El escritor chileno Sergio Sánchez Rodríguez completa la serie Érase una vez en Ovnilandia con su Tomo 6, De la guerra de los mundos a la guerra de los sueños.

Confesiones de un Sobreviviente del Gran Sueño Marciano

El escritor chileno Sergio Sánchez Rodríguez completa la serie Érase una vez en Ovnilandia con su Tomo 6, De la guerra de los mundos a la guerra de los sueños.

En este extracto de la introducción del volumen 6, el autor refleja con gran sentido del humor cómo superó su frustración de ser él mismo un narrador –alegando falta de talento literario– para indagar la capacidad de crear ficciones en los demás. Y de cómo una fenomenología huidiza, considerada ficticia o marginal, como los ovnis, le mostró la vía pragmática del agnosticismo y la historia de las ideas como una estrategia para sacarse las anteojeras de los “modelos explicativos” para aceptar los límites –y las posibilidades– de otros cursos de exploración, que lo llevaron a repensar las paradojas de la condición humana sin abrazar el escepticismo extremo ni hincar el diente a la Manzana de Adán, o lo que es lo mismo: la tentación del fruto prohibido de la imaginación galopante.

Ediciones Coliseo Sentosa cierra así la obra de este crítico de la ufología clásica, quien, bajo el pretexto de reflexionar sobre la tradición francesa en este campo, ofrece un lúcido análisis histórico-filosófico sobre la relación entre ciencia ficción, paraufología, escepticismo y otras escuelas de pensamiento.

Por Sergio Sánchez Rodríguez

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1. INTRODUCCIÓN. Confesiones de un dizque historiador de las paraciencias

“No, no eres ni serás novelista”

Una prudente vocecilla interior me lo ha dicho así, durante décadas. Tampoco cuentista (cuentero, tal vez). Es que siempre quise escribir ficción (no sobre ficciones). Algo que empezara de este modo:

El grueso libro se llamaba Stellae monades (‘Las mónadas estelares’) y aparecía fechado en el Año de Gracia de 1595. Escuché que el mamotreto original había pertenecido a un tal Palingenius, un hombre que hablaba latín y un dialecto del Languedoc, y que en 1620 contaba con 80 años. Su traductor español, don Alfonso Molinero y Caviedes, fue muy devotamente cuidadoso con el enigmático texto; podemos decir que su ‘iniciación’ se debió al lento proceso de traducir el mamotreto. Ante sus ojos, tenía un caleidoscopio de sabiduría hermética, de signaturas, de Cábala cristiana, y unas citas de un desconocido libro de Jorge Gemisto (donde se adivinaba, sin demasiado esfuerzo, la clara impronta –más clara que nunca– de los brahmanes de la India). El propio Palingenius, como Christian Rosenkreuz, había hecho un misterioso viaje a Oriente. Pero Stellae monades, a diferencia de otros libros de su tiempo, tenía una referencia precisa a una Orden formada específicamente para acceder a un Centro Espiritual, ‘sito en medio de las más altas montañas’, que revelaría las claves del destino y fin de la Humanidad Adámica. Para hacer inteligible esto, debo contar primero la enrevesada historia de Palingenius, ex fraile dominico, que abandonó los hábitos, mas no los ardores de la fe, y que se encontró un buen día con el volumen más extraño de toda la Cristiandad”.

Empero, una cosa es querer cantar como Pavarotti y otra muy distinta es ser capaz de hacerlo. Lo mismo pasa con los infelices que quieren imitar a Umberto Eco… Recuerdo mis intentos juveniles de escribir novelas. Todo era tan malo que, por suerte, rara vez pasaba del primer capítulo. Una vez intenté una fantasía gótica (Los temores del Padre Padilla). No. Demasiado tributaria de sus fuentes (“prefiero leer a Walpole En originales” me pudo decir un crítico). Cualquiera podía detectarlas (a las fuentes) de inmediato. Aún así, fue lo mejor que escribí (lo menos malo, quiero decir). Después intenté con literatura fantástica. Dragones al atardecer. Un bodrio de aquellos. Un delito contra la literatura; y, para colmo, un delito menor. Los personajes estaban tan mal construidos que daban pena. ¡Al papelero, se ha dicho!

