La asombrosa bienvenida del ave mágica del Cusco: una expedición a Vilcabamba

Una crónica desapasionada –y no menos apasionante– sobre eventos extraordinarios ocurridos durante una expedición a Vilcabamba en pos de los restos de la última capital de los incas.

Fernando Jorge Soto Roland también hace una defensa de la mirada etnográfica y el registro cuidadoso y materialista en desmedro de la reivindicación del llamado «paradigma Scooby Doo», que a menudo se pretende “superador” al pensamiento crítico en ciencias sociales.

Por Fernando Jorge Soto Roland*

Para Eugenio César Rosalini, amigo y hermano de aventuras

IN MEMORIAM

Cuando en el mes de julio de 1998 me interné en las selvas de la cordillera de Vilcabamba, buscando los restos de la última capital de los incas tras la conquista ibérica, no pensé en encontrarme con una realidad “cotidiana” tan diferente a la mía, en sus aspectos más profundos. Aquellas jornadas de indagación y cansancio físico fueron mucho más que un mero traslado en el espacio y geografía del Perú. En cierto modo, a medida que avanzábamos por esos abruptos cerros tupidos de vegetación subtropical, no hacíamos más que adentrarnos en un universo cosmovisional distinto en el que las fronteras que separan la “realidad” de la “fantasía” se desdibujaban, pudiendo experimentar en carne propia una forma de ver y entender el mundo plagada de magia y, desde nuestro punto de vista occidental, “irracionalismo” sin par.

Desde la práctica de la adivinación hasta las relaciones que el hombre andino mantiene con la Pachamama, los apusauquishuacas y otras deidades muy bien definidas (algunas con un fuerte arraigo local), podemos ver gran parte del contexto sociocultural  de esas comunidades. En cada uno de esos casos (de los que diremos algunas palabras más adelante) lo que se busca es resolver estados de preocupación o inseguridad producidos por las amenazas propias que soportan los países subdesarrollados y sectores marginales de la sociedad. Consecuentemente, esas creencias no sólo denuncian problemas reales que afligen a la gente sino que les permiten superar las crisis; aunque más no sea a nivel simbólico. Lo que no implica falta de efectividad a la hora de calmar angustias y dar soluciones a inconvenientes concretos.

ENFOQUES DE LA CIUDAD (MAR DEL PLATA, 1998). A propósito de la expedición al último refugio de los Incas. Entrevista a Eugenio César Rosalini, Fernando Jorge Soto Roland y Juan Gasques.

El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde el pasado y el presente se mezclan de una forma muy difícil de describir con palabras. Allí están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia monolítica soportando el peso de los siglos, de las invasiones y de los terremotos. Allí están los restos de los palacios desde los cuales se controló gran parte de la América del sur, antes que los españoles pusieran sus pies en estas tierras. Hoy convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas prestigiosas obras de la arquitectura precolombina siguen impactando y admirando al más insensible de los viajeros.

Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada, según el mito, hacia el año 1200 de nuestra era por los héroes civilizadores más destacados de la genealogía incaica: Manco Cápac, el primer soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Basta con tener un poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y claroscuros de sus calles, para poder recrear el momento mismo de aquella fundación trascendental, cuando Manco, tras apoyar su cetro de oro en lo que hoy es la gran Plaza de Armas, lo vio desaparecer, como absorbido por la Madre Tierra, en el fangoso suelo del valle, indicándole así el sitio exacto en donde levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio. Así se lo había indicado el gran dios Viracocha, a orillas del lago Titicaca, y así fue.

Pero junto a la escenografía quechua se yerguen, vigilantes y orgullosos, los campanarios y torres de capillas e iglesias, atiborradas de una riqueza barroca que ha sabido controlar y emocionar, durante los últimos cuatrocientos años, la espiritualidad y esperanza de los cusqueños. Ellas, junto con las señoriales casonas coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la cara híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas tan diferentes como la de incas y españoles. Todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la conquista ibérica. Caminar por sus callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada rincón empedrado, es advertir la imposición de una cultura sobre otra, de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes pintados de blanco, las rejas y las tejas los que se sobreimprimen a los basamentos de fría piedra incaica, sino que son también las voces, las comidas y la música las que nos indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad incaica. Una por encima de la otra.

Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca perdió su prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que todavía guardan los campesinos que siguen llegando. Si uno para bien la oreja, todavía puede escuchar el saludo a la vieja capital imperial: “Napaykukuykim hatum K’osk’o” (“¡Oh, gran ciudad, yo te saludo!”).

Repetí esa frase cuando puse mis pies en tierra cusqueña por cuarta vez.

Efectivamente, todo el Cusco está cercado por Dioses. Son los Apu, los Señores de las Montañas, los espíritus protectores de los cerros que no faltan en ninguna comunidad de la región de la Sierra. A ellos se les rinde homenaje y ceremonia; se los respeta y se les habla como a seres vivos. En ocasiones reciben pagos, ofrendas para que, en actos de dadivosa reciprocidad, les restituyan al hombre devoto sus actos de fe sincrética, con buenas cosechas, fertilidad y generosa procreación de los ganados.

Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados espacios. “Sus alcances están en relación con su importancia jerárquica, en cierto modo condicionadas por su elevación con las cumbres circunvecinas”, señala Jorge A. Flores Ochoa.[1]  En ellos, la vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica) entran en simbiosis, se mezclan, mostrando la clara resistencia y continuidad de las creencias andinas. El culto a las alturas, tan común entre los incas, se mantiene vivo, actuante; incluso en la imaginería cristiana, que representó a la Virgen con el contorno piramidal de muchos cerros.[2] Excelente táctica para trasladar la fe aborigen de la antigua a la nueva religión.

Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos, cinco grandes Apu, vigías permanentes de la egregia capital.

En primer lugar, y con dirección Norte, puede observarse el imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo término, y con orientación Sur, se levantan las sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente, se practica una de las peregrinaciones más caras a la fe andina: la procesión al santuario del Señor de Qoyllurit’i (el señor de las Nieves Resplandecientes). Hacia el Este, el respetado Pachatusan, “El Sostén del Universo”, a quien la gente de Cusco le rinde honores por tener fama de ser sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las sombras del Apu Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al Qosqo la prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía y merece.[3]

A uno de estos Apu, pero de la región de Vilcabamba, debimos dirigirnos antes de iniciar la marcha. Antes era necesario recurrir a una persona con la capacidad técnica y espiritual de poder comunicarse con esa clase de espíritus. La encontramos en la figura de Don Salvador Blas, un chamán cusqueño de reconocido prestigio.

El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, “es la técnica del éxtasis” por  medio de la cual una persona “elegida” posee la extraordinaria facultad de comunicarse con los muertos, los “demonios” y los “espíritus de la naturaleza”, sin convertirse en un instrumento de los mismos.[4] Haciendo uso del trance, el chamán “vuela” hacia el otro mundo con el objeto de encontrar en él las soluciones que sus pacientes le requieren. Ser chamán implica superar diferentes pruebas de iniciación, que sólo cierta minoría conretar con éxito al alcanzar la mística de la respectiva religión.

Este interesante fenómeno cultural y religioso es estudiado desde hace décadas por importantes antropólogos e historiadores de la religión, y hoy estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas como costumbres primitivas e ignorantes: ellas encierran un riquísimo bagaje de información antropológica que permite entender cosmovisiones tan ancestrales como vigentes.[5]

En el Perú, y especialmente en la región de la Sierra, los chamanes reciben el nombre de Pacos, a quienes se acude para buscar salida a problemas complejos como la cura de una enfermedad; un “daño”; el dolor de un amor no correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu para practicar determinados actos. Por eso es común que emplear indistintamente los términos chamán, curandero, hechicero o mago para referir a una misma realidad cultural y social.

