Los dirigentes políticos remiten al pasado para prestigiar sus discursos o justificar sus decisiones. Sin embargo, los eventos que citan y las figuras que celebran suelen ser mitos, con imprecisiones y engaños. Detrás de esa fachada se vislumbran los verdaderos resortes de la política.
Karl Marx sentenciaba, en una de sus más conocidas frases, que «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». Propios y extraños la han repetido al punto de convertirla en un tópico trillado, y no resulta difícil ver por qué. El filósofo alemán demostraba su característica contundencia en este aforismo, el cual ofrecía al lector una herramienta fantástica para abordar eventos políticos y hechos históricos. Esto se debe a que el pasado, si bien puede ser un país extraño, es asiduamente visitado por actores tan disímiles como sindicalistas combativos, líderes empresarios o conductores mediáticos. Ellos evocan lo ocurrido para poblar sus discursos de referencias prestigiosas que den solemnidad a un evento o, simplemente, legitimen acciones polémicas. Ciertamente, esto no es una novedad: siglos antes de El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), Aristóteles apuntaba en su Retórica que el conocimiento del pasado era un arma fundamental para el orador, quien podía persuadir al auditorio con citas de los antepasados o ejemplos históricos.
Los Salieris de Carlos. Sin embargo, en la sentencia de Marx podría verse algo más que la mera constatación de un lugar común argumentativo. El asunto tiene también una dimensión de «pesadilla», ya que los actores sociales podrían estar reproduciendo de forma involuntaria (o inconsciente) un libreto ya escrito y actuado por sus antecesores. El pasado se volvería, de esta manera, una jaula inescapable que determinaría el comportamiento de los sujetos. Como en un cuento de Philip K. Dick, ellos se encontrarían cumpliendo la misma profecía de la que intentaban escapar. La historia se tornaría así compleja en su devenir, pero simple en su estructura: «se repite», «es siempre igual», aparece como una tragicomedia kitsch, tejida a partir de eventos repetidos con mínimas variaciones y sazonada con algunos clichés, como las guerras y las revoluciones.
Esta visión fatalista no es la única posible. Hay una más irónica que sugiere que la pesadilla es, en definitiva, una ilusión. Los vivos no se verían atormentados por los fantasmas del pasado, sino que se encontrarían sencillamente desorientados por espejismos. El origen de este engaño estaría en la mitificación que se genera comúnmente en torno de acontecimientos relevantes y figuras destacadas: a través de ella, una revolución puede volverse un levantamiento armado, un dictador puede vestirse de presidente o un luchador de la libertad transmutar en terrorista. Son estas deformaciones las que, en su versión santificada o demonizada, suelen volverse las más corrientes.
No se trata de simples errores: al igual que las pesadillas, son reflejos de los temores, las aspiraciones y las ideas de quienes las construyen. Por eso atraen tanto a los historiadores. Sin embargo, señalar las equivocaciones y los engaños deliberados tiene tanta utilidad como desentrañar sus causas. Al ponerlos en evidencia, la reverencia al pasado queda expuesta como un gesto vacío. El discurso no recupera entonces un «legado» o el «pasado», sino que modela unos artefactos funcionales a un interés contingente, económico, social, político o simplemente mediático. La historia se somete así a los caprichos de un presentismo radical, por lo general bastante mezquino.
El Cowboy Inexistente. La campaña por la nominación presidencial del Partido Republicano en EE.UU. permite ver algunos de estos mecanismos en acción. Por un lado, ha abonado lecturas tremendistas, desde quienes ven la decadencia de la república marcada por el irrefrenable ascenso del megalómano Donald Trump hasta los que repiten como un mantra que la política se ha vuelto una forma más de entretenimiento. Pero, curiosamente, el héroe del Grand Old Party en este tiempo del realismo de tabloide en versión online y streaming es un hombre de la prehistoria de Internet: Ronald Reagan, devenido tótem de la tribu. La canonización no resulta sorpresiva: ¿cómo no celebrar al paladín del conservadurismo, refundador de las Fuerzas Armadas bajo el lema de «paz a través de la fuerza», vencedor del Imperio del Mal, defensor de la moral tradicional y fanático de los «valores americanos»?
Reagan tal vez sea el único presidente del partido del elefante capaz de ser exaltado, si se toman en cuenta los fiascos económicos y políticos de Bush Jr., la corrupción de Nixon y el encumbrimiento (con inoperancia) de Ford. Bush Jr. es muy cercano y controversial como para hablar de él, mientras que los confiados EE.UU. de Eisenhower han quedado demasiado lejos. La memoria del 40° Presidente brinda además un programa, cimentado en los “postulados históricos” del partido: “gobierno pequeño”, confianza en la iniciativa individual, estímulo a la empresa, amplias libertades (especialmente económicas) y protección de los intereses estadounidenses en el globo.
