A cien años del nacimiento de Roland Barthes, filósofo, escritor y semiólogo francés, reeditamos un visionario ensayo procedente de la recopilación de 1957, Mitologías. Los párrafos destacados en negritas son nuestros.
El misterio de los platos voladores ha sido, ante todo, totalmente terrestre: se suponía que el plato venía de lo desconocido soviético, de ese mundo con intenciones tan poco claras como otro planeta. Y ya esta forma del mito contenía en germen su desarrollo planetario; si el plato, de artefacto soviético se volvió tan fácilmente artefacto marciano, es porque, en realidad, la mitología occidental atribuye al mundo comunista la alteridad de un planeta: la URSS es un mundo intermedio entre la Tierra y Marte.
Sólo que, en su devenir, lo maravilloso ha cambiado de sentido, se ha pasado del mito del combate al del juicio. Efectivamente, Marte, hasta nueva orden, es imparcial: Marte se aposenta en Tierra para juzgar a la Tierra, pero antes de condenar, Marte quiere observar, entender. La gran disputa URSS-USA se siente, en adelante, como una culpa; el peligro no es proporcionado a la razón. Entonces se recurre, míticamente, a una mirada celeste, lo bastante poderosa como para intimidar a ambas partes. Los analistas del porvenir podrán explicar los elementos figurativos de esta potencia, los temas oníricos que la componen: la redondez del artefacto, la tersura de su metal, ese estado superlativo del mundo representado por una materia sin costura; al contrario, comprendemos mejor todo lo que dentro de nuestro campo perceptivo participa del tema del Mal: los ángulos, los planos irregulares, el ruido, la discontinuidad de las superficies. Todo esto ya ha sido minuciosamente planteado en las novelas de ciencia-ficción, cuyas descripciones han sido retomadas literalmente por la psicosis marciana.
Lo más significativo es que, implícitamente, Marte aparece dotado de un determinismo histórico calcado sobre el de la Tierra. Si los platos son los vehículos de geógrafos marcianos llegados para observar la configuración de la Tierra —como lo ha dicho de viva voz no sé qué sabio norteamericano y como, sin duda, muchos lo piensan en voz baja— es porque la historia de Marte ha madurado al mismo ritmo que la de nuestro mundo y producido geógrafos en el mismo siglo en que hemos descubierto la geografía y la fotografía aérea. El único avance lo constituye el vehículo. Marte aparece como una Tierra soñada, dotado de alas perfectas, como en cualquier sueño en que se idealiza. Es probable que si desembarcásemos en Marte, tal cual lo hemos construido, allí encontraríamos a la Tierra; y entre esos dos productos de una misma Historia, no sabríamos distinguir cuál es el nuestro. Pues para que Marte se dedique al conocimiento geográfico, hace falta, por cierto, que también haya tenido su Estrabón, su Michelet, su Vidal de la Blache y, progresivamente, las mismas naciones, las mismas guerras, los mismos sabios y los mismos hombres que nosotros.
La lógica obliga a que tenga también las mismas religiones y en especial la nuestra, por supuesto, la de los franceses. Los marcianos, ha dicho Le Progres de Lyon, tuvieron necesariamente un Cristo; por lo tanto, tienen un Papa (y además el cisma abierto); de no ser así, no habrían podido civilizarse hasta el punto de inventar el plato interplanetario. Para ese diario, la religión y el progreso técnico, bienes igualmente preciosos de la civilización, no pueden marchar separados. «Es inconcebible, escribe, que seres que alcanzaron tal grado de civilización como para poder llegar hasta nosotros por sus propios medios, sean ‘paganos’. Deben ser deístas, reconocer la existencia de un dios y tener su propia religión.»
Como se ve, esta psicosis está fundada sobre el mito de lo idéntico, es decir del doble. Pero aquí, como siempre, el doble está adelantado, el doble es juez. El enfrentamiento del Este y del Oeste ya no es más el puro combate del bien y del mal, sino una suerte de conflicto maniqueo, lanzado bajo los ojos de una tercera mirada; postula la existencia de una supernaturaleza a nivel del cielo, porque en el cielo está el Terror. En adelante, el cielo es, sin metáfora, el campo donde aparece la muerte atómica. El juez nace en el mismo lugar donde el verdugo amenaza.
Pero ese juez —o más bien ese supervisor— lo acabamos de ver cuidadosamente reinvestido por la espiritualidad común y, en consecuencia, diferir muy poco de una pura proyección terrestre. Porque uno de los rasgos constantes de toda mitología pequeñoburguesa es esa impotencia para imaginar al otro. La alteridad es el concepto más antipático para el «sentido común». Todo mito, fatalmente, tiende a un antropomorfismo estrecho y, lo que es peor, a lo que podría llamarse un antropomorfismo de clase. Marte no es solamente la Tierra, es la Tierra pequeñoburguesa, el cantoncito de pensamiento cultivado (o expresado) por la gran prensa ilustrada. Apenas formado en el cielo, Marte queda, de esta manera, alienado por la identidad, la más fuerte de las apropiaciones.
En Mitologías. Por Roland Barthes, 1957 (Ed. Siglo XXI, 2009). Traducción: Héctor Schmucler
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