La pluralidad antropológica de los mundos: Sánchez Rodríguez continúa su exquisita saga

En la era de las burbujas, donde la moda es tropezar con facciones que buscan imponer sus propias visiones sesgadas sobre lo que cuadre, es una bocanada de aire fresco recibir cada nueva hornada de la saga de Sergio Sánchez Rodríguez, iniciada en 2016. Su decisión de abocarse al estudio de la ufología en Francia fue también el pretexto perfecto para profundizar en la historia de las ideas plativolistas en cualquier tiempo y lugar.

El V tomo de “Érase una vez en Ovnilandia. La pluralidad antropológica de los mundos” retoma el tema desde fines del siglo XX, revisa el retorno de la narrativa alrededor del caso Roswell, se ocupa de la Hipótesis Extraterrestre, de la Hipótesis Psicosocial y de la “paraufología”, entre ellas la versión de Bertrand Méheust -el gran inédito en castellano.

Sergio Sánchez y la casa editora Coliseo Sentosa honran a Factor con un exclusivo adelanto de parte del primer capítulo del libro, disponible donde sea que estés desde Amazon.

Queda así presentado el anteúltimo volumen de su obra temática. ¡Anteúltimo por ahora!

El libro comienza con una introducción titulada

“AQUÍ PUEDE HABER DRAGONES”

Al fin y al cabo, siempre se trató de bibliografía

La abracé tiernamente. El crepúsculo comenzaba a caer sobre la plaza y, la verdad sea dicha, me pareció que su rostro resplandecía. ¿Resplandecía? Claro; espejismos de juventud. Fue el momento en que ella, con los ojos ligeramente húmedos, dijo que quería hacerme una confesión; era necesario que yo supiera algo muy importante y doloroso de su vida, un secreto vergonzante. ¿Qué cosa tan terrible puedes haber hecho, mi amor?

De a poco, soltó su historia. Su voz se entrecortaba por la emoción. Ciertamente no le fue fácil invocar a los fantasmas del pasado. Habló durante varios minutos, mirando hacia el piso y hacia el cielo, nunca hacia mí. Al concluir su relato, buscó por fin mi mirada con cierta ansiedad, quizás esperando que yo la juzgara o, peor todavía, temiendo descubrir en mi rostro de póker algún indicio de decepción. Sonreí y la abracé con más ternura, si cabe. “Libérate del pasado”, comenté, citando el título de un libro de Krishnamurti. Jamás te juzgaría por algo así. La telaraña de las circunstancias no te dejó opciones. No te atormentes más, pues ya eres otra. Apoyó su cabeza en mi hombro; luego besé su frente y me sentí extrañamente feliz. “El que esté libre de pecado”, ya se sabe.

Y bien. Cuando eres un imbécil, tarde o temprano terminas arruinándolo todo. Más aún, cuando te gusta hacer bromas de dudoso gusto. “Humor diferente”, se le dice hoy por estos pagos. Ella preguntó, con auténtico interés, si yo tenía que confesar algo también; algo de lo que me costara hablar. Fue la oportunidad precisa que vi para hacer el payaso, una de mis peores inclinaciones, sustentada en la convicción, puramente hipotética, de ser gracioso.

“De hecho, te revelaré algo muy mío, muy profundo –dije, conteniendo la risa–. Es algo que no me habría atrevido a decirte en otras circunstancias”. Ella me miró con una mezcla de amor y curiosidad, mientras tomaba mis manos, entrelazando sus dedos con los míos. Y yo, entregándome a las pulsiones más recónditas de la estupidez, espeté: “Debo confesar que, este… yo, ehhh… Debo confesar que… leo antropólogos” (con un hilo con de voz, casi inaudible). “¿Cómo?”, preguntó ella. “Leo antropólogos”, respondí con voz firme y clara. Lo dije. Silencio. Nada peor que el silencio después de un chiste. No hubo risas. Soltó mis manos y me miró de tal forma, que estoy seguro de que musitaba “imbécil” en su fuero interno. ¿Qué clase de mentecato hay que ser como para atreverse, dado el contexto, con una declaración semejante? Me invadió una sensación muy familiar, de haber estropeado algo valioso y sincero. Había abierto el camino a una inevitable patada en la grupa, y lo supe ahí mismo. Aunque no fuera inmediata, la coz llegaría. Y llegó.

