Como cada 8 de enero, las velas rojas se encienden para rendir honores al Gauchito Gil, el santo que cumple promesas, hace justicia y recibe a cambio el mayor de los favores: mantener vivas las llamas del mito.
Aunque es el santo más conocido de la Argentina, la celebración en torno a Antonio Mamerto Gil Nuñez sigue siendo casi invisible para quienes viven a espaldas o no aprecian las expresiones de lo sagrado situadas en la periferia.
¿Cómo se manifiesta el sentir popular en esta devoción? ¿Cómo se enriquece con otras tradiciones espirituales? ¿Cómo las personas se vuelven devotas? ¿Qué milagros se les cumplieron? ¿Qué le prometen a los santos? ¿Qué sienten al bailarle al Gaucho? ¿Cómo son las relaciones dentro de la festividad?
Andrea Lázaro, estudiante que realiza su tesis de grado de Periodismo por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), cruzó las fronteras de lo desconocido con esas y otras preguntas.
El 8 de octubre pasado asistió a la celebración del Gauchito en el Centro Cultural Virgen de Itatí, ubicado en Los Hornos, partido de La Plata, provincia de Buenos Aires.
Eligió el lugar por carácter comunitario y su énfasis en la ayuda social para dar cuenta del baile popular, la alegría y el festejo con otros y su relación con “el cielo”, pero también como forma de construcción de una identidad grupal.
Por Andrea Lázaro
Patricio Eleisegui cuenta en el libro «Paganos» que, cuando con Dios no alcanza, cuando Dios no se ocupa de las penas aquí y ahora, las devociones populares “apagan la urgencia”. Entonces, por fuera de los muros de las iglesias, la gente crea sus propios santos, los viste de mito y leyenda, tragedia y gloria; y estos les devuelven el favor regalándoles milagros; innumerables milagros, todos urgentes y cercanos. Tan cercanos como estos hombres y mujeres, que antes de ser divinos fueron de “carne y sangre”, pobres y pecadores, justicieros y condenados; perseguidos por el poder, que, como Dios, o castiga o mira para otro lado. Con ellos, el monte litoraleño nos devolvió el misterio más hermoso, una fe que vive, se baila y llora, y también el payé que habíamos olvidado.
Al Gauchito Antonio Mamerto Gil Núñez y a su guardián San La Muerte los precede su fama de “cumplidores y justos”. No condenan, no preguntan ni exigen buena conducta, solo que se les hable “con el corazón” y se “pague promesa” con amor, un vasito de vino o whisky, muchos cigarros y algunos chamamés. Así, al ritmo de esta religiosidad vívida, de la falta de trabajo y las migraciones del interior, desde los años 90´ sus santuarios y altares se expandieron por todo el país; la ciudad de La Plata, con sus barrios periféricos, no fue la excepción. Los 8 de cada mes el Gauchito anda bailando con sus fieles. Por eso decidimos salir a su encuentro para conocer su historia, la del cadavérico compañero que lo protege y la de sus devotos y promeseros; y cómo no, a bailar y zapatear entre paisanos y velas rojas.
LEYENDA Y DEVOCIÓN
Llovía y el frío era fuerte. Clima extraño para octubre, y hoy es 8 de octubre. La fiesta en honor al Gaucho se hace en la localidad de Los Hornos, partido de La Plata. Hay otras 5 o 6 celebraciones en la ciudad y sus alrededores, pero vamos a esta, en el Centro Cultural Virgen de Itatí, la patrona de Corrientes y el noroeste argentino. El encuentro con sus promeseros nos convoca a las 5 de la tarde.
Al barrio se llega tomando diagonal 74, donde termina y se levanta el cementerio municipal. Uno desvía por calle 72 y, por esos misterios platenses, se sube de un santiamén de la calle 31 a la 130, y de ahí a sumar; nuestro destino es la 141. En el camino, las prolijas casas de material del casco urbano se van perdiendo. El barrio, triste por el cementerio, parece muerto o abandonado. Una vez en Los Hornos se puebla de chicos, casas bajas, muchas a medio terminar, y árboles y flores, y jardines de malvones.
Intuyo que llegamos a Itatí por una pequeña santería lila y no fallo: estamos en 140. La miro buscando no sé qué, y encuentro a Iemanjá o la Virgen Stella Maris bendiciéndome desde la vidriera. Una cuadra más y ahí está, en la esquina; un galpón de paredes verde oscuro que anuncia Biblioteca popular, Taekwondo y Zumba. La vereda de cemento está repleta de autos y hombres de piel morena y camisa almidonada, la zanja de 141 de calas blancas.
