Tenía 64 años y nació en Lomas de Zamora, Gran Buenos Aires. No fumaba, le gustaba la vida sana y se cuidaba (un poco) en las comidas. No se definía como «ateo», prefería presentarse como «no creyente». De hecho, no era antirreligioso. Tuvo seis hijos (cinco hijos y una hija) y estaba casado con Graciela Bosca, con quien compartía tareas solidarias en un voluntariado, y ya había sido abuelo, tres veces. Graciela le sostuvo la mano hasta el 6 de marzo pasado, en el hospital madrileño San Carlos, donde estuvo internado hasta que su corazón no dio más.
Mi amistad con Enrique Pereira de Lucena (1956-2021) estaba por cumplir tres décadas. Compartimos por varios años una aventura colectiva que se convirtió en la primera organización escéptica argentina. Luego fuimos amigos para siempre. Recién ahora consigo escribir sobre él y lo que, a mi modo de ver, Enrique significó para muchos otros amigos. También pensé que a él le hubiese gustado que lo recordara junto al 30° aniversario de la salida del primer número de El Ojo Escéptico (1991-1997), la revista del Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudociencia (CAIRP), creado poco antes.
Tengo la costumbre de subir al tren de los que van por la vereda de enfrente, quizá porque resulta más claro, incluso más cómodo, rechazar en vez de elegir por dónde ir. Hace treinta años me uní a la última cruzada. Se llamó Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudociencia (CAIRP). Visto en perspectiva, fue un laboratorio de debate social sobre lo que llamábamos “pensamiento mágico” y “pensamiento crítico” y una experiencia pionera de comunicación científica en la Argentina; desde luego, también fue una gran experiencia formativa, más para quienes estuvimos en el ruedo desde su fundación.
Cuando esa murga iconoclasta arrancó, lo que nos mantenía juntos era la desilusión, el derrumbe de aquello en lo que habíamos venido creyendo. Nos convocaba las ganas de quitarnos la resaca que le sigue a una borrachera de lustros de perseguir quimeras –en mi caso, evanescentes platillos cromados llegados de otros mundos–.
Después llegó todo lo demás: enterarse de una cantidad de temas que hasta entonces sólo conocíamos superficialmente, reconocer que el escepticismo científico es clave para internarse en los vericuetos de todos esos fenómenos que nos fascinaban y encontrar en la divulgación de cierto tipo específico de conocimientos un camino más fecundo que masticar la bronca, es decir, no conformarse con reaccionar a las barbaridades que soltaban los charlatanes o, para no encasillar, aquellas personas, programas o medios dedicados a difundir disparates, a menudo en nombre de la ciencia. Producir conocimientos, en la medida de nuestro amateurismo, y estrategias de difusión, una tarea para la cual algunos de nosotros estábamos mejor preparados.
En esa procesión vino la amistad, que terminó siendo el engrudo que a lo largo de los años mantuvo a las piezas unidas a pesar de las diferencias que, inevitablemente, nos empiezan a distanciar a medida que vivimos nuevas experiencias, nuestras ideas toman nuevas direcciones o nuestros intereses empiezan a cambiar.
El aglutinante de esas personas que empezaron a disgregarse, a tomar cada una su propio camino, fue Enrique Pereira de Lucena; para todos Enri, para mí Enricote. Enrico. Lucen. Mi entrañable, generoso y solidario amigo que nunca dejó de prestar la oreja, acompañó siempre y nos dio a todos el mejor motivo posible para volver a vernos: la amistad pura y dura, sin otra contraprestación que la alegría de reencontrarnos.
Desde el principio al fin, su perfil en el CAIRP fue bajo. Pero siempre –siempre, siempre– repetí que era el mejor de nosotros. No en vano, aun viviendo en España, a donde se refugió después de la crisis de 2001, él siguió siendo la prenda de unión de los sobrevivientes de aquella experiencia social dedicada a procesar y difundir conocimientos basados en evidencia sobre fenómenos o disciplinas abandonados a la buena de Russell por la comunidad científica.
El 6 de marzo pasado Enrique falleció, después de varias semanas desde que su familia y nosotros, sus amigos más cercanos, seguimos con preocupación, tristeza y dolor el galopante deterioro de su salud.
