¿Pasarán? Pistas para una teoría de la invasión alienígena (5)

Durante la Guerra Fría, los marcianos venían del “Planeta Rojo”, pero no por Marte, sino por el comunismo. La metáfora de la invasión alienígena ayudó a ordenar el caos de la posguerra, reforzar identidades nacionales y justificar temores colectivos.

De McCarthy a los X-Files, de los cómics pulp a El Eternauta, lo extraterrestre sirvió para hablar de lo humano. En cada época, estos relatos canalizaron angustias reales. ¿Qué miedos proyectan los alienígenas del cine y la televisión?

Este texto forma parte del capítulo 6 del libro No pasarán: las invasiones alienígenas de H. G. Wells a Steven Spielberg (y más allá) de Carlos A. Scolari (Universidad de Lima, 2020). También integra La imaginación científica popular: Paradigmas de los ‘50 en El Eternauta y otras historias de Oesterheld (UNPAZ, 2024), compilado por Horacio Moreno, y se publica con autorización del autor y los editores.

Por Carlos A. Scolari *

Leyendo las obras de ciencia ficción del pasado podemos tener una visión mucho más clara del ambiente social en el cual fueron escritas[…]

Pocas cosas revelan mejor que la ciencia ficción los deseos, las esperanzas, los miedos, las dificultades y las tensiones de una época.

H. L. Gold, Galaxy Science Fiction

1. Invasión y semiosis

En las próximas páginas destilaremos algunas breves notas con el objetivo de ir construyendo una teoría de la invasión alienígena. Para no extendernos demasiado hemos preferido ejemplificar estas notas con las películas producidas en los años cincuenta. De todos modos, las apreciaciones teóricas que siguen pueden ser aplicadas a todas las invasiones, desde la madre de todas las invasiones escrita por H. G. Wells hasta las últimas realizaciones que trajo el nuevo milenio.

1.1. La fábrica textual

Siempre existen varias lecturas posibles de los conjuntos textuales que circulan en el interior de una sociedad […] Un mismo texto puede ser sometido a diversas lecturas. Cada tipo de lectura alude a una conceptualización específica de las condiciones de producción.

Eliseo Verón, La semiosis social

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Cualquier texto –largometraje, libro, cómic o videojuego– está sujeto a determinadas condiciones de producción. En los capítulos anteriores hemos examinado infinidad de conexiones entre las diferentes obras que componen el subgénero de la invasión alienígena: entre las condiciones de producción de un texto siempre hemos encontrado otros textos. Es así que el Marcus de Saturno contro la Terra desciende del Zarkov de Flash Gordon y la “cosa” de Christian Nyby y Howard Hawks reaparece en la Antártida cuarenta años más tarde gracias a Carpenter. Ni siquiera el padre fundador H. G. Wells pudo escapar a la influencia de esos otros textos que han enriquecido e inspirado su obra; entre ellos podemos mencionar sus lecturas de Charles Darwin, las novelas semidocumentales de George T. Chesney y los informes del astrónomo Giovanni Schiaparelli. Todos los textos contienen las huellas de esos otros textos que participaron en su proceso de producción. Los textos, en definitiva, conforman una red infinita en permanente mutación; en este libro nos hemos limitado a extraer solo algunos de ellos –o mejor, algunos sectores o porciones de esa red textual– para reconstruir una especie de mapa del territorio ocupado por las invasiones alienígenas.

Porca miseria interplanetaria, siete più lenti di un razzo a pedali! La serie Flash Gordon (Alex Raymond, 1934) inspiró directamente el cómic italiano Saturno contro la Terra (Federico Pedrocchi y Giovanni Scolari, 1936–1946), al que aportó la estética retrofuturista, su estructura serial y el conflicto interplanetario. Así, el modelo estadounidense se adaptó a una narrativa italiana. Y la amenaza saturnina replica a Ming el Despiadado en clave fascista.

