La Ciudad Perdida de Kong, una búsqueda entre la emoción, el humo y el ocultamiento

El filoso redactor de El Archivo Mosquito enfrenta la potente leyenda sobre la perdida Ciudad Blanca de la selva de Mosquitia, en Honduras. El más insistente partidario de la real existencia de las ruinas de un imperio escondido en medio de la selva fue un polémico explorador, espía y periodista, Theodore Ambrose Morde, cuyo trabajo es aquí aguijoneado pero también escrutado, analizado y contextualizado por el profesor Fernando Jorge Soto Roland, profundo conocedor ―además― del envés de la trama de aquel pretendido descubrimiento: el fantástico énclave del gorila de la Isla de la Calavera.

Exégesis del espíritu de aventura del «explorador». O de cómo la cultura del entretenimiento le tuerce el brazo a la divulgación seria y la investigación real

El mundo de la exploración se alimenta de emociones y peligros. Pero también de adrenalina, misterios y mentiras. Estos ingredientes son necesarios so pena de enfrentar una historia banal, insulsa y aburrida.

Como sucede con el gremio de los pescadores, el de los exploradores ―por más serios y mejor sponsoreados que estén― se encuentra empapado de exageraciones, situaciones infladas y una tendencia a vender humo que tarde o temprano irrumpe, romantizando situaciones que, si no fuesen presentadas de esta manera, carecerían de interés para una audiencia ansiosa de emociones fuertes.

Casi todos los diarios de exploraciones ostentan este tipo de licencias poéticas, recurso que incluye desde los que se escribieron durante la conquista de América, en el siglo XVI, hasta los diarios publicados con enorme éxito editorial en el siglo XIX y sigue presentándose en la catarata de documentales producidos por cadenas como National Geographic, Discovery y History Channel.

Más allá de la menor o mayor honestidad intelectual del explorador-escritor, lo que éste termina haciendo no es otra cosa que una edición novelada de sus experiencias personales. Presentándose a sí mismos como hombres intrépidos en situaciones extraordinarias, pioneros, aventureros e incluso antihéroes. Por ello, si uno mira con detenimiento esas producciones, se advierten ciertos lugares comunes. Situaciones de manual que estereotipan al explorador y a la exploración misma.

MONO DE PELÍCULA. Representación de la supuesta Ciudad Perdida del Rey Mono en Honduras. (Virgil Finlay, 1940)

Casi siempre, en el principio del cuento, aparece el rumor local, la leyenda o el documento extraordinario que cataliza el flujo de adrenalina e impulsa el proyecto. No importa si ese primer paso se da o no en la realidad. Lo hacen suyo. Se lo apropian como prólogo a la aventura que le sigue; razón por la cual es muy común advertir ―especialmente por televisión― cómo el protagonista, entrando en contacto con un disparador ya conocido (documento o resto arqueológico), descubre la pólvora por segunda vez sin que le tiemble la pera.

Y es en vano la denuncia. De nada sirve decirle. “Ey, eso ya se sabía de antes”.

Como si de una etapa obligada estuviéramos hablando, la revelación del misterio aparece siempre. Es el grito de Eureka que obliga al primer paso y que se simboliza con el mapa del tesoro, cuya cruz ―marcando groseramente el sitio en donde el filón está enterrado― impulsa hacia adelante.[1]

Así, asoma el segundo elemento clave en este tipo de empresas: el ocultamiento. Sin él todo el relato se viene abajo. Sin nada oculto la historia pierde interés. Ante lo furtivo el espíritu romántico despliega sus alas y exhibe su imponente envergadura. Se arma con el lenguaje de la ciencia (o de la mística, según el caso) y nos conduce a la esencia misma del todo el asunto: la aventura.

MORDE. Durante una exploración en 1939

En pocas palabras, lo literario se impone y, haciendo uso de sus recursos ilimitados, el explorador-escritor (o productor de televisión) se termina mimetizando con renombrados autores como Julio Verne, Arthur Conan Doyle, Edgar Rice Burroughs, Rudyard Kipling y H. Rider Haggard, por citar a los más conocidos. Y así, devenido en personaje de su propia aventura, da el gran paso hacia la tercera etapa: la búsqueda (cuyos objetivos sólo son alcanzados por un puñado de afortunados descubridores). Por lo general, la ciudad perdida, la tribu desconocida o el tesoro maldito, suelen permanecer en el misterio. Jamás son encontrados, exacerbando de paso las pesquisas futuras.

El exotismo es un Señor poderoso. Mueve montañas. Relaja el aletargamiento y crea héroes ―como Indiana Jones―. De allí que, todo buen relato de exploración no puede dejar de tener otras dos cosas: distancia y aislamiento. Elementos claves del coctel. Sin ellos el viaje se vuelve anodino. Cotidiano. Sin interés.

La lejanía produce extrañeza. Esto ha sido así desde los más antiguos textos griegos del período Arcaico y su expansión territorial sobre el mediterráneo.

Siempre, lo aislado agrega una indispensable cuota de misterio. En la lejanía se vuelve posible lo imposible o lo muy poco probable; y es en este punto cuando el escenario ―el contexto general― cobra una importancia capital y los lugares ―en los que las mayorías se sienten extraños, ajenos, indefensos― se  convierten en otro protagonista de la historia. Tal vez el más importante de todos.

Selvas vírgenes, bosques impenetrables, cordones montañosos, simas oceánicas, mesetas y desiertos, irrumpen de este modo como construcciones literarias. Casi con vida propia. Con una personalidad que el explorador-escritor se encarga de darles a través de adjetivos calificativos rimbombantes, muchas veces inapropiados.

Claro que, de todos ellos, la selva y el bosque se llevan la parte del león.

EXPLORACIONES MARAVILLOSAS... seguidas de interpretaciones fantasiosas. Otra vez Morde durante uno de sus viajes.

No voy a abundar en una temática que traté otras veces [2]. Pero rescato una idea expuesta por Lucien Boia:

la selva (el bosque) es el verdadero y primigenio caldero del imaginario de la cultura occidental.[3]

Allí todo es posible. Desde los imperios perdidos hasta las sociedades más exóticas ―incluidas las tribus de piel blanca―, los tesoros encantados y los monstruos que, como King Kong, han hecho las delicias de varias generaciones de adictos al género. Una adicción que encuentra placer en la búsqueda misma y en la necesidad de no ser jamás encontrados; quedando al margen de la etapa del descubrimiento. Así lo demandan las reglas del género. Hallarlos sería como romper el hechizo. Terrenalizarlos. Borrar de un plumazo el clima de encantamiento que se pretende generar. Por eso, aún cuando algunos exploradores afirman haberse topado ―finalmente― con aquello que buscaban, legiones de otros románticos denuncian el error; quizás pretendiendo guardarse para ellos mismos la fama resultante. Porque el mundo de los exploradores ―a no olvidarlo― también está formado por egos inmensos, deseos de protagonismo y reconocimiento público. De allí es que suela aducirse que eso que se perseguía no se corresponde con lo hallado. Y entonces, la pesquisa continúa. La meta debe estar siempre “más allá de las montañas”. En el valle vecino. En un mundo subterráneo. Lejos. Siempre lejos.