Si afuera nos ahuyenta este frio helado, adentro llama el chamamé, el olor a agua florida, empanadas y tortillas. El salón repleto parece una pintura roja y negra que danza, como embrujada, con los colores del Gauchito que los fieles llevan orgullosos en blusas y pañuelos, y los promeseros muestran en sus trajes tradicionales. Haciendo juego, los mantelitos de tela de las mesas formadas en semicírculo alrededor de la pista; en los muros, las banderas de agradecimiento y los estandartes que recuerdan los favores pedidos, e identifican:
Familia Álvarez, Domínguez, Villa Domínico, Florencio Varela, Berisso, San Vicente, Chaco, Corrientes, Paraguay…
Y abrazándonos a todos, una inmensa foto de Perón y Evita, y otra igual de inmensa, aquella de “Las patas en la fuente”.
A un costado de la entrada se levanta el altar, donde conviven sin celarse el homenajeado, en una estatua de yeso bastante grande: camisa celeste arremangada, chiripa marrón, faja y pañuelo federal, boleadoras y cruz; como un Jesús, pero con bigote y vincha, en lugar de corona de espinas.Lo acompañan “La morenita”, nuestra anfitriona la Virgen de Caacupé, patrona de Paraguay, San Francisco de Asís y San Expedito. Busco, no veo a San La Muerte. Pero sí encuentro, alrededor, los exvotos de ofrenda: cintas, cigarrillos, vasos de vino tinto, botellas, prendas, monedas, flores de papel, fotos, algunos peluches y muchas cartas. La alfombra de velitas rojas casi consumidas, abajo, delata que la celebración comenzó a las 11 de la mañana, con almuerzo y entrada gratis.
El geógrafo y folclorista Félix Coluccio, en su libro “Las devociones populares argentinas”, cuenta que a los santos oficiales canonizados por la Iglesia se les ofrenda mediante exvoto de sacrificio, con ayuno, autoflagelación y dolor. Está claro que, con el Gaucho, un santo canonizado por el pueblo, los exvotos de sacrificio se transforman en goce, “porque así le gustaba a él”. Pues, según una de las leyendas, celebraba junto a paisanos, negros, mulatos e indios, cada 6 de enero, a San Baltazar, su Santo Cambá, en el monte correntino. Y como sus devotos, bebía, comía y bailaba al ritmo de tambores, charandas, zembas y candombes con un amuleto de San La Muerte incrustado en el esternón. Así se aprestaba a huir de la policía y los patrones de estancia, siempre dispuestos a atraparlo. Porque así vivía: huyendo.
Mientras en Itatí la pintura roja y negra sigue bailando, me detengo frente al altar un instante. Pienso en pedir ese favor que desde hace décadas me tiene buscando, pero decido agradecer, me persigno y le regalo un Padrenuestro desenfrenado; como hacen todos los que ingresan, con una sonrisa y los ojos brillosos.
– Desde que salvó a mi nieta yo vengo a bailarle todos los 8, como a él le gusta. A los tres años le detectaron un tumor en la médula, le dije que si la curaba vendría todos sus días a pagar promesa.
Un dolor atragantado detiene el relato de mi interlocutora unos segundos, respira profundo, pide perdón y continúa.
– Ahora la nena ya tiene 16 años, todo gracias al Gauchito. Así que me pongo sus ropas y vengo a bailar, le prendo una velita, le doy un vaso de vino. Es muy milagroso, muuuuy milagroso.
Así rompió el hielo la promesera, sin que le pregunte nada. Iba a su encuentro como a una cita a ciegas, pero la reconocí por su larguísimo cabello blanco, su pequeño cuerpo, la falda roja, amplísima y perfectamente planchada y el chaleco que reza: Fermina, Resistencia, Chaco. Y ahora ella, también sin preguntar nada, me toma la mano y me lleva a la pista, al lado del escenario; donde el locutor, un hombre grueso de voz profunda presenta al próximo conjunto.
– Mirá, “Los hermanos Fernández”, como yo: Fermina Fernández.
Me marcó. El silencio ahora era el mío.
– Bailemos.
Dijo, y tímida bailé. Y despacio me fue llevando, mientras yo le miraba los pies. Después de dos canciones nos fuimos a una mesa. No sé si por mostrar amabilidad, pero insinuó que no bailaba tan mal. Creo que por amabilidad.
¿Cómo describir el ritmo del baile, los cuerpos moviéndose, apretados, así, tan lindo? ¿Cómo describir las carcajadas, el romance, las miradas brillosas y sedientas, el sonido del acordeón, las polkas o las espuelas zapateando fiero? ¿Cómo describir el clamor del zapucay, ese grito ancestral de dolor y alegría? ¿Cómo describir la emoción? No sé.
