«En Busca de…» un destino a través de la Historia

“In Search of…” se emitió en Argentina a fines de los setenta y un adolescente Fernando Jorge Soto Roland, autor de este ensayo, estaba con un pie en la escuela secundaria y otro en la ufología. Esta serie, pionera en formato documental, le señaló lo que sería su vocación y la carrera que iba a abrazar con pasión: la Historia.
El destino quiso que Soto Roland, convertido en profesor de Historia, retomara los mismos temas con ojo escéptico y comenzara a desplumar muchos falsos misterios presentados por el ciclo que conducía el legendario Leonard Nimoy. Que al frente del reinicio de la serie esté Zachary Quinto, el segundo actor más famoso que haya interpretado al Señor Spock, no fue tanto por culpa del destino sino por puro marketing. ¿Cómo fue concebida la serie, acaso el primer ciclo documental de misterios? ¿Qué hay de los míticos «episodios perdidos»? Una revisión exhaustiva.

Por Fernando Jorge Soto Roland

«Esta serie presenta información basada, en parte, en teorías y conjeturas.
El propósito del productor es sugerir algunas posibles explicaciones,
pero no necesariamente las únicas, a los misterios que examinaremos.”
Texto introductorio a la serie

“Civilizaciones perdidas. Extraterrestres. Mitos y monstruos.
Personas desaparecidas. Magia. Brujería. Fenómenos inexplicables. Las cámaras de
En busca de… están viajando por el mundo, buscando estos grandes misterios.
Este programa fue el resultado del trabajo de científicos, investigadores
y un grupo de técnicos altamente calificados”.
Texto con el que terminaba la serie

INTRODUCCIÓN (EN EXTREMO AUTORREFERENCIAL)

“Carpe diem quam minimum
credula postero”.
Horacio
Poeta romano (65, a.C – 8d.C)

Por algún extraño motivo ―seguramente debido a una cuestión de carácter legal― hace más de 32 años que no veo (ni escucho) “En Busca de…” doblada al español latino, modo en el que solía ser emitido el programa en la televisión abierta de Argentina. Y recuerdo con detalle la fecha aproximada (alrededor de mediados o fines de 1986) por haber sido uno de sus episodios ―“La Masacre de la Isla de Pascua”― el involuntario catalizador que terminó de inclinar mi balanza personal a favor de la humanidades y de la historia en particular. Profesión que es hoy la que me da de comer.

Soy parte de una generación que se formó y educó leyendo y viendo TV. Que retroalimentaba su curiosidad y ansias de conocer, acudiendo al texto impreso y a las imágenes en blanco y negro que nos daban los pesados televisores que amueblaban nuestras casas. Era una época en la que Internet no existía y resultaba por demás dificultoso encontrar el material del tema que nos interesaba. Cualquier pesquisa demandaba muchísimo más tiempo y esfuerzo que hoy. Ubicar un libro editado con algunos años de antelación era una Odisea que requería gastar suela de zapatos recorriendo bibliotecas y librerías de “usados”. Las investigaciones se hacían en la calle y acceder, finalmente, al libro requerido resultaba ―visto desde la actualidad― casi un milagro. Pero no conocíamos otro modo.

Si a finales de la década de 1970 alguien me hubiera dicho que era factible comprar o acceder gratis a cualquier fuente bibliográfica cómodamente sentado desde mi cuarto, tecleando una pantalla de colores, lo hubiera tratado de loco.

Por otra parte, sin televisión por cable, la programación de los canales constituía un popurrí (no demasiado variado) de vida limitada; iniciándose la emisión a eso de las ocho de la mañana y terminando con la señal de ajuste pasada la medianoche. Unas quince horas de tele al día. Siempre y cuando uno viviera en una ciudad en la que se pudiera ver televisión. Pero ése no era mi caso.