Esto es lo que ha venido ocurriendo con El Dorado, el Paititi, el Reino de Omagua, Trapalanda o la Ciudad de los Césares. Todas ellas etéreas ciudades mitológicas nacidas al calor de las hogueras y los deseos de riqueza fácil, cuyas historias circularon durante la conquista del Nuevo Mundo, trasladándose de un sitio a otro, a medida que la expansión avanzaba.[4]

Piénsese, por ejemplo, en el primero de ellos, El Dorado, nacido en Colombia a orillas de la laguna de Guatavita y que terminara siendo buscado ―con otros nombres― en la Patagonia argentina y Tierra del Fuego.[5]

«MITOS MOVILIZADORES DE CONQUISTA«

Así los llamó el historiador Enrique de Gandía.[6] Nunca antes alguien había definido tan bien la capacidad movilizadora de lanzarse en pos de quimeras, creer en ellas y hacérselas creer a los demás.

Y no pocos tragaron el anzuelo. El listado es enorme. Los hay famosos, no tan famosos e ilustres desconocidos. Pero lo más interesante es que la lista aumenta año a año. Y aunque pocos alcanzan el reconocimiento internacional ―generalmente gracias a la televisión―, todos comparten el deseo de ver plasmadas sus aventuras y excursiones extraordinarias en el gran público; y contribuyen a ello escribiendo sus propias crónicas en libros y artículos.

Uno de ellos, un inglés flemático e incansable a quien dispenso especial cariño por todas las derivaciones que tuvo su libro, fue el célebre explorador Percy Harrison Fawcett, quien desapareciera del mapa en 1925 en pleno corazón amazónico, contribuyendo así a crear su propio mito.[7]

Fawcett fue rescatado por delirantes de todo tipo a la hora de exponer sus propias teorías sobre la Atlántida, Mu, Lemuria y otras civilizaciones perdidas; sin dejar de mencionar sus conexiones con el mundo de la teosofía y lo paranormal.[8]

Pero no sólo de leyendas y misteriosos manuscritos vive el hombre.

Desde principios del siglo XX, el cine se convirtió en un interesante disparador de aventuras reales (exageradas o llanamente imaginarias, pero que se hicieron pasar por ciertas).

Filmes como The Lost World (1925) [basado en la novela homónima de Conan Doyle] y King Kong (1933) [que no dejó de ser una variación sobre el mismo tema del Mundo Perdido] impulsaron la imaginación y la capacidad de crear falacias en mucha gente. Y lo más sorprendente: a considerar verdadero lo que desde el vamos era mostrado como ficción. [9]

Desde hace un tiempo vengo indagando sobre diversos aspectos referidos al film de Merian C. CooperKing Kong, 1933―, en especial el impacto que tuvo en el imaginario colectivo contemporáneo (y muy particularmente en la Argentina).

No ha sido ésta una tarea por completo original. Se han escrito mares de tinta sobre el gorila de la Isla de la Calavera y se seguirán escribiendo, seguramente. Aún así, sorprende la gran cantidad de variables que la película y el personaje han entrelazado con los años; al punto de generar lo que se ha dado en llamar “El Universo King Kong”. Un espacio donde la fantasía, lo maravilloso y lo real se mezclan más allá de la pantalla del cine y en el que extravagantes personalidades aparecen en escena, volviéndolo más interesante todo.

Esta vez visitaremos las ciudades perdidas de King Kong, focalizándonos en la singular exploración realizada por Theodore Ambrose Morde (1911-1954) dentro de la selva hondureña de La Mosquitia, mientras iba en pos de la mítica ―y poco conocida― Ciudad Perdida del Rey Mono.

PARTE 1. LOS CAZADORES DE LA CIUDAD PERDIDA

Desde el desembarco europeo en América a fines del siglo XV, campearon las “noticias ricas” que auguraban el encuentro con ciudades maravillosas, repletas de oro y plata, piedras preciosas, perlas y especias.

Casi no hubo región de Mesoamérica o del área Andina sin historias de ese tipo. Pueblos encantados, rebosantes de riquezas, florecieron como hongos. Parecían seguir las huellas de los conquistadores. Por donde ellos pasaban, las murallas de esas impalpables ciudades se elevaban, alimentadas por la codicia y las ansias de fortuna fácil. En el actual territorio de Honduras, la quimera fue conocida como la misteriosa y perdida Ciudad Blanca de la selva de Mosquitia.[10]

Las noticias más antiguas sobre la Ciudad Blanca datan de la primera mitad del siglo XVI, siendo Hernán Cortés (conquistador de México) y Cristóbal de Pedraza (obispo de la ciudad hondureña de Trujillo), en 1526 y 1544 oportunamente, quienes dieron inicio a esta leyenda centroamericana. Ninguno de los dos comprobó su existencia, pero testimonios como el de Pedraza, quien aseguró “haberla visto de lejos”, fueron lo suficientemente alentadores como para echar a rodar una historia que llega hasta nuestros días. Así de poderosa es la fuerza de los mitos.

Tuvieron que pasar 300 años para que el tema se reeditara con ganas.

Recién a partir del siglo XIX, en pleno proceso de lucha por la independencia y empapados por el espíritu romántico de la época, las ruinas perdidas volvieron a cobrar importancia e interés. La imagen de la selva, al cabo de recolonizar espacios antes ocupados, impactó con fuerza; y el folclore, tanto como el deseo irracional de combatir la fría lógica iluminista del siglo anterior, habilitaron la creencia en reinos perdidos y ciudades olvidadas en medio de la foresta virgen.

La pasión por las antigüedades, la proliferación de los gabinetes de curiosidades y el auge de la arqueología, conformaron el telón de fondo para la creación de la figura del explorador aventurero, portador de civilización en una etapa claramente expansiva de la historia occidental. Él, armado de la ciencia positiva, sería el nuevo intérprete del mundo. El único capaz de catalogarlo. Entenderlo. Darle sentido a misterios que se arrastraban desde hacía tiempo y crear otros nuevos.