Pero el proceso de producción de una obra también está sometido a otras condiciones no necesariamente textuales. La misma estructura de la industria cultural, sobre todo en la literatura pulp o en el cine de clase B; los acelerados ritmos de realización; las rutinas productivas estandarizadas y los numerosos operadores que participan en el proceso dejan sus marcas en la superficie de los textos. También sabemos cómo el corte de muchas películas –a cargo de los productores– desvirtúa en muchos casos el significado previsto por el autor de la obra; por ejemplo, Don Siegel, el director de Invasion of the Body Snatchers, había programado un final diferente, mucho más abierto, con un Miles que trataba infructuosamente de detener a los automovilistas para advertirles del peligro que amenazaba a la Tierra… El final de Siegel invitaba al espectador a reflexionar sobre su rol y sus obligaciones como ciudadano de una democracia. Los productores, en cambio, exigieron un final positivo que describiera el inicio de la contraofensiva terrestre. Si a estos condicionamientos de la industria cultural sumamos el imaginario político y social que permea a una sociedad –y que aflora en todas sus producciones simbólicas– se termina diluyendo la imagen de un autor o director monolítico que produce un discurso unitario y sin fisuras que representa fielmente su pensamiento.

USURPADORES DE CUERPOS. Miles tanteando un peligroso capullo en Invasion of the Body Snatchers (D. Siegel, 1956)

Si la aplicamos a todas las invasiones presentadas –desde la invasión amarilla de los años treinta hasta las invasiones imperialistas contadas por H. G. Oesterheld desde 1957 hasta su desaparición– esta lectura mantiene su validez. Los condicionamientos que inciden en un proceso productivo son numerosos, complejos y variables. Las condiciones reales de producción de una novela, un largometraje o un cómic son continuamente reguladas por las leyes y los tiempos impuestos por la industria cultural y la sociedad. El autor –y el grupo que lo acompaña en el caso de las producciones más grandes– debe navegar en un mar de condicionamientos tratando de concluir un proyecto textual que le pertenece sólo de manera parcial. En otras palabras: todos los textos son sociales e ideológicos” porque pertenecen no sólo al autor que los firma sino a la sociedad que los recoge y les da uno –o varios– sentidos.

También la lectura es un proceso abierto, un contrato autor-lector en constante negociación y que puede llevar a resultados imprevistos. Cualquier obra –lo repetimos, no importa si se trata de un cuento, un cómic o un largometraje– establece un campo de interpretaciones posibles dentro del cual se moverá el lector (o el espectador). Interpretar un texto es un trabajo tan complicado como producirlo; también en este caso entran a jugar condiciones textuales de recepción (por ejemplo, todas las lecturas realizadas anteriormente por el lector) y condiciones no textuales (el momento en que se realiza la lectura, el soporte material del texto, etcétera).

Así como muchos autores tratan de persuadir a sus lectores manipulando el texto –por ejemplo, deslizando contenidos en el segundo nivel de la significación o, en otras palabras, contrabandeando ideología– también los lectores a menudo manipulan los textos para hacerles decir cosas que los autores ni siquiera se imaginan. Escribe Mongini (1976) a propósito de la vida gris y sin sentimientos de los ultracuerpos de Don Siegel:

También en este caso se ha hablado de la posible identificación de la invasión de las chauchas espaciales con el «peligro ruso» (Siegel era considerado un conservador). Pero el director pretendía realizar un discurso mucho más complejo; Siegel, en efecto, define monstruos a los hombres que no demuestran sentimientos, y para esto no es necesario ir a incomodar a las esporas espaciales que vagan por el espacio. Aquellos que no socorren a los heridos en la ruta, por ejemplo, son monstruos sin sentimientos peores que los que aparecen en el filme. Sobre este argumento, Siegel ha dicho: «Cuando la película fue realizada ni el guionista ni yo pensábamos en un simbolismo político; nuestra intención era atacar una concepción abúlica de la vida.» (Mongini, 1976:179).

Umberto Eco (1979) sostiene que cuando vamos más allá de las intenciones del texto no lo estamos interpretando, sino usando. Los inquisidores hollywoodienses usaron infinidad de obras para presentarlas como panfletos comunistas y poder crucificar a sus autores; los críticos, en una actitud especular, a menudo han usado numerosas producciones para desecharlas en tanto portadoras de la ideología anticomunista. En el análisis narrativo de la invasión alienígena, no podemos seguir la metodología del agente Mulder. Partir de una “teoría anticomunista de la conspiración” o trabajar dentro de una “hermenéutica de la sospecha infinita” nos puede llevar a un territorio del cual no se vuelve. Si todo responde a un plan premeditado, si todo es estrategia persuasiva elaborada en algún oscuro sótano del Pentágono, entonces mejor apagar el televisor o cerrar el libro. Lo repetimos: la producción y la interpretación de un texto son procesos complejos, sociales, multideterminados y que tienden a escapar al control del autor y del lector. Reducir la producción narrativa de la posguerra al panfleto anticomunista o las obras de los años treinta a la propaganda contra el peligro amarillo es un suicidio metodológico.