Pasé toda mi infancia en un pueblo de la provincia de Buenos Aires (Bolívar), al que mis padres se mudaron por cuestiones laborales cuando yo tenía apenas cuatro o cinco años. Y si bien allí había aire puro, grandes espacios, árboles y una libertad impensada para un niño porteño, carecíamos de televisión. Las señales no llegaban. Pasaban muy por encima del pozo en el que estaba ―y está― emplazado el casco urbano. Aun así, todo el mundo tenía un televisor en el living, que se prendía de tanto en tanto sólo para ver rayas, acompañadas de sus “inolvidables” ruidos de estática. Creo que ése fue unos los motivos por los que nunca me terminé de adaptar a vivir allí. Si bien es difícil extrañar algo de lo que se carece, los constantes viajes que hacíamos a la capital ―a visitar familiares― fueron los responsables de la constante añoranza ―que me acompañó toda la niñez― de no poder ver mis programas favoritos. Por tal motivo, ir (venir) a Buenos Aires implicaba, entre otras cosas, pasar horas y horas frente al televisor de mi abuela, saboreando de un modo difícil de transmitir las series y programas que me gustaban. Quizá por esa razón recuerdo muchos de ellos de manera tan vívida, a pesar de haber transcurrido ya varias décadas. En pocas palabras, en Buenos Aires me daba una verdadera “panzada” de televisión. Suficiente para fantasear con ella hasta el próximo viaje.

Pero, en aquella época, había otro inconveniente. Debíamos estar atentos a los horarios de la programación. Especialmente porque, en caso de no poder apoltronarse frente a la pantalla a la hora señalada, el episodio ansiado se perdía y eso implicaba no volver a verlo, tal vez, en años.

No hay duda: veíamos tele de una manera muy diferente a la actual.

Por todas estas razones, cuando “En Busca de…” se pasó por primera vez en Argentina, a fines de la década de 1970, yo estaba entrando en la adolescencia, a medio camino en la escuela secundaria e imbuido de la mitología ovni, tan de moda por aquellos días. Además, desde muy chico, había disfrutado de las historias de misterio, fantasmas y monstruos. Los relatos de casas encantadas, luces malas y yetis me fascinaban; y ése fue el motivo por el que me convertí en un fan de la serie no bien la vi por primera vez (de manera muy intermitente, como ya he dicho).

Amaba a su presentador, Leonard Nimoy, el querido señor Spock de Star Trek (Viaje a las Estrellas). Me fascinaba la voz que habían elegido para él y soñaba con hacer de anfitrión en un programa semejante, visitando sitios exóticos, examinando misterios arqueológicos, recorriendo mansiones embrujadas o examinando los lugares donde se decía aterrizaban “platos voladores”. Ni qué hablar, organizar una expedición en pos de una ciudad perdida o seguir las huellas de personalidades desvanecidas en el limbo de la historia.

Si de algo estoy seguro es de que “En Busca de…” me marcó mucho más de lo que alguna vez pensé. Todos mis sueños de niño-adolescente se volvieron, con el tiempo ―en parte― realidad. Busqué monstruos, salí a la caza de fantasmas, recorrí lugares supuestamente encantados, organicé una expedición en pos de una perdida ciudad incaica y conocí algunos de los sitios que el rumor atribuye plagados de extra e intraterrestres.

He tenido mucha suerte.

“En busca de…” resultó ser una bocanada estimulante de dudas. Un catalizador de preguntas que, inevitablemente, conducían a los jóvenes curiosos hacia libros y artículos con los cuales ampliar los contenidos visto por la tele. Era un camino que llevaba con frecuencia a la credulidad, en la que me mantuve sumergido durante gran parte de la adolescencia; y si bien las opiniones críticas seguramente circulaban en ciertos ambientes académicos, todavía me faltaban varios años para acceder a ellos y convertirme en un apóstata. Aún así, desde el escepticismo del que hoy parto, debo confesar lo mucho que disfruté de aquel viejo programa y no niego las influencias que tuvo en mis gustos y derivaciones hoy profesionales. La inclinación por los temas elusivos, mi predilección por lo perdido, lo no hallado, tienen una deuda de honor con Nimoy y esa serie en verdad fantástica.

Cuando en diciembre de 1980 terminé la secundaria, hacía ya dos años que nos habíamos mudado a la ciudad de Mar del Plata y tenía bastante en claro lo que iba a seguir estudiando en la universidad. Lo mío eran las humanidades, por lo que me decanté hacia la Historia.

“Te vas a morir de hambre”, me dijeron. “Deberías seguir algo más redituable”. Y así, dejándome influir por el miedo adolescente (que por entonces resultó ser más fuerte que la vocación) incursioné por otras áreas del conocimiento: licenciatura en turismo, primero y administración de empresas, algo más tarde; dejando la historia como un grato hobby de fin de semana.