INTRIGANTE PUNTO EN EL MAPA. Región selvática de La Mosquitia, Honduras

 En este contexto, libros como Antigüedades de México (1830), escrito por el anticuario irlandés Lord Kingsborough (convencido de que los pueblos americanos eran descendientes de las diez tribus perdidas de Israel) o el descubrimiento de las ruinas mayas de Copán, por John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood en 1839,  despertaron el deseo y la imaginación de muchos otros futuros exploradores por encontrar ciudades perdidas en la jungla. Desde ya, y a pesar del positivismo reinante, algunos aplicaron técnicas esotéricas en la empresa.

La Ciudad Blanca se hizo rogar un tiempo más. En 1927, el etnógrafo Eduard Conzemius (1892-1931), en su libro Miskitos y sumus de Honduras y Nicaragua, mencionó por primera vez a la mítica ciudad; asegurando que sus ruinas habían sido encontradas en 1905 ―según testimonios recogidos in situ― por una buscador de caucho (que desgraciadamente no logró salir de la selva con vida). Informó que el nombre de la ciudad se originaba en el color blanco de las piedras con las que estaban construidos sus edificios. Pero no había pruebas materiales. Todo estaba basado en relatos de los aborígenes.

DETALLE. En la misma región selvática de La Mosquitia, Honduras

De igual modo, los dichos de Charles Lindberg ―en 1927― pasaron a engrosar la historia de la Ciudad Blanca cuando el famoso piloto aseguró haberla visto desde el aire, al sobrevolar el este de Honduras. Aunque él en ningún momento la denominó así (sólo hizo referencia, a “una increíble metrópolis antigua”), escritores y novelistas relacionaron sus palabras con la leyenda, buscando darle credibilidad a la historia.

Y llegamos así al año clave, 1933. Año en el que, entre otras cosas, Merian C. Cooper estrenó el film King Kong y el arqueólogo William Duncan Strong, de la Universidad de California, llevó a cabo investigaciones en Honduras, recogiendo de la tradición oral local nuevas referencias de la Ciudad Blanca.

Ese mismo año, el presidente hondureño, tras ponerse en contacto con el fundador del Museo Nacional de los Indígenas Americanos, George Gustav Heye, patrocinó la primera expedición oficial a las selvas de Mosquitia, dejando a cargo del proyecto al explorador R. Stuart Murray, la primera persona en cambiarle el nombre a la ciudad y decir que los indios de la región la conocían como la Ciudad del Dios Mono.[11]

¿De donde sacó Murray «La Ciudad del Dios Mono»? ¿Realmente la llamaban así los aborígenes hondureños? ¿No era, acaso, todo esto una invención del explorador, influido por el éxito que King Kong tenía en las pantallas cinematográficas de todo mundo?

La hipótesis de la invención es muy probable. Aún así, no fue Murray el responsable de la filtración a la prensa. Eso no ocurrió hasta 1939. Y, esta vez, a través de un personaje singular: Theodore A. Morde.

Nacido en New Bedfort, Massachusetts, el 17 de marzo de 1911, “Ted” Morde encarnó variedad de roles, todos atractivos. Periodista, locutor de radio, productor de noticias, teniente de inteligencia de la Armada durante la Segunda Guerra Mundial y espía ―de lo que más tarde sería la CIA― tras la finalización del conflicto armado; era, lo que se dice, un tipo interesante, además de padre de dos pequeños niños (de sólo 3 y 1 año y medio de edad al momento de su muerte).

R STUART MURRAY. Durante su incursión en Mosquitia

Simpático y entrador, Morde personificó al aventurero romántico de principios del siglo XX; al periodista arriesgado, que disfrutaba con el peligro (pudiendo dar cuenta de ello al cubrir los sangrientos acontecimientos de la Guerra Civil Española). Pero lo que a nosotros más nos interesa es el rol de explorador que representó durante 5 meses ―entre mayo y setiembre de 1939― cuando le tocó liderar una expedición a la selva de Mosquitia, bajo el auspicio de Heye y su Museo Nacional del Indígena Americano.

AUSPICIANTE. George Gustav Heye, el multimillonario mecenas de Morde.

Desde el año 2015, la National Geographic, con todo su poderoso aparato mediático, rescató del arcón de los recuerdos olvidados a la figura de Morde y la devolvió a la actualidad. Su cuarto de hora de fama, que había disfrutado hacia 1940 ―a poco de su regreso de la selva hondureña―, se extendió otro tanto, 75 años más tarde; con el novelista Douglas Preston y un periodista devenido en arqueólogo amateur, Steve Elkins. Gracias a ellos, Morde y su viejo proyecto exploratorio volvieron a estar en boca de todos.

“Ted” no sólo había recorrido La Mosquitia a fin de confeccionar mapas de ríos y arroyos en una zona poco explorada sino que también él ―en persona― había descubierto las ruinas de una misteriosa ciudad, a la denominó ―repitiendo los dichos de Stuart Murray de 1933― como la Ciudad Perdida del Dios Mono.

El famoso artículo firmado por T. Morde en The American Weekly (1940)

Pero Morde no se limitó a tomar la denominación usada por su predecesor. También describió la urbe en ruinas con lujo de detalles y publicitó su hallazgo con un artículo que escribió para una revista dominical ―muy lejana del circuito académico― llamada The American Weekley.

Asimismo, intentó validar su alegato con una importante colección de objetos arqueológicos rescatados de la selva que, por desgracia para su credibilidad, al estar descontextualizados arqueológicamente, carecieron de valor testimonial. Claro que, sólo con ellos era imposible probar que, efectivamente, se había topado con la ciudad mencionada. Habría sido necesaria al menos una foto. Que tampoco presentó.[12]

Pero Morde no se achicó.

Prometió volver al sitio de su descubrimiento, cuya localización exacta nunca reveló por temor ―según dijo― a que fuera saqueado por huaqueros inescrupulosos.

No pudo cumplir su promesa. La Segunda Guerra Mundial requirió de sus servicios y el gobierno yanqui hizo lo propio al finalizar el conflicto, enviándolo a Egipto como asesor/espía de un ministro de ese país.

Catorce años después de salir de La Mosquitia con la sensacional noticia, y ya de regreso a su Massachusetts natal, Morde ―por motivos que se desconocen― se suicidó el 26 de julio de 1954, colgándose del cuello en el baño de la casa de sus padres.