El delirio interpretativo del agente Mulder –que lo hace ver complots y estrategias ocultas en cada indicio que encuentra– es un óptimo combustible para hacer funcionar la máquina narrativa de The X-Files, pero un pésimo instrumento para el análisis teórico.

1.2. De la ideología oculta al discurso social

Todo texto aparece como llevando la costura y los zurcidos de collages heterogéneos de fragmentos erráticos del discurso social«

Marc Angenot, Intertextualidad, interdiscursividad, discurso social

Las huellas dejadas por la política, los indicios del carácter social y las marcas culturales que aparecen en un texto son importantes para reconstruir el proceso productivo de la obra e identificar el clima en el cual se movía su autor. Muchas veces sin saberlo –y aun contando utopías hípertecnológicas ambientadas en el futuro– el autor de ciencia ficción nos está describiendo su sociedad. A veces la presencia de estos elementos resulta más que evidente y el objetivo de la obra –propagandizar una ideología, ridiculizar un enemigo, criticar un sistema social, abrir la discusión sobre un argumento o dar consejos de carácter moral– es manifiesto. De producciones con estas características no se puede decir mucho: el mensaje es transparente, directo y perfectamente comprensible. ¿Es posible hablar de una ideología oculta en novelas explícitamente anticomunistas como S.O.S. Soucoupes volantes o The 27th Day?  La misma pregunta puede hacerse en relación a la producción cinematográfica post-vietnamita representada por la saga de Rambo o Missing in Action. En estas obras, el uso del dispositivo metafórico es innecesario, no hay nada que ocultar, las intenciones políticas y los contenidos ideológicos están a la vista de todos. Quien quiera oír que oiga.

En otras ocasiones la ideología de una obra es mucho menos clara y las cuestiones políticas o sociales aparecen de manera desviada, en ese lugar que el semiólogo Roland Barthes bautizó como el “segundo nivel del lenguaje”. Era precisamente ahí, en el lugar de la connotación, donde los primeros semiólogos fueron a buscar la “ideología oculta” de los mensajes de la cultura de masas. Analizados desde esta metodología –que conoció su momento de esplendor en los años sesenta-setenta, cuando no quedó Pato Donald ni revista femenina sin descuartizar– no resulta difícil concluir que muchos largometrajes filmados en la posguerra transmiten al espectador una ideología anticomunista.

Muchos investigadores y críticos cinematográficos, a menudo, han caído en la tentación de identificar una serie de producciones cinematográficas con la estrategia político-ideológica del gobierno de Estados Unidos en su lucha contra el enemigo comunista. Según el crítico italiano Mongini (1976)

Algunas películas pueden prestarse a un análisis de este tipo, y otras han sido producidas con una clara intención propagandística. Pero, en la mayoría de los casos, los guiones estaban escritos por productores que ni siquiera soñaban con la política, ya sea porque no tenían los conocimientos necesarios o porque los guiaban intereses eminentemente comerciales. Las películas de monstruos y cohetes daban buenas ganancias: entonces, ¿por qué no producirlas?» (Mongini, 1976:74).

Más allá del fin comercial y de las intenciones propagandistas de algunos productores es evidente que cierto clima de época –enrarecido por las nubes de la sospecha y el miedo– permeó todas estas producciones.

Existen eventos históricos que nadie puede negar: la caza de brujas rojas conducida en el periodo 1947-1950 fue un hecho concreto que arrasó con cualquier expresión rebelde en los estudios, motivo por el cual muchos guionistas y directores prefirieron apostar por un cine pro-americano, limpio y sin ninguna crítica social al consumismo capitalista o al american way of life. En los años de la posguerra la crítica social pasó más por los cómics de la EC que por las pantallas de los drive-in movies. Así como no podemos reducir toda la producción cinematográfica de los años cincuenta a simple propaganda política, tampoco podemos negar la existencia de la Guerra Fría, un conflicto acompañado de miedos sociales, paranoias colectivas y temores de infiltración. No resulta difícil coincidir con José Pablo Feinmann (1997) cuando afirma:

No se trata de trazar obsesivas linealidades entre cine y política, pero nadie puede analizar la ciencia ficción de los cincuenta prescindiendo de la Guerra Fría entre los buenos norteamericanos y los malvados soviéticos […]. Lo contradictorio, lo fascinante, es que con este esquema se pueden hacer formidables películas. Enormes bodrios también, desde luego (y se hicieron a montones). Pero la ciencia ficción de los cincuenta prueba que aun con la ideología maniquea y torpe –con ella o, digamos a pesar de ella– la perfección puede ser alcanzada, o rozada con los dedos» (Feinmann, 1997:3).