Al tiempo, sobrevino el servicio militar obligatorio, la guerra de Malvinas y dos viajes al Perú como mochilero. Había empezado a trabajar en un banco y el sueldo me permitía recorrer aquellos sitios que anhelaba conocer (entre ellos, Machu Picchu). Pero me sentía fuera de eje, desnaturalizado. No era “yo”. Sentía que estaba perdiendo el tiempo haciendo cosas que no me atraían en lo más mínimo. Me achataba día a día. Entretanto, mi biblioteca se llenaba de libros sobre incas, egipcios y civilizaciones perdidas del pasado (especialmente el Paititi).

Los ovnis ya ocupaban en un segundo ―y cada vez más lejano― lugar. Todo me indicaba que aquel tema no era más que la expresión de deseos de una época complicada, mentiras, fantasías y delirios. Por entonces, claro, estaba muy lejos de comprenderlo del modo en que lo hago hoy.

Fue así cómo sobrevino aquel fin de año de 1986. Una fecha axial que marcó en mi vida un antes y un después. O al menos de ese modo es como hoy lo recuerdo.

Regresaba de una cita que terminó temprano. Era cercana la medianoche y caminaba hacia casa cuando, cruzando la Plaza Mitre, me topé con un compañero de la facultad. No cursaba administración conmigo. Nos conocíamos del bar y los pasillos. Ni siquiera sabía su nombre. Hablamos unas pocas palabras y me invitó un café. Acepté. Entramos en un bar llamado Okapi Rojo y a poco de sentarnos y reiniciar la conversación me dijo: “Nadie tiene la vida comprada. Hoy me enteré de que tengo cáncer”.

Su confesión, que luego comprendí necesitaba exteriorizarla con alguien, me atravesó el pecho como una lanza. Afortunadamente, por entonces no tenía una larga experiencia con la muerte y sus dichos sacudieron los endebles cimientos en los que estaba parado.

No pude dejar de preguntarme qué estaba haciendo de mi vida.

La respuesta la sabía de antemano: la desperdiciaba en cuestiones que me resultaban aburridas, irrelevantes y chatas.

Salí de aquel café turbado. Llegué a casa. Todos dormían. Mis ideas habían entrado en estado de efervescencia. Me zambullí en el sillón del living y prendí la tele instintivamente. Necesitaba pensar. Tomar una decisión.

Entonces, inesperadamente, aparecieron las imágenes de una costa acantilada azotada por el mar y la voz de Leonard Nimoy presentando los misterios de Rapa Nui, la Isla de Pascua.

“En Busca de…” acababa de empezar.

La inconfundible banda musical envolvió mis sentidos.

Hacía años que no veía la serie. De seguro la habían puesto como programa de relleno, antes de terminar la programación diaria. Pero para mí fue casi una experiencia hierofánica. Una manifestación de lo sagrado. Y, aunque estoy convencido de que el universo se rige sólo por el azar, esa noche quise creer que “aquello” era “un mensaje” que me mandaba a mí mismo.

Cuando los 22 minutos que duraba el episodio terminaron, había decidido hacerme historiador.

Este artículo es una deuda de gratitud que tenía pendiente con “En Busca de…” y su conductor, el entrañable señor Spock-Nimoy.

El relanzamiento de “En Busca de…” y su nuevo conductor, Zachary Quinto.

PARTE 1. LOS PIONEROS DEL MISTERIO

“Si colocas un alfiler en el globo hay una posibilidad
entre 400.000 de llegar a un área poblada. ¡Hay tantos
lugares donde no sabemos qué existe”.
Alan Landsburg, reportaje, 1978

“En momentos críticos, algunas veces
un hombre ve exactamente lo que desea ver”.
Sr. Spock, Star Trek, 1968

A principios de 1968 el mercado editorial europeo vio sacudidas sus estanterías ante la publicación de un libro escrito por un desconocido hotelero de origen suizo. Nada hacía prever que se convirtiera en un best seller, pero fue lo que ocurrió. Desde entonces, aquel librito no ha dejado de ser citado, elogiado o duramente criticado. Es probable que su autor desconociera el grado de receptividad que su obra iba a tener o que el mundo entero ―como se verá― había incubado las condiciones necesarias para que esos escritos alcanzaran el tremendo éxito que tuvieron.