Luego, probé con algo de literatura erótica (¡con nula experiencia en ese ámbito! Bueno, no era tan distinto de mis expediciones imaginarias por el Tíbet). El título, que se quería sugerente, no podía ser más cutre: Secuestrado por una ninfómana. Pero, dado el tema y el autor, la cosa se ponía involuntariamente humorística, un amasijo absurdo, una colección de sinsentidos y elegantes vulgaridades, de grotescas marranadas seguidas de consideraciones dizque “filosóficas”; una patética copia y mezcla de John Cleland y el marqués de Sade, cuya mayor parte, lo confieso, la escribí entre carcajadas. Y uno tratando de ser serio…

Por eso, ante la imposibilidad de crear ficciones, he escrito durante mucho tiempo sobre ellas. Mejor dicho, sobre cosas que se han considerado pertenecientes a un universo ficcional. Es lo que ha pasado con Érase una vez en Ovnilandia, serie que toca a su fin con el presente volumen. No, no estoy diciendo que lo de los ovnis sea pura fantasía; digo que la saga de los platillos volantes nos remite a un acervo imaginativo y fantástico, ya se trate de marcianos de los años cincuenta, o de lutins de los setenta.

Ha sido un viaje largo, pues decidí volver sobre mis pasos, llegando incluso a los tiempos en que, siendo todavía un impúber, un forofo del realismo fantástico, creía estar viviendo una maravillosa aventura de búsqueda. De fines de los años setenta hasta el primer tramo de los ochenta. Vaya época. Leía a Gustav Meyrink (sugerencia de Pauwels y Bergier) y salía a deambular de noche en pleno invierno (hoy, en el barrio en que vivo, no la cuento), creyéndome una especie de acólito del conde de Saint-Germain o, quizás, un mensajero de Magonia (mucho antes de convertirme en un mensajero del engaño). ¿Conseguir el tratado de Walter Evans-Wentz sobre mitología céltica y hadas en ese 1978? Imposible. Ni sospechaba lo importante que llegaría ser para mí, décadas después, la otra producción bibliográfica de Evans-Wentz, cuán inspiradora, ¡oh, peregrino de la Luz Clara! Estaba ahí la fantasía de un interminable y simbólico Viaje a Oriente, siempre renovándose, cada año con personajes nuevos, en Sikkim, en Ladokh, en Lhassa. Cada año viviendo caminatas en los Himalayas, o prosternándome a los pies del Hindu Kush. Pero esa es otra historia. A quien tenga paciencia, se la pinto con pelos y señales. ¿Escapismo? ¡Que viva el escapismo! ¿Es que acaso tenemos algo verdadero, algo de belleza, fuera del escapismo? ¿Hay algo más?

Retomo. ¿Por qué volví a “mis orígenes ufológicos” antes de escribir el primero de estos seis volúmenes? Porque necesitaba fuerza, sentido del misterio, pasión por los descubrimientos, ese maravillarse de continuo, que se apaga con los requerimientos sociales (los afectivos, por ejemplo) de la vida adulta. Y te desquitas, te liberas brindando; el vino se transforma, sin que lo notes, en tu verdadera fuente de alegrías. Hay un momento en que la poderosa imagen platónica de “salir de la caverna”, el máximo objetivo de una vida filosófica se ha reducido a un mero “salir de la taberna”. Es el momento de empezar a preocuparse en serio.

HIPÓTESIS PARAFÍSICA. O paraufología. Lo peor que le podía pasar es «ponerse de moda», dice Sergio Sánchez. Imagen: “Ovnis a mogollón” (Planeta, 1984) por Aurelio Romero y José Luis Martín.