Tenía sólo 43 años de edad y se llevó a su tumba el secreto de la Ciudad Perdida del Rey Mono. [13]

Sólo dejó el artículo ya mencionado, que analizaremos en el apartado que sigue; no sin antes adelantar la extraordinaria capacidad de invención que Morde poseyó a la hora de escribirlo, ni señalar la tremenda ―y evidente― influencia que tuvo en su elucubración un famoso personaje de ficción.

Nos estamos refiriendo, claro está, a un rey.

Un rey mono gigantesco.

King Kong.

MORDE PERIODISTA. Durante la Guerra Civil Española, en una cobertura.

PARTE 2. LA REALIDAD IMAGINADA DE TED MORDE

La publicación de cualquier trabajo de investigación de carácter académico debe cumplir con un requisito fundamental: ser expuesto ante la opinión crítica de los especialistas en la materia en revistas de consensuado prestigio científico.

No fue el caso de Ted Morde, quien publicó su informe de la expedición a Honduras en un tabloide sensacionalista llamado The American Weekly. Un semanario dominical del Grupo Hearst de tirada nacional, cuyo editor era otro singular personaje de la época, Abraham Merritt; y cuyo ilustrador estrella (el mismo que aderezó gráficamente el artículo de Morde) se llamaba Virgil Finlay.

Abraham Merritt (1884-1943) estaba a cargo de la revista desde 1912 y era famoso como periodista y escritor orientado hacia la literatura fantástica y la ciencia ficción. Afecto a la brujería y el esoterismo, Merrit escribió numerosos cuentos alusivos; pero como en su juventud pasó por un periódico de renombre estaba al corriente del método científico, que luego supo utilizar a su favor para volver creíbles historias falsas. Toda su vida estuvo influida por la romántica búsqueda de civilizaciones y razas perdidas, teniendo como modelos obras de escritores como H. Rider Haggard, Conan Doyle, Edgar Rice Burroughs y el genial H.P. Lovecraft.[14]

Convengamos que Merritt no puede ser citado como una autoridad seria en el campo de la arqueología exploratoria y no resulta complicado entender porqué Ted Morde publicó lo que publicó en su revista.

FINLAY. El genial artista que ilustró la Ciudad de Kong.

Por su parte, Virgil Finlay (1914-1971) ―ilustrador del artículo sobre la Ciudad Perdida del Rey Mono― era un genial dibujante, de fama internacional, considerado el más importante ilustrador Pulp de mediados del siglo XX. Sus extraordinarios dibujos ―publicados casi todos en papel barato― marcaron toda una época.[15] También él era afecto a la imaginación (no es para menos) y supo ejercerla cuando Morde le describió la ciudad que había ―supuestamente― encontrado en La Mosquitia.

En suma: las fantasías, tanto escritas como gráficas, se conjugaron desde el inicio al momento de divulgar la fantástica experiencia selvática de Morde. Una vez más, la prensa, el periodismo y la vocación de tomar acontecimientos inventados por verdaderos se amalgamaron para potenciar una leyenda, divulgarla e instalarla en el imaginario de millones de personas.

Los diarios y las revistas pulp prepararon el terreno. Lo abonaron con ideas sin asidero pero con una dosis importante de credibilidad. Sembraron historias frente a las cuales el aparato crítico temblequeó (o no se interesó). El deseo de adornar lo cotidiano se impuso y la siempre presente emoción del descubrimiento disparó la fantasía al punto de considerar verdaderas historias como la de Morde.

Cuando en 1933 King Kong se estrenó en el cine, encontró un plafón resistente donde sostenerse. Y Morde colaboró.

Lo sacó de la pantalla y lo instaló en la vida real.

Incluso lo dotó de una ciudad propia, sin citarlo (claro).

EL ARTÍCULO EN THE AMERICAN WEEKLY

El domingo 22 de septiembre de 1940, “Ted” Morde vio finalmente publicado su artículo.[16]

MORDE. Expedición de 1939.

Tenía un título atractivo, In the lost City of Ancient America´s Monkey God, y fotos que lo mostraban en clara actitud investigativa e ilustraciones impactantes en blanco y negro: obviarlo era imposible.

La esencia de la arqueología romántica quedaba plasmada en media docena de páginas. Aún hoy día llaman la atención. Convocan al espíritu de aventura construido por el occidente imperialista e invitan a soñar con sociedades perdidas en el limbo. De haber existido por entonces Indiana Jones, nadie se hubiera opuesto en identificar a Morde con el arqueólogo de la ficción. Y como es de prever, el propio Ted habría colaborado en alimentar aquella imagen de sí mismo.

Ya desde el primer párrafo el autor afirma, sin ambigüedades, haber encontrado la legendaria ciudad del Rey Mono, a la que le atribuye ―sin un previo análisis para sostener sus dichos― una antigüedad superior a los mil años y un origen cultural (“quizá”) más antiguo que los mayas y aztecas. Tampoco vacila en darle a “los extintos chorotegas” el privilegio de ser sus constructores.[17]

FAWCETT. Otro explorador legendario de los lejanos, oscuros y ocultos paisajes selváticos sudamericanos.

Pero, ¿de dónde sacaba Morde todos estos datos y afirmaciones?

La respuesta es sencilla (él mismo la sindica): de los relatos y tradiciones orales de los aborígenes que habitaban la selva hondureña hacia 1939. En especial de tres etnias con las que tuvo contacto directo: los mosquitos (miskitos), payas y sumus.

Su confianza en esos testimonios era casi absoluta; y si le agregamos la cuota de falacias y exageraciones de su propia cosecha, nos topamos con un cuadro por demás interesante.

Como era ―y sigue siendo― costumbre, el artículo se inicia con una descripción de las incomodidades y peligros que los expedicionarios debieron sortear al momento de entrar en la selva. La exhibición de esas calamidades es ya un lugar común del género. Morde lo utilizó.[18]

Así, la vegetación es traicionera, los ríos peligrosos, la malaria temida, las serpientes mortíferas, los insectos dañinos y las fieras siempre acechantes. Todo esto mezclado en un contexto geográfico no muy lejano a la faja de tierra que se asoma al Caribe y que Morde denomina ―convenientemente― Costa de la Esperanza Perdida. Toponimia sugestiva que nos recuerda un pasaje de La Divina Comedia de Dante Alighieri, cuando el italiano sugiere abandonar toda esperanza al entrar a infierno (“Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”).