En menos de un mes, Erich von Däniken saltó a la fama y para marzo de ´68 su obra, Recuerdos del Futuro, había escalado hasta la primera posición en ventas en Alemania. Al año se tradujo al inglés y al francés con igual resultado. Recién en 1970 la Editorial Plaza & Janés lo hizo al español y sus excéntricas hipótesis sobre la presencia de extraterrestres en el pasado de la humanidad sofocaron la imaginación adolescente de esta parte del mundo.

Erich von Däniken, autor de Recuerdos del Futuro (1970). Ilustración: Dr. Alderete

A dos años de la primera edición alemana, el director cinematográfico Harald Reinl puso en pantalla un primer documental inspirado en el libro de von Däniken. Lo tituló Carros de los Dioses (1970) y terminó siendo nominado al Oscar como mejor película documental, en la entrega de 1971.

Pero tuvieron que pasar tres largos años para que ―en 1973― el productor estadounidense Alan Landsburg, editara y doblara para la cadena NBC de televisión ese mismo film. Le puso un nuevo título: En Busca de Antiguos Astronautas y acertó en poner como locutor al célebre Rod Serling, anfitrión de las populares series The Twiligth Zone y Galería Nocturna.

Pocas veces un escritor como von Däniken le debió tanto a un productor televisivo del otro lado del Atlántico. El tele-film de Landsburg fue un éxito absoluto. En menos de 48 horas se vendieron un cuarto de millón de ejemplares de Recuerdos del Futuro en el país del norte. La denominada fiebre dänikeniana acaba de conquistar lo que restaba del imaginario occidental.

Así , aprovechando la estela de los Antiguos Astronautas, el productor David L. Wolper junto al famoso Instituto Smithsoniano lanzó en 1974 por la CBS un telefilm que rompió con todos los récords de audiencia en Los Ángeles y Nueva York. Lo tituló ¡Monstruos! ¿Misterios o Mitos? Esta vez, lo extraño no venía del espacio exterior ―por entonces prevalecía la Hipótesis Extraterrestre sobre le origen de los llamados platos voladores― sino que asomaba desde aisladas montañas nevadas, bosques impenetrables y lagos solitarios. Fue el primer documental de TV en tratar la temática del Yeti, Bigfoot y Nessie. La gente quedó maravillada. La ilusión de un mundo inacabado y por explorar (otra vez relatado por Serling) se materializó ante sus atónitas y temerosas miradas.

El negocio era rentable. Los seres del espacio exterior y los críptidos vendían bien. La divulgación de tenebrosas historias extravagantes parecía ser un filón poco explotado. Alan Landsburg entendió mejor que nadie el asunto.

En 1975 puso en la pantalla chica dos nuevos documentales: En Busca de Antiguos Misterios y La Conexión del Espacio Exterior, cerrando así la trilogía iniciada con los Antiguos Astronautas del ´73. Fue entonces cuando comprendió que la televisión necesitaba un programa semanal. Una serie que, cada siete días, sacara a los televidentes de la opaca rutina en la que vivían y los lanzara a la aventura, en pos de misterios y monstruos.

Así fue como en 1976 empezó a pergeñar y producir a su nueva criatura. No tuvo de devanarse mucho el seso para encontrarle un nombre. Ya había experimentado con él en dos ocasiones previas. Era un nombre que incitaba al movimiento; a dejar la comodidad de un sillón y los esquemas adquiridos. En alguna medida, alimentaba la exploración del exotismo y lo que permanecía perdido.

La nueva serie se llamó “En Busca de…” (In Search of…).
A lo largo de seis temporadas ―desde el 17 de abril de 1977 hasta el 1 de marzo de 1982― la serie de Landsbug cautivó ―e influyó― sobre la generación nacida entre 1960 y 1970. Según expertos directores de televisión resultó ser un producto de vanguardia, original y de muy buena calidad para los parámetros de entonces.

Su formato, organizado en tan sólo 22 minutos (media hora con publicidad incluida) hizo que cada episodio no cansara nunca. Por el contrario, era el tiempo justo y necesario para informar, desinformar y acicatear la intriga, impulsando a la audiencia más curiosa a buscar nuevos datos sobre los temas tratados. Solo en los EE.UU esa función se cumplió cabalmente, lanzando a librerías a más de 250.000 personas en pos de los manipuladores extraterrestres de la antigüedad.