Los Pacos suelen usar ciertos instrumentos y drogas para facilitar el trance místico; de ahí que el uso de tambores, sonajas y plantas alucinógenas están directamente asociadas a la práctica chamánica. Cada región tiene sus propias técnicas, con variaciones peculiares, frases y “encantamientos” que les son propios. Existen chamanes poderosos y otros que no lo son tanto. Los hay “buenos” y los hay “malos”, pero todos, en definitiva, encarnan una manera de ver el mundo muy diferente a la que nosotros, los occidentales, estamos acostumbrados. Y por ser diferente, es interesante.

Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el objetivo de nuestra expedición eran las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, nos recomendaron consultar al paco. Según ellos, era indispensable pedir esa autorización sobrenatural y a la vez rogar la protección de los Apu que se levantaban a lo largo de un camino que se anunciaba peligroso e imprevisible. La idea fue atractiva. Ver a un chamán auténtico practicar sus esotéricos rituales no estaba dentro de nuestros planes iniciales. Al parecer, el permiso oficial que nos diera el Instituto Nacional de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región de Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca, por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no sólo de los funcionarios del gobierno, sino también de las etéreas entidades que, según los cusqueños, protegen el valle.

Desde la época de la conquista del Perú (siglo XVI), los cronistas españoles registraron la vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de huaca. El historiador norteamericano Burr Brundage proporciona una buena síntesis de este concepto:

“Una huaca era al mismo tiempo una localización de poder y el poder mismo residente en un objeto, una montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una ciudad ceremonial, un templo, un árbol sagrado, una cueva, un manantial o un lago de origen, un río o una piedra vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un trecho donde se llevaban a cabo festividades o donde vivía un gran hombre. El poder que permitía a los artesanos dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así sucesivamente, era también huaca. La coca, la hoja narcótica de la montaña, era huaca”.[6]

Aunque hoy suele asociarse exclusivamente a las ruinas de los monumentos incas, el concepto es tan amplio que, siguiendo a la especialista peruana María Rostworowski, podemos darle a la palabra huaca el abarcativo sentido de lo sagrado, que contenía una variedad muy alta de significados, ya que en el ámbito andino lo sagrado envolvía el mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular.[7]

Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas poseían esas connotaciones particulares; y el hecho mismo de que Vilcabamba significase la “Pampa Sagrada” nos obligaba a comulgar con esas creencias.

   Pero nuestra situación se hacía aún más compleja.

El corredor, selvático y montañoso, que conduce al lugar donde están emplazadas las ruinas de la última capital inca del exilio, es considerado como parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la más importante. Por tal motivo, y a fin de no ser considerados por nuestros porteadores y amigos impertinentes gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el chamán, y respetar los pasos que, obligatoriamente, debían seguirse antes de tratar con espacios sacros.

Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique Palomino Díaz (conocido proyectista e historiador de la ciudad), el que, no sólo nos presentara al Paco, sino confirmara lo antes señalado cuando, con su natural tono ceremonial, nos dijo:

Se cree que la región de Espíritu Pampa [nombre que reciben hoy las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”] es una de las entradas hacia el Gran Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a Huancacalle y de San Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela que todavía no está a la vista. Lo real es que muchos investigadores independientes, aislados, han estado en la zona, pero no han dado a conocer sus investigaciones, se entiende que por estrategia. Todavía hay mucho que rebanar por ahí”.[8]

EL VUELO DEL CHAMÁN

Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el taxi que nos condujo hasta el barrio de San Sebastián, a las afueras del Cusco. El dios sol se ocultaba detrás de los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de noche. Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de los cafés y picanterías la única claridad que permitía ver y sortear los pozos de la calle. Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y golpeamos la puerta.

No sé qué esperábamos encontrar, pero cuando la estampa menuda de Don Salvador Blas se recortó en el marco de la entrada no nos produjo ninguna sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida (aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y cinco años), pómulos prominentes, ojos oscuros muy chicos y una nariz aguileña que anunciaba sus raíces cusqueñas. Llevaba puesto un poncho andino muy corto de vivos colores sobre sus vestiduras. Nos invitó a pasar.

La recepción era un cuarto aún más humilde que el frente de la casa. Pintado de celeste claro y con dos largos bancos de madera colocados sobre las paredes. En uno de ellos se encontraba una “cholita” (mestiza) con su pequeño hijo en brazos, llorando a moco tendido. Apenas levantó la vista cuando ingresamos y en ningún momento posterior nos miró directamente a los ojos.

El “Maestro”, como lo llamaba Enrique, pidió que lo esperáramos y desapareció tras una enclenque puertecita de madera que daba a una reducida cabina: su consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese bebé que lloraba delante de mí estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis convicciones, me resultó muy difícil reprimir los juicios de valor. Mi fe en la medicina clásica no encajaba con la fe que guiaba la esperanza de esa mujer que tenía delante de mí. No podía imaginarme llevando a mis hijos a un chamán, y confiándole a un “brujo” su salud. Pero bastaron pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los que se enfrentaban no eran sólo bancas de madera, eran dos culturas distintas, y lo más interesante es que ninguna era mejor o superior que la otra.

Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a ingresar en la “cabina”.

Ese angosto espacio (en el que apenas entrábamos los cinco sentados uno al lado del otro) era bastante largo; encarnaba la materialización misma del sincretismo religioso que se operó en el Perú desde la llegada de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de “poder” aborígenes se mezclaban con estampitas e imaginería cristiana. Lo pagano y lo católico convivían sin conflicto. Junto a una lámina de San Jorge matando al dragón se apoyaba una conopa (ídolo de piedra, generalmente con la forma de una llama, que permite invocar a las fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les adosaban los pedidos (en quechua) a los espíritus de las montañas.

Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los herederos de una dilatada tradición que sostiene que ellos son capaces de efectuar magia blanca y magia negra indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto mesayoc (o altomesa), y chamanes inferiores, llamados pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre ellos reside en su relación con los espíritus. El altomesa puede conversar con los Apu, que son su medio principal de adivinación; mientras que el pampamesa sólo es guiado, por tener un poder menor. El término Paco (o paqo) es un título genérico que no toma en cuenta su poder y especialidad.[9]

Don Salvador era, técnicamente hablando, un poderoso altomesa.

Una vez sentados frente a la mesa (atiborrada de objetos ceremoniales), y hechas las presentaciones formales, nos preguntó qué buscábamos. Le comunicamos brevemente nuestros objetivos exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija de cerámica e invocar a la Virgen María, aspiró algo por la nariz y me pidió que apagara todas las luces. La perilla estaba sobre mi hombro, muy lejos de donde el chamán se ubicaba. A oscuras, aquello era la boca de un lobo. No se podía ver absolutamente nada. La situación se empezaba a poner interesante.

En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el lugar. Alcancé a ver al Paco manipular la vasija. Pero fue sólo una décima de segundo; sólo una silueta desdibujada en la total oscuridad.

Pólvora”, pensé. “Era pólvora lo que molía”. No me equivoqué, al rato, el inconfundible olor a esa materia inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces cuando nos obligó a que lo siguiéramos con unos rezos (el Ave María y parte del Padre Nuestro). Nuestras voces retumbaban contra las débiles paredes de madera, y de pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado silbido, agudo y penetrante. Sin tiempo para analizar ese sonido, sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso aletear de lo que parecía ser un pájaro. No sólo su sonido, también sentimos una poderosa corriente de aire en los cabellos. El sobresalto fue mayúsculo y todos nos agachamos temiendo que ese “algo” nos lastimara. “Se nos metió una paloma en el consultorio”, pensé. Pero no había, ni hubo nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos visto). Inmediatamente después del “aleteo” el chamán habló.

Su voz no sonaba como la que tenía normalmente. Era más fina y entrecortada (como si muchas palabras las dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos que ya no hablábamos con don Salvador, sino con el Apu Espíritu Pampa.

Según los estudiosos del chamanismo andino, estábamos presenciando (mejor dicho, escuchando, porque no se podía ver nada) uno momento relevante del ritual: el del “vuelo mágico”. En él, el altomesa, liberado de la materia, asciende hasta reinos de conocimiento y de visión que están fuera del alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu es lo que generalmente se denomina vuelo y lo que permite que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el espíritu de un muerto, que también tiene la capacidad de convocar.[10] Son estas transformaciones las que le dan a un chamán su más alta reputación. Las que marcan su calidad.

Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, delante de nosotros no estaba Don Salvador. Él se encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera de Vilcabamba, contactándose con el Apu que, en pocos días más, nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva experiencia que estábamos viviendo no era nueva; ya había sido advertida a mediados del siglo XVI por funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien escribió:

“Entre los indios había otra clase de brujos, tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran distancia por el aire en poco tiempo; y ven lo que está pasando, hablan con el diablo, que les contesta en ciertas rocas, o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven como adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que las noticias lleguen o puedan llegar”.[11]

 Don Salvador nos transmitió un “mensaje” más bien breve; y como tuve la impertinencia de grabarlo subrepticiamente, lo transcribo a continuación:

―Bienvenidos, bienvenidos. ¿Para qué me han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé… Sean bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor. Muy bien, todo va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es posible que hagan otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi. Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago, no es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando allá. 

 Una hora después, cuando me pidió que prendiera la luz, busqué por todos lados aquel misterioso pájaro que aleteara sobre nosotros. No había nada. Sólo nuestras sillas y el escritorio en el que don Salvador estaba sentado.

Nos quedamos unos minutos despidiéndonos y mientras Enrique desplegaba su barroca oratoria de costumbre, me asomé por detrás del pesado mueble del altomesa para ver si encontraba ese bendito pajarraco.

Nada. Ni un pluma siquiera.

Cuando dejamos la cabina me topé con un hombre joven que acababa de llegar. Se presentó como el asistente de Don Blas que acababa de llegar. Me acerqué a él le dije:

―Fijate bien, ahí adentro, porque hay una paloma o algo por estilo revoloteando en la cabina ―y le expliqué brevemente la experiencia.

Sonrió y dijo:

―No hay palomas. Era el maestro cuando volaba a Vilcabamba.

Dejamos la casa del altomesa con más dudas y suspicacias que respuestas. No pertenecíamos a ese mundo; y el corto abordaje nos revelaba mucho acerca de la importancia de la creencia. Habíamos intentado abrir un poco nuestras mentes a experiencias fuera de lo común, pero sólo conseguimos crear una angosta rendija, aunque lo suficientemente profunda como para permitir que nos introdujéramos en una realidad mágica de leyendas y mitos.

Ya en el hotel, intentamos racionalizar lo ocurrido, llegando a la provisional conclusión de que posiblemente, aprovechando la oscuridad, nuestro anfitrión se hubiera quitado y sacudido el ponchito que llevaba puesto, generando ese efecto de “viento y sonido” auxiliado por una “cabina” angosta, larga y sin muebles.

Varios días después, en plena expedición y tras dejar un poblado llamado Pucyura (o Puquiura), nos encaminamos a caballo por un camino de cornisa durante cuatro horas, hasta alcanzar los 4.000 metros sobre el nivel del mar: el Abra de Qollpaqasa.

Desde ese punto sólo restaba bajar hacia la ceja de selva y se iniciaba el viaje a pie; con seis caballos encargados de llevar las carpas, la comida, las mochilas y los medicamentos. El resto de los corceles (los que habíamos montado hasta ese lugar) pegaron el camino de vuelta con don Quintanilla, el tío de nuestro guía (a la sazón propietario de las bestias).

 El Abra de Qollpaqasa es un nudo montañoso que hace las veces de divisoria de aguas  entre dos ríos. Dejamos atrás la cuenca del Vilcabamba y, encolumnados, caminamos en busca del cauce del Pampaconas. En ese momento ocurrió otra vez algo “extraño”.

En tanto los porteadores y el guía se nos adelantaron buscando la pendiente, con mis dos compañeros nos quedamos disfrutando del paisaje; de ese instante único en nuestras vidas. Se iniciaba la verdadera exploración. La etapa más pesada.

Repetidamente escuchamos un silbido agudo y estridente. Parecía venir de todos lados. Oteamos el lugar, sin ver nada. Fue cuando uno de los porteadores que iban nuestro (y que acabábamos de conocer hacía sólo un par de horas) giró sobre sus botas y me gritó, señalando con su brazo hacia arriba:

―¡Jefe! ¡Les está diciendo “bienvenidos”!

―¿Cómo decís? ―le pregunté, elevando la voz, sin entender qué me decía.

―¡Que les está diciendo “bienvenidos”! ―respondió sin dejar de señalar el cielo. ―¡Buena señal!

Elevamos la vista y observamos lo que parecía una gran ave de rapiña (no era un cóndor) volando en circulo sobre nosotros tres.

Inmediatamente el recuerdo de don Salvador Blas nos vino a la memoria.

EL DISGUSTO DE LOS APUS

No era la primera vez que el entorno se comportaba de una manera “misteriosa” con nosotros. Días antes a la partida hacia el Abra Qollpaqasa, en una incursión al yacimiento arqueológico de Yuracrumi ―vecino a Puquiura― tuvimos una singular experiencia a unos 3.000 m.s.n.m.

Yuracrumi

Aquella mañana de julio salimos de Puquiura, bordeando el río Vilcabamba por su margen izquierdo y caminamos por la carretera de tierra hasta el poblado de Huancacalle (o Wancacalle), a sólo dos kilómetros de distancia. Compramos unas naranjas y, tras registrarnos en las oficinas de la Policía (según parece para certificar nuestro ingreso en la región y acelerar la identificación de personas, en caso de que éstas no regresen), cruzamos un viejo puente de piedras y troncos, hacia la orilla opuesta.

A medida que ascendíamos por la ladera de un cerro, observábamos cómo las montañas vecinas se delimitaban en parcelas color amarillo, divididas entre sí por muros de pirca. El color verde del bosque sólo salpicaba de tanto en tanto el paisaje como en un cuadro impresionista; anunciándonos que la presencia del hombre era muy activa en esa zona. En tanto, Huancacalle se hacía cada vez más pequeña a nuestros pies.

Tras una hora de forzada marcha, arribamos a una planicie repleta de rocas desperdigadas. Tomamos agua, nos comimos las naranjas (de ahí el nombre «Los Naranjales», con que bautizamos el sitio) y, rodeando un gran corral de piedras, retomamos un sendero que parecía bajar hacía el otro lado del cerro. Enfrente nuestro, la inmensidad de una pared montañosa, totalmente cubierta de árboles y plantas, nos creaba una falsa perspectiva, dando la impresión de que el camino se terminaba decenas de metros por delante.

Yuracrumi

Seguimos caminando. El sendero descendía de manera poco pronunciada; de pronto, sin ningún aviso, vimos desplegarse debajo de nuestras botas un llano amarillento y pelado, de no más de 600 metros de largo por 200 de ancho. Había restos de construcciones antiguas por todos lados. Bloques de granito perfectamente cortados y pulidos; «asientos» líticos; muros a medio enterrar en el piso y una gigantesca roca de color blanco, tallada con la maestría que sólo los incas pudieron haber desarrollado. Habíamos llegado a Yuracrumi (o Yuraqrumi), la gran «Piedra Blanca«.

Saqué el cuaderno de notas que traía y leí en voz alta el testimonio del Padre Calancha, escrito a principios del siglo XVII. Fue una especie de «ritual» que siempre había querido practicar.

«Junto a Vitcos, en un pueblo que se dice Chuquipalpa estava una casa del sol, i en ella una piedra blanca encima de un manantial de agua, donde el demonio se aparecía visible i era adorado de aquellos idólatras siendo el principal mochadero de aquellas montañas […]. En esta piedra blanca de aquella casa del sol, llamada Yuracrumi, asistía un demonio capitán de una legión; éste y su caterva mostraba grandes cariños a los indios idólatras; grandes asombros a los católicos y daba a los bautizados que no le mochaban espantosas crueldades, i muchos morían de los espantos horribles que les mostrava.«[12]

Más allá de las connotaciones ideológicas y de los juicios de valor de la crónica, todo lo dicho por Calancha era cierto. Ahí estaba la piedra blanca el manantial de agua, por más que éste ya estuviera seco y sin las funciones ceremoniales de entonces [41] y también rondábamos muy cerca de las ruinas Vitcos.