Claro que el infierno de Morde era uno hecho de árboles y bestias salvajes. Un recurso que otro famosísimo explorador británico utilizara en su libro La Exploración Fawcett. A Través de la Selva Amazónica: Percy H. Fawcett.[19]

La estadía en La Mosquitia se prolongó ―según el autor― por 5 meses. Casi medio año “navegando ríos inexplorados y arroyos que se precipitaban de las montañas”. Abriendo senderos a machetazos, cuando se alejaban de los cursos de agua y sufriendo mil y una peripecias. Pero el sacrificio bien valió la pena: “Por fin ―indica Morde―, las ruinas”.

El clima de insularidad y aislamiento está bien logrado en pocas líneas. La región queda así aderezada; y la valentía, tanto como el arrojo de Morde ―alimento indiscutible de su ego― se plantea desde el comienzo sin demasiadas vueltas. Claro que, una vez atravesado el peligro y alcanzada la ciudad, sobreviene ―como constraste― el Paraíso Perdido.

Escribe el norteamericano:

El lugar era ideal para una ciudad semejante. Las elevadas montañas formaban el fondo de la escena. Cerca de allí, una rápida catarata, hermosa como un vestigio de refulgentes joyas, se precipitaba en el verde valle de las ruinas. Las aves resplandecientes como gemas revoloteaban de árbol en árbol y los monitos, asomaban sus hociquillos mirándonos con curiosidad desde el denso follaje que nos rodeaba”.[20]

Un poeta.

Un verdadero hombre de letras que, acto seguido, se adjudica un nuevo rol, no menos romántico: el de protector de ese paraíso prístino y olvidado.

“No puedo precisar la ubicación de la Ciudad del Mono-Dios porque, como ya he dicho, son muchos los que la buscan, atraídos por los relatos que haban de tesoros, y nosotros queremos encontrarla intacta en nuestro próximo viaje, que será muy pronto”.

La lucha por el protagonismo es evidente. En mi opinión, las cosas no han cambiado mucho desde entonces.

Pero, ¿qué supo Morde de la supuesta ciudad perdida?

En realidad, bastante poco.

Si se lee con detenimiento su artículo, es más lo que escuchó de boca de sus guías nativos que lo que efectivamente tuvo ante sus pupilas.

Nunca vio el gran templo que describe. Toda la frase referida al tema está repleta de verbos en condicional.

“(…) En lo referente al templo (…) descubriríamos, según nos dijeron, una larga vía de acceso, escalonada, construida y pavimentada al estilo de las ruinas mayas que había en el norte. Efigies de monos labradas en piedra orlarían esta entrada. El centro del templo lo formaría un alto estrado de piedra en el cual estaría la estatua del Mono-Dios, frente a ella se encontraría el sitio de los sacrificios. Inmensas balaustradas flanquearían la escalinata hasta el estrado. Una de las balaustradas comenzaría con la colosal imagen de una araña y la otra con la figura también gigantesca de un cocodrilo”.

Sobre esta plataforma es en la que Virgil Finlay se apoyó para ilustrar el artículo.

Así todo, Morde dijo haber visto un muro. “Paredes resistentes” que permitían suponer la pasada existencia de antiguos y excelentes canteros, capaces de erigir “construcciones sólidas y perfectas”.[21]

Sostuvo además, y sin ambigüedades, que la Ciudad del Dios Mono estaba amurallada y que numerosas construcciones permanecían cubiertas por el denso follaje, permitiendo suponer la presencia de un ejido urbano capaz de contener a varios miles de habitantes.

Lamentablemente no dio prueba alguna de nada de esto.

Pero Morde especula y no sólo promete un nuevo viaje para descubrir el gran templo, “desenmarañando el misterio”, sino que lanza una sorpresiva conexión y paralelismo entre Honduras y la India. Para ello se valió de un personaje mitológico del hinduismo, Hanuman, el dios simio del libro sagrado Ramayana.

Convengamos que estas relaciones de base difusionista eran bastante comunes en su época. Venían teniendo éxito en el mundo académico desde mediados del siglo XIX y muy especialmente ―hacia 1939/1940― entre los nazis de Alemania.

Casi todos los hallazgos arqueológicos sobresalientes, en distintas partes del mundo (y particularmente en America, considerado un continente atrasado) eran atribuidos a civilizaciones muy antiguas; por lo general blancas y con base en el Mediterráneo; o arias, con origen según los mitos, en el norte de la India.

Racismo puro y llano.

Teorías que los grupos conservadores blancos tomaron como verdades absolutas dado el arraigado prejuicio que arrastraban las civilizaciones precolombinas (primitivas, salvajes, cobrizas, detenidas en el tiempo en todos los aspectos). Parecería que Morde no quedó exceptuado de esa mirada. Era un hijo de su tiempo, además ―por lo que se explicita en su texto― un frecuente admirador y lector de Rudyard Kipling, el padre de la llamada Misión Civilizadora de Occidente.

 Así pues, con el templo y la ciudad del rey mono en su cabeza, Morde especuló acerca de la existencia de un sacerdocio dedicado a la adoración del Simio-Dios que, como era de esperarse, adoptó otro de los signos de alteridad más comunes de la antigua antropología y diarios de viajeros: los posibles sacrificios humanos y el canibalismo.

Las leyendas son bastantes explícitas en cuanto a eso”, escribió.

Pero, ¿de qué leyendas hablaba?

Obviamente, de las que ―según él― le contaron sus guías y los indios con que se toparon en el camino. Y fue una de ellas la que aludía a una extraña, “horripilante y misteriosa” ceremonia llamada la Danza de los Monos Muertos. “Un recuerdo tergiversado ―arriesga― de aquella vieja forma de culto religioso (…) y que a nosotros se nos permitió asistir”.

¿Fue esto realmente cierto? ¿Morde y su grupo fueron testigos de ese ritual?

Hasta la fecha no he encontrado pruebas convincentes de que haya sido así. No hay fotos. Ni una sola. Sólo su testimonio, en un océano de silencio.

De todos modos, el explorador calificó a la danza como parte de una fiesta macabra. Claro que, de ser cierto lo que vio, aquello en verdad debió resultarle apabullante.

Escribe Morde:

 “Cualquiera que haya visto la cremación de los muertos en las riberas del Ganges, en la India, no olvidará jamás los desagradables escalofríos que causa el espectáculo del movimiento muscular de los cadáveres bajo la acción del fuego. Algunas veces, el cadáver se sacude y se estremece como si tuviera vida todavía, y otras se sienta, erecto a levanta un brazo rígido o encoge una pierna. En definitiva, es un espectáculo horripilante.

