“La conquista del espacio fue un proyecto de la ciencia ficción que la NASA supo aprovechar” (2)

Algunos se enojan con Pablo Capanna porque es católico. Pues bien, ojalá hubiese más católicos como Pablo Capanna. Profe de filosofía soñado, intelectual independiente, fino obrero del texto, el ensayista tiene un programa excluyente: invitarnos a pensar.

El próximo 20 de julio nos encontraremos con los autores de “Exploraciones. Ensayos en torno a Pablo Capanna” (UNQ, 2022), y acaso con él mismo, en la Biblioteca Nacional.

Factor rescata la segunda entrevista inédita en la web del autor de “Idios Kosmos”. Un autor que llenó nuestras vidas de información fascinante. Un autor que nos invita a repensar lo que creíamos obvio, por ejemplo: si es verdad que siempre habrá un género al que se le podrá llamar ciencia ficción.

Por Diego Manso

Pablo Capanna, posiblemente el único intelectual en la Argentina que dedicó casi todos sus esfuerzos a la ciencia ficción, sostiene que el género se ha agotado. O, más bien, que ha infisionado todo, de la literatura al imaginario entero del siglo pasado, desde el diseño hasta la astronáutica y la imaginación del Pentágono.

El futuro no es más que una propiedad de la imaginación, acaso un terreno que, en eterno conflicto, abonan el terror y el deseo. Nadie resiste demasiado la zozobra, por eso se inventaron los profetas y el tarot de Marsella. El mundo no es más que un sistema de símbolos: algunos insisten en decodificarlo y otros aguardan la revelación.

Jorge Luis Borges, si mal no recuerda, establece el origen de la ciencia ficción en el Somnium Astronomicum que Kepler redactó en el siglo XVII. En rigor, un tratado con pretensiones científicas sobre la vida en la Luna que acabó por rendir su delirio frente a la evidencia y sobrevivió gracias al virtuosismo poético. Cuesta pensar, sin embargo, para todo aquel que hoy maneja un ordenador personal como el grifo de una ducha, que alguna vez la Luna fue un cartón troquelado puesto al boleo en un rincón del cielo para el desvelo de primitivos telescopios, más capaces de abrir las puertas a la fantasía que de demostrar alguna cosa con certidumbre axiomática. Ahora que la Tierra es un mapeo de Google Earth democratizado en la cabina de un locutorio, tal vez es el momento propicio para repasar cuánto del mundo entrevisto o inventado por la literatura se confirma o se desmiente en el horizonte contemporáneo. Un ejercicio que Isaac Asimov ya practicó frente a la serie de ilustraciones que el incógnito artista francés Jean Marc Cotè realizó en 1899 en su afán por representar los albores del siglo XXI. Allí se presentan cocinas pertrechadas de probetas, servicios de correo fonográficos, máquinas que transforman huevos en pollitos en un santiamén y espectáculos que exhiben caballos como curiosidad zoológica. «El futurismo es un camino lleno de trampas», concluye Asimov y lega un adagio.  

CINE FONO TELÉGRAFO. Permite hablar por teléfono y verse en una pantalla al mismo tiempo. Por Jean Marc Cotè.

En este contexto, si luego de la primera posguerra mundial –quizá a modo de válvula de escape para una generación que hacía recuento de estragos– Estados Unidos no hubiese incorporado a la cultura de masas el género que un editor, abrazado al curso de la segunda Revolución Industrial bautizó scientifiction, probablemente no existirían los trenes balas ni cientos de fanáticos treparían cada año al cerro Uritorco.

Despreciada por los cánones académicos vigentes, la ciencia ficción fue una fuerza soterrada que, al decir del filósofo Pablo Capanna, moldeó el presente tal como lo conocemos: anticipó y previno como si gran parte de su corpus se tratara de una sumatoria de textos sagrados. Un aspecto que más tarde generaría una ristra de cultos desquiciados, de la que la denominada «Secta ufólica» concedió suficiente alegato (*).