Marco Rubio, con un rostro latino y un pasado inmigrante para hacerlo atractivo a las minorías, se presentó como el nuevo abanderado de ese programa. Ronald Reagan se volvió la divinidad tutelar de su campaña, ya que el país necesitaban una vez más un líder con esas cualidades. Como sus seguidores se encargaron de remarcar, el país se encontraba en 2016, al igual que en 1980, con una economía en crisis, una debilitada posición internacional y un Estado ineficiente. Pero el éxito fue esquivo para el senador de Florida, quien se vio obligado a abandonar la carrera en su Estado natal. Es que, junto a muchas otras falencias, el favorito de Paul Singer carecía de aptitudes «reaganianas»: mientras el veterano actor de Hollywood escaló posiciones enfrentando a la jerarquía republicana, Rubio pretendía ser la nueva cara del viejo establishment. Su fracaso exhibió la debilidad y desconexión de ese grupo, al parecer todavía atontado por la derrota de Mitt Romney en 2012. También implicó que, como en 1976 y 1980, el futuro del partido está en manos de los candidatos más osados.
«Puede que estemos en el lado correcto, pero esta vez no estaremos en el lado ganador» (Discurso de Renuncia de Rubio).
Ted Cruz es uno de los osados. Y, aunque ahora aparezca como la única alternativa aceptable a Trump, el senador texano resulta difícil de digerir, como lo muestran los escasos apoyos entre sus pares, debido a sus visiones derechistas (aún para los republicanos), su conservadurismo de manual y su exacerbado evangelismo. Pero estas particularidades no han impedido que Cruz se ponga bajo la protección de Reagan y pretenda encarnar su optimismo y determinación. De manera aún más enfática que el malogrado Rubio, Cruz se despachó en numerosas ocasiones sobre las bondades de las medidas introducidas por el ex gobernador de California, como los recortes fiscales que habrían «desatado el potencial de la empresa estadounidense» y posibilitado la reconstrucción de las Fuerzas Armadas.
No obstante, por atractivo que resulte el cuadro, no es más que una fachada. Los reaganianos han caído en la misma trampa que el pueblo hebreo en el desierto: han adorado falsos ídolos. El hombre que rememoran es una versión travestida de la estrella de cine. Como los ancianos jerarcas soviéticos a los que tanto denostaban, ellos justifican sus acciones tomando sus palabras prestadas de líderes a los que no pueden (o no se atreven) recordar tal cual fueron. Stephen Colbert fue uno de los que manifestó, para horror de Cruz, que el Evangelio era apócrifo: al invitar al presidenciable republicano a su programa, el periodista le mostró cómo el «profeta de la austeridad» había incrementado los impuestos luego de una baja inicial, a causa de una insuficiente recaudación. Cuando Colbert arrojó sal sobre la herida, al señalar que Reagan había introducido amnistías para inmigrantes ilegales, Cruz siguió el camino de Pedro y desconoció a su Maestro. Ni siquiera fue necesario mencionar el escándalo Irán-Contra, la hecatombe financiera del «Lunes Negro» de 1987 o las estrambóticas explicaciones del viejo Ronnie sobre el calentamiento global.
Una cierta actitud contemplativa hacia «los ilegales» y el aumento del presupuesto estatal habrían sido motivos suficientes para alejar a Trump, la atracción principal del show de presidenciables por sus ataques a mexicanos, musulmanes y al «keniano» Barack Obama. Poco parece importarle el pasado al magnate inmobiliario, un outsider del sistema bipartidista que promete cercenar los lazos con lo previo y llegar al lugar dorado al final de camino: «Make America Great Again». Pero este anuncio de un nuevo comienzo, que irrita a comentaristas temerosos de una deriva «populista», resulta contradictorio desde el vamos. Se trata del mismo lema, palabra por palabra, que Reagan usó en su primera campaña presidencial. La novedad de Trump es, paradójicamente, algo viejo. Y, al menos para algunos republicanos, también es blasfemo: vociferar que el país ha perdido su grandeza implica dudar del éxito del viejo Maestro.
Pero, ¿no podría tratarse acaso de un silencioso tributo? No sólo la frase, pegadiza y potencialmente arrolladora, sino toda la campaña. Es que el controversial empresario es posiblemente quien mejor encarna el ethos cowboy y el chauvinismo risueño de Ronald Reagan. Si atrae a los votantes de las clases bajas y medias en aprietos, es porque aspira a ser el candidato de la white trash y de la ‘Murica frustrada, permeada por la sociedad del espectáculo y ávida de una voz «auténtica». No es casual que el jefe de The Apprentice sea quien mejor aprovechó ese espacio: él comprende mejor que sus competidores que la política es apariencia, como señaló Hannah Arendt y reiteró el Frank Underwood de House of Cards. Trump emula a Reagan sin mencionarlo, ya que así puede abrazar el neoconservadurismo esperanzado de 1980 dejando de lado la turbulenta realidad de su gobierno. De esta manera, intenta ser el «republicano ideal» de los medios y las películas, el Will Conway que enfrenta a Underwood, mientras oculta al «republicano real» que yace debajo. Si no es que intenta esconder, como ciertos conspiranoicos afiman, un caballo de Troya puesto por los Clinton en el partido del elefante.