Fue así que, un buen día, en este período de reconsideraciones sobre lo ya escrito y leído, me encontré con lo que bien podríamos llamar componente marciana: con el viejo tema, estructural en la ciencia ficción de gran parte del siglo XX y de los comienzos mismos de la saga de los platillos volantes, esto es, el de la invasión desde el espacio. “Volver a Marte” significó para quien escribe una especie de cura de juventud, para reencontrarse con el universo ficcional del que claramente provienen los platívolos. Fue el momento en que comprendí que debía comenzar la serie de esta forma. 1954. El año de los humanoides en Francia. El que cambió para siempre la historia de los platillos volantes. El año de la gran invasión marciana.

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La “componente marciana”

Admito que no siento el menor interés por la “ufología pública”: la de las comisiones gubernamentales, la de los trascendidos, la del destape, la de las últimas y bombásticas declaraciones de un nuevo (o viejo) ingeniero de la NASA, del Pentágono o de la USAF, que dice que le contaron sobre unos platillos estrellados, una tecnología alienígena recuperada y unos seres extraterrestres conservados en neveras en alguna base de algún desierto norteamericano. No. Soy de los que piensan que, si realmente hay un fenómeno ovni original (lo que no me consta ni descarto, “relativista” que es uno), éste se ha manifestado más bien mediante la elusividad y la paradoja. Así como en sueños. De allí mi debilidad por los casos de encuentros cercanos con humanoides. La ufología francesa, en sus debates esenciales, en sus especulaciones, en sus mejores libros y momentos y, por supuesto, en su propia casuística, ha debido vérselas siempre con este aspecto del problema; no sabemos si será una puerta hacia el misterio o hacia el ridículo. Hay demasiados fraudes y bromistas en el mundo.

ZURCHER. Creador del CRUN (Centro de Investigaciones Ufológicas de Niçois), ensayista, autor del libro “Les Apparitions d’Humanoids” (A. Lefeuvre, 1979). Fuente: ODTHTV

Sobre lo último, un ejemplo. El caso Kinnula (Finlandia), del 5 de febrero de 1971. Unos leñadores ven aterrizar un plato volador. Desciende un ocupante, claro está. Un extraño ser con escafandra. Es un poco ridículo. Pero eso nunca nos amedrenta, ¿verdad? Desde la Magonia de Jacques Vallée hasta el mimetismo de Eric Zurcher, desde el “Sistema X” de Aimé Michel hasta el “Agente X” del Bertrand Méheust de 1978, el absurdo no nos desalienta. Por el contrario, nos estimula. Es polvo blanco de ufólogos, sobre todo de paraufólogos. Lo inhalamos con la misma delectación que Tony Montana. Una rayita más, ¿por qué no? El asunto se vuelve aún más extraño, si cabe. Mientras más inverosímiles y caricaturescos (platillo y ocupante), más tentados nos sentimos de usar nuestra particular “hermenéutica de la sospecha”, de ufólogos largamente curtidos en el laberinto de la Ovnilandia francesa. El caso Kinnula se presta para ello. Los leñadores declararon que el platillo aterrizado tenía ventanas y que hasta se podía observar en su interior a los compañeros del ser que se había apeado de la nave. Todo bien. El platillo despegó sin siquiera recoger sus “patas”, esto es, su tren de aterrizaje; demasiado bueno como historia. Empero, el periódico finés que publicó la noticia… lo hizo en Día de Inocentes; una broma para lo que en tierras boreales llaman “tontos de abril”. La tomadura de pelo fue admitida por el mismo periodista que firmó la nota (vid. Kottmeyer, 2021: 214). Es decir, esta vez no fuimos engañados por una inteligencia extrahumana y suprafísica, sino por un reportero del Keskisuomalainen. Menudo golpe de banalidad. ¿Qué tan perspicaces hemos sido, a lo largo de tantos años de literatura ovnística y de acumulación de casos asombrosos? ¿Necesitábamos realmente a ovnis miméticos y proteicos para extraviar nuestro sentido crítico? Son preguntas inevitables. Incómodas, sí, pero insalvables.