Las relaciones entre política y ficción no son para nada simples. Por ese mismo motivo no podemos quedarnos en la búsqueda de la “ideología oculta”, una metodología ya superada que aporta poco y nada al análisis de la cultura de masas. Si las producciones con un evidente objetivo propagandístico tienen patas cortas, los discursos denunciantes tampoco van demasiado lejos. Más que buscar estrategias ocultas de persuasión o mensajes “subliminales” que operan en el nivel de la connotación debemos intentar nuevos caminos –por ejemplo, el análisis de los discursos sociales y de los dispositivos retóricos (como las metáforas) que usamos cotidianamente– que “pagan” mucho más en términos teóricos.

Según Marc Angenot “discurso social” es “todo lo que se dice, todo lo que se escribe en un estado de sociedad dado (todo lo que se imprime, todo lo que se habla hoy en los media electrónicos). Todo lo que se narra y argumenta…” (Angenot, 1998:6). Si seguimos esta pista teórica nuestro análisis no tratará de identificar “ideologías ocultas” ni de descubrir “estrategias de manipulación” financiadas por el Pentágono, sino de identificar un cierto estado, del discurso social o, como explica Angenot, de “examinar una topología discursiva general”. Un estudio de este tipo nos llevaría a realizar un corte transversal –por ejemplo, los discursos sociales que circulaban en Europa a finales del siglo XIX, cuando H. G. Wells escribió La guerra de los mundos– que integrara “todo lo que se decía” por entonces en la Inglaterra victoriana, desde los textos científicos de Charles Darwin y Schiaparelli hasta los artículos de los diarios dedicados a la cuestión africana o los panfletos socialistas. En otras palabras, estamos diciendo que para un autor resulta imposible aislarse del entorno discursivo que lo rodea; la obra del escritor (del director cinematográfico, del guionista de cómics) se construye sobre este humus textual que abona su obra.[1]

Reconstruir un universo discursivo significa, por otro lado, ir más allá de “todo lo que se dice”: la manera de decir –o sea, el “cómo se dice”–, las modalidades de uso cotidiano del lenguaje y los dispositivos retóricos utilizados también forman parte del “discurso social”. Dentro de esta ecología textual las formas metafóricas ocupan un lugar central en la producción de sentido. Existe una relación muy fuerte entre las metáforas científicas –nacidas para explicar determinados procesos químicos o biológicos– y la narrativa; esta contaminación no es casual, basta pensar en la gran cantidad de escritores que poseían una óptima formación científica (H. G. Wells, Conan Doyle) o los investigadores que incursionaron en el territorio de la ficción (Ramón y Cajal). Acto seguido nos internaremos en este universo para desmontar y ver cómo se fue conformando la “metáfora de la invasión”. Nuestro objetivo, lo reafirmamos una vez más, será siempre el mismo: abandonar las lecturas conspiracionistas para poder pasar de la ideología de la invasión a la metáfora de la invasión.

La metáfora como forma de conocimiento

La esencia de la metáfora es comprender y vivir un tipo de cosa en términos de otra.

George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana

La ciencia cognitiva y la lingüística nos enseñan que las metáforas –y otras formas retóricas, como la metonimia– no son un ornamento del lenguaje sino una forma de pensamiento, un potente instrumento del conocimiento que nos permite ordenar categorizando y diferenciando nuestra experiencia cotidiana. Las metáforas no sólo resultan fundamentales para el desarrollo científico (la sociedad vista como un organismo, la semiosis vista como una conversación entre dos sujetos, la estructura atómica vista como un pequeño sistema solar, etc.): también dan un sentido a la vida de todos los días. Lakoff y Johnson (1995) han descubierto que la metáfora “impregna la vida cotidiana, no sólo el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción. Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica” (Lakoff y Johnson, 1995:39). La forma retórica es uno de los instrumentos que poseemos para crear realidades, especialmente realidades sociales. Una metáfora puede así convertirse en “guía para la acción futura. Estas acciones desde luego se ajustarán a la metáfora. Esto reforzará a su vez la capacidad de la metáfora de hacer coherente la experiencia” (Lakoff y Johnson, 1995:198).