Enrique fue víctima de una enfermedad –un cáncer raro– cuyo diagnóstico conoció desde el principio y me transmitió con crudeza, tal cual era su estilo, pragmático, sincero y directo:
“Ayer el oncólogo nos confirmó nuestros temores: tengo un tumor primario en las vías biliares y un secundario con metástasis en el hígado y posiblemente algunos más por ahí. No tiene tratamiento, solo una quimio cada 2 ó 3 semanas paliativa, con una supervivencia estimada de un año todo dependiendo de muchos factores para más o menos”.
Aun me cuesta escribir en pasado, pero Enrique fue un pionero de la informática. Alguien que trabajó con él no me sorprendió cuando me dijo que las empresas lo contrataban porque “resolvía problemas que nadie más podía resolver”. Aunque más de una vez confirmé que su prestigio era merecido, yo le conocí más su glotonería científica, su vocación por la astronomía (de los que atravesaban el mundo persiguiendo eclipses, cometas y otros fenómenos celestes) y nuestra común pasión por la divulgación científica y el pensamiento crítico. Debo decir que también era un ávido seguidor de este blog y producciones asociadas. En verdad, era el más tenaz y amoroso crítico. A veces, con sus ojos de ternero, anunciaba que iba a ser severo y yo me reía: sus críticas más duras eran golpes de terciopelo sobre el cuero duro de una mula con las cuatro patas clavadas en el suelo. Enrique fue el mejor amigo que cualquiera desearía tener.
DÓNDE LO CONOCÍ
Nunca recordamos en qué circunstancias nos conocimos, pero casi seguro fue en la sede más céntrica del CAIRP, en un edificio que se adueñaba de la equina de Libertad y Rivadavia justo encima de un bar donde Manolo, o José, ya no me acuerdo, nos servía café cada jueves.
El CAIRP comenzó a reunirse a fines de 1989, cuando George Bush padre se aprestaba a iniciar la Guerra del Golfo, la política mainstream era el menemismo y ni siquiera existía internet, sino otra cosa que llamábamos red de redes, autopista informática o World Wide Web. El grupo tuvo el primer e-mail cuando casi nadie nos podía escribir. Lo sacó Max Seifert, otro primerizo, el amigo nerd que socializaba en los BBS. La cultura dominante estaba alineada con lo que aún no era espiritualidad sino New Age, cuando se hablaba de revistas se daba por hecho de que eran de papel y el periodismo se practicaba en las redacciones; en esos tiempos, por ejemplo, yo escribía sobre la oleada de los triángulos negros en Bélgica en la revista Conocer y Saber (luego Conozca Más) y empezaba a colaborar en Página/12.
Cuando aterricé en el CAIRP casi todo lo importante estaba resuelto, desde el nombre de la institución hasta el de la publicación. Esto significaba que mis posibilidades de aportar otras ideas eran bajas. Mis propuestas alternativas, como poner otro nombre a la revista (de las opciones que presenté solamente recuerdo MM&M, por Mitos, Misterios & Macanas), no fueron consideradas y el consenso sugería usar la traducción al castellano del boletín del National Capital Area Skeptics (NCAS) en Washington D.C.: Skeptical Eye. En marzo de 1991 salía el primer número de El Ojo Escéptico, que pudimos imprimir gracias a la generosidad de Benjamín Esquenazi, un hombre agradecido porque nos atribuyó el alejamiento de un familiar suyo de una popular “secta” de aquellos días.
Por entonces nada era formal, eran conversaciones entre personas que se empezaban a conocer. Teníamos en común la intuición de sentirnos anfitriones y una guía titulada algo así: “Cómo organizar grupos escépticos” que le envió el CSICOP (hoy Center for Inquiry, CFI), madre de las organizaciones de este tipo, a Ladislao Enrique Márquez. Su casa en Flores fue la primera sede y él ya calificaba como líder. Los más jóvenes no llegábamos a la treintena, yo tenía 27 años, y los veteranos, como Naum Kreiman (1919-2003) o Rudyard Magaldi, tenían entre 55 y 60 años. Márquez era un ilusionista desencantado con la parapsicología y yo lo había conocido por referencias de José María Baamonde (1959-2003), un psicólogo que dirigía un grupo anti-sectas, la Fundación SPES, con sede en un anexo del Arzobispado de Buenos Aires. Una cruza extraña. O menos extraña de lo que parece. La tarde que llamé a Márquez mantuve la conversación telefónica más larga de mi vida. Desde entonces, todo se precipitó. Organización, búsqueda de sede y publicación de la revista, que iba a dirigir Alejandro Borgo.