KINNULA, FINLANDIA. 5 de febrero de 1971. Buscar respuesta en La gran ilusión extraterrestre (Obras completas de Martin S. Kottmeyer, 2021).

Es que, como sea, es “el negocio que elegimos” (si se me permite la referencia a El Padrino II). Podemos ponernos solemnes con alambicados ejercicios de ufología pública, hasta importunar con legajos al primer gringo (con cara de ex funcionario de Inteligencia) con que tropecemos, pero los encuentros con humanoides nos recuerdan la verdadera naturaleza de la aventura que elegimos hace tiempo, cuando éramos jóvenes y los ovnis cautivaron nuestro interés. No nos hagamos los desentendidos. Tenemos toda clase de enanos macrocéfalos, robots, seres tipo “Michelín” y “ocupantes con escafandra” (como trajes de buzo a la antigua) guardados en el sótano. No nos hagamos los inadvertidos: conservamos casi la toda la ciencia ficción del siglo XX escondida en el armario. Sonriamos con aceptación y resignación: nuestra materia ha estado conformada por platillos volantes, por marcianos, por haces de luz milagrosos, por rayos paralizantes, por armatostes aterrizados a la vera de los caminos, por toda clase de criaturas estrafalarias. Ningún timbre de “Reservado”, en la tapa de una carpeta, podrá neutralizar décadas de auténtica ufología, de esa que no nos permite distinguir la alta tecnología de la magia.

Ahora bien, durante muchos años los partidarios de la ufología parafísica criticaban el reduccionismo de la HET, su desconocimiento de la “componente psíquica”, la misma que el rudo fisicalismo de “la tuerca y el tornillo” no permitía ver. Por supuesto, esta era una crítica atendible y más que razonable (yo mismo la enarbolé durante la mayor parte de mi trayectoria). Ahora bien, uno de los mayores peligros que acecha a la paraufología es ponerse de moda.

Aunque la HPU obviamente no goza de la simpatía de los escépticos, lo cierto es que, al menos en el Hexágono, ofreció importantes insumos críticos para propender a un cuestionamiento de lo dado, de lo obvio. Era, básicamente, una heterodoxia. Por supuesto, en la tercera década del siglo XXI la HPU dista de ser una novedad, salvo para quien se encuentre demasiado ayuno de lecturas. Pero, insisto en el punto, era una posición heterodoxa y, por ello, alternativa. Si se convierte, por mor de la moda, en la nueva ortodoxia de la ufología, veremos a la HPU osificarse en un caótico embudo de credulidad desatada, en el que se unen -no para bien- animales fantásticos, brujas y marcianos. En tal caso, asistiríamos a la implosión de Magonia, destruida por las fuerzas de la banalidad y de un folklore profundamente degradado. Como valedor de la paraufología durante tantos años, y pese a mi agnosticismo actual, diré que ese es un espectáculo al que no quiero asistir. 

BERTRAND MÉHEUST. Sus obras siguen siendo el principal activo del «Agente X».

El problema que hoy veo en algunos análisis paraufológicos es cierto olvido de los orígenes de buena parte de la imaginación ufológica; esto es, de tales orígenes en la ciencia ficción. Sobre todo, de aquello que se ha llamado “lo maravilloso científico”. Ese olvido, esa omisión, que fue salvada para los partidarios del Agente X en 1978, con Science-fiction et soucoupes volantes, de Bertrand Méheust, sigue presente en quienes, encantados quizás por el Súper-espectro de John Keel, piensan siempre a sus platillos volantes acompañados de big-foots, brujas y poltergeist.