Si el documento estaba en lo correcto (como lo creen casi todos los historiadores), estábamos caminando a través de un sitio sagrado de la cordillera de Vilcabamba, por el adoratorio y oráculo más significativo de la época post-española. En él no sólo se practicaron ritos relacionados con el agua, sino que allí descansaron las momias de los incas que Manco pudo rescatar del Cusco. También en este lugar se adoró a Punchao, el Sol Resplandeciente, que parece haber sido la modalidad colonial de la divinidad inca. Si algo había suplantado al Coricancha (Templo del Sol) del Cusco, el Yuracrumi era un buen candidato.

En 1911, Hiram Bingham había llegado a este lugar, identificándolo como el gran adoratorio de los incas rebeldes y convirtiéndolo en un mojón muy importante para la correcta ubicación de la fortaleza de Vitcos que, como se señalan en las crónicas, estaba cercana a la gran piedra blanca.

El sitio es conocido con diferentes nominaciones: Yuracrumi, Choquepalta (Chuquipalpa, para el padre Calancha) y Ñusta Ispana. Este último nombre, indica Edmundo Guillén, es de inventiva popular y deviene de las palabras quechuas Ñusta, «princesa», e Ispana, «orinal». Recuerdo que Pancho nos ilustró mejor al respecto:

«Si usted se para arriba de la gran piedra podrá ver claramente un asiento tallado en la misma y justo debajo de él una rajadura, a modo de angosto canal, que desciende siguiendo la inclinación del monumento. Siempre me han dicho que en ese pequeño trono el Inca sentaba a sus ñustas, o vírgenes del sol, obligándolas a que orinaran. Si su castidad se mantenía intacta, la orina se deslizaba perfectamente por la rajadura. En caso de haber perdido su virtud, su pecaminosa violación a las reglas quedaba de manifiesto al orinar fuera del canal. Entonces, era sacrificada«.

Estábamos sorprendidos ante la magnificencia de semejante pieza lítica: 22 metros de largo por 8 metros de alto. Una masa imponente que denotaba la trascendencia que la piedra tenía dentro de la cosmovisión andina. Ante ella (como ante cualquier otro resto pétreo del pasado) uno se siente insignificante, finito, vulnerable. Porque la piedra es, justamente, lo que el hombre no es: incorruptible. Resiste el tiempo y «su realidad está equiparada con lo perenne«.

En 1569, ese «Templo del Sol» había sido «destruido» por los frailes agustinos. Por lo que veíamos, muy mal habían practicado su extirpación de idolatrías. De hecho, uno de ellos había sido expulsado de Vilcabamba, el otro asesinado y la gran piedra blanca se mantenía en pie, más de cuatrocientos años después.

El calor de aquella mañana era insoportable. El sol caía a plomo. Con seguridad se superaban ya los 30 grados centígrados. Estaba transpirado y algo cansado. Pancho, el guía, se percató de ello. Se puso a mi lado, mientras descendíamos hacia el santuario inca, y me dijo:

―¿Sabías que estos lugares repelen a los gringos?

Lo miré de soslayo y sonreí.

―¿Y qué les hacen? ―pregunté, socarrón.

―Como hacer, tal vez nada. Pero los apus se disgustan cuando llegan extranjeros. Suele empezar a granizar y llover. Se inician tormentas, relámpagos y rayos. Son celosos de sus lugares sagrados.

Eugenio, mi amigo y compañero de aventuras, lo oyó. Me miró y guiñó el ojo.

¿Qué buscaba? ¿Asustarnos?

Cuando alcanzamos la planicie, me quité el sombrero en señal de respeto (tal como me lo habían enseñado en la Huaca del Mono, cercana a Cusco) y recorrimos el sitio. Entonces, transcurrida una media hora, ocurrió lo impensable: el cielo se encapotó en minutos. La temperatura bajó considerablemente y, cuando menos lo esperábamos, se largó a llover. No hubo rayos ni centellas, pero el agua caía con tanta fuerza que no empapamos todos.

―¿No te lo dije? ―señaló Panchito mostrando sus admirables dientes blancos.

Siguió lloviznando.

Hacia el mediodía, la figura menuda de un hombre se recortó en el cielo, justamente por el camino que habíamos usado para ingresar a la planicie. Era don Genaro Quispikusi, encargado del cuidado y mantenimiento de las ruinas y representante del INC (Instituto Nacional de Cultura) en la región de Vilcabamba.

Don Genaro es con seguridad el personaje que mejor conocía la zona. Fue guía y confidente de muchísimas expediciones anteriores y colaborador de grandes arqueólogos. Debía tener unos sesenta años de edad, pero su caminar y ritmo era de un hombre de veinte. Hacía años que habitaba en Huancacalle y a poco de conversar con él advertimos que sus conocimientos se debían a la práctica, al andar por esos montes y selvas, machete en mano.

Nos recibió con amabilidad. Al rato nos enfrascamos en una interesante conversación que nos conduciría a vivir uno de los momentos más interesantes de la jornada.

―En este lugar (Yuracrumi), tenemos un claro ejemplo de los trabajos incas que todavía no se han podido descifrar. Están en estudio, y quizás en unos cinco o más años, o tal vez nunca, se podrá descubrir la verdad de todo esto.

―¿Qué funciones tuvo Yuracrumi?

―Este fue un centro de santuario (sic) y, según algunos arqueólogos, un observatorio astronómico para poder medir y fijar las épocas de siembra y de cosecha, pero son meras interpretaciones. Pero por lo que veo ―dijo señalando las nubes que todavía lanzaban agua― el apu local está enojado.

Una vez registrado el sitio con fotos, llegó la hora seguir rumbo a las ruinas de Vitcos (a unas dos horas de caminata). Ascendimos por un sendero que nos sacaba de la hondonada en donde se levantaba la gran Piedra Blanca y cuando alcanzamos el punto más alto (aunque parezca mentira)… volvió a ocurrir.

El cielo se despejó de golpe. La lluvia cesó por completo y la temperatura trepó considerablemente.

El apu volvía a sentirse contento.

Fue por poco tiempo. Cerca de las tres de la tarde, cuando pisamos las ruinas de Vitcos, volvió a pasar. El buen tiempo trocó (esta vez sí) en una fortísima tormenta que nos obligó a buscar refugio debajo de las monolítica puertas líticas del templo principal.

Pancho seguía sonriendo y nosotros, los tres gringos del grupo, buscando posibles respuestas a ese extraño fenómeno ¿sobrenatural?

Sabíamos que el clima de aquella región era inestable. Al menos nosotros, no necesitamos recurrir a explicaciones que nos sacaran de nuestra manera de entender cómo funciona el mundo.

Los chubascos ocurren.

Vitcos, Perú

Una semana más tarde, ya en plena yunga peruana, rodeado de montañas y selva, las defensas psicológicas ―fuertes al principio― estaban en baja.

Agotado, con varios kilos menos y una mano en carne viva por sostener tanto tiempo el bastón que me ayudaba avanzar, estuve a punto de caer por un barranco. Aquel episodio produjo un clic dentro de mí. Cada paso que daba resultó, durante unos días, temeroso. De ahí que una noche, a más de 25 kilómetros del villorrio más cercano, completamente aislados en medio de aquel mar de árboles, me dispuse a escribir una carta a mis hijos. Ahora sé que era de despedida.

En eso estaba, tirado junto a mi carpa, cuando Renato Pampañaupa Paniagua, uno de los porteadores nativos, se sentó a pocos metros de mí y, en quechua, empezó a decir una palabras, muy por lo bajo, mientras miraba el cerro que teníamos al frente y que parecía crecer más y más conforme el sol se ponía en el horizonte.

Le pregunté qué hacía. “Hablando con el apu. Pidiéndole protección”, contestó.

Entonces, sin otra opción a mano, en silencio, lo imité.

