es producto del acceso del hombre al mundo natural.
En Verne vemos los sueños y a vocación de progreso de una época que confió ciegamente en la ciencia. Él militó ese progresismo científico, a su manera, a la manera del imaginador de posibilidades. Su trayectoria como escritor de provincias surgido del seno de una familia de clase media burguesa atestigua ello. Recordemos que en la Francia de mediados del siglo XIX, la mentada Revolución Francesa había brillado y se había apagado en baños de sangre y restauraciones monárquicas. En 1830 y 1848, las nuevas revoluciones, en la última de las cuales hizo su primera aparición el socialismo como credo de luchas, daban a los franceses motivos muy serios motivos para meditar acerca del destino del mundo. ¿Y cómo no hacerlo, si esos ideales de fraternidad y trasformación total prometían todo a cambio de todo? En el contexto de una sociedad de privilegios, como lo eran las llamadas de “antiguo régimen”, las altas funciones de la sociedad eran reservadas para la nobleza. Los burgueses de la capital participaban de la vida cortesana o de la alta política, en pie de igualdad con nobles a medias restaurados. Pero un burgués de provincia no poseía esas posibilidades, y menos si no era de familia comerciante.
Los Verne, oriundos de Nantes, abogados, y el joven Julio con deseos literatos. Al llegar a la capital ingresó en el mundo de la boheme apadrinado por Alejandro Dumas padre, escribiendo algunas obras de teatro de escasa notoriedad. Todo cambió al conocer a Pierre Hetzel, editor profesional que además había editado a Víctor Hugo. Allí la vocación de Verne es puesta en movimiento por la estrategia de un conocedor del mercado literario y convencido saintsimoniano como era Hetzel. Las ideas de Saint Simón, influyente intelectual cortesano, eran muy populares en empresarios y políticos. Ideas fabulosas acerca de grandes trabajos industriales en pos del progreso universal eran sustento para imperialistas y aventureros. No es casualidad que el canal de Panamá haya comenzado siendo una empresa francesa. A su modo, por lo tanto, libros baratos con historias populares que lleven la buena nueva de la ciencia a todos los rincones fueron, sin duda, el sueño de la ciencia positivista nuevamente realizado, en la forma de literatura.
EL FILM (1916)
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