Fermina vino a La Plata a los 16 años, con una hija y un novio o tío falso que luego dejó por mujeriego. Trabajó limpiando o cuidando abuelos y gente enferma. Se casó con un policía y tuvo tres varones. Cuando el marido se jubiló y “se puso borracho”, otra vez se cruzó con la huida y el desarraigo, pero también con el Santo y la libertad.
–Me golpeaba, me molía a palos, así que agarré a los chicos y me fui, y vivimos alquilando, a veces sin tener a dónde ir. Porque sin trabajo fijo, nadie sale de garante.
Cuenta, ahora susurrando.
–Cuando me separé, una chica de mis pagos me empezó a llevar a los bailes de chamamé y recién ahí supe del Gaucho. Y como él cumplió con mi nieta, yo pago promesa todos los 8, poniéndome el traje y bailándole, en las fiestas o en mi casa. Y lo haré de por vida; veré si cuando me muera lo dejo para alguien o pido que me entierren en el cajón con ropa y todo.
No hace mucho el hombre golpeador murió y Fermina pudo volver a la que era su casa, frente al cementerio. Viven allí, adelante el hijo menor, su novia y la bebe, y atrás, en una casita que se armó en la pandemia, ella y su amigo del alma, Jorge, un muchacho de unos 40 años, que escucha atento mientras me mira de reojo. En esa casa puso en el frente un altar para Gil y San Expedito, con sus velas, cigarros y bebidas; y adentro, casi perdido en la esquina de un modular, una figura de San La Muerte, no muy a la vista “porque la gente se asusta”.
– Me hice devota de San La Muerte hace unos años, cuando me descubrieron un quiste en un ovario y no sabían si era maligno. Lo conocía porque el Gauchito era devoto del Santo, en la mayoría de los santuarios y las ermitas están los dos. Le pedí y cumplió. Ahora le pongo velas, le doy whisky. Se los regalé a mis hijos, el más chico cree mucho, pero mi nuera le tiene miedo. No hay que tenerle miedo, aunque tampoco hay que jugar con él ni cambiarle ni nada, es muy celoso.
El relato de Fermina parece ahora la revelación de misterios un poco más ocultos, al menos en esta fiesta.
– Un día me enteré que uno de mis hijos andaba en macumba, eso es jodido. Así que le pedí a San La Muerte y ahora está trabajando. Dicen que hay que tenerlo escondido, que la gente no lo tiene que ver y así te cuida, es como un perro guardián.
La fe hacia el Gaucho no compite con otras creencias, cada devoto la hace suya, sin permisos ni debates teológicos, cada uno recrea el mito a su manera. Eso explica su mito tan vivo como sus festejos y su gente. Una fe que democratiza la religión, pero sobre todo marca el reencuentro con unas costumbres que debieron quedar atrás, a miles de kilómetros, entre los montes y claros del interior argentino.
– Yo creo en Dios y en todos los Santos, porque cuando era chica y vivía en el Chaco, cada mes de julio íbamos a Itatí, por la Virgen. No íbamos a la iglesia porque vivíamos en un rancho en el campo, pero mi abuela me llevaba a ver a la Virgen. Además, ella festejaba el 4 de octubre el día de San Francisco de Asís. Pedía permiso y hacía un baile inmeeeenso ¡Descalza bailaba! Bailaba como lo hacemos acá.
Ahora Fermina ríe, se tapa la boca, tímida, pero ríe fuerte, con los ojos, con el cuerpo. Jorge la sigue mirando. Con los latidos del acordeón quemándoles los pies se unen a las demás parejas. Ay Ay Ay, Ayyyyyyyyyyy. Así da gusto pagar.
RELIGIÓN DE LOS QUE TIENEN POCO
GAUCHITO GIL DE SEBASTIÁN HACHER
“El Gauchito Gil es una devoción popular que fue creciendo silenciosa, de boca en boca y de pueblo en pueblo, hecha de promesas para conseguir modestos milagros: casi derechos (…) Salud, trabajo, bienestar. Una religión (…) de los que tienen poco y quieren tener lo necesario”, escribió Miriam Lewin en el prólogo de “Gauchito Gil: Fotografías y textos de Sebastián Hacher Rivera” (2008). Y continúa: “El mito nació con un insólito primer creyente: nada menos que su verdugo. Fue un Cristo criollo. Había huido de la justicia que pretendía obligarlo a derramar sangre de hermanos y buscaba refugio y abrigo en ranchos y fogones donde almas sólo un poco menos desharrapadas que él lo auxiliaban sin preguntar. Robaba, pero no guardaba nada para sí mismo. Su riqueza residía en dar. No le importaba la legalidad sino lo legítimo”.