Como en todo programa de televisión, su música fue un factor fundamental; bajo la inspiración de Laurin M. Rinder y Michael Lewis, la banda sonora de la serie se clavó en los oídos de sus seguidores. Bastaba con escuchar dos o tres acordes del tema principal para saber dónde uno estaba parado. La organización y combinación de sonidos a partir sintetizadores de vanguardia generaron un clima único. Del mismo modo que desde la década del 90 el tema principal de los X-Files se convirtió en sinónimo de misterio, el compuesto para “En Busca de…” hizo lo propio a lo largo de varias décadas.

Pero hubo un factor que marcó la diferencia: su anfitrión y locutor, Leonard Nimoy (1931-2015). Su porte y su voz ―doblada al español por el mismo actor mexicano que lo hiciera en Viaje a las Estrellas― consiguieron que el actor que interpretó al Oficial Científico de la nave estelar Enterprise a mediados de los ’60 le diera a la serie la dosis justa de credibilidad y verosimilitud que necesitaba. De ese modo, muchas de las especulaciones mínimamente realistas que se exhibieron en los episodios, pasaron por ciertas.

Leonard Nimoy fue anfitrión y locutor de “En Busca de…” La implacable lógica vulcana continúa con Quinto.

¿Quién no iba a confiar en el Señor Spock? ¿Quién pondría en duda su imbatible lógica?

La elección de Nimoy fue azarosa. El puesto que él ocuparía tenía de antemano nombre y apellido: Rod Serling. Otro famoso presentador de la televisión yanqui, asociado a lo paranormal y a relatos de terror (además de haber sido el locutor en los tres filmes previos de Landsburg). Pero la muerte lo sorprendió joven, a los 51 años. Fue así que Nimoy fue el convocado por la producción, convirtiéndose desde entonces en un elemento fundante e inseparable de “En Busca de…”.

En la introducción del libro En Busca de Personas Desaparecidas (1978), Nimoy escribió:

“Mi primera asociación de trabajo con la serie de televisión In Search Of… fue una sesión de narración en la que me pidieron que leyera en voz alta los principales objetivos de las distintas categorías: civilizaciones perdidas, fenómenos extraños, personas desaparecidas, magia y brujería, mitos y monstruos y, finalmente, extraterrestres. La votación nominal de los sujetos fue alucinante. Seguí leyendo las frases adjuntas a la lista, pero mi mente estaba centrada en la posibilidad de recorrer el camino electrizante entre lo que es un hecho científico y la ciencia ficción. Alan Landsburg es un productor muy honrado de películas documentales para televisión, y su extraordinario y talentoso equipo de directores, escritores, camarógrafos y editores, coleccionaron algunas de las imágenes más extrañas jamás grabadas para la tele. Lo que más me atrajo fue la diversidad de temas. Por un lado, podríamos estar buscando a Amelia Earhart perdida en un vuelo transpacífico en 1937; por otro, buscando al famoso Conde Drácula (…) o tratando de responder ¿Quién construyó realmente Stonehenge? ¿Dónde aterrizan los ovnis? ¿Hay realmente vida después de la muerte? ¿Hablan las plantas? La búsqueda y las preguntas presentaban una fuente de aventura virtualmente ilimitada. Más de cien personas se dispersaron por todo el mundo registrando datos, pistas, evidencias (…). Me gustó enfrentarme a ideas antiguas y demostrar las posibles explicaciones. En la búsqueda de misterios antiguos y desconcertantes, los programas abrieron nuevas direcciones para seguir en busca de respuestas más esclarecedoras. Por todas estas razones, me sumergí en ese fascinante juego”.

Y fascinante resultó el modo en que Nimoy y Landsburg consiguieron que la serie no cayera en la burda trampa de la superstición o la creencia ciega e ingenua (como ocurre con muchas series actuales, como por ejemplo Alienígenas Ancestrales). Todo el equipo de “En Busca de…” se esforzó en conseguir el equilibrio perfecto entre ciencia y pseudociencia, fantasía y realidad. Generaron una zona liminal que no todos consiguieron antes o después; instalando a lo sobrenatural como una posibilidad cierta. Lo extraordinario era factible a la vuelta de la esquina. Cualquiera de nosotros podía toparse con lo imposible.