La metáfora de la invasión alienígena está contenida en la metáfora de la guerra. Si pensamos las relaciones internacionales en términos de conflicto bélico (Mundo Libre contra Comunismo, movimiento de Liberación contra Imperialismo, guerra económica de Occidente contra Oriente, etc.) inmediatamente será creada una realidad social que guiará nuestra acción a través de la identificación de una serie de elementos: un enemigo a vencer, el planteamiento de objetivos, la reorganización de prioridades, el diseño de una estrategia, el ordenamiento de las propias fuerzas, el resurgimiento del espíritu de sacrificio, etc. La metáfora bélica –sobre todo cuando introduce el tema de la invasión– constituye un formidable instrumento de amalgamamiento social en momentos de crisis.

Membranas e invasiones

Los organismos pueden ser peligrosos, pueden contener gérmenes de enfermedades desconocidas, gérmenes que nosotros no sabremos enfrentar.

Christian Nyby – HowardHawks, The Thing From Another World

La cultura imperialista europea ofreció su lenguaje y mitología a los artistas y a los científicos por igual.

Laura Otis, Membranes

Trazar fronteras, aislarse del extranjero o evitar la contaminación con lo que viene de afuera son rasgos comunes a casi todas las culturas. Los griegos llamaban “bárbaros” a todos los extranjeros que no hablaban su lengua. Los latinos estaban obsesionados por los límites espaciales; el mismo origen de Roma remite a una demarcación: Rómulo traza una frontera y mata a su hermano porque no la respeta y la atraviesa. La existencia de un confín era para los antiguos romanos la marca de la civilización (civitas). Sin embargo, para diseccionar el dispositivo metafórico de la invasión no debemos remontarnos hasta los tiempos antiguos; nos basta retroceder algunos años en la historia científica y situarnos a principios del siglo XIX, cuando los biólogos –armados con sus microscopios– penetraron con su mirada en los secretos de la estructura celular (Otis 1999).

Los seres humanos creamos significado a partir de las diferencias y de los límites que percibimos (o mejor, que creemos percibir). No resulta extraño que los primeros biólogos hayan focalizado su interés en las “fronteras” que separaban los diferentes elementos que aparecían bajo el objetivo del microscopio. Desde Robert Hooke –quien realizó la primera teorización sobre la estructura celular a mediados del siglo XVII– hasta Robert Koch, pasando por los trabajos pioneros de Rudolf Virchow, la idea de una unidad celular que podía ser “invadida” a través de sus membranas se fue instalando en el imaginario científico. La única manera para mantener la salud del organismo –que, lo recordamos, es un sistema compuesto por millones de células– consistía en alzar barreras que evitaran la entrada de gérmenes y otros potenciales invasores: “Un cuerpo humano saludable –escribirá en 1879 Louis Pasteur– está cerrado a todos esos organismos”.

En el mismo periodo, Koch, un brillante científico prusiano al servicio del Káiser, introdujo la noción de “portador sano”. De este modo el invasor dejaba de ser un microorganismo para transformarse en una persona de carne y hueso, un ser que debía ser tenido bajo control. En ambos casos se debía utilizar el método ya aplicado por Koch contra el cólera y la malaria en África: primero, la identificación; después, la eliminación del invasor. Como escribe Bruno Latour, desde el momento en que toda persona puede ser un portador de extrañas enfermedades, todos nos convertimos en sospechosos (cit. por Otis, 1999:34). Este descubrimiento llevará a una redefinición del concepto de libertad individual, el cual terminará siendo limitado por un Estado preocupado por identificar a los posibles invasores para poder eliminarlos.

Como vimos la teoría celular se funda en la posibilidad de reconocer límites, de distinguir en el microscopio una membrana que separa la célula del entorno. El concepto de “identidad” –basado en la exclusión y la fijación de límites– nació en los laboratorios, donde iba tomando forma la teoría celular, y se expandió a la política y la ficción bajo forma de metáfora: la metáfora o modelo de la membrana. La teoría de los gérmenes, según la cual las enfermedades son producidas por microorganismos extraños que “atraviesan” la membrana e “invaden” la célula, obligó a muchos intelectuales –no sólo a los científicos, qué se pasaban el día con el ojo pegado al microscopio– a pensar en términos de “interior” versus “exterior”.