No era la primera vez que me topaba con locales hablando con los cerros. En 1985, durante mi primer paso por la localidad de Aguas Calientes, casi a los pies de Machu Picchu, tuve una experiencia similar con un muchacho de unos 15 años; que reía a carcajadas en plena noche mientras charlaba con el apu de la zona. Claro que no era la angustia lo que lo llevaba a entablar esa relación tan particular; como sí fue mi caso, más de una década después, en la selva junto a Renato.

Vitcos, Perú.

LOS FANTASMAS DE VILCABAMBA

En el inmenso corredor selvático que conduce a Vilcabamba La Vieja, los escasos colonos que lo habitan dicen que conocen y “ven gente muerta” deambulando por los yacimientos arqueológicos que salpican el área.

Fantasmas y almas en pena ―tanto de seres humanos como de animales― vagan por la selva y los parajes cercanos a los pueblos, en consonancia con una cosmovisión que no difiere tanto de la que millones de occidentales tienen en las principales urbes del planeta (y de la que participan, incluso, historiadores, antropólogos, sociólogos y demás cientistas sociales captados por el pensamiento mágico que ellos mismos dicen estudiar).

Claro que hay antecedentes históricos que permiten ―en parte― explicar esas creencias locales.

 El nombre mismo de “Vilcabamba” posee una raíz ligada a lo trascendente. Según Hiram Bingham (descubridor de Machu Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos vocablos quechuas: “huilca” y “pampa”. El primero, haría referencia a un árbol subtropical utilizado como medicina purgante que también servía para preparar un polvo narcótico de aplicación nasal (cohoba), que producía una especie de intoxicación o estado hipnótico, acompañado con visiones consideradas sobrenaturales. El segundo término, “pampa”, implica un terreno plano. Por consiguiente, para el célebre historiador norteamericano, “Vilcabamba” significaría: Pampa en que crece la huilca.

Ya advertimos la existencia de posibles prácticas en las que los estados ordinarios de conciencia se ven alterados, posibilitando visiones numinosas en las que espíritus de diferentes tipos tuvieran una interacción directa con los participantes de esos rituales.

Pero el término “huilca” (también willka o villca) tiene otras acepciones más explícitas, para denotar su profunda carga religiosa. Luis E. Valcarcel observa que la palabra willka antecedió a Inti, para denominar al sol, que desde los tiempos del inca Pachacuti se convirtió en la deidad oficial del Tahuantinsuyo. Incluso el río más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era conocido antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el Río Sol.

Finalmente, poseemos una última traducción que, a partir de sinónimos en quechua, recrea la acepción que, a nuestro entender, es la más completa y correcta. Ésta sostiene que villca es un término de parentesco recíproco que significa “bisabuelo” y “bisnieto”, y por extensión “antepasado” y “descendiente”. Como los incas practicaron un complicado culto a los antepasados, los mismos eran considerados sacros y por lo tanto huacas. Si “villca”, entonces, es sinónimo de “huaca” estamos frente a una palabra que tiende a designar el genérico concepto de “lo sagrado”. En consecuencia, Vilcabamba podría traducirse como La Pampa Sagrada”.

Vilcabamba La Vieja o Espíritu Pampa, 1998

En julio/agosto de 1998 en la zona habitaban familias campesinas, entre ellos los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos colonos que, sustentados por una economía de subsistencia, pasan sus días ignorando la relevancia simbólica de las construcciones, que conocen desde siempre.

Ninguno de los miembros de esas familias sabía algo sobre la historia del valle. Nunca habían escuchado hablar de Manco Inca y sus sucesores (Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru). El legado arquitectónico de los incas era, para ellos, un mero conjunto de “piedras” sin valor. Muy de vez en vez se internaban en la arboleda, y si lo hacían era para “buscar tesoros”, para huaquear; es decir, desenterrar piezas de cerámica que ocasionalmente podían ser suplantadas por pequeños ídolos de oro y plata, que más tarde cambiaban en el pueblo de Chaullay por arroz y otros productos.

A pesar de este “saqueo al pasado”, la actitud general de los moradores es de respeto y temor.

El nombre con el que hoy se conocen las ruinas de Vilcabamba es el de Espíritu Pampa”, la Pampa de los Espíritus” o “de los fantasmas”, puesto que están asociadas con historias de “aparecidos” (vistiendo indumentarias indias) y de extraños sonidos y lamentos de dolor. Nadie se aventura por las ruinas, especialmente de cuando se pone el sol.

Estando una noche escribiendo sobre una gran roca, ubicada muy cerca del emplazamiento de la vieja ciudad, tuve la inquietante visita de un par de niños que, salidos de las sombras, se me acercaron sigilosos ante mi más espantoso y profundo susto. No eran fantasmas. Eran los miembros menores de las familias de colonos. Debían tener unos diez u once años y se quedaron muy sorprendidos por el grabador portátil que tenía en mi cintura, con el cual grababa todas las charlas que podía cuando me topaba con lugareños, chamanes y exploradores. No deseché aquella oportunidad.

Vilcabamba La Vieja o Espíritu Pampa, 1998

Tras la presentación inicial y las preguntas de rigor (de dónde era, quién era, a qué me dedicaba) los muchachos dejaron registradas sus voces en la cinta, no sin sorpresa al escucharlas cuando yo se las rebobinaba para que se oyeran. Inmediatamente, dejaron el sitio y volvieron a perderse en la selva. Un rato después aparecieron con uno de los Zaka Puma de mayor edad. Uno de los padres. Volví a mostrarle la “maravilla técnica” que tenía y tras ofrecerle un cigarrillo (bien escaso en esas latitudes) le pregunté sobre construcciones perdidas en la región. De inmediato señaló en dirección a las ruinas vecina y dijo que allí había “piedras”. Le respondí que ya habíamos explorado la zona esa tarde y le pregunté por otras. Me dijo que no, que no era conveniente hablar de noche de esas cosas y que en Espíritu Pampa, caído el sol, el sitio era de los fantasmas y los muertos.

De noche se escuchan cánticos y lamentos. El sonido de las quenas es audible a gran distancia. Se las puede oír perfectamente. Son las ánimas de los muertos que salen a caminar”, me explicó el caballero local. “Aquí los muertos salen por las noches. ¿En Argentina no lo hacen?”.

Imágenes de una expedición. Vilcabamba, 1998.

Debo que confesar que en ese contexto de selva extrema y montañas que tenía a mi alrededor, no pude evitar sentir un escalofrío. Soy una persona racional y no creo en fantasmas, pero en ese lugar, a esa hora, con esas sombras gigantescas devorando kilómetros y kilómetros entorno mío, ¿quién podía negar rotundamente que en ese sitio no hubiera espíritus rondando el roquedal?

Respondí que no. Que yo, al menos, jamás los había visto.

Pues aquí, es de lo más común”, agregó y la charla cambió inopinadamente hacia un pedido de medicamentos y el relato de sus enfermedades y padecimientos.

Sólo un tiempo después, oyendo esas grabaciones mientras escribía el libro de la expedición, me puse a pensar en esas leyendas y rumores sobre aparecidos. Es probable que estos relatos tenebrosos no hagan otra cosa que revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de pérdida por un mundo (el incaico), del que tanto los Zaka como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta podría llegar a pensarse que los “lamentos” lúgubres, provenientes del “roquedal”, son el signo de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer, o perder su digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.

Los fantasmas ocultan unas cosas y revelan otras.

 LA “FAWCETTIZACIÓN” DE LA EXPERIENCIA (22 AÑOS DESPUÉS)

Todos los exploradores que escribieron sobre sus experiencias fuera de casa tendieron, en mayor o menor medida, a la exotización del relato. Sin ese condimento, muchos de sus libros se hubieran convertido en descripciones desapasionadas y aburridas, fácilmente relegables por las mayorías. Jamás habrían alcanzado el status de best seller que muchos llegaron a tener. Algo parecido ocurre con los actuales documentales de televisión (History Channel, Discovery Channel, National Geographic). Lo extraordinario llama la atención. Es (y ha sido) una excelente y muy vendible mercancía.

