Volvió «La Llorona». Esta dudosa presencia acaba de manifestarse en Arrecifes, ciudad al norte de la provincia de Buenos Aires, donde la policía asegura haber recibido más de 50 llamados de vecinos que no sólo juraron haberla visto sino que hasta la persiguieron con palos y linternas. La noticia explotó en medios de todo el país y hoy hasta tiene una cuenta en Twitter. El escritor local Juan José Oppizzi, en un artículo especial para Factor, cuenta que no es la primera vez que la ululante aparición visita la zona, describe sus diversas caracterizaciones y se pregunta qué la convoca y qué puede significar su curiosa recurrencia.
Por Juan José Oppizzi
Arrecifes, la ciudad donde vivo desde 1968, ha figurado en las planas de los diarios y en las pantallas televisivas nacionales por muy diferentes motivos, mayormente asociados al deporte, sin olvidar algunas catástrofes climáticas y algunos hechos de sangre de aterradora memoria local. Ahora es por una cuestión un tanto insólita: la presencia de “La llorona”. Este personaje, que viene torturando más o menos frecuentemente a los habitantes de nuestra América Latina desde las épocas de la colonia, tiene certificado de nacimiento en una leyenda de aquella época, según la cual una mujer aborigen enamorada de un español (¡cuántas mujeres aborígenes cargan, en la tradición, la culpa de haberse enamorado de apuestos españoles!), fue madre de tres niñitos mestizos; como el ibérico caballero no se hizo cargo de la situación y desapareció de la escena, la despechada madre no tuvo mejor idea que asesinar a los tres vástagos y suicidarse. Claro que las cosas no le fueron muy bien en ultratumba, y por eso es que aparece, llorando su rencor o su pena (o ambos a la vez).
Sin embargo, cada lugar tiene su propia historia de “La llorona”, y Arrecifes porta una gran tradición en la materia. Cualquiera que ejercite la memoria puede recordar en nuestra comunidad una sucesión de apariciones lloronescas en épocas recientes y no tanto. La patética señora ha hecho su entrada en la escena de nuestro pueblo muchas veces. Ha llorado en ventanas, portales oscuros, espesuras de árboles, calles solitarias, noches de hastío y de frío. Ha usado diferentes voces –algunas, sospechosamente masculinas– y diferentes tonos de lamentación –algunos, bastante obscenos–. Además, su conducta ha variado: a veces se limitó a ejercitar sus espeluznantes escalas vocales; otras veces se mostró inclinada a la persecución de gente. A esta altura, parece haber adquirido poderes nuevos (claro, la señora debe ponerse a la altura de las épocas tecnológicas), entonces cruza por alcantarillas y por túneles con la velocidad de un plato volador, o aparece en varios lugares al mismo tiempo, practicando lo que se denomina bilocación. Esta última característica es verdaderamente alarmante, ya que implicaría el surgimiento de una multitud de “Lloronas”. ¡Imaginémonos qué sería de nuestro pobre Arrecifes si empezara a ser acechado por doscientas o trescientas de estas damas aulladoras! Para empezar, el ruido sería insoportable; ¡ni todos los perros del distrito podrían igualar el barullo! Y para seguir, si todas estas señoras inconsolables se volcaran a la persecución lisa y llana de los habitantes, estaríamos ante un hecho catastrófico.
Sin dudas, nuestra desgraciada localidad se halla en algún punto neurálgico de las maldiciones y de los conjuros infernales. Baste recordar las breves pero aterradoras incursiones, no hace tantos años, de un ser repulsivo como el Chupacabras. O la ola de correrías, tiempo más atrás, del Chancho con Cadenas. Por no mencionar las antiguas trapisondas de la Solapa, que tantos traumas acarreó a generaciones de niños. Es evidente que algo induce a estas criaturas malvadas a visitar este apacible rincón de la llanura pampeana. Urge descubrir qué las atrae. Cada uno de nosotros –autoridades, asociaciones civiles, organizaciones comunitarias, fuerzas vivas– debe ponerse a estudiar los más recónditos ángulos de nuestra cultura. Allí seguramente ha de estar la fórmula salvadora, la solución definitiva para estos inquietantes problemas. Mientras tanto: ¡precaución! No sería raro que surgiera un inconveniente lateral: los imitadores. Cada vez que alguien se destaca en cualquier rama de la actividad humana (e inhumana), la envidia fomenta en otros el deseo de ponerse a la misma altura; entonces salen los que no quieren ser menos, y ya se sabe que segundas partes nunca fueron buenas, y que las copias jamás tienen la calidad de los originales.
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