Y en los crematorios también los cadáveres se sientan algunas veces, o parecen tratar de escapar de sus ataúdes o hacen gestos que parecen suplicantes o amenazantes, cosas estas que no seria conveniente que la viesen los deudos. Pero todo esto es causado por el intenso calor sobre los músculos y los tendones. El cadáver está muerto como siempre.

Pues la Danza de los Monos Muertos es algo por el estilo y los movimientos de los cadáveres de los monos se deben a la misma causa. Sin embargo, hay algo indescriptiblemente diabólico en esta ceremonia y es que, después que termina la danza, los asistentes al festín se comen los monos.

Y aclara:

“De acuerdo con los indios más viejos, la Danza de los Monos Muertos se originó en el hecho siguiente:

Un día, tres de los hombres velludos ―ulaks― que parecían grandes monos, entraron en una aldea indígena y raptaron a tres de las más hermosas jóvenes de aquel lugar, se llevaron a las muchachas a sus cuevas de las montañas, y las hicieron mujeres suyas. De aquellas uniones no se produjeron seres humanos o semi-humanos, sino los pequeños monos que los indios llaman urus. Y por eso es por lo que les llama a estos monitos “hijos de los hombres velludos”.

Los indios actuales creen que la singular Danza de los Monos Muertos es un rito que se celebra en venganza del secuestro de las tres vírgenes. Efectivamente, sus gustos y sus gritos mientras comen los monos asados, indican más ensañamientos sobre el enemigo caído que un mero deleite gastronómico.

 Seguidamente, agrega:

Cada vez que ocurre una de las periódicas migraciones de monos a través de las selvas de Honduras, los guerreros de los indios sumus atan unas uñas endurecidas al fuego en sus largas flechas de bambú y salen a matar urus.

Cada hombre dispara a tres monos. Deberá usar solamente tres flechas. Si no vuelve con sus tres monos, ello será motivo de acre censura por parte de los otros miembros de la tribu.

De esta parte, se supone que cada indio mate el equivalente de tres hombres velludos como los que raptaron sus tres vírgenes antepasadas.

Mientras los hombres están ausentes, cazando su trío de simios, las mujeres de la tribu se preparan para la danza.

Cuando los hombres de la tribu regresan con sus monos (cada uno con tres) se encienden grandes hogueras formando un circulo. Las antorchas de pinos y las hogueras iluminan una grotesca escena.

De su Watla – una cabaña típica india hecha con las hojas gigantescas de un arbusto Waja – sale el principal hechicero vestido para la ocasión. Se le llama el Dama Suk ya-Tara.

No lleva más que un taparrabos, pero su cuerpo está profusamente rayado con yeso. Las franjas blancas resaltan a la luz de las hogueras. El collar-amuleto que cae sobre su pecho está confeccionado con pequeños cráneos de fetos de monos, dientes amarillos de los antepasados el hechicero, bolsas de veneno de las serpientes venenosas de la selva, largos dientes de cocodrilo y otros fetiches y símbolos rituales.

En los dedos de las manos lleva, a manera de dedales, dientes de cocodrilos gigantescos, que se abren y se cierran, como muelas de cangrejo, cuando él gesticula. En la mano derecha lleva una larga flecha en la cual va empalado un gran mono-araña.

El toque de los tambores se eleva en un crescendo y se detiene súbitamente cuando el Dama Suk-ya Tara alza los brazos y describe un círculo en el aire. Todos los presentes ya medio borrachos por la misla hacen un silencio absoluto.

El Dama Suk-ya Tara se acerca a las hogueras a grandes pasos y a una señal una larga fila de cazadores sumus, adornados todos con sus plumas, preferidas de guacamayo, refulgente sus cuerpos por el aceite de coco, se aproximan también a las llamas.

A otra señal, los broncíneos cazadores forman un gran círculo alrededor de los fuegos. Detrás de ellas se encuentran las mujeres y los hombres muy viejos ya para matar monos.

Palabras de encantamiento salen de labios del Dama Suk-ya Tara en una lengua desconocida para los indios Para ellos, el hechicero habla a los espíritus. Comienza de nuevo el redoblar de los tambores y sus notas regulares e hipnóticas vuelven a llevarse.

Entonces, abruptamente, vuelven a silenciarse los tambores, tan al unísono, que de la impresión de ser un solo instrumento el que sonaba.

El Dama Suk-ya Tara se inclina parsimoniosamente y coloca su flecha firmemente en el suelo cerca de la hoguera más grande de todas. Entonces, con abrupto gesto, se yergue y entierra profundamente en el suelo la vara en que está empalado el mono en grotesca posición.

Uno a uno, todos los indios van hacia el mismo sitio y entierran allí una de sus flechas con el mono más grande que hayan cazado. Pronto todas las hogueras quedan rodeadas de monos empalados en las flechas, todas de frente a las llamas.

Los hombres se retiran y, presa de ansiedad, se sientan todos en círculo. En seguida comienza la grotesca danza de los monos muertos. Aquel se retuerce una mano en macabro gesto. Aquel otro mueve un hombro y más allá otro echa atrás la cabeza con gesto violento. Otro levanta una pierna como impulsada por un resorte, o tuerce el cuerpo como si estuviera en un asador.

Estos fantasmagóricos efectos producidos a la vez en cuarenta o cincuenta cadáveres de monos, a la luz de unas cuantas hogueras en plena noche selvática, nos darán una idea aproximada de los que es la Danza de los Monos Muertos.

Cuando ya ningún cadáver se mueve más, termina la danza y están completamente asados los monos. Cada sumu toma su flecha y sosteniéndola en alto, se aproxima al Dama Suk-ya Tara. Uno a uno se sitúa frente al hechicero, que está sentado con un largo tallo hueco de bambú en sus manos. Cada vez que se coloca un mono delante de él, el hechicero introduce el tubo de bambú por un ojo del animal y le chupa el liquido cerebral, esta operación, que los indios llaman beberles los pensamientos a los monos, puede hacerla solamente el Dama Suk-ya Tara.

Después de que cada guerrero ha colocado sus tres monos ante el hechicero, toda la tribu come de los animales.”[22]

Esta larga descripción ―necesaria, en nuestra opinión, no sólo por lo bien escrita que está sino por su rico contenido― nos permitirá distinguir otros lugares comunes de la literatura exploratoria y la segura influencia que la película de King Kong ejerció sobre la pluma de Morde.

En primer lugar quisiera detenerme en el tema de los ulaks, “los hombres velludos de la selva”.

