A comienzos de los ochenta yo era un veinteañero fascinado por los ovnis. La posibilidad de que la Tierra estuviera siendo visitada por seres del espacio exterior me había hechizado. Tanto que ir a la escuela me parecía una pérdida de tiempo. ¿Para qué estudiar si la ciencia terrestre pronto iba a ser revolucionada por una superciencia alienígena? Tampoco sabía nada de trampas lógicas, claro. Pero vivía en Vicente López, el mismo barrio de Juan Salvo, el héroe de El Eternauta. Y cuando me rateaba del colegio iba a la casa de Adalberto Ujvari, un amigo que vivía ahí nomás, en Florida. Adal era parte de una comunidad que estudiaba unos informes que llegaban por correo ordinario desde distintas ciudades del mundo. Estos corresponsales, muy activos durante la España de Franco, afirmaban proceder del planeta Ummo. Partidarios del escepticismo, eran nuestros extraterrestres favoritos. Una noche, Adal me hizo escuchar un programa de radio español. Entre los ummólogos invitados había un chico de unos doce años. Se llamaba Javier Sierra, soñaba con ser periodista y su prosa era seductora, envolvente. En 1991 nos conocimos en Santander, España, en unas jornadas organizadas por la revista Cuadernos de Ufología. Volvimos a coincidir en congresos similares y nos hicimos amigos. Tanto que los Refutadores de Leyendas, una cofradía a la que pertenecí en los noventa, siempre me reprochó esa amistad. Obvio: Javier fue director de una revista esotérica, cree en los ovnis, en lo paranormal y en las sincronicidades (es decir, en las “concordancias significativas a-causales”, Jung dixit).
En 1997, Javier vio dos caminos posibles: insistir con el periodismo (que si se ejerce con honestidad exige hacer más preguntas que dar respuestas) o celebrar la fuga de la realidad. Javier eligió el camino del medio: comenzó a escribir ficciones y a alimentar su imaginación con las historias increíbles que recopiló durante sus viajes por el mundo. De la fusión de documentos extraordinarios y su pasión por la especulación histórica nacieron sus cuatro novelas: La dama azul (1998), Las puertas templarias (2000), El secreto egipcio de Napoleón (2002) y La cena secreta (2004). La cuarta fue la vencida. En España vendió 350 mil ejemplares y en Estados Unidos otro tanto. Fue la primera vez que un autor español se clavó en la lista de best sellers en The New York Times. Javier Sierra se podría haber dedicado al dolce far niente con lo que le pagó por derechos la Simon & Schuster –medio millón de dólares–, pero los anglosajones le pidieron La dama azul y decidió reescribirla. “Le dejé el título para no decepcionar a los lectores de la primera versión, pero la rehice por completo”, me explicó Javier en Cumaná, donde lo invité a probar las mejores empanadas salteñas de la galaxia.
No le quise decir que cenamos allí porque mis amigos escépticos evitan la zona: el restaurante está a la vuelta de la única megalibrería donde la ciencia es un saber prohibido. Kier, claro. Fuimos. Tras pasar a trancos largos estanterías colmadas de manuales de autoayuda, recetarios macrobióticos y autobiografías de gurúes, pregunté por la sección ovni. “Al fondo a la derecha”, indicó el vendedor. Allí, Javier enfrentó una sorpresa mayor: “¡Estas ediciones no las conozco!”. Eran tres novelas suyas, publicadas por Plaza & Janés. “¡Si al menos hubieran avisado!”. Las editoriales no juegan limpio, ni aquí ni en Marte, le digo. Enfilamos a El Ateneo. El sentido de esta nota era denunciar al bar de la librería (pagar por un café, un té helado y una gaseosa 17 pesos te quita las ganas de ser un tipo culto). Pero pasó algo mejor. Javier se interesó por un librito mío que está por salir. Solidario, me enseñó un truco: “Que lo lea algún amigo prestigioso y lo comente en una línea. El dato ayuda al librero y orienta al lector”. Buena idea, le dije. “Pero mis amigos son unos atorrantes.” No termino la frase y veo en otra mesa a Juan José Sebreli. “¡Uh, qué flaco está!”, pensé. Lo fui a saludar. “¡Qué gordo estás!”, me dijo. “Por eso no te reconocí”. Javier me guiñó el ojo. Qué pena que mi amigo Sierra sea poco conocido en la Argentina. Seguro que él sí recomendaría mi librito. Ni siquiera me importaría que crea en tonterías tales como la sincronicidad.
(*) Publicado en la Contratapa de Crítica de la Argentina y criticadigital.com, 19 de Marzo 2009