Mi cuasichiste tenía una historia que, sin embargo, es relevante para el presente libro. Es verdad. Leo antropólogos. Y también biografías intelectuales de antropólogos. Ha de ser una suerte de vicio, seguro. Soy un tinterillo, nunca estudié antropología en la universidad, pero esos libros, en que se mezclaban la crónica de viajes y la ciencia social, ejercían una extraña y perturbadora atracción sobre mí. Irresponsablemente, dejaba mis tareas universitarias de lado, y huía hacia las bibliotecas, donde me aferraba a algún volumen de Bronislaw Malinowski, Robert Lowie o Evans-Pritchard. Fui un desastroso estudiante, mi paso universitario era un cúmulo de reprobaciones (o “suspensos”, como dicen en España) y no me echaron de la universidad sólo porque me acogí a una gracia reglamentaria, y el decano me tuvo misericordia. Lo único que puedo decir en mi defensa es que nunca dejé de leer. Quisiera decir que pasaba mi tiempo en memorables juergas de sexo, drogas y rock and roll. Pero no. Nada de eso. Siempre se trataba de bibliotecas, o, en un sentido más preciso, de bibliografía.

He logrado redimirme parcialmente de mi vergonzoso pasado. Sólo parcialmente. Los viejos vicios se mueren con uno. Con muchas dificultades, me he puesto en tareas de escritura en diversos frentes, incluyendo esta saga sobre la historia de la ufología francesa. ¿Por qué hablar de ovnis, entonces, cuando mi lucha consistía en redimirme de ese prontuario lamentable, adquiriendo por fin algún viso de seriedad? ¿No me estaba autoasignando, acaso, al ámbito de la pseudociencia y de los saberes marginales? Muy probablemente, la respuesta a esta última pregunta es afirmativa. Pero sería una respuesta muy parcial y hasta algo injusta. Pronto descubrí que, por ejemplo, mi afición por la antropología (y la sociología) de las religiones se conectaba a cada paso con algunos de los problemas esenciales que los escenarios ufológicos nos venían proponiendo. Y esto con total independencia de las hipótesis acerca de la “verdadera naturaleza” del fenómeno ovni: injerencia extraterrestre, eventos parapsicológicos, irrupciones de “otras realidades”, un gran mito de la era espacial (agonizante desde hace décadas, sin que los ufólogos se enteren), fenómenos naturales desconocidos que producen efectos alucinatorios (pero “culturales”) en los humanos (y hasta en animales), manipulación de las creencias por parte de agencias gubernamentales o privadas, o bien una perturbadora mezcla de todas o algunas de las posibilidades enumeradas, y de otras más que fueron omitidas. En realidad, descubrí que, para bien o para mal, mis entradas y salidas de la bibliografía antropológica me iban a mantener en contacto vivo y permanente con la cuestión de los ovnis. Sobre todo, cuando la alteridad de los supuestos alienígenos a veces resultaba menos extraña que la alteridad de esos “otros” humanos con los que compartimos el planeta Tierra.   

IGNACIO CABRIA. “Historia cultural de los ovnis en España 1950-1990” es su más reciente obra sobre el tema.

Hacer “antropología de los ovnis” o “sociología de las paraciencias” no equivale, como algunos pueden pensar, ni a la destrucción “racionalista” de las creencias ni tampoco al ensalzamiento “relativista” de los saberes marginales; equivale, más bien, a una mejor comprensión de los procesos que desplegamos en los discursos al uso sobre los fenómenos anómalos (desde los platillos volantes hasta los animales fabulosos). La ufología en sí misma es, por tanto, objeto y herramienta de interpretación; así, termina siendo mucho más decisiva que los interminables devaneos sobre las noticias de platos voladores. Por eso las ciencias humanas son más importantes para estos efectos de interpretación global del problema OVNI que gruesos legajos de física atmosférica o de inteligencia militar. El antropólogo español Ignacio Cabria escribió precisamente en este sentido:

Hablando desde un punto de vista cognitivo, el fenómeno OVNI constituye un sistema interpretativo, es decir, que da cuenta de las percepciones que no consiguen ser clasificadas en nuestro dispositivo conceptual. Cuando observamos un fenómeno anómalo en el cielo, un dispositivo simbólico pone en marcha un proceso de evocación que asocia lo desconocido con conceptos que tenemos asimilados, como ‘los ovnis nos visitan’. A partir del mito de los extraterrestres y del complejo simbólico asociado al mismo, identificamos el fenómeno como un ovni, y esta interpretación simbólica pasa a integrarse en nuestra memoria conceptual” (1993: 207).  