Eso vendieron y con ese criterio se editaron todos y cada uno de los episodios. Había que conmover y asustar a través de temas en los cuales lo elusivo fue la regla. Así, desfilaron por el programa desde el poco sociable Yeti del Himalaya, pasando por el Sasquatch, el monstruo del Pantano de Florida, los consabidos alienígenas, la Atlántida, los exploradores perdidos más famosos y el no menos elusivo Adolf Hitler, a quien la leyenda urbana ―y ciertas operaciones de espionaje― lo hicieron vagar por medio mundo tras la derrota nazi en 1945.

Como bien dijo Jean Bruno Renard, la elusividad consiste en la combinación de dos comportamientos concatenados: la ostentación y la huida. Es casi un acto histérico que pone en guardia a quienes pretenden alcanzar aquello que se escabulle constantemente.

Con todos los seres escurridizos de los que sólo se puede dar cuenta de forma indirecta, sin importar lo que se diga ―lo mucho o poco que se crea conocerlos― siempre se llega al mismo resultado: la nada misma. A lo sumo se consiguen testimonios (abundantes en “En Busca de…”). Pero parapetados sólo en ellos ningún “buscador”/investigador termina bien parado. El fracaso es inevitable. Aún así, nadie baja los brazos. La búsqueda continúa. Nadie se reconoce definitivamente vencido. Siempre hay argumentos para que la fe se renueve. Porque de eso se trata gran parte del asunto: una cuestión fe.

“En Busca de…” nunca fue ciencia y si lo pretendió erró el camino. Era, apenas, un programa de TV. Estimulante, motivador ―sí― pero no podríamos considerarlo fuente fidedigna de nada o citarlo a pie de pagina en una monografía académica. Landsburg era un hombre inteligente, educado; un tipo capaz de captar con sus relatos la atención de audiencias enormes, pero creía en casi todos los fenómenos extraordinarios que plasmó en el celuloide. La existencia del Yeti, Pie Grande o Nessie eran para él un hecho indiscutido, y así lo expuso en algunos reportajes. Del mismo modo, fue un comprometido divulgador de las “teorías” de von Däniken y de la visita de extraterrestres en el presente, así como un excelente sintetizador de especulaciones y promotor de misterios. No en vano algunos analistas han sugerido que la supuesta y famosa oleada de ovnis del año 1978 puede haber sido inspirada, condicionada e influida por la serie, que, por entonces, alcanzaba los mayores índices de audiencia.

Pero no todos los episodios ahondaban en cuestiones afines con el realismo fantástico. En muchos otros se indagó en cuestiones más referidas a la historia de personas y personajes de cierta significación. Claro que nunca se intentó mostrar una biografía compleja ni completa, sino sólo aquellos aspectos más intrigantes y menos conocidos. En pocas palabras: la serie seguía buscando enigmas sensacionalistas en formato de tabloide televisivo.

Personas y personajes que pasaron por In Search Of… Amelia Earhart – Vlad Tepes (Drácula) – Conde de Saint Germain – Michael Rockefeller – Anastasia – Jack El Destripador – Josef Mengele – Jimmy Hoffa – Butch Cassidy – Sherlock Holmes – Houdini – Marilyn Monroe – Glenn Miller – Carlos “El Chacal” – Entre otros.

Todos los sujetos a los que “En Busca de…” les prestó atención tenían en esencia tres cosas en común: guardaban algún secreto, estaban extrañamente desaparecidos o se desconocía si habían existido en la vida real o no.

El listado (incompleto) que exponemos en imágenes (véase arriba ) son un claro ejemplo; y si bien el paso del tiempo a dado respuestas a algunas de las incógnitas, vigentes a mediados de los ’70, quedan muchas otras sin solución, habilitando mantener la búsqueda. Pero la criptozoología (“Mitos y Monstruos”) y las “Personas Desaparecidas” eran solo dos de las seis categorías en las que se dividía la serie. Las cuatro restantes (“Magia y Brujería”, “Civilizaciones Perdidas”, “Extraterrestres” y “Fenómenos Extraños”) completaban el cuadro, conformando una tetralogía cuyas raíces más profundas habría que rastrearlas ―como veremos― en los movimientos ocultistas y espiritistas de la segunda mitad del siglo XIX.