SE ARMÓ EL BAILE. Foto y tratamiento de imagen: Andrea Lázaro
– Lo que me gusta de la historia del Gaucho es que ayudó mucho a la gente pobre; bueno, no es bien visto que haya robado, pero le robó al rico para ayudar al pobre y eso me gusta.
Cuenta María Torales, otra creyente y bailadora de Gil. Mary (así me pide que la llame) nació en Buenos Aires, pero hace mucho que vive en Altos de San Lorenzo. Es una mujer de cabello corto, ojos grandes y oscuros, lleva boina y pañuelo de seda al cuello, rojos; blusa de lycra negra que deja desnudos un hombro y gran parte de la espalda. Tatuajes, uno muy grande del Gaucho como muchos acá, jean ajustado y botas. Tiene alrededor de 60 años, cumplió 41 de casada con Vicente, compañero de vida y de fe. Juntos se deslizan por el salón, suavemente, flotando; se miran fijo, se sonríen, se llaman con la mirada; y de pronto se devela el embrujo y quienes no bailamos desaparecemos. Sólo queda la pintura que danza.
Mari, como Fermina, era “muy católica”, pero ni Dios ni la Virgen la ayudaron ante la urgencia de un hijo enfermo y perdió la fe. Décadas más tarde el Gaucho vino a reparar la injusticia de ese niño que se fue. Primero la sanó a ella y luego a dos nietos sietemesinos.
– Me convertí en promesera hace 17 años, porque a mí antes no me gustaba el ambiente, no me gustaba el chamamé. Era anti chamamé, vivía encerrada en cuatro paredes cuidando a mis hijos; soy mamá de 7 así que me dediqué a cuidarlos. Mi esposo era músico y yo le hice dejar la música. Pero después me enfermé, él me llevó al Gauchito que está en Los Hornos y ahí empecé a ser devota. Me había agarrado un ACV, estaba en un pozo depresivo y tomaba muchas pastillas, demasiadas; cuando fui al santuario me caí delante del Gauchito, lloré como dos horas, le pedí y me curé, desde ese día no dejo de venir.
Los milagros del Gaucho se replican en todos los casos; si le cumplen, los milagros se mantienen. No se discuten. Sus códigos son algo serio. Dar para recibir, pero sobre todo dar. Tal vez por eso Fermina se dedica a organizar un grupo de jubilados, Mary tiene una historia de militancia social en su barrio y aquí, en el Centro Itatí, se calma el hambre antes del disfrute. Es la solidaridad hecha código, promesa y credo.
Sebastián Hacher Rivera deja claro este punto en su bello libro de fotografías sobre la devoción a Gil cuando sostiene que, más que un “Cristo argentino”, o “un bandido al que se aferran los desesperados”, es “la hermandad entre los de abajo (…) en los territorios (…) donde la frontera entre lo legal y lo ilegal, el pecado y la virtud, es relativa. En los márgenes donde habita el gaucho, lo importante no es cumplir la ley. Lo central es sobrevivir, y para eso también hay que ser solidario con los iguales”.
– Es sabido que en los santuarios grandes la gente le deja plata, y si necesitás ese dinero lo podés retirar, pero después lo tenés que devolver, porque si no te va mal.
Explica María, para advertir enseguida qué límites no se deben pasar.
– La gente dice que quienes más lo siguen son los ladrones, porque ellos ofrendan la llave de la moto que robaron o de la casa que robaron; eso se ve mucho. Lo que no creo es que el Gaucho defienda a los que roban a los abuelitos o a los que te matan por 20 mil pesos, a esos no.
Por la puerta de salida se ve como amainó la lluvia y el atardecer comenzó a teñir de tonos violáceos la calle. El locutor anuncia ahora otro conjunto, “Los románticos López”. María, Vicente y toda su mesa vuelven a la pista. El gualicho parece de nunca acabar.
Antonio López administra desde hace siete años Virgen de Itatí. Setenta años, corazón y alma correntina, crianza platense. Tez trigueña, estatura media, manos generosas, cabello entrecano engominado, voz suave. La tonada del interior se le quedó pegada. Junto a su esposa atienden el bufet, mientras coordinan a los músicos y los locutores. Hace dos días que vienen preparando las milanesas de ternera y los matambres para el almuerzo, más las empanadas, tortas fritas y tortillas de esta tarde larga. Compraron gaseosas, cervezas y muchas cajas de Termidor, Uvita y Pico de Oro y centenares de velas que venden sin parar.