Tras un breve paso por una escuela de inglés donde se improvisó la primera sede, en el 1ro “C” de Entre Ríos 1183, donde nos juntábamos todos los jueves de 19 a 22, pasamos a otra, ya dotada por una biblioteca provista por quien escribe, en Libertad 12, a pocas cuadras del Congreso de la Nación. Ahí tenía mi propia oficina, Apeiron Producciones, que compartía con una escuela de fotografía, donde daba clases mi hermano Javier Agostinelli y su socio, Luis Araja, y otra de modelaje dirigida por el exótico representante de señoritas, Cacho Rubio.
LA VISIÓN DE ENRI
Podría parecer innecesario este largo preámbulo sobre la prehistoria del CAIRP para recordar a Enrique. Pero ese ambiente, el de un proyecto armado sobre la marcha, con poca planificación y, sin embargo, resultados aceptables, también fue de Enrique. Si aquel grupo, cuya historia aún no ha sido escrita, existió entre 1990 y 1999, su supervivencia como grupo de amigos fue su gran obra. Y también como página en Wikipedia: si no hubiera sido por su insistencia, la entrada correspondiente al CAIRP tampoco existiría (*).
El final de aquella aventura fue un poco precipitado. Cuando el siglo XX estaba por llegar a su fin, la cúpula del CAIRP (que ya era Fundación inscripta en la IGJ) había sido cooptada por un grupo de impresentables (alguno de ellos hizo escuela). Alarmados por la situación, los fundadores convocamos a una reunión extraordinaria para disolver el grupo. No recuerdo bien cómo –escribo de memoria, pero los papeles están– logramos convencer a quienes seguían aferrados a la trayectoria y la sigla, que debían empezar de cero con una nueva institución. Lo que terminó siendo la tan vergonzosa como efímera ASALUP.
Desde el comienzo Enrique Pereira de Lucena subrayó que una organización como la que impulsábamos no iba a sobrevivir en base al voluntarismo. Que si la idea era continuar había que buscar fuentes de financiación; su futuro no podía depender del aporte de los socios (que, salvo alguna excepción, éramos todas personas de clase media o de escasos recursos). Su visión fue premonitoria, quizá porque era uno de los pocos que había acumulado experiencia en instituciones de aficionados, como la Asociación de Amigos de la Astronomía. Ya no recuerdo si no lo quisimos escuchar, o si cualquier propuesta de ese tipo estaba condenada a fenecer por inercia. Nunca olvidé lo que pasó cuando, en una reunión, alguien propuso buscar el auspicio de laboratorios farmacológicos, a los cuales –por razones comerciales, es decir, diferentes de las nuestras– les iba a interesar apoyar a un centro que, entre otras cosas, informaba al público que si las medicinas alternativas “curaban” era por efecto placebo. Pero el CAIRP no se podía permitir esa agachada: teníamos principios. Alguien más objetó que si nos auspiciaba una empresa comercial vinculada a la salud, ese compromiso nos iba a restar autoridad moral. Ese mismo día Enrique me dijo al oído: “Esto se va al tacho, Alecito”. O algo que sonó así.