Así las cosas, no fue sino hasta 1967 que la desaparecida editorial Columba le publicó a Pablo Capanna El sentido de la ciencia ficción e inauguró los estudios en español sobre el tema. Si a primera leída esta última afirmación resulta por lo menos peregrina, habrá que recordar que por aquel entonces el vacío de textos críticos referidos a la ciencia ficción se relacionaba de manera íntima con el estatuto que sindica como menores aquellos géneros nacidos en el seno de la cultura popular. Tampoco se juzga desdeñable aludir a la imposibilidad de pensar el futuro que toda una comunidad idiomática disimuló bajo sistemas políticos de índole o riesgo militarista. Cuaja pensar, entonces, que la edición original del libro de Capanna no responde tanto a una eventualidad, sino a la concurrencia de diversos factores de orden público. A fines de los años sesenta ya levaba el fermento revolucionario que sería el signo de la década posterior y la cultura de masas se preparaba para entrar de pleno en el debate intelectual. Aquellos libros amontonados en estantes secretos y que criaban, junto al polvo, pulgones de menosprecio, muy pronto pasarían a convertirse en pasto de monografía: novelas por entregas y folletines impresos en papel barato (Estados Unidos acuñó el término pulp para referirse a ellos) conocieron la lupa del estudioso y más temprano que tarde nacieron las hibridaciones. En nuestro medio, buena parte de esa gesta es obra de aquel libro fundacional de Capanna, alrededor de quien orbita casi fatalmente toda la ciencia ficción en español.

Parece renegar Capanna de su mérito. Dice: «Yo no soy el profesor de la cátedra de ciencia ficción», ahora que acaba de editar una versión definitiva de su ensayo señero. «El libro siguió circulando, principalmente porque nadie más se ocupó mucho del tema. No es que haya sido bueno, sino que no tuvo competencia», sostiene aunque se entienda improbable que un trabajo sobreviva cuarenta años sin que el rigor del tiempo le provoque estragos. Ciencia ficción, utopía y mercado (Cántaro) es un texto descatalogado que además de proponer una propedéutica del género se interna en su médula filosófica y revela perspectivas sorprendentes.

«Cuando Víctor Massuh me propuso escribir El sentido… estaba viviendo un vacío personal», recuerda Capanna. «Había salido de la facultad con mi título de Profesor en Filosofía, trabajaba en una escuela técnica de Ford full time y no tenía un minuto libre. Por entonces la CGT inició un plan de lucha que incluía la toma de fábricas, con el secreto propósito de debilitar al gobierno de (Arturo Umberto) Illia. Cuando coparon la Ford, pasamos allí una noche entera. Al día siguiente nos despacharon diciéndonos que la empresa nos comunicaría luego las novedades; por lo tanto no sabía si me echarían o si volvería a trabajar. De golpe tuve quince días libres y en ese tiempo reuní el material –que estaba muy disperso– y encaminé el libro.»

–¿De dónde proviene su gusto por la ciencia ficción?

De las historietas, claro. Cuando yo era chico era lo que cubría el rol de la televisión y de la radio. Las historietas del tipo Flash Gordon. Luego apareció Más Allá, una revista que en algún momento dirigió (Héctor G.) Oesterheld. Ahí me abrí a la ciencia ficción propiamente dicha. Llegué a tener la colección completa y hasta publiqué un cuento, a los dieciocho años.

–Usted se niega a dar una definición del género, ¿por qué?

Porque no se puede. Se puede, sí, intentar una definición histórica pero los límites están muy difuminados y actualmente resulta muy difícil establecer una frontera entre lo fantástico y la ciencia ficción. Hace cuarenta años estaba más claro.

–¿Pero si tuviéramos que limitar a la ciencia ficción para entender de qué hablamos?

Fundamentalmente fue un género literario…

–Habla en pasado, ¿por qué?

Yo pienso que cumplió su ciclo. Sobrevive como categoría comercial, pero ha perdido empuje. Nació como género literario y luego se extendió a todos los medios: colonizó el cine, pasó a formar parte del diseño. Quienes vivimos la década del sesenta nos criamos en un mundo de ciencia ficción. Los autos tenían una cola que imitaban a los cohetes de Flash Gordon y todo lo que veíamos se presentaba como «la tecnología del futuro» cuando en realidad era del presente. La ciencia ficción configuró un imaginario y después se agotó.