Incluso algunos investigadores de la salud mental, como Silas Weir Mitchell, también se apropiaron del modelo de la membrana. Obsesionado por el hipnotismo y el mesmerismo, el médico estadounidense concebía la salud mental en términos de resistencia a la sugestión y al control. De la misma manera que un germen penetraba la membrana celular, la técnica de la sugestión podía “invadir” la mente humana y someterla a su control. Dentro de este esquema el autocontrol –entendido como la exclusión y la represión de las emociones e instintos, incluso los sexuales– aparecía como la única manera de garantizar el equilibrio (y la identidad) de la persona. Mitchell escribió numerosas obras de ficción inspiradas en sus teorías.

Santiago Ramón y Cajal –el científico español que recibió el premio Nobel por sus estudios sobre la estructura celular de las neuronas– entendía la lucha contra los microorganismos hostiles como una guerra total; a menudo en sus escritos usaba la palabra “invasión” en lugar de “infección”. Las obras de Ramón y Cajal, quien también incursionó en la literatura, a menudo asocian las infecciones de microbios a las invasiones de ideas extrañas:

A través de sus escritos, Cajal explora los paralelismos entre la autonomía celular y la autonomía mental a través del uso de la infección bacterial como una manera de representar la difusión de ideas indeseables […]. Como Virchow, Cajal asocia el cuerpo a la sociedad y los plantea en los mismos términos. Su visión de la célula como una unidad individual dentro de un ser más grande invitaba a la realización de tales comparaciones… (Otis, 1999:74-86).

En un periodo marcado por la expansión imperialista en África y Asia bastó poco para que el modelo de la membrana (en otras palabras, la posibilidad de ser “penetrado” por un agente “externo”) pasara rápidamente de los laboratorios al imaginario social. Europa se veía a sí misma como indefensa, sus membranas eran sumamente permeables a la «invasión» de culturas y enfermedades extrañas. Si los científicos alertaban sobre los peligros de “infección”, los políticos pensaban en términos de “infiltración” de ideas exóticas; en ambos casos, la metáfora de la membrana sirvió para consolidar la propia identidad frente a la amenaza externa y fomentar actitudes de “resistencia”. En el imaginario europeo se produjo además una interesante inversión ya que el agente invasor (el hombre blanco que desembarcaba en África) se presentaba como invadido. Según Otis “la lucha contra los microbios, incluso en las colonias, era vista como una lucha defensiva en vez de un proyecto agresivo, impulsado por el temor a que los microorganismos tropicales pudieran alcanzar Europa y colonizar a los colonizadores” (Otis, 1999:33).

La metáfora de la membrana moldeó el lenguaje de la biología y la literatura de la segunda mitad del siglo XIX. Sherlock Holmes –un personaje creado por Arthur Conan Doyle, otro escritor proveniente del campo de la medicina– se presenta a sus lectores como un bacteriólogo que “identifica” los gérmenes sociales que ponen en peligro la estabilidad del Imperio y actúa en consecuencia, eliminándolos o volviéndolos inofensivos. Como ya vimos, el mantenimiento del poder imperial era considerado en términos de defensa y no de agresión; dentro de este esquema el detective de Baker Street actuaba como un potente sistema inmunitario. La metáfora de la «membrana violada» aparece en infinidad de obras, desde Death in Venice, de Thomas Mann, hasta Heart of Darkness, de Joseph Conrad. Finalmente, no podemos dejar de mencionar el Drácula, de Bram Stoker, en el cual se presenta un alienígena (en el sentido etimológico de “extranjero”), proveniente de un pasado pre-moderno y bárbaro que se pasea por las calles de la metrópolis industrial.

H. G. Wells no podía quedar inmune al imaginario de la época que le tocó vivir. La genialidad del autor de La guerra de los mundos consistió en darle una vuelta de tuerca a la metáfora de la membrana, haciendo sufrir en carne propia a los europeos la invasión marciana. Más que inventar una nueva metáfora, Wells trabajó con el material discursivo que tenía a disposición –los conceptos de membrana, infección o defensa, la metáfora de la invasión, etc.– y que impregnaba el imaginario bioimperial. La novela de H. G. Wells denunció la política colonial europea en África a través de una parábola: si los europeos creían ser invadidos (cuando en realidad eran invasores), H. G. Wells presentó a sus lectores una verdadera invasión de seres alienígenas, demostrando de esa manera que las únicas víctimas del Imperio eran los habitantes de sus colonias. El Imperialismo, y no los colonizados, era para Wells la infección.