La respuesta fue ungir a Enrique tesorero de una asociación sin fondos, cargo que aceptó muy a su pesar. Sólo estuvo en mejor posición para reclamar que era urgente generar ingresos. Amagó con renunciar, lo convencimos y tiró un poco más, aunque estaba cerca la hora de rendirse ante la evidencia. La predicción de Enrique se cumplió y el CAIRP, sin recursos económicos, empezó a “quemar” sus recursos humanos, entre ellos a buena parte de los que fuimos parte de la primera Comisión Directiva. Ninguno de nosotros, salvo Enrique, sabía que un grupo impulsado por mero voluntarismo iba a desfallecer cuando, por descuidar trabajos, familias y parejas, íbamos a abandonar una “misión” que ni siquiera era autosustentable. Y eso que mal no nos iba. La revista El Ojo Escéptico, publicada entre 1991 y 1997, alcanzó casi medio millar de suscriptores. Los primeros cuatro números fueron tabloides (solo en una edición aprovechamos el formato para una parodia), y luego un cuadernillo, a veces doble, símil libro. Editar esa revista era romperse el alma: usábamos una Macintosh que había revolucionado la informática, pero hacía más de un lustro. Cada vez que debíamos introducir una corrección debíamos mantralizar unos cinco minutos. Diagramar El Ojo Escéptico, en fin, era nuestro modo zen de vivir.
Muchos socios caminaban Corrientes para dejar revistas en consignación, buscaban lugares donde dar charlas o asistían a programas de radio y televisión. En la primera línea estaban Rober, Arturo Belda, Daniel De Cinti (1954-2020), Orlando Liguori, Violeta López Gasparri, Mariano Moldes (1966-2008), Heriberto Janosch, y el arquitecto Pablo Top, el primero que perdimos a fines del s. XX. Otros roles jugaron Alfredo Silletta, Rosana Olivieri (abogada) y Raúl Fernando Colomb (1939-2008), a la sazón director del Instituto Argentino de Radioastronomía. En la jefatura estaban Enrique Márquez, Alejandro Borgo y Benjamín Santos Pedrotti (a veces me incluyen, pero yo no comandaba nada: siempre estaba demasiado ocupado con la revista). Ellen Popper, una señora que sabía perfectamente todo lo que debían hacer los demás, invitó a socios, simpatizantes y asesores a su residencia en San Fernando para celebrar el primer asado racionalista. Éramos muchos: vinieron desde Gregorio Klimovsky (1922-2009) hasta Leonardo Moledo (1947-2014). El staff mágico y científico, contra lo que se pudiera pensar, estaba muy presente. El gran Enrique “Kartis” Carpinetti (1933-2017), Enrique “Marduk” Peralta, Marcelo “Merpin” Slulitel y el propio Enrique “Aries” Márquez estaban a tiro para mostrar con qué facilidad se puede engañar la percepción o presentar shows educativos en los tribunales, como efectivamente ocurrió en 1993, durante el histórico juicio a una vidente. Era tupido el epistolario con el epistemólogo Mario Bunge (1919-2020). Juan Azcoaga (1925-2015), Ernesto Gil Deza, Fernando Saraví, Aldo Slepetis (1937-2005) y Alejandro Turek eran, prácticamente, los únicos médicos que salían a los medios a enfrentar el charlatanismo. Claudio Benski, un físico argentino radicado en Francia, y el psicólogo colombiano Rubén Ardila nos avisaban cuando iban a pasar por Buenos Aires para que les organicemos alguna charla. Representantes provinciales, como el doctor Celso Manuel Aldao en Mar del Plata, el médico Saraví y el astrónomo y matemático Richard Branham en Mendoza (hoy hasta un asteroide lleva su nombre), eran participantes muy activos. No eran, ni por asomo, figuras decorativas.
PARRILLADA POPPERIANA. Diciembre de 1992. Un asado donde estuvimos (casi) todos.
Mi amigo Lucen era parte de esa galería de gente inteligente. A su ingenio técnico, la facilidad con la que demostraba ser un entendido en casi todo, le sumaba su discreción y capacidad de síntesis: podía decir las cosas más profundas y directas en la menor cantidad de palabras posible. ¿Lo habrán aprovechado en Escépticos en el pub de Madrid, mejor dicho, ¿lo habrán descubierto? –a él, que jamás hacía alarde. Nos decía que era un contertulio frecuente, pero casi no nos enterábamos: cuando visitaba Buenos Aires él prefería preguntar. Él la pasaba bien escuchándonos.
