Por qué soy de Borges

Hugo Asch empezó trabajando como cadete en la vieja redacción de la revista Siete Días y terminó, en pocas semanas, sentado delante de Jorge Luis Borges en distendida entrevista. Aquí comparte sus recuerdos con el escritor que se lo permitía todo: desde negar una entrevista a The New Yorker hasta dejar pasar a un  adolescente que había ido a pedirle alguna composición de su infancia. 

Foto: Borges en la casa de Evaristo Carriego.
Por Hugo Asch

Antes de leerlo, desayuné con él en su departamento de Maipú. Tenía 18 años y hacía mi primera nota para Siete Días. Llegué, con una melena impresentable y unos anteojitos de color marrón, onda Lennon. Mi misión, pedirle alguna redacción de colegio primario. Algo tipo “Composición, tema: la vaca”. Lo esperé un rato y apareció con su traje impecable y su bastón. Sonreía. A mí me temblaron las piernas.

Tolerante con mi ansiedad, amable hasta lo infinito, me dijo que desdichadamente jamás había tocado ese tema en su niñez, pero que si era tan amable de pasar por la casa de su hermana Norah, ella podía prestarme uno de sus libros favoritos, lleno de animales y de sus propios dibujos, con cerrillas de colores.

Fanny nos acomodó en la mesa. “Me gustaba dibujar tigres amarillos”, me dijo mientras mezclaba corn-flakes en una taza de leche y apoyaba la cuchara en su carpeta con el dibujo de la Union Jack. Yo tomé mi té con leche, comí todas las medialunas y me fui con el ego inflado hasta el infinito, luego de que Borges elogiara mi nombre. “Es corto, muy literario, fácil de recordar. ¿Tiene usted sangre judía? ¿Una parte? Ah… yo también. Qué privilegio, ¿verdad?”.

Borges podía negarle un reportaje al The New Yorker pero bien podía desayunar con un jovencísimo cronista, inexperto y bastante ignorante como yo. Se lo permitía todo. A partir de esa mañana, siempre me atendió cuando lo llamé por teléfono para pedirle su opinión sobre cualquier tema.

Un día, después de contestarme algo sobre el libro de poemas que le habían editado a Guillermo Vilas (“No conozco la obra del señor Vilas –dijo– pero si la gente habla tanto de él, algún mérito tendrá.”), se quejó con amargura de la categorización de “cipayo” que gran parte de la intelectualidad de los años ’70 le había endilgado, con la clásica desmesura de la época. “¿Será que nadie me ha leído? ¿Quién puede afirmar que mi obra es… cipaya?”

La indignación le duraba poco. Inmediatamente tomaba distancia con alguna fina ironía. “Por fin tendremos un gobierno de ladrones de guante blanco”, comentó al pasar en 1976, pensando en el peronismo, su enemigo histórico, y el flamante gobierno militar.

Desde ese primer desayuno, me dediqué a leerlo. Y a recordar el Borges oral. Agudo, desopilante, impiadoso. Cierta vez, Jorge Lafforgue, redactor y crítico literario de Siete Días, contó mi anécdota de Borges favorita.

“Usted sabe, Lafforgue, que en mi último viaje a Estados Unidos me hicieron un tratamiento para mi ceguera. Y volví mucho mejor. Con una luz fuerte podía ver, aunque en forma borrosa, colores, contornos. Una noche, en la casa de Bioy, gracias al foco de una lámpara, después de tantos años, pude distinguir el rostro de Silvina” Borges hizo un breve silencio y, casi susurrando, le dijo: “Eran preferibles las tinieblas…”

Hay muchas más. Pero me quedaré con ésta: Un día, acompañado por María, le pidió el saldo de su cuenta bancaria a la cajera. “Creo que son dos millones y medio, más o menos. Si me espera un segundo le confirmo: no quiero decirle una cosa por otra”. Borges movió la cabeza, más desilusionado que contrariado. Y dijo: “Caramba. No quiere decirme una cosa por otra… Esta chica acaba de asesinar a la metáfora…”.

La última vez que lo vi estaba sentado en una mesa de la confitería de Córdoba y San Martín, solo, seguramente esperando a alguien, con un té con leche a medio tomar. Me senté en una mesa cercana y me quedé un rato largo, mirándolo. Y pensé: “Estoy respirando el mismo aire que él. Un hombre que sobrevivirá a la muerte, alguien del que se seguirá hablando por siglos”. Me fascinaba esa idea.

Unos meses más tarde, el 14 de junio de 1986 pasé de las góndolas del Carrefour de Vicente López a un avión, rumbo a Ginebra. Borges había muerto. Llegué a Suiza, pasé por la casa en el casco antiguo donde vivió hasta que lo internaron. Busqué a María Kodama. Hablé con ella. A la mañana, fui a la ceremonia de su entierro.

“El gran forjador de sueños duerme ahora, bajo un mar de pétalos blancos”. Así empezaba mi nota para la revista La Semana, de Perfil. El órgano de la catedral de Saint Pierre tocaba una dulce melodía. Hablaron Pierre Jaquet, cura de la parroquia de Saint Mare, y el pastor protestante Edouard Montmollin. Las dos religiones de la familia Borges. Después, lentamente, el cortejo se dirigió al cementerio de Planpalais, en la rue Des Rois, donde descansan, entre otros, Juan Calvino y Alberto Ginastera.

El ataúd de madera clara se hundía lentamente en la tierra mientras llovían flores. En la cabecera del foso, una sencilla cruz de madera con una inscripción metálica, “Borges”. Me quedé en un costado, observando a María Kodama, totalmente de blanco (así lo indica la tradición del luto oriental), pañuelo en mano, silenciosa.

Unas horas antes, al mediodía, me había contado que no bien llegaron a Ginebra, Borges quiso recorrer la Vieille Ville. Se paraba en una esquina y no dejaba de preguntar con una sonrisa tierna dibujada en el rostro, señalando cada detalle como si volviera a ver a la Ginebra de su adolescencia. Describía: “¿Allí, la vieja cúpula?”. “Enfrente, el reloj”. “Y más acá el banco largo de la plaza, bajo las ramas del viejo árbol, ¿verdad?”

Allí me quedé, hasta que todos se fueron.

Entonces me acerqué a la fosa. El Maestro y yo, como en aquel desayuno, el de la primera vez, cuando todavía no imaginaba que me pasaría el resto de mi vida leyéndolo.

Secándome la última lágrima, con una felicidad feroz, dejé caer la última flor. Un lujo más que me regalaba la vida por mi profesión. El último adiós al inmortal forjador de sueños.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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