Aunque no era exactamente la posición del autor, creo que la portada de El libro de lo inexplicable, de Jacques Bergier, resume el punto al que quiero llegar. Ese pluralismo, forteano y keeliano, ha perdido contacto con el tema de “la gran invasión marciana” (lo digo en términos más sintéticos que descriptivos), que le dio forma y estructura a la gran saga de los platillos volantes. No lo olvidemos: es gracias a dicha saga marciana que la paraufología ha llegado a existir. De hecho, cuando leo a los autores franceses de giro chamanístico, como Romuald Leterrier, con sus contribuciones muy interesantes, por cierto, sobre los encuentros con mundos alternos en la selva amazónica, yo sólo acierto a exclamar: “¡Recordad a los marcianos!” A los de la primera hora, a los que eran tan abiertamente tributarios de la ciencia ficción. A esos me refiero.

JUNG CHAMANIZADO. Foto: Modern Heroes

Por favor, no estoy proponiendo un regreso a una HET ingenua ni a ninguna otra clase de HET. Se trata, más bien, de liberarse de la exagerada tendencia a la “modelización” (peligro contra el que advertía Thierry Pinvidic a principios de los ochenta). Postulo una suerte de anamnesis.

El llamado de Magonia

“No podemos permitirnos ser ingenuos al tratar con los sueños.

Se originan en un espíritu que no es totalmente humano,

sino más una bocanada de naturaleza, un espíritu de diosas

bellas y generosas, pero también crueles.

Si queremos caracterizar ese espíritu, tendremos que acercarnos a él

en el ámbito de las fábulas o de los bosques primitivos,

más que en la conciencia del hombre moderno”

(C. G. Jung, El hombre y sus símbolos).

Esta es, básicamente, una autocrítica. Fui un paraufólogo de estricta obediencia desde 1978 hasta 1997 (y un “paraufólogo híbrido” por unos años más). Y lo era con cierto grado de dogmatismo. Todo lo que oliera a HET era rechazado por mí de inmediato, como síntoma de literalismo ingenuo. Cuando vi Encuentros cercanos del tercer tipo, en 1978, me gustó la película, por cierto, y la disfruté, pero ya no creía en nada de eso.

A mi juicio, un buen armatoste volador al estilo del que le refirieron a San Agobardo, o la airship de 1896-97, podían estar en el afiche sobre el Monte del Diablo, con tanto derecho como la gran nave madre de Steven Spielberg. Todas eran ilusorias, todas expresiones del mismo Fenómeno, siempre camaleónico y engañoso. Digamos que ya había tramitado mi pasaporte a Magonia. Y mi entusiasmo era mayor que nunca. Porque nunca “me decepcioné de la HET”, como sugirió un crítico mientras me psicoanalizaba a miles de kilómetros de distancia, desde allende el Atlántico.

En realidad, cuando me hice ufólogo, en 1977, algo no me cuadraba. Los platillos volantes y los enanos macrocéfalos, asumidos sin más, me incomodaban en demasía. ¿Por qué? Pues, por lo que yo consideraba un intragable antropocentrismo y, peor aún, por la deuda más que evidente con la ciencia ficción de toda la panoplia ovnística. La cultura platillista era demasiado omnipresente como para ser algo exclusivamente surgido de la ufología. Era obvio, me dije, que la coexistencia de ciencia ficción y ovnis no era casual ni gratuita. Ni hablar de cuando descubrí, años después, al Méheust de 1978, que el mismo momento de mis cavilaciones publicaba Science-fiction et soucoupes volantes y mostraba que la cultura platillista preexistía a Kenneth Arnold. Con mi ejemplar de Pasaporte a Magonia en el velador, ni sospechaba que en el Hexágono había salido, por esos días, uno de los libros más fascinantes de la historia de los ovnis…