Es necesario retener el núcleo de lo que venimos señalando, esto es, lo ufológico como un sistema interpretativo. Incluso, más allá de lo indicado por Cabria, uno podría especular impunemente y sostener lo que sigue: ante lo extraño (lo sea por sí mismo o sólo vivido como tal), los modernos despliegan una grilla interpretativa en que los visitantes extraterrestres existen y tienen sentido; los otros, los ágrafos y premodernos, usan un marco interpretativo en que los espíritus sobrenaturales son los que existen y tienen sentido.

Filaté, el informante, pide ayuda a Dan Sperber, el antropólogo: ha llegado un dragón que puede destruir la aldea.

En su libro Le savoir des anthropologues (1982: 51-85), Dan Sperber refiere una curiosa historia, que le sirve de excusa para edificar su ensayo. Mientras se encontraba haciendo su trabajo de campo en Etiopía, él tuvo en Filaté a un informante y también a un amigo. Filaté era un hombre inteligente y sensato. Un gran tipo, de impecable salud mental. Un buen día, Filaté llegó desesperado a pedir ayuda a Sperber. Mostraba mucho miedo y traía una historia un poco aterradora y un poco desopilante a la vez. ¿La causa? Un dragón. Uno de corazón metálico (de oro, por más señas), que comenzó a amenazar a un poblado. El monstruo era invencible, salvo para las armas del hombre blanco, cómo no. Sólo un buen escopetazo podía poner fin al problema. Sperber se encontró en una especie de encrucijada. A él, como el “hombre blanco” a mano, le estaban pidiendo ayuda, y, más aún, con urgencia. Al mismo tiempo, él consideraba la historia derechamente absurda (“los occidentales ya no creen en dragones”) y no sabía hasta qué punto tomar en serio el emotivo relato de Filaté. Además, Sperber supo que debía ser capaz de conciliar su respeto por Filaté con su natural escepticismo ante lo que consideró ni siquiera como una “denuncia paranormal” (al estilo de las que son propias de la criptozoología, como las del “monstruo de Loch Ness”) sino como un “cuento de la vieja”. ¿Qué hacer?

DAN SPERBER

Digamos que Sperber se encontraba entre la espada y la pared. Mejor dicho: entre el relativismo y el etnocentrismo. Por la primera senda, debía aceptar la historia del dragón, “olvidando” forzadamente que le parecía risible. Por la segunda, declaraba todo el asunto una insensatez, y trataba de explicar a Filaté que los dragones no existen. Una cosa tenía clara Sperber: él debía salvar la racionalidad de su amigo e informante, mostrando un razonable respeto por su historia, y ni el relativismo ni el etnocentrismo le servían en esa tarea. Menudo lío. Fue precisamente lo que llevó a Sperber a hacer una distinción afortunada en este tipo de atolladeros: habló de creencias factuales y creencias representacionales. Las factuales están avaladas por la evidencia de modo masivo e indubitable: el Sol existe, pues solemos verlo o percibir su influencia cada día, y así lo ha hecho la Humanidad durante milenios; toda la vida terrestre lo atestigua. Toda la misma Tierra. La negación de la existencia del Sol, por tanto, se vuelve directamente contrafáctica. También es factual nuestra creencia en el océano Índico, aunque jamás hayamos estado allí. Y lo es no sólo porque dicho océano está en los mapas, en los relatos de viajeros y en los libros de Historia: es factual porque ocupa un espacio coherente y comprobable en nuestra visión del mundo y en el caudal de información que hemos acumulado para forjarla.