ALIENÍGENAS DE FICCIÓN. ¿Cómo son? ¿De dónde vienen? ¿Porqué desean invadirnos? ¿Cuáles son sus estrategias? ¿Qué piensan?¿Cómo los vemos a través de la literatura, el cine, la televisión o el cómic de ciencia ficción? En No pasarán (Páginas de Espuma, 2005), Carlos Scolari abordó por primera vez el tema de este trabajo.

A lo largo de todo el siglo XX la metáfora de la membrana siguió siendo utilizada como un poderoso dispositivo de diferenciación y control social. La encontramos los años treinta frente al peligro amarillo, reaparece durante la Guerra Fría bajo la forma de agente comunista infiltrado y aflora con gran vitalidad a principios del nuevo milenio de la mano del “terrorismo internacional”. Si en las películas de ciencia ficción de la posguerra el germen invasor viene de Marte y nos promete una gris existencia colectivista, en la actual ecología discursiva asume el aspecto de un “fundamentalista” con el explosivo escondido entre las páginas del Corán. Toda la red discursiva construida alrededor del sida o de la “invasión” de inmigrantes “extracomunitarios” ilegales en Europa no hace más que confirmar la vitalidad del dispositivo metafórico de la membrana, que en el nuevo milenio reaparece en clave digital. Basta pensar en los hackers que “invaden” los servidores del FBI o el Pentágono, o los inocentes mensajes de correo electrónico que no son otra cosa que “portadores sanos” de un “virus” que cancelará todos los documentos archivados en nuestro disco.

La metáfora de la invasión como instrumento de hegemonía social

El rol de la metáfora en la invención y la hipótesis es fuerte. Las metáforas nos permiten conjeturar, generar leyes y explicaciones, y también diseñar el itinerario de nuestras preguntas.

Aníbal Ford, Navegaciones

Las metáforas “son también vehículos del orden, de control social” que nos llevan a indagar “cómo se genera la hegemonía a través de las mediaciones lingüísticas” (Ford, 1994:45). La metáfora de la invasión alienígena contribuyó en gran medida a la difusión y a la consolidación del imaginario anticomunista durante los años de la Guerra Fría. Como ya lo mencionamos, esto no significa que los directores cinematográficos, los guionistas o los productores fueran agentes al servicio del Pentágono o del Departamento de Estado: escribir cuentos con marcianos verdes o filmar películas de ciencia ficción a bajo costo era un óptimo negocio. Si bien en algunos largometrajes y novelas el anticomunismo representa el esqueleto de la narración, en muchas otras obras la metáfora de la invasión alienígena establece un amplio campo de lecturas posibles.

Las metáforas muchas veces ordenan, fijan, naturalizan y bloquean […]. Toda metáfora implica la búsqueda de un modelo en otro lado, en otra serie, una conexión isomórfica que nos permita explicarnos, ordenar el sentido frente a algo que nos resulta nuevo, inexplicable, o por lo menos no fácilmente formalizable (Ford 1994:43)

Desde esta perspectiva podemos releer muchas novelas, cómics o largometrajes del periodo de posguerra no tanto como obras destinadas a la propaganda ideológica, sino como un intento por explicar y dar sentido a la realidad política y social de los años cincuenta: el peligro latente de una guerra nuclear, la presencia amenazadora de un enemigo que acosa el American way of life y hace tambalear la propia supremacía tecnológica (la carrera espacial) son algunas de las coordenadas que definen a la sociedad estadounidense de posguerra.

En la metáfora de la invasión alienígena conviven de manera contradictoria la cruzada anticomunista del senador McCarthy y el miedo al enemigo rojo, la responsabilidad que significa ser la potencia hegemónica en Occidente y el terror al hongo nuclear, la justificación de las políticas de seguridad nacional y la pérdida de las libertades cívicas en nombre de esa seguridad. En cierto sentido las invasiones alienígenas resolvieron en la pantalla grande o en el papel de las ediciones pulp los grandes conflictos políticos y sociales que asediaban al imaginario social (o al menos intentaron hacerlo); la metáfora de la invasión marciana sirvió para determinar categorías (“amigo”, “aliado”, “enemigo”, “traidor”, “apáticos”) que ayudaban a “explicar” la situación. Tres décadas más tarde el cine estadounidense trató de resolver en las salas cinematográficas otro trauma nacional –la derrota en Vietnam– con las populares sagas de Rambo y Missing in action.