Un Antihéroe para la Democracia Argentina. Con menos millones en danza, un proceso similar puede verse en Argentina. El presidente Mauricio Macri se ve obligado a erigir rápidamente un «régimen ideal» con el que poder cosechar apoyos en la población, la cual da muestras de descontento frente a los efectos más antipáticos del «régimen real» implantado por los arquitectos del cambio. Algunos rasgos de esta nueva construcción legitimadora se perfilaron en su discurso de apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso, en el cual el pasado inmediato ocupó un lugar destacado. A pesar de la pasión por la «novedad», aseverada por Macri y remachada por su jefe de gabinete en La Nación, el mensaje se ensañó con «los últimos doce años». Esta remixada versión de los noventa, nueva década infame repleta de detalles grotescos, tétricos y decadentes, aparece como uno de los pocos factores legitimadores de una política que se presenta con los ropajes de lo ineluctable: es «lo que hay que hacer».
Macri dedicó solamente dos instantes a un pasado más remoto. Primero, un «Nunca Más» entonado frente al recuerdo de la última dictadura militar. Un intento de apropiarse de la fecha, o por lo menos de disputar su sentido, que parece desplantar las expectativas «conciliadoras» del matutino de los Mitre. Al mismo tiempo, reproduce el oportunismo que muchos, por derecha e izquierda, achacaban al matrimonio Kirchner en su relación con los ’70. Segundo, una mención celebratoria de Hipólito Yrigoyen por el siglo transcurrido desde que llegara al sillón de Rivadavia en las primeras elecciones presidenciales regidas por la Ley Sáenz Peña. Fue un saludo solapado a los radicales, sus nuevos aliados, quienes se reservan el derecho de referirse al caudillo como «Don», pero le permitieron al empresario utilizarlo. Más subrepticiamente, pudo tratarse la colocación de la primera piedra de un nuevo panteón de próceres, liberal, democrático, institucionalista y «centrado».
No obstante, algo no cuaja. Si Macri (y Alejandro Rozitchner, quien sonreía desde un palco) pretende reconstruir un discurso republicano supuestamente desgarrado por la barbarie populista, entonces la referencia a Yrigoyen es cuando menos llamativa. Su estilo de gobierno, criticado en su momento por personalista, presenta sugestivos rasgos de familiaridad con el de los Kirchner. ¿No es un contrasentido invocar en el Congreso de la Nación a un presidente que desconoció al parlamento de forma recurrente?
¿No trae malos recuerdos celebrar a un jefe partidario que tildaba al disenso de traición y exigía obediencia? ¿No se quiere dejar atrás un culto a la personalidad como el que este caudillo alimentó, al presentarse como «apóstol» y hacer labrar su efigie en pancartas, afiches y mates? ¿No es desacertado mencionar a un mandatario que entregó empleos públicos e infló el presupuesto en su cacería de votos? ¿No es autoritaria una figura que decretó numerosas intervenciones federales para remover a rivales y partidarios díscolos? ¿Debe ser celebrado un gobierno que a obreros en Buenos Aires y la Patagonia, alimentó la aparición de un militante «Klan Radical» o presenció asesinatos de opositores como el ex gobernador de Mendoza Carlos Washington Lencinas?
A pesar de sus contradicciones, la evocación del «Peludo» de la calle Brasil ha pasado mayormente desapercibida. Algo esperable, tratándose de un gesto que carece de contenido: no importa la precisión de lo recordado, ni siquiera su significación. Sólo se trata de buscar un símbolo de paz, de ofrecer un mensaje que ayude a «pasar el invierno». Pero junto a esa elucubración puede hallarse un paralelo notable entre el legado de Yrigoyen y las primeras medidas de Macri. Ambos han exhibido con orgullo su legitimidad de origen, han proclamado su respeto por la pluralidad de ideas, su compromiso con la nación y su vocación de ayudar al pueblo. El interrogante es si esta fachada no está ocultando una vez más un gobierno con vicios y una relación tensa, tanto con sus electores como con la sociedad que pretende orientar. Más preocupante aún es que detrás se halle también una criatura que, de sentirse acorralada, abandonará el poder soft de las virtudes ciudadanas para abrazar una implacable política hard, acorde a un imperativo ineludible: la supervivencia.
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