La presencia de hombres velludos, mitad hombre/mitad mono, ha sido una constante en la literatura de exploración. Unas veces producto de la imaginación y otras como resultado de malas observaciones o lisas mentiras, el hombre primitivo siempre ha estado presente cuando uno se sale del mapa.

 Henry Morton Stanley, el afamado explorador de África, dijo haber visto a “hombres coludos” y Fawcett juró haber tenido contacto en 1912 con criaturas homínidas muy semejantes a los neandertales, en las Sierras de Parecis, en Bolivia oriental.[23]

Pero Morde no se arriesgó a tanto. Sólo se limitó a decir que los indios sí creían en ellos y que por culpa de esa superstición habían desistido de seguir acompañándolos en determinado momento del camino, dejándolos a él y un amigo de la universidad, solos en medio de la selva. Como ya sabemos, eso no los acobardó. Siguieron viaje y “durante varios días nos abrimos camino a través del territorio selvático, pero nunca encontramos ni vestigios de los legendarios antropoides medio hombres”.[24]

Aún no topándose con ninguna de esas criaturas simiescas, otra, de enormes dimensiones, proveniente del universo de Hollywood, parece haber estado sobrevolando la imaginación del explorador; y ―como ya dejamos entrever antes― de su antecesor en la región, R. Stuart Murray.

Estamos refiriéndonos, claro está, al monstruo más famoso de la historia del cine: King Kong. Película que creemos marcó profundamente la parte más imaginativa del relato de Ted Morde.

Veamos qué influencias y puntos en común encontramos entre el film y la crónica a La Mosquitia.

Primero: el hecho de poner a un mono como objeto de adoración y centro de un desconocido culto.

Segundo: el aislamiento selvático del lugar en donde se encuentra la Ciudad Sagrada del Dios Mono. Equivalente de la Isla de la Calavera, en la que Kong se mantiene seguro y olvidado por el mundo exterior.

Tercero: la larga data y antigüedad del culto al simio sagrado.

Cuarto: la iconografía aborigen que tiene al mono como principal figura.

Quinto: la descripción del templo, con su balaustrada y escalera que conduce a un altar en donde se practicarían los sacrificios en honor al dios mono. Esto es idéntico al film de Kong.

Sexto: el primitivismo de las tribus que adoran al simio.

Séptimo: tanto la ciudad de Morde como la aldea de la Isla de la calavera están protegidas por una muralla (exageradamente grande en la película) hecha de piedras. En ambos casos la muralla lo que hace es impedir el ingreso de la temida criatura (o, en el caso de los ulaks, criaturas).

Octavo: como en la película, Morde describe una tenebrosa danza (la mencionada de los Monos Muertos) cuya nota esencial es el salvajismo y escenas macabras, muy del estilo de las ideadas por Merian C. Copper para sus indios, al inicio del film.

Noveno: el origen de la danza se debe a una leyenda que habla de monos secuestrando jóvenes hermosas, de la misma manera en que Kong “secuestraba” a las mujeres que le eran puestas como ofrendas en el altar.

Décimo: el rol del principal hechicero del que habla Morde (el Dama Suk-ya Tara) es muy semejante al del film. Su teatral forma de aparecer, la vestimenta exótica y los gestos ampulosos, nos recuerdan al chamán que preside las ofrendas a Kong.

Decimoprimero: la descripción de una parte de la ceremonia hondureña, en la que  “el toque de los tambores se elevaba en un crescendo y se detiene súbitamente cuando el sacerdote alza los brazos y describe un círculo en el aire”, es prácticamente una copia de la escena en la que toda la tribu de la Isla de la calavera, al son de los tambores, gritan “Kong-Kong-Kong-Kong”, callando abruptamente cuando el líder religioso lo manda.

¿Qué ha quedado de esta misteriosa Ciudad del Dios Mono? ¿Dónde están sus ruinas? ¿Cuánto de todo lo dicho es real? ¿Cuánto fantasía? ¿Qué buscaba T. Morde al publicar esa fantástica historia, prácticamente calcada en más de un aspecto ―como pudimos ver― de King Kong?

La prematura muerte del explorador ha dejado muchas preguntas sin responder y también muchas otras fantasías que desarrollar. Y, de hecho, ciertos programas de divulgación, resucitando su inusitado legado, lo están haciendo.

FINAL

A principios de 2015, el productor y periodista Steve Elkins, junto a Douglas Preston y la NatGeo, lanzaron al mundo la noticia de un gran descubrimiento arqueológico. Todo parecía indicar que, finalmente, la legendaria Ciudad Blanca había sido encontrada el algún lugar de La Mosquitia hondureña.

El mundo de la exploración tembló y los medios masivos inundaron los diarios, revistas, noticieros y portales de Internet con la buena nueva.[25] Y así, la figura de Theodore Morde resucitó con ella.

No podían obviar la veta romántica de la historia y la imagen del explorador independiente, incomprendido y desacreditado por sus pares, tomó fuerza, encarnándose de nuevo en los noveles buscadores de misterios que, con mayores recursos y tecnología, superaron con creces la publicación con la que Morde pretendió imponer sus dudosos criterios.

Ahora el circo venía mejor armadito, en colores y con el apoyo de una cadena de televisión internacional.

El anunciado hallazgo reiteraba los vicios en los que había incurrido Ted Morde. Y ésta no es una crítica personal. Numerosos arqueólogos, serios y prudentes de diversas partes del mundo, han destacado las mismas desprolijidades: Virgilio Paredes, ex director del Instituto Hondureño de Antropología e Historia; Steven Elkins, cineasta y miembro del grupo que realizó un mapeo láser de la región con el centro nacional para Mapeo Por Láser NCALM; Alejandro Figueroa, arqueólogo hondureño; Christopher Begley, arqueólogo estadounidense; Ricardo Madrid, especialista en turismo de aventura de Honduras; Wendy Griffin, ethohistoriadora emplazada en Honduras; y Dr. Enrique Aguilar Paz, nédico e hijo del geógrafo Jesús Aguilar Paz, el explorador que mapeó por primera vez la región en 1954.

Todos ellos coinciden en que el hallazgo de piezas arqueológicas (semejantes a las que Morde sacó del interior de la selva en 1939), en una región de la que desde hace décadas se viene extrayendo material de ese tipo, no habilita a gritar con bombos y platillos que encontraron la ciudad perdida. Como era de esperar, el gobierno hondureño se subió al carro. Lanzó rimbombantes discursos y el propio presidente de la nación rebautizó el sitio como Ciudad Jaguar (debido a una pieza de piedra trabajada que tenía a ese animal tallado). El dios mono fue desplazado y eso no está mal del todo.