Percy Fawcett (1867-1925)

Claro que el explorador-escritor no permanece ajeno al universo de maravillas en el que se sumerge cuando entra en esos “otros mundos”.  Nos pasó a nosotros en el Antisuyu andino al contactar con su gente, costumbres y creencias. En difícil no comprometerse emocionalmente con ellas. Por lo general, suele surgir el impulso por comulgar con esa cosmovisión ―teocéntrica, animista, holística― pero que, sólo a través de experiencias consideradas “raras”, podemos captar, intuir y vivenciar a medias. La enorme influencia del contexto hace el resto.

En nuestros días, contrariamente a los viajeros ilustrados del fines del siglo XVIII[13], un antirracionalismo espiritualizado asoma conscientemente, denostando la forma occidental de ver el mundo; rescatando (y destacando) únicamente sus vetas más negativas; siempre en pos de ensalzar formas alternativas de vivir, en las que la unión con el cosmos; el amor a la naturaleza y el equilibrio ecológico son algunos de sus rasgos más notorios. Sólo así puede entenderse por qué “el buen salvaje” ha renacido con fuerza, tanto en los estudios prehistóricos como antropológicos. Creo que hay mucho de exageración e idealización en todo este asunto.

Ya lo dijimos: los viajeros, desde mediados del siglo XIX, tienden a romantizarlo casi todo.[14] En mayor o menor grado, el viaje se terminó transformando en una búsqueda interna, subjetiva. Una especie de iniciación que descree y descarta abiertamente al frío y desapasionado intento por alcanzar la mentada objetividad. Ya no basta recorrer el lugar. Catalogarlo. Ahora hay que involucrarse y ser parte. Vivenciarlo para poder entender lo Otro y de paso elevar el nivel de conciencia de uno mismo, reconociendo (y venciendo) la ruptura que hemos establecido con la naturaleza, considerada trascendente, sagrada; la manifestación misma de lo divino.

Así, el viaje se convierte en una experiencia personal. Estamos, pues, ante el típico viajero neo-romántico que, con su discurso esotérico y a veces místico (contrario al antropocentrismo que lo formó), irrumpe en el mundo de la academia sin el prurito que había tenido poco tiempo atrás. Nuevas historias sagradas con las que se busca cuestionar el modelo epistemológico vigente y encausar al hombre por un nuevo sendero religioso, en el que estar re-ligado con el universo, con la Tierra, con el Todo, es la meta.

El anecdotario de sucesos anómalos durante las exploraciones de campo es algo que ―por ahora― llama poco la atención. Así, los intentos por explicarlos dentro de un cierto marco racional, suelen ser rechazados. El escepticismo no cuenta. Cualquier mirada crítica del misterio es repudiada por etnocéntrica;  tanto como la tendencia de analizar lo extraordinario siguiendo un modelo que exija la presentación de evidencias y pruebas. Lo arcano debe prevalecer, dejando abierta la puerta a “otras realidades” y cuestionando cualquier mirada que se precie de ser materialista. La especulación copó el escenario. La belleza de su lógica interna se impuso, sin que importe la realidad material de las cosas. La espiritualización es un hecho y está cada vez más presente en los análisis académicos que se publican a diario.

Hasta las compañías de turismo venden paquetes de ese tipo.

Pero la guerra no ha sido ganada. Lejos está la total aceptación de estos métodos y su renovada mirada sobre la realidad. Por eso tienen que preservar sus creencias alejándose de las críticas y del escepticismo que despiertan. Para ello, buscan el consenso “atacando en manada” dentro de ámbitos seguros (reuniones, canales de internet, convenciones y congresos especializados) en los cuales se sataniza al hereje o al apóstata que reniegan de ellos (tildándolos de ignorantes, cortos de entendederas  o intransigentes de mentes cerradas).

 Pero este lobby místico tiene sus consecuencias: apartar de ese ámbito ―“abierto y tolerante”― cualquier intento de análisis racional que no esté de acuerdo con el extremo subjetivismo onírico que inculcan. La lucha entre la emoción y la razón perdura en franca tensión. ¡Cuán difícil resulta el equilibrio!

 Durante nuestra incursión por la yunga peruana, los sistemas de creencias, en un contexto de incertidumbre, peligro y temor ―generado entre otras cosas por el residual accionar de Sendero Luminoso y la fantasía de poder ser atacados por comunidades hostiles― crearon el marco para que la delgada capa racionalista que sobrevivía (especialmente en las noches de fogón) se fuera diluyendo con las historias de aparecidos, tapados y tesoros malditos, que irrumpían cada vez que se ponía el sol. Y aunque nunca vimos ni sentimos ―inequívocamente― nada extraordinario, los relatos y las interpretaciones estaban. La selva propiciaba el extrañamiento ante supuestos hechos y narraciones banales, relatados especialmente por los nativos y criados en el lugar.

Imágenes de una expedición. Vilcabamba, 1998.

El exotismo ―tanto del entorno natural como del cultural (éste último encarnado en el guía, los porteadores y los colonos machiguengas que encontramos en el camino)― contribuyó a que lo extraordinario ―al menos para nosotros― acosara intermitentemente nuestro análisis. Las cosas no pasaban ―ni se explicaban― del modo en el que estábamos habituados. Y esas diferencias nos seducían. La posibilidad de que entidades metafísicas nos estuvieran enviando mensajes, proponiéndonos ―según algunos― cambios profundos en nuestra forma de ser y mirar la realidad resultaba atractiva. Era un modo de demoler todo para empezar de nuevo.

La lectura de mi Diario del Viaje después de más de 22 años y los recuerdos (vívidos aún) de aquella aventura, pasaron por un tamiz en el que se corre el riesgo de exagerar o hacer nuestras las cosmovisiones de los Otros; cuestionando nuestros propios marcos de referencia y olvidando que los eventos escuchados y vivenciados nunca fueron convincentes. La inclinación por explicar todo desde nuestra propia perspectiva (tan denostada hoy por los holísticos new-agers) siempre estuvo presente. Sin por ello juzgar como inferiores aquellas interpretaciones ajenas a nosotros mismos.

Muy lejos nos mantuvimos de la postura que el explorador inglés Percy Harrison Fawcett adoptó en su amado/odiado “Infierno Verde”. Por demás entretenidas, sus experiencias (y formación teosófica) estaban a un océano de distancia.[15]  Aunque no tanto de algunos trabajos antropológicos que últimamente he leído y que, tomándome cierta licencia, estimo bastante “fawcettizados”.

¿Qué entendemos por “fawcettización”?

En pocas palabras, la incorporación de eventos anómalos en el relato final de una investigación; considerándolos ontológicamente verdaderos y plasmando así una lectura de la realidad que no ejerce el pensamiento crítico; generando un clima ambiguo en el que es difícil distinguir lo inverosímil de lo probable y lo probable de lo posible.

Es el imperio del pensamiento mágico y el conducto por el que se busca alcanzar la concepción totalizante, holística y teocentrista de aquellas regiones donde el explorador se sumerge.

Fawcett hizo eso.

Maldiciones, espectros, criaturas que hoy serían pasto de la actual criptozoología, espíritus tutelares, seres elementales de la naturaleza (daimónicos diría P. Harper) y continentes perdidos, brujería y fenómenos paranormales se entremezclan con los fríos y duros datos recabados por su teodolito o las magníficas descripciones de paisajes y pueblos selváticos que hizo en su obra.

En lo personal, durante la expedición del ’98, nuestro grupo nunca sintió temor alguno a preguntarse si las experiencias vividas eran o no reales. Desde el principio creímos que sería pueril plantearnos ese interrogante. Éramos concientes desde dónde las analizábamos. Sabíamos que las respuestas variarían según la esquina donde cada miembro del grupo se paraba.

 Para los porteadores y el guía (nacidos y criados en la zona) no había dudas. En nosotros (universitarios venidos del otro lado de los Andes), la lectura estaba moldeada (como la de ellos) por nuestras particularísimas historias personales y nuestra formación.

Lo cultural nos definía de un modo distinto y no necesitamos recurrir a “factores externos y extraños” (de los que nunca podríamos tener evidencias incontrovertibles) para sentirnos satisfechos.