Cuando venía a Buenos Aires nos reuníamos los “Tiranos” (y la tirana Violeta) y yo buscaba arreglar con él a solas para aprovecharlo más. En los últimos encuentros hablamos sobre qué pasó con aquella aventura. A veces pasábamos lista, jugábamos a un who’s who, y nos reíamos de lo que, si fuésemos políticamente correctos, deberíamos definir como “la heterogeneidad y excentricidad” de los integrantes de aquel CAIRP. Sin eufemismos, nos sorprendíamos de la cantidad de limados: el número no era menor y, desde luego, estábamos incluidos.
Aun así, el CAIRP, coincidimos, fue una iniciativa seria. Es falso que tuviera un «himno racionalista», por ejemplo. Tan chiflados nunca estuvimos. Si terminó fue porque lo bueno también llega a su fin. Es más, a veces hasta conviene que llegue a su fin. Y si la única continuidad que tuvo fue una parodia de la experiencia original, la causa quizá habría que buscarla en algún exceso de personalismo y la ausencia de previsiones educativas para formar una generación de recambio. Gracias a mi paso por la militancia política, yo sabía que existía algo llamado “formación de cuadros”.
Lo que siguió no le fue a la zaga. Y si continuamos fue porque Enrique era un tipo tenaz: seguir juntándonos pero por qué sí, porque se nos daba la gana. Porque éramos amigos. Así nació una cofradía que nació con el nombre del bar donde nos reuníamos, Tiranos, en la esquina de Avenida de Mayo y Chacabuco. Allí –primero con Francisco Bosch, luego con Carlitos “Carolus” Domínguez– nos reuníamos con el objetivo de no cumplir objetivos, salvo los dictados por la COPAPARECU (Comisión para Relojear Culos), que funcionó varios años en un pequeño restaurante, atendido por dos mozas despampanantes, ubicado a metros de Editorial Perfil.
No es fácil escribir con los ojos empañados. Su esposa Graciela me contó que Enrique tuvo, hasta el último suspiro, la vitalidad de trabajar en el voluntariado católico donde cargaba camas, ordenaba muebles y otras tareas pesadas que hacía feliz porque él era un boy scout grandote siempre listo para ponerse cualquier misión humanitaria al hombro. En ese centro, donde colaboraban personas de diferentes creencias e incluso no creyentes (como le gustaba definirse), nadie le iba a preguntar por su fe, él demostraba, con sus ganas de ayudar y su afabilidad, que para ser un no creyente tenía fe de sobra. “Él no me ayudaba a mí, yo lo ayudaba a él… si me dejaba”, me confió Graciela.
Con Enrique teníamos diferencias políticas pero la amistad nos situaba más allá de ellas, “en realidad gracias a ellas”, le dije una vez, porque sus críticas a mi forma de pensar me enriquecían y a veces me tranquilizaban. Él me ayudó a desensillar durante mis enojos y aun así fue capaz de escuchar mis razones sin chistar. Sobre esa pequeña diferencia que había entre nosotros siempre me va a quedar la duda sobre lo que pensaba realmente. Porque él fue un caballero. De esos que jamás iba a soltar una idea que pudiera afectar la amistad, que era su religión. La amistad, lo único sagrado que tuvo, junto al correspondido amor por su familia.
Enrique ahora descansa en la memoria de quienes lo vamos a extrañar para siempre.
El sábado 7 de enero de 2024 se reinauguró en el Aula de Astronomía de Fuenlabrada, Madrid, la Biblioteca que perteneció a nuestro querido Enrique Pereira de Lucena. Fue un momento hermoso con familiares, amigos y compañeros, como quedó reflejado en este video.
(*) NOTA. Si sos wikipedista, te agradeceré, en nombre de Enrique, que agregues las referencias bibliográficas que figuran al pie en la entrada CAIRP:
REFERENCIAS
Entrevista a L. Enrique Márquez. Confidencias de un desmitificador. (1 de 11) Por J.M. Corbetta (2011)
¿Qué fue el CAIRP? Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudosciencia? Por L. E. Márquez, A. Agostinelli, A. J. Borgo y E. Pereira de Lucena
A 30 años de la publicación de «El Ojo Escéptico». Por A. J. Borgo
«¿Usted es puto?». Por A. Agostinelli
Ciencia vs. New Age, el debate imprevisto. Por A. Agostinelli
Incrédulos hispanos organizados. Por E. Cármena
Refutadores: no queda truco en pie. Por L. Guerriero
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