–¿Por qué?

Se llegó a la situación de que el único progreso que se visualiza es el progreso tecnológico. Sólo estamos seguros de que el celular del año que viene tendrá más funciones que el de éste. Ahora, que vaya a existir más justicia, menos hambre y menos desigualdad, nadie lo sabe. Suele decirse que lo que distingue una novela de ciencia ficción de una novela utópica general –como Un mundo feliz de Aldous Huxley, donde todo termina mal– es que en las primeras siempre hay alguna vuelta de tuerca donde, por caso, un grupo se resiste al sistema y plantea una alternativa para que las cosas cambien o comiencen a cambiar.

–¿Y ahora?

Ahora eso no se ve. Si leemos a William Gibson –un gran escritor que a mí no me interesa en especial– vamos a encontrar una insistencia en las marcas, en los dispositivos electrónicos y en la tecnología fina, pero en su mundo la condición humana está cada vez peor. Es un mundo dominado por las mafias. No es ciencia ficción, sino casi realismo. En ese sentido, siento que el ciclo se cumplió. Quizá es un punto de vista meramente personal y pronto haya un renacimiento.

–¿Puede que exista una época pasada más ingenua?

Se ha dado un proceso de maduración en el género. Cuando se comercializó en los Estados Unidos durante la década del treinta, existía una enorme ingenuidad en torno de una idea fuerza: todos los problemas de la humanidad se iban a resolver con más y mejor tecnología. La prueba está en la aparición de los tecnócratas, un partido político nacido estrictamente de la ciencia ficción. Esa ingenuidad se mantuvo durante un tiempo pero, al sobrevenir la Segunda Guerra Mundial, junto con todas las carnicerías del período, se produjo una crisis de madurez. Ahí apareció una figura como John W. Campbell, muy discutida, pero que evidentemente levantó el nivel. Desde su puesto de editor en la revista Astounding, impulsó a autores como Ray Bradbury o Theodore Sturgeon. Era una ciencia ficción humanista, como se ve en el subproducto más original de esos años, que fue la serie Viaje a las estrellas. Allí se llevan bien los norteamericanos con los rusos, los negros con los blancos. En Star Trek se dio el primer beso interracial de la historia de la TV. Era una serie verdaderamente progresista. Más tarde ese gesto se fue debilitando y hoy existe una ciencia ficción para cada sector. Las hay incluso racistas y de tendencias autoritarias.

–¿Qué define, entonces, a una obra de ciencia ficción?

El criterio de los editores.

–¿Nada más?

Creo que nada más. Porque la mayoría de los buenos escritores que salieron de la ciencia ficción, como James G. Ballard, reniegan del género. En la última etapa, ponerse a hacer distinciones es cosa de académicos. Y los académicos, que han contribuido mucho para que el género fuera aceptado por la cultura, también lo acotaron. Definieron convenciones estrictas que, en términos prácticos, no son respetadas pero que para los editores funcionan como criterio.

–¿La cualidad anticipatoria de algunos textos podría ser una marca del género?

Se cree que la ciencia ficción se ocupa de adivinar el futuro y es cierto que siempre ha estado ligada a él, pero se ha escrito ciencia ficción sobre el hombre de Neanderthal o sobre Napoleón en Waterloo. Es lógico, por lo tanto, que habiendo textos de temáticas tan variadas alguno avance sobre algunas cuestiones del porvenir, pero eso se llama simplemente cálculo de probabilidad. Para predecir el futuro ya están los economistas y las pitonisas, no los escritores. Los grandes creadores dicen –yo se lo he escuchado decir en vivo a Brian Aldiss y a William Gibson– que la ciencia ficción se ocupa básicamente del presente. Del presente proyectado, magnificado. Desde hace más o menos cincuenta años, los escritores no quieren pronosticar lo que va a ocurrir, sino que, en general, tratan de prevenirnos. Son novelas de advertencia.

–Démos ejemplos.