– Como provincianos nuestras devociones son únicas. Con mi mujer somos muy creyentes del Gaucho y de la Virgen.
Antonio se presenta con ritmo pausado y acomoda un cigarro en la diminuta estatuilla que se ubica a un costado del tablón que hace de mostrador. Leónidas Benítez, su compañera, repone la comida. Melena enrulada rubia, sesenta y pico; blusa blanca, pantalón apretado azul, pañuelo carmesí. Una joven de no más de veinte amasa más atrás. Ambas saludan con una sonrisa sin dejar de trabajar.
– La historia acá comenzó cuando mi señora tuvo un tumor en la garganta y prometió al Santo, que, si la curaba, todos los 8 iba a hacer la fiesta con almuerzo y entrada gratis, para que los devotos vengan a pagar sus creencias. A los meses, se hace otra vez los estudios y el médico le dice: Leo, esto es un milagro. Ahí empezamos y vamos a seguir hasta que nos dé el cuero.
El Negro, como le dicen los paisanos, estira la espalda, larga una carcajada y continúa.
– Estamos orgullosos, ya que el salón no es nuestro, es de una persona que mejor ni nombrarla, pero la personería jurídica, la habilitación y el Centro Cultural, todo está a mi nombre.
Con tono más serio, se queja un poco resignado de haber tenido que pagar 30 mil pesos a la Municipalidad; porque todo el mundo quiere formar parte de la comisión, pero, a la hora de poner la plata, nadie se pone. Porque encima que es la única fiesta del Gaucho que da la comida gratis, la gente trae la bebida de afuera.
– Es verdad que los 8 se llena de gente, pero muchos no vienen por el Gaucho sino por la necesidad que se está pasando, ya que acá pueden almorzar. Así que alimentamos a familias enteras, y ningún político nos subvenciona, todo sale de nuestros bolsillos.
El trabajo que el matrimonio hace en Itatí incluye, además de la festividad devocional, actividades para los niños de barrio, deportes, una biblioteca. Y si bien tienen asesoramiento legal, la desconfianza y la soledad que sienten se percibe, cuando Leónidas se mantiene seria y distante o Antonio se quiebra al recordar.
– A veces nos dan unas ganas de llorar, ni los gastos podemos cubrir. Y para colmo, algunos se molestan si no hay asado o servimos tarde. Estamos cansados, somos personas grandes, y te confieso, se nos cruza largar, pero le hicimos una promesa al Gauchito y por él seguimos.
Con la luna llena sube al escenario Joaquín, un joven que entonará algunas cumbias y corridos misioneros. Y mientras me acerco a la salida junto a los últimos devotos, siento cómo el hechizo se apaga, como las velas que pestañean débiles a los pies de Gil; y la pintura roja y negra que danzaba se diluye, al menos hasta el próximo 8, cuando el Gaucho milagroso vuelva a bailar entre nosotros, porque hoy ya se ha ido.
FUENTES CONSULTADAS
Frigerio, A. (5/10/2013) Las devociones populares en la literatura (3): El santuario del Gauchito Gil en Mercedes por Martín Caparrós. Diversa: Red de Estudios de Diversidad Religiosa en Argentina.
Montenegro, A. (2013). Paganos: Antología de santos populares. Buenos Aires: Alto Pogo.
Coluccio, F. (1995). Las devociones populares en Argentina. Buenos Aires: Nuevo Siglo.
Sarmiento, J. (2021) Mitos y leyendas populares de la Argentina. Córdoba: Universitas-Editorial Científica Universitaria.
Ameigeiras, A. (2008). Religiosidad popular: creencias religiosas populares en la sociedad argentina. Los Polvorines: Univ. Nacional de General Sarmiento; Buenos Aires: Biblioteca Nacional.
Hacher Rivera, S. (s/f.) Gauchito Gil: Fotografías y textos. Editorial: El Colectivo.
Frigerio, A. (2020). Encontrando la religión por fuera de las “religiones”: Una propuesta para visibilizar el amplio y rico mundo social que hay entre las “iglesias” y el “individuo”. Religião & Sociedade, 40(3), 21-48.
Frigerio, A. (2018). ¿Por qué no podemos ver la diversidad religiosa?: Cuestionando el paradigma católico-céntrico en el estudio de la religión en Latinoamérica. Cultura y representaciones sociales, 12(24), 51-95.
Ministerio de Cultura de la Nación (06/10/2020) ¿Quién fue el Gauchito Antonio Gil y qué cuenta su leyenda? Ministerio de Cultura Argentina.
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