Lo que sí es impropio es inflar un globo. Vender humo y atribuirle a un yacimiento (cuya ubicación, una vez más no ha sido revelado por cuestiones de seguridad) un nombre y apellido legendario (Ciudad Blanca).[26]

Queda mucho por investigar todavía. Los debates recién ahora están empezando. Pero para hacerlo con honestidad hay que colocar todas las pruebas sobre la mesa. Y hasta ahora no se ha hecho.

Siguen jugando con la veta misteriosa y romántica del asunto; y mientras mantengan esa postura, la sombra de Theodore Morde seguirá sobrevolando la selva hondureña, dejando entrever, semi-escondida, la influyente silueta de Kong.


NOTAS

[1] Estoy cansado de ver por televisión cómo muchos se adjudican el acceso a documentación secreta y olvidada, cuando en realidad ese documento ha estado disponible y al alcance de cualquiera desde hace décadas, incluso siglos.

[2] Véase del autor: El bosque, la imaginación y el miedo. Disponible en Web.

[3] Véase: Boia, Lucien, Entre el ángel y la bestia, Editorial Andrés Bello, España, 1997.

[4] Véase: Ainsa, Fernando, De la edad de Oro a El Dorado. Génesis del discurso utópico Americano, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1992.

[5] Véase: Ainsa, Fernando, Historia, Utopía y Ficción de la Ciudad de los Césares, Editorial Alianza, Madrid, 1992.

[6] Véase: De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del libro, Buenos Aires, 1946.

[7] Véase: Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica, Editorial Zigzag, Chile, 1951.

[8] Percy Harrison Fawcett y su delirante universo esotérico. Pronto en FactorElBlog.com

[9] Los ufólogos y los criptozoólogos han sido muy afectos a cometer este pecado de juventud, creyendo ver en meras películas de Hollywood testimonios verídicos de hechos reales. No es extraño observar en sus libros el modo en que utilizan ciertos filmes como recursos de autoridad.

[10] La Mosquitia es una enorme región selvática ubicada en el Departamento de Gracias a Dios, al este de Honduras. Tiene una superficie de unos 52.000 kilómetros cuadrados y está recorrida por varios ríos. Uno de ellos, el Río Plátano, es el que le da nombre a la reserva de biosfera que se creó en 1980 para proteger el medio ambiente. Está considerada Patrimonio de la Humanidad y, desde un punto de vista histórico-arqueológico constituyó una zona intermedia (“puente”, dicen algunos) entre el área mesoamericana y la andina, por el sur. Se la conoce popularmente como “la pequeña Amazonas” y los restos arqueológicos rescatados en los últimos años parecerían indicar que fue una zona poblada y rica en épocas precolombinas. Hay mucho por investigar todavía, lo que ha dado pie a que se esgriman fantasías  en verdad interesantes.

[11] Murray llevó a cabo dos expediciones en la zona. Una en 1934 y otra en 1935.

[12] Según algunos el material fotográfico se había perdido en un accidente fluvial y hundido en un río.

[13] Aunque pueda parecer extraño hay escritores que plantean un clima de sospecha sobre la muerte de Morde, sugiriendo (entre líneas) que su “misteriosa muerte” pudo deberse a alguna cuestión relacionada con el emplazamiento (nunca revelado) de la ciudad. Algunos pocos artículos publicados en 2012 informan que Morde había muerto atropellado por un auto en Londres cuando se disponía organizar la expedición que lo llevaría a su Ciudad del Dios Mono. Esto es falso de cabo a rabo. Un diario publicó oportunamente (1954) su obituario indicando su suicidio en su pueblo natal de EE.UU. Obituario publicado en Newport Daily News, Rhode Island. 28.07.1954 Página 2. Disponible en Web.

[14] Para ver algunos cuentos de A. Merritt véase 4 mejores relatos de terror a Abraham Merritt. Disponible en Web

[15] Véase: Virgil Finlay. Ilustraciones para sustituir la realidad. Disponible en Web.

[16] Utilizaremos la traducción realizada en 1950 por iniciativa de Julio Rodríguez Ayestas, Director del Archivo nacional de Honduras. Disponible en Web.

[17] Para datos mínimos sobre este pueblo véase: Chorotega. Disponible en Web.

[18] Estos recursos siguen estando vigentes en el 90 % de los documentales de televisión que tratan sobre expediciones y viajes a sitios remotos. No hay muchos cambios, ni siquiera en pleno siglo XXI.

[19] Fawcett, Percy Harrison(edición 1974). A Través de la Selva Amazónica, Madrid, Editorial Zigzag, Madrid.

[20] Véase: Morde, T.A. op cit. Disponible en Web.

[21] Esto de alguna forma contradice los hallazgos realizados en los últimos años, que no revelan (hasta ahora) construcciones líticas importantes, sino hechas en barro y tierra desplazada.

[22] Ibídem.

[23] Los denominó maricoxis. Los habitantes ―dijo― de una selva sin huellas. “Eran hombres grandes y velludos, de brazos extremadamente largos y con frentes huidizas que empezaban en prominentes arcos superciliares; hombres en realidad de un tipo muy primitivo y completamente desnudos”. Fawcett, P.H., op.cit. Pág. 266.

[24] Theodore Morde describe a los ulkas como seres mitad hombre y mitad espíritus que vivían en la tierra, caminaban erectos y tenían la apariencia de grandes y velludos monos. Por otra parte deja de manifiesto que los indios del territorio de Mosquitia seguían creyendo que esas criaturas todavía habitaban las altas tierras del interior y el sur de Honduras. Frases que han servido de trampolín para que los criptozoólogos sigan buscándolos con frenesí.

[25] Véase los siguientes sitios Web: Documental NatGeo, La ciudad Blanca (2015) Disponible en Web: https://www.youtube.com/watch?v=qYpz3-vv7pE // En busca de la ciudad blanca (2003). Disponible en Web: https://www.youtube.com/watch?v=UrjjNN9ZkrQ // Descubren Ciudad Blanca (2015). Disponible en Web: https://www.youtube.com/watch?v=SXiTx3mMvTc //

[26] Véase algunos artículos críticos: Brain, Alan, La ciudad blanca de Honduras. ¿Mito o realidad? Disponible en Web. Descubren “la ciudad deldios mono”. Disponible en Web. Rubin, Anastacia, ¿Existe la ciudad perdida del rey mono? Disponible en Web.  Redacción de la BBC Mundo, Kaha Kamasa. ¿Se encontró en Honduras la legendaria Ciudad Blanca? Disponible en Web.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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