A veces un escritor imagina cómo una advertencia termina haciéndose realidad contra sus intenciones. En 1948, George Orwell escribe 1984. El venía de la experiencia del totalitarismo y quiere advertir sobre un estado tiránico donde el Gran Hermano nos vigila a todos. No se podía imaginar en ese momento –porque era una novela de advertencia– que para el año 2000 iba a existir un programa de televisión en el que la gente se mata por encerrarse para ser espiada, ni mucho menos suponer que una empresa como Microsoft crearía un software para monitorear los signos vitales de los trabajadores, con la supuesta intención de mejorar su rendimiento.

–¿De ahí se desprende que la ciencia ficción inventa el futuro?

Probablemente. A pesar de las intenciones del autor, que a veces pueden ser simplemente de advertencia, las cosas se terminan realizando. Alguien levanta una idea, la pone en circulación y luego se materializa en tecnología.

–¿Y qué es el futuro?

Imaginación. Es un horizonte para nuestra imaginación. Es una forma de darle sentido a la vida. En ese contexto, la ciencia ficción ha intentado tanto anticipar como prevenir y directa e indirectamente ha influido en la cultura. Es decir, ha formado parte del imaginario. Se comprueba que existieron fenómenos importantes en el siglo XX –generalmente considerados secundarios o marginales, pero de mucha gravitación– que nacieron de la ciencia ficción. Nacieron religiones inspiradas en la ciencia ficción: la Cienciología, por ejemplo, que arrasa con Hollywood, es la religión de la ciencia ficción, llena de componentes que antes figuraban en las revistas especializadas.

–¿Hasta qué punto la ciencia ficción no es una ideología?

Ideología sí, pero en el sentido clásico de aquello que no se ve, aquello que no se hace temático, aquello que es como el aire. La ideología es lo que no se cuestiona. Y como la ciencia ficción tomó el imaginario del futuro, cualquiera se ponía a pensar, o prometía un futuro mejor o distinto y era válido. Por otro lado, la conquista del espacio fue un proyecto de la ciencia ficción que fue usado políticamente por la NASA porque era parte del imaginario de ese momento.

–¿Se podría hablar de cierta conspiración del poder para abrevar de estas ficciones y llevarlas a la práctica?

Diría al revés: que las mentes conspirativas han sido víctimas de la ciencia ficción.

–¿De qué manera?

Por ejemplo, en el uso que los servicios de inteligencia norteamericanos hicieron de parapsicología. Nos venimos a enterar de que han gastado millones de dólares en entrenar telépatas para saber qué estaban haciendo los rusos. Uno podría preguntarse, ¿cómo puede ser que gente supuestamente racional o lúcida que está al mando del Pentágono ponga a un telépata a meditar para ver qué hace el enemigo? Sin embargo, ese es un esquema que le inculcó la ciencia ficción al creador de la idea cuando era chico y lo transformó en un tipo que piensa con esa clase de categorías.

–O sea que la ciencia ficción excede totalmente la mera literatura.

Desde el punto de vista literario se le puede cuestionar cualquier cosa, pero desde el mitológico, la ciencia ficción configuró el imaginario de todo el siglo XX.

(*). Se les ha llamado sectas ovni, cultos platillistas, religiones ufológicas, movimientos contactistas… Es un misterio de dónde sacó Manso la expresión “secta ufólica”.

Fuente: Revista Ñ, 2/02/2008

CAPANNA BASICO

FLORENCIA, ITALIA 1939. FILOSOFO

Vive en Argentina desde 1949. Profesor universitario y escritor, ha ejercido el periodismo en las revistas «Criterio», «El péndulo» y «Minotauro». A El sentido de la ciencia ficción (Columba, 1967) siguieron, entre otros, La tecnarquía, Historia de los extraterrestres (Capital Intelectual, 2006) e Idios Kosmos (Cántaro, 2006), que reúne las claves para una biografía de Philip K. Dick, considerado el último autor de valía que ha dado la ciencia ficción. Publicó, además, un trabajo sobre J. G. Ballard. En 2003 presentó Andrei Tarkovski: el ícono y la pantalla (De la Flor), sobre el gran director de cine ruso. Ha sido distinguido con un Diploma Konex en 1994.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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