BETRAND MÉHEUST

Muy distinta es la situación de las creencias representacionales. Éstas son, en estricto sentido, representaciones culturales, y no están directamente referidas a los hechos y las cosas; dependen, en verdad, de su aceptación en el seno de una cultura determinada. Bertrand Méheust, un socioantropólogo no siempre reconocido como tal, comentando el dilema de Sperber señala como ejemplo válido de creencia representacional el de Filaté, en cuya cultura la creencia en dragones con corazones de oro no es absurda, aunque su factualidad sea muy endeble. Esto nos lleva a un problema un poco más sutil, y es el de cierto histrionismo en la desesperación de Filaté; es decir: ¿se creía éste realmente, en su integridad, la historia de un dragón que no ha visto y cuya existencia no le consta? Méheust destaca que hay aquí una actitud un poco cercana al juego. Esto es así porque en la cultura de Filaté “nadie se asombrará por no encontrar jamás a los famosos dragones; finalmente, las entidades de la cultura y el dominio de los hechos sólo son contradictorios en apariencia, puesto que no se sitúan en el mismo plano” (Méheust, 1993[2019]: 104; las cursivas son nuestras). Sería imprudente subestimar las capacidades intelectuales de Filaté sólo por ser el portador de una historia de dragones y por buscar la intervención salvadora de Sperber, pues su actitud es congruente con lo que de él se espera en su aldea de origen. Si lo pensamos mejor, veremos fácilmente a nuestros propios dragones con corazón de oro, y a muchos de nuestros contemporáneos obsesionados con ellos.

SAN BENITO DE NURSIA (480-547)

Para Sperber, el dragón de Filaté era un contenido ambiguo, abierto a diversas representaciones. Tim Ingold (2015), a propósito de esta clase de problemas, cita un caso que tuvo que enfrentar San Benito de Nursia, de acuerdo a la biografía que Gregorio el Grande escribió hacia el año 594 (aproximadamente). Pues, un joven monje se sentía incómodo con la regla monástica. Tal vez era, como decimos en estos tiempos, un sujeto muy ansioso. Se le sugirió abandonar el monasterio, lo que el joven aceptó de buen grado. No alcanzó, sin embargo, a caminar demasiado por el ancho mundo, ya que luego de haber salido se encontró con un terrorífico dragón. Asustadísimo, el ansioso y frustrado peregrino pidió ayuda en la entrada del monasterio. Sus hermanos de fe le consolaron y ayudaron a volver, pero no vieron al dragón, pese que el monje declaró haberlo visto prácticamente a las puertas del santo lugar. La actitud de los monjes hacia el visionario fue muy comprensiva, pues éste temblaba y sufría, atravesado por el miedo (quizás, la emoción más nefasta e incontrolable de todas). Cual comenta Ingold:

No reaccionaron ante su ataque de pánico de la misma forma en que el psiquiatra moderno reaccionaría a los desvaríos de un lunático que escapa del asilo, esto es, no lo consideraron consecuencia de las alucinaciones, quizás inducidas por drogas, de una mente febril y perturbada. Por el contrario, los monjes reconocieron de inmediato, en la visión del dragón, la forma de la agitación que el monje no podía articular de otro modo y se apresuraron a responder, afectiva y eficazmente, a su aflicción. El monje estaba a punto de ser consumido por el miedo y sentía los síntomas de la desintegración personal. El dragón no era la causa objetiva del miedo; era la forma del miedo mismo (2015: 16; las cursivas son nuestras).

Ingold recuerda que esta “forma del miedo” era resultado de ejercicios espirituales, que buscaban asustar, sí, pero con un objetivo edificante y útil: conocer el miedo para aprender a dominarlo desde sus mismas entrañas (o, por seguir con el ejemplo, desde las espinas mismas del dragón o, si se quiere, desde la caverna en que ha establecido su morada). El dragón –comenta Ingold– era la encarnación del miedo, la técnica psicológica (por decirlo en lenguaje de hoy) que permitía acceder a esas profundidades del ánimo. “Como tal, el miedo era tan real como la expresión facial y la urgencia en la voz del monje. A diferencia de los gestos que evidenciaban el miedo, solamente quien tenía miedo podía ver o escuchar el dragón. Por eso quienes acudieron en ayuda del monje no vieron el dragón” (2015: 17). Antes que una afirmación factual, referida a “objetos reales del mundo externo”, la emoción del monje aludía a una realidad visceral: por eso, el hecho de que el dragón no estuviese ahí poco aliviaba su sufrimiento. En el orden cognitivo temprano-medieval, la tajante división entre estados anímicos y objetos exteriores no era tan nítida como lo es para los modernos.

¿Y si el Filaté de Sperber se encontraba en una situación muy similar a la del joven monje aterrado con que se topó San Benito de Nursia?

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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