En pocas palabras, no confundimos los roles. Pero nos respetamos.

Siempre, claro, estuvo rondando la tentación de mostrarnos “diferentes”, superados; anunciando a los cuatro vientos haber participado y vivido “sucesos poco comunes” y evidenciando el lado snob de la empresa; presentándonos como embajadores en un mundo ajeno y desconocido para las mayorías. Tal como ocurre en las películas de aventuras.

El ego es siempre dominante (aún entre aquellos que dicen haberse fundido con el universo).

Estábamos en una zona liminal. En la selva. Una región extraña, que se ha llevado históricamente muy bien con fronteras propicias a las fantasías, el sincretismo y, por ende, a los monstruos, las entidades y las experiencias numinosas. No nos sorprendimos demasiado cuando creímos toparnos con ellas.

Recorríamos una región demarcatoria que fijaba (desde los días de los incas) dos lados bien distintos: el cosmos (lo ordenado, territorios del antiguo imperio) y el caos (el desorden, el Antisuyo). Lo conocido y lo seguro. Lo desconocido y el peligro.

Habíamos traspasado esa línea divisoria a sabiendas de que podíamos “contagiarnos” con interpretaciones del mundo que no eran las propias y que, aún así jamás menospreciamos. Por el contrario, nos interesaban muchísimo; pero no podíamos honestamente incorporarlas. Desde el principio del viaje, nos propusimos evitar el error de engañarnos a nosotros mismos. Y mucho menos engañar a los demás.

En ocasiones el explorador puede ser captado por lo explorado; y no estaría mal si eso sirviera para asegurarlo ―más tarde― dentro de sus propios límites; sin traicionarse, ni traicionar la cosmovisión del Otro. Caso contrario, se corre el riesgo de que el mundo se ponga de cabeza, desatando emociones que pueden pasar fácilmente del asombro a la admiración y de ésta a la antirrazón y el miedo.

Cada vez que nos calzamos las mochilas y partimos hacia regiones ajenas, la fantasía ocupa un espacio difícil de captar a simple vista. Hay quienes la dejan crecer hasta ser fagocitados por ella. Otros, la resisten, buscando respuestas a los interrogantes sin necesidad de considerarla seriamente; haciendo uso de lo alguien llamó “el paradigma Scooby Doo en las ciencias sociales[16], que consiste en desatender el flujo de pensamiento mágico propio de las explicaciones místico-esotéricas, para dar soluciones únicamente naturales (en donde lo único “raro” sería no encontrarse ―al final del túnel― con el propio ser humano, sus miedos y limitaciones).

La posibilidad de “abrir la mente” a la existencia de seres daimónicos, cohabitando (real y objetivamente) con nosotros el mundo en el que vivimos, me resulta en principio complicada. Quebranta gran parte de la herencia ilustrada de los últimos trescientos años; no aporta evidencias incontrastables y tiende a sumergirnos en un universo de conjeturas descabelladas, de las que podemos decir muchas cosas, pero no probar nada. Pensar que detrás de esas misteriosas manifestaciones se esconde algo superior, inteligente, inaprensible, que busca cambiar nuestras ideas básicas sobre cómo funciona el mundo, advirtiéndonos de los peligros que acarrea la ciencia, es destrozar todos los principios epistemológicos aprendidos y sumergirnos en una antigua cosmovisión mágico-religiosa que pone a la fe como piedrita de toque para explicar todo. La modernidad es así sacrificada en el altar de un espiritualismo diletante, cuya difusión es hoy, lamentablemente, masiva.

Aquella regla cardinal de eliminar primero todas las explicaciones naturales antes de aceptar las sobrenaturales, está en crisis. Es cierto que la ciencia no tiene todas las respuestas, pero sus métodos nos permitieron descubrir el modo de examinar el mundo eficientemente (incluso a las propias creencias). No es de extrañar, entonces, que los “creyentes” acudan al lenguaje científico para intentar instalar sus ideas, sosteniendo sus elucubraciones detrás de títulos académicos otorgados por el mismo sistema que detestan y critican. No encuentran otra manera de legitimar lo que dicen. Es la única forma de convencer cuando lo que se pretende es extrapolar interpretaciones de la realidad que nos resultan ajenas (e idealizadas en extremo).

De ahí la confusión, y al mismo tiempo la demostración de que la realidad maravillosa mencionada por el historiador Jacques Le Goff (extendida fundamentalmente durante el medioevo) puede reeditarse con singular facilidad. Muchas veces basta con cambiar el escenario al que estamos habituados para que ello ocurra. En otras, sólo se necesita negar lo que la ciencia nos pone ante nuestros ojos y abrazar enfoques místicos que se sustentan únicamente en el principio de autoridad de tal o cual, santo, sabio o filósofo.

La selva, sin duda, es uno de esos escenarios en donde nuestras convicciones más profundas pueden tambalear. Aún sin ingerir plantas psicoactivas que alteren las capacidades perceptivas de nuestra conciencia, podemos convencernos de que otra realidad alucinada es más real que la realidad misma (como la sienten, piensan y experimentan, dentro de sus particularísimos contextos culturales, los verdaderos chamanes, como Don Salvador).[17]

Y que no se me malinterprete: las diferentes concepciones construidas de la realidad, por diversas que sean, nos enriquecen como especie. Pero del mismo modo que critico el intento “imperialista” de imponer nuestra cosmovisión en ―digamos― la selva, también estoy en desacuerdo con el propósito contrario (que intuyo es el objetivo que se persigue desde los ámbitos de “mentes más abiertas”).

Vivimos en el aquí y el ahora. Somos los depositarios de tres siglos de conocimientos científicos que han mejorado la vida, aún con efectos nocivos en algunas áreas (por ejemplo la ecología), pero existe la capacidad de reconvertirse, mejorar, aprender de nuestros errores y seguir adelante. La ciencia también nos ha enseñado eso. Si se “baja la guardia” en ese aspecto todo podría desmoronarse, quitándonos los criterios dados por la modernidad y trasladando nuestra cosmovisión al esotérico universo de la premodernidad (que no comparto, no desearía tener, pero ―insisto― me interesa como historiador).

Las experiencias extraordinarias que tuvimos ―creímos tener y/o escuchamos que alguien tuvo― involucraron no sólo a chamanes capaces de “volar” hasta el escenario de la expedición (varios días antes que nosotros, a fin de solicitar permiso de los Apus), sino también animales extraños (críptidos semejantes al ucumar de la leyenda salteña), fantasmas rondando por las ruinas, entidades elementales de la floresta y espíritus protectores; luces extrañas en los cerros durante las noches e ignotas fuerzas capaces de matar a los huaqueros más valientes (el llamado “antimonio”).[18]

Que criaturas y fuerzas tan ambiguas como las nombradas hayan desfilado por las lindes de nuestros fogones, no significó apropiarnos de ellas. Aún con el umbral de escepticismo muy bajo y el de credulidad superando todos los límites posibles, esos genios liminales no terminaron de conquistar nuestra manera de entender el mundo. La apofénica New Age no generó ningún estrago en nuestras cosmovisiones; aun cuando hubiera sido entretenido dejar que acometiera contra la profana realidad en la que creemos estar.[19]

Hermosos recuerdos, sin duda. Pero recordar no es un acto mecánico. No recordamos siempre lo mismo ni de la misma manera. Editamos nuestros recuerdos. Los moldeamos inconcientemente. Completamos los espacios en blanco que hemos olvidado y, aunque las experiencias extraordinarias referidas puede que se las considere más pregnantes que otras, también sufren el mismo proceso. Consciente de ello, tuve el recaudo de transcribirlas al papel apenas ocurridas. Aunque no creo que eso sea motivo para afirmar que los sucesos acaecieron (ciento por ciento) tal cual los refiero. Siempre agregamos o quitamos algo. Sin embargo, los recuerdos frescos de entonces fueron respetados en los detalles más mínimos.

Todos sostenemos creencias falsas. Lo importante es reconocerlo para corregir nuestros errores.

