
En mi época ser ufólogo tenía pocas compensaciones. Era un ambiente poco frecuentado por señoritas. De hecho, las escasas ufólogas estaban en pareja o les chiflaba el moño. Creíamos que “el fenómeno ovni” (dicho así, con desmesura) era una anomalía digna de atención científica y acariciábamos el día en que investigadores del Conicet, Exactas o Sociales nos iban a ayudar a develar la Gran Verdad. Pero la verdad era otra, la ufología no era sexy sino asunto de nerds, los científicos ignoraban nuestras publicaciones y, si alguno mostraba cierta curiosidad, era rematadamente escéptico o estaba más loco que un plumero.

Sin rastros de extrañeza en la casuística galáctica, me encontré con tres opciones: a) convertirme en escéptico militante; b) estudiar antropología cultural; c) diversificar aficiones. La primera opción tenía que ver con el enojo que me causaba la proliferación de relatos abusivos, entre el engaño descarado y el sensacionalismo; la segunda, con otra constatación: la dispersión del estereotipo platillista daba paso a curiosas manifestaciones sociales, como los grupos inspirados en el desembarco de héroes religiosos de otros mundos. Por otro lado, la ufología francesa había reconvertido el desencanto: fundó la “escuela psicosociológica”, que abolió a toda una generación de ufólogos.
A fines de los 80 cundía una sensación triunfante: la ciencia ficción estaba rehabilitando a los platillos en la cultura pop. Era excitante ver cómo fascinaba a las masas nuestra afición minoritaria. X-Files fue el non plus ultra de ese ascenso.
Mi romance con el escepticismo activo no fue furibundo. Fue una necesaria estación intermedia, breve pero contundente. En 1990 estuve entre los fundadores del Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudociencia (CAIRP). Cuando sacamos el primer número de El Ojo Escéptico, la revista entusiasmó a titanes de la ciencia como Carl Sagan, Martin Gardner y Mario Bunge.

Las recompensas intelectuales que nos prodigaba el escepticismo eran notorias. De paso, protagonizamos algunas acciones bienhechoras; léase el deschave de tránsfugas como los cirujanos filipinos, Claudio María Domínguez, los que dieron por buena la muñecopsia de Roswell y clarividentes y afines, que nunca vinieron a buscar los U$ 10 mil que ganaban si demostraban sus poderes.
Me alejé del racionalismo militante en 1994, cuando descubrí, no sin incomodidad, que en este ambiente también germinaban ideas pseudocientíficas, llegando a detectar en mí mismo prejuicios y ejemplos de doble estándar: los platillistas cuyas creencias me disgustaban eran sectas y los que no, innovaciones religiosas.
En 2000, un aluvión de advenedizos se apropiaron del CAIRP y forzaron su disolución. Tipos que llegaron a la falsificación o al plagio, como Christian Sanz, o al acoso ideológico, como el abogado Héctor H. Navarro, padrino de Pablo Salum, el nuevo anti-sectas mediático. Gente que bien pudo celebrar acciones como colarse en un templo y escribir «la única iglesia que ilumina es la que arde». Ejemplos de lo que el escepticismo o el ateísmo nunca deberían ser.
Refutar falsas ciencias ya no es el centro de mi vida. Pero desde que el escepticismo anida en mis neuronas es como un desodorante que (casi) no me abandona. Se reactiva, por ejemplo, cuando comprás un coche, ponés History Channel o asesinan a una astróloga y en vez de consultar a peritos criminalistas ¡entrevistan astrólogos! Un mundo lleno de demonios siempre necesitará de personas capaces de temblar de indignación y que estén preparadas para desmitificarlo.
(*) Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009) y editor de Factorelblog.com
Publicado en Newsweek Argentina, 11-10-2013. «Humanos, demasiado humanos». Por Alejandro Agostinelli

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