Pero faltaba mucho todavía para mi encuentro con Méheust. ¡Ese 1978! Vergonzosamente, hice una pequeña revista ufológica llamada (oh, “coincidencia”), Luces en la noche.  Del número 1 no pasamos. Aunque “revista” es mucho decir. “Boletín” le queda mejor. Citaba, por supuesto, a Jacques Vallée y a Carl G. Jung. De este último no había leído aún su libro acerca de cosas que se ven en el cielo, pero ya había tenido dos fuertes encontronazos con el mago de Böllingen: la primera vez, por Saludando la noche, el célebre programa radial de Patricio Varela, en que un señor (cuyo nombre ignoro) habló de los arquetipos y del inconsciente colectivo, produciéndome un enorme espanto, por lo que no pude conciliar el sueño esa noche (me asusto y no duermo: es una ley); me imaginé sueños de otros, mitos de otros, un mundo subyacente, milenario y espantable, como una especie de avalancha cósmica de ángeles vengadores, vimanas, dragones y platívolos, todo junto. Demasiado para mí, que era un tierno impúber. “Tienes carita de enfermo”, dijo mi madre al día siguiente. “Si supieras”, pensé. La segunda vez fue con un libro de John Michell, Los platillos volantes y los dioses. En ese libro, Michell tradujo casi completo –según recuerdo– el prólogo de C. G. Jung a Un mito moderno: sobre cosas que se ven el cielo. Esa vez el efecto fue muy distinto. Algo parecido al placer que se deriva del simple despliegue de las ideas, de su potencia, de su belleza, de la infinita añoranza que produce la intuición de su origen, del desasosiego por perderlas.

El problema de todo esto, es que perdí la conexión con el universo ficcional con el que los platillos realmente estaban emparentados. Al paso de los años, mi fijación en “la componente psíquica”, me hizo olvidar “la componente marciana”. Paso a explicarme. En 1978 yo era un ufólogo propiamente dicho, con toda la carga de apriorismos y espejismos que eso implica, pero mi capacidad de dialogar con los defensores de la HET se había cerrado absolutamente. De las dos leyes de la paraufología, de Jerome Clark y Loren Coleman (1975), no me sacaba nadie, ni aunque el mismísimo Jacques Vallée hubiese publicado por esa época, en colaboración con una amiga, un libro acerca de un platillo siniestrado en los años cuarenta…

¿Prejuicios contra la posibilidad de visitantes extraterrestres? ¡No, qué va! Si durante casi toda mi vida pre-magoniana creí en marcianos (aunque con las reservas e incomodidades que menciono arriba). Hasta antes de la paraufología, claro. Hasta antes de 1978. Esta postura se agudizó con el paso de los años. Después, fue la puerilidad de la trama neoplatillista de los ochenta (y noventa) lo que agudizó mi rechazo.

“El fenómeno ovni es subjetivo y simbólico, y sus manifestaciones físicas son secundarias, subsidiarias y, sobre todo, efímeras”. Tal era mi credo y se lo soltaba a quien me preguntase mi opinión sobre el tema. Lo mantuve siempre, sin dobleces. Mientras tanto, ¡al carajo con los supuestos platillos estrellados! ¡Al carajo con Roswell! ¡Al carajo con los pretendidos planes de creación de una raza híbrida! “¿Y los contactados, señor?”. Respuesta: “Mmm. Me caen bastante mejor que los roswelianos. Pero sí: ¡ellostambién se pueden ir al carajo!”

¿No se trataba de “pensar en todo”?

“El fenómeno de la ufología está impregnado

de la misma pintoresca curiosidad que envuelve

al propio fenómeno ovni. Nadie podrá negarnos

que un individuo que se declara ‘experto en ovnis’

tiene bastante confundidos los términos de su propia

disciplina. Proclamarse entendido en un fenómeno

que nadie entiende (y naturaleza ininteligible)

es en verdad un curioso título”

(Miguel Peyró, ¿Ovnis? Sí, pero…, 1979)