En su momento, cuando publiqué el libro de la expedición en 1999, consideré que lo extraordinario debía tener un lugar en el texto. Era una simple crónica de viaje, no un paper académico.[20] Por lo tanto, no nos sentimos en la obligación de descartar aquello que ―suponíamos correctamente― espantaría a los investigadores “serios”. Así todo, en aquellos primeros escritos, nos cuidamos (como ahora) de no considerar “ciertas” las aparentes conexiones anómalas, mencionadas en la primera parte de este trabajo.

El autor, Fernando Soto Roland, en Vilcabamba, 1998.

 No creo factible ver el mundo con los ojos de otros.  A lo sumo puedo considerar posible una incompleta aproximación; sincera y siempre dentro de nuestros propios límites intelectuales y culturales. No forzamos la lectura. No nos dejamos aprehender por lo ajeno. No porque no hubiéramos querido, sino porque no pudimos.

Nos costaba creer. Me cuesta aún hacerlo. Que lo paranormal terminara regulando la investigación estaba (está) fuera del paradigma en el que me formé (o deformé, según mis detractores). De todos modos, nada de eso significó (ni significa) que no encontremos por demás interesante comprender porqué tantas personas siguen creyendo en esas cosas.

En estas lides la historia tiene aún mucho por decir.

En lo que a mí respecta, nunca llevé dos registros paralelos, como algunos hoy sugieren. Seguramente porque no me arriesgaba a perder ninguna beca por contar lo que creí debía contar: la sal y pimienta de todo el viaje. Aún así, nunca me gustó demasiado la comida salpimentada en exceso, como les ocurre actualmente a muchos.

No tengo ni sentí jamás la necesidad de repoblar la realidad con entidades extrañas; ni ver misteriosos sistemas metafísicos de control que persiguen la superación espiritual de la especie. Mi escepticismo es más fuerte que cualquier alambicado refrito teosófico tan de moda en los ámbitos del “misterio”. Me resultan no sólo absurdos sino pretenciosos.

Salí indemne de aquel torbellino de experiencias. Conseguí encontrar el camino de vuelta a mí mismo y a mi historia. Me resistí a creer todo lo que me contaban o descartar la posibilidad de las coincidencias y el azar. No tuve (ni puedo tener) lecturas místicas; y cuando estuve a punto de ceder fue por miedo e inseguridad. No por otra cosa. Traté de evitar darle un sentido trascendente a lo que considero inmanente. No necesito hacer eso.

Al menos por ahora.

El día que eso cambie (si es que cambia) dejaré de ser el humilde historiador escéptico que soy y me recluiré en alguna comunidad a cantarle mantras al Anima Mundi que “nos controla”.

Y lo haré con misma honestidad intelectual con que escribí estas líneas.


* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP (Argentina).

[1] Flores Ochoa, Jorge A., «Taytacha Qoylluriti. El Cristo de la Nieve resplandeciente», en El Cuzco. Resistencia y continuidad, Editorial Andina SRL. , Cusco, Perú, 1990, pág. 74.

[2] Caunedo Madrigal, Silvia, «De las Hijas del Sol a las Vírgenes Criollas», en Las Entrañas mágicas de América, Editorial Plural, Barcelona, España, 1992, pp. 93-105.

[3] Palomino Díaz, Enrique, Qosqo, Centro del Mundo, Imprenta Yáñez, Cusco, Perú, 1993, pág. 19.

[4] Eliade, Mircea, El Chamanismo y las Técnicas Arcaicas del Éxtasis, Fondo de Cultura Económica, México, edición 1982, Pág. 22.

[5] Véase: Sharon, Douglas, El Chamán de los Cuatro Vientos, Editorial Siglo XXI, México, 1978.

[6] Brundage, Burr C., Empire of the Inca, Norman, Ok. , Oklahoma University Press, 1963, Pág. 47.

[7] Rostworowski, María, Estructuras Andinas del Poder. Ideología religiosa y Política, IEP, Instituto de estudios Peruanos, Lima, Perú, 3º edición 1983, pp. 9-10.

[8] Testimonio oral recogido en la ciudad de Cusco de boca del ingeniero Enrique Palomino Díaz. Archivo personal del autor.

[9] Véase: Núñez del Prado, Juan Víctor, «El Mundo Sobrenatural de los quechuas del sur del Perú a través de la comunidad de Qotobamaba»Allpanchis Phuturinqa, 2, 1970,pp. 57-119. – Véase también: Gow, Rosalind y Bernabé Condori, 1975, Kay Pacha, Editorial de Cultura Andina, Cusco.

[10] Véase: Eliade, M., op.cit. pp.101-102.

[11] Polo de Ondegardo, Juan, 1916, «Los Cerros y supersticiones de los indios sacados del tratado y averiguaciones que hizo el licenciado Polo», Colección de libros y documentos referentes a la historia del Perú, editado por Horacio H. Urteaga y Carlos A. Romero, primera serie, Vol.3, pp3-43, Lima, Perú.

[12] Calancha, Fray Antonio de la, Crónica Moralizadora del orden de San Agustín en Perú, Barcelona, 1969, IV, II, Pág. 796

[13] Véase del autor: Viajeros ilustrados. El siglo XVIII y el mundo catalogado. Disponible en Web

[14] Véase del autor: El Viajero romántico. El siglo XIX y la experiencia sensible del viaje. Disponible en Web.

[15] Véase del autor: Percy Harrison Fawcett y su delirante universo esotérico. Disponible en Web Asimismo: Percy Harrison Fawcett: Sus expediciones, sus mentiras y El Mundo Perdido de Arthur Conan Doyle. Disponible en Web.

[16] Véase: Baran Attias, Taly, La Academia tiene miedo. El paradigma Scooby Doo en las ciencias sociales, en Segunda sesión: cientistas sociales frente a lugares, eventos y seres extraordinarios. Minuto 2.08.00. Disponible en Web. Nota: su mirada es crítica a la postura de marras.

[17] Nota: Un querido amigo, asiduo experimentador de plantas psicoactivas, me dijo una vez: “Vos sabés bien que soy marxista, materialista y ateo, pero cuando tomo ayahuasca los dioses bajan y me hablan”.

[18] Véase del autor: Vasijas y ladrones. El innoble arte de huaquear. Disponible en Web

 Nota: Se comenta que, cuando por la noche se ve arder una llama azulada sobre la ladera de un cerro, o en un claro de la selva, es señal de que en el sitio hay un «tapado«, es decir, oro sepultado. Cientos de historias hablan de personas que se hicieron ricas de la noche a la mañana por el sólo hecho de haber desenterrado un tesoro precolombino. Incluso se comenta que, en algunos casos, el «pago» se ha hecho con seres humanos. Inocentes cholos que han dejado sus vidas, contaminados por el misterioso «antimonio»; o literalmente sacrificados, al momento de desenterrar las riquezas. En Venezuela existía la llamada tradición de los «Entierros»: el amo de una hacienda elegía a un determinado esclavo, sin que nadie aparte de él lo supiera, y le hacía cavar una tumba donde guardaba a buen recaudo sus riquezas. Luego de lista la tumba y bajado el arcón que contenía las monedas, el amo le daba un tiro al esclavo y lo enterraba junto con su tesoro. Se suponía que el ánima del muerto velaría por las riquezas ocultas.

[19] La misma resistencia surgió en momentos menos “selváticos”. Por ejemplo cuando “cacé” fantasmas en el Gran Hotel Viena de Miramar (Córdoba), perseguimos espectros en el Bauen Hotel de Buenos Aires o en el Eden Hotel de La Falda; buscamos contactarnos con intraterrestres a los pies del Cerro Uritorco (Córdoba) o mantreamos con supuestos contactados en el Valle de Erks, en pos de comunicación con los Hermanos Superiores del cosmos.

[20] Ojo: no todo “paper académico” es necesariamente serio y agrega conocimiento. He leído muchos textos de ese tipo que, a pesar de sus alambicados y pretenciosos títulos (de varios renglones de largo) resultaron ser banalidades dichas, eso sí, con aire solemne de “estúpida importancia”.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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