Como vimos en el capítulo 4, también la cuestión del “doble” –que en la ciencia ficción de la posguerra asumió sobre todo la forma de un cuerpo “clonado” o “poseído” por una entidad alienígena– sirvió para enfatizar y reforzar la propia identidad nacional. La presencia amenazadora de estos invasores marcianos, que reducían a sus víctimas a una existencia gris y colectivista de matriz estalinista, era el mejor reaseguro de los valores de la sociedad estadounidense. El “doble” que aparecía en la pantalla de los drive-in movies generaba dos formas paralelas del terror: una, obligaba a todos los “buenos ciudadanos” a sospechar de las personas que los rodeaban (cualquiera, incluso el mejor amigo o un pariente cercano, podía ser un agente infiltrado); la otra se manifestaba en la angustia interior frente a la posibilidad de ser cooptado y convertirse “en uno de ellos”. El resultado –lo repetimos, más allá de las intenciones de los productores, artistas y autores– de esta doble operación psico-discursiva era el reforzamiento del sentido de pertenencia al “mundo libre capitalista” y la militancia activa en defensa de sus valores.

De la misma manera, en los años treinta la invasión alienígena sirvió para exorcizar el peligro amarillo que llegaba desde Oriente: a través de estas obras la sociedad norteamericana identificó “amigos” y “enemigos” y se aglutinó alrededor de sus “héroes” para defender la nación. En una obra como Saturno contro la Terra resulta más que evidente la individualización de ciertos actores internacionales (“aliados”, “enemigos”, “colonizados”, “colonizadores”) y de su respectivo rol en la dinámica política.

La larga invasión narrada por H. G. Oesterheld a partir de 1957 con el primer Eternauta apunta a encuadrar, a través de la ficción, otro conflicto que marcó al siglo XX: la lucha por la liberación de los países del Tercer Mundo. La obra de Oesterheld privilegia algunos sujetos políticos (y al mismo tiempo excluye otros), presenta diferentes estrategias de supervivencia (la tecnología de Favalli como “sustitución de importaciones”) y, con ¡La Guerra de los Antartes!, llega inclusive a proponer un proyecto político para la superación de la dependencia del Tercer Mundo. En todos estos casos la metáfora traza confines, separa las aguas e impone un orden a la caótica situación política y social. Más que una “imagen” que baja desde el Estado o desde la industria cultural, la metáfora es la expresión de un contrato colectivo que modela el ejercicio de la hegemonía dentro de una sociedad.

En los años noventa –la década de los X-Files– la metáfora de la posinvasión es quizá la que mejor ha representado el repliegue de las lógicas estatales y la pérdida de legitimidad de las instituciones que nos gobiernan. En este caso la metáfora no aclara ni da respuestas, ya que se limita a representar un clima de sospecha y total inseguridad. No confíes en nadie. Se trata de una metáfora que sólo nos plantea nuevas preguntas. La verdad está ahí afuera. Y ya entrados en el siglo XXI, las invasiones alienígenas sirvieron para procesar tanto el trauma del 11S y la posterior reacción estadounidense (la saga cinematográfica de Avengers va en esa dirección) como la transformación brutal del ecosistema terrestre (Annihilation).

Bibliografía citada

Angenot, M. (1998). Intertextualidad, interdiscursividad, discurso social. Rosario: Universidad Nacional de Rosario.

Eco, U. (1979). Lector in fabula. Milán: Bompiani.

Feinmann, J. P. (1997). Celuloide marciano. Página/12, xx

Ford, A. (1994). Navegaciones. Buenos Aires: Amorrortu.

Lakoff, G. y Johnson, M. (1995). Metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Cátedra.

Mongini, G. (1976). Storia del cinema di fantascienza: vol. I. Roma: Fanucci.

Otis, L. (1999). Membranes: Metaphors of Invasion in Nineteenth-Century Literature, Science, and Politics. Baltimore: The Johns Hopkins University Press.

(*) Carlos A. Scolari es semiólogo y doctor en Comunicación, profesor titular en la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona) y, desde 2024, Doctor Honoris causa por la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Especialista en narrativas transmedia, medios digitales y ecología de la comunicación, es autor de libros clave como Los lenguajes de los medios digitales (2004), Narrativas transmedia (2013), Ecología de los medios (2015), Media Evolution (2019), Cultura snack (2020) y La guerra de las plataformas (2022). Coordina proyectos internacionales sobre alfabetización digital y cultura participativa.


[1] “No podemos jamás huir del lenguaje –escribía Cornelius Castoriadis–, pero nuestra movilidad dentro del lenguaje no tiene límites, y nos permite poner todo en discusión, incluso al lenguaje mismo y a nuestra relación con él.”

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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