Milité en el partido de la paraufología durante mucho tiempo. Y lo hice de modo imperturbable hasta que terminé mis lecturas de la HPS, las cuales constituían una clara invitación al escepticismo. Fue entonces que discurrí en el siguiente sentido: los ovnis son, ante todo, un gran fenómeno de carácter psicosocial, sí, pero al que se han adherido o agregado verdaderas anomalías, genuinamente inexplicables. Es decir, a propósito del gran mito de los visitantes extraterrestres se ha manifestado Algo, genuinamente desconocido o inexplicable al menos, extrahumano en todo caso, que es responsable del componente absurdo de la panoplia ovnística, de los casos de alta extrañeza, del supuesto mimetismo, de los humanoides…

La saga platillista habría posibilitado (o convocado) la comparecencia de ese Algo indeterminable, de ese imponderable preternatural, o quizás telúrico. De haber tenido la suficiente presencia de ánimo por entonces, pude haber creado una “Hipótesis de la Adhesión” (HDA): al fenómeno psicosocial de los ovnis, se le habría unido el caudal desbocado de la imaginación humana y ciertas realidades invisibles, de allí su naturaleza física precaria y elusiva. No sonaba tan mal. Me abstuve, sin embargo. En realidad, opté por escribir un libro, Pasaporte a Ovnilandia, que alcanzó a publicarse en las postrimerías de 1999. Ese libro buscaba tender un puente –“muy frágil, ciertamente”, como fue escrito treinta años antes– entre la HPS y la paraufología. Entre lo conocido y lo desconocido; o, por así decirlo, entre lo sociocultural y lo paranormal. Entre Claude Maugé y Pierre Vieroudy, si se trata de asociar nombres.

No perseveré mucho en estos afanes, aunque en modo alguno reniego de ellos. Por el contrario, reivindico esa etapa en que me sentía extrañamente creativo. Luego vino un período de adscripción completa a la HPS, y me convencí de que la única tarea respetable en el ámbito de los ovnis era su reducción sociocultural, o sea, la explicación social de la creencia. Tampoco duré muchos años en esta postura: apenas un lustro. Fue entonces que, después de la misma, devine un agnóstico, un simple historiador de las ideas ufológicas que evita pronunciarse realmente sobre ellas (bueno, no del todo). Sin embargo, lo confieso, a veces, en la alta noche, vuelvo a pensar como en 1999.

Ahora bien, por estos días estoy más agnóstico que antes, que nunca. No me cierro ni a la posibilidad de que toda la ufología haya sido un gran sueño o espejismo de postguerra, ni a la de una visita alienígena camuflada, ni a todas las paraufológicas perspectivas intermedias (el llamado de Magonia nunca se ha apagado del todo). Por supuesto, el onus probandi les corresponde a los ufólogos, no a los escépticos.    

SCORNAUX. «Es tan fuerte el barullo que podría ser indistinguible el ruido de la señal» . Foto: De una entrevista en ODTHTV.

¿Y ahora? Soy un mero observador de la ufología.No soy un partisano. El mío es un escepticismo metodológico y pragmático, no programático. Ahora bien, es la propia “componente marciana” tomada en serio, esto es, el replanteo de los primeros años de la historia de los ovnis, lo que me ha convencido de que una HET más sutil, y menos deudora de los mass media y la cultura popular sobre ETs, puede ser una opción respetable para seguir pensando el problema. En gran medida, Aimé Michel ofreció muchas pistas interesantes en este sentido, con sus trabajos sobre el “no contacto” y el “principio de banalidad”. Quizás es tiempo de desufologizar a la HET, aunque parezca un contrasentido histórico. Como dijo Jacques Scornaux, es tanto el barullo que han armado los ufólogos, tanto el ruido de fondo que han generado, que cualquier día pueden llegar los extraterrestres reales y ni siquiera nos enteraremos (si es que no lo han hecho ya). O, como alguna vez sugirió Kevin Randle, tal vez llegaron efectivamente en los años cincuenta, y se fueron para siempre, dejándonos sólo este gran ruido de fondo. Y a nosotros, caminando (o corriendo) en círculos…

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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