En cada uno de los seis ítems señalados, la ciencia y lo sobrenatural se solapaban y ―colindantes― parecían mantener una relación tan poco tensa que cambiar de bando, saltar la frontera de una cosmovisión a otra, era posible sin inconveniente aparente alguno. Menguando las contradicciones ―y alimentando la convivencia pacífica entre las conjeturas más delirantes y las explicaciones sensatas, razonadas y en extremo probables― la serie ponía en escena los que algunos historiadores de la cultura han llamado “diversidad de aproximaciones complementarias”.

En este sentido, cada episodio de In Search Of… se convertía en una colectiva pirueta imaginativa que transformaba a la realidad en algo maleable como la plastilina. La serie no fue realismo fantástico televisado sino que fue pionera en injertar en el género documental dramatizaciones y recreaciones actuadas de algunas de las historias que se contaban; persiguiendo un efecto emocional que podía ser profundo o cursi a la vez. A modo de los antiguos rituales, la “actualización” del relato convertía a “En Busca de…” en una enciclopedia visual de lo insólito, alcanzando un estatus de verosimilitud que los testimonios solos muchas veces no tenían.

Por otra parte, contrariando lo que hoy ocurre en los muchos programas de ese tipo, la puesta en escena no era advertida al espectador por anuncio alguno: el granulado de la película (esencia misma de la serie) se fusionaba al resto del material fílmico con la intensión de no ser detectado. Una vez más, el límite entre lo real y lo ficticio se desvanecía en una magnífica maniobra de edición por la cual, el televidente desprevenido ―que por entonces éramos muchos― podía llegar a suponer (o creer) que la perspectiva de la cámara era la de los verdadero protagonistas de turno, sean éstos humanos, alienígenas o monstruos.

Entre las escenas memorables está aquella en la que, simulando la mirada en primera persona de un Sasquatch, se dio por cierto el supuesto ataque perpetuado contra un grupo de mineros a principios del siglo XX. O el estremecedor encuentro sufrido por un bañista en el episodio correspondiente a Ogopogo, el legendario monstruo lacustre del Lago Okanagan, en la Columbia Británica.

En síntesis, todo parecería indicar que “En Busca de…” fue la primera ―o una de las primeras― series documentales en injertar escenas actuadas. Nada de esto es fácil de encontrar en producciones anteriores a 1976. Y, si bien es cierto que el programa mexicano Un Mundo nos Vigila ―conducido por el padre de la ufología azteca, Pedro Ferriz Santa Cruz― presentaba supuestos episodios de ovnis con dramatizaciones al estilo de las novelas de aquel país, hay que aclarar que no era un documental, sino un programa de estudio.

Helena Petrovna Blavatsky. Iniciadora de místicas civilizaciones perdidas.

PARTE 2. LAS CIVILIZACIONES PERDIDAS DE LA ARQUEOLOGÍA OCULTISTA

Desde hace 2.400 años nos han venido diciendo que somos animales racionales y que las creencias en eventos y seres extraordinarios, sobre los cuales no podemos ofrecer pruebas efectivas, se dan solo en situaciones de crisis o son, lista y llanamente, fruto de la ignorancia. Pero en el siglo XVIII, en un contexto histórico-cultural por demás complejo, nos convencimos definitivamente de ello. La Ilustración, que ensalzó y exaltó el pensamiento racionalista, desestimando ―en gran parte― las meras creencias, sembró una mirada materialista y positivista de la realidad; encumbrando al empirismo por sobre todas las otras formas de entender y relacionarnos con el mundo real (que desde entonces quedó asociado a todo lo concreto).

Pese a ello, una cosa era lo que escribía y divulgaba la Academia y otra distinta lo que sucedía en la calle; donde las viejas ideas y creencias ―sin importar lo que la ciencia pudiera decir― se mantuvieron. Así todo, la visión antropocéntrica y cientificista se difundió en mayor o menor medida a través de la educación formal y terminó convirtiéndose en la “oficialmente” dominante. Nada de esto fue un impedimento para que, enmascarándose en el nuevo discurso racionalista, la milenaria concepción mágico-sobrenatural del mundo se mantuviera, adaptándose a las nuevas circunstancias. La necesidad de vivir ilusionados con la existencia de instancias trascendentes y el deseo y placer que generan los milagros y el gusto por lo extraño fueron más fuertes. Y, aunque sean las crisis sociales, económicas, culturales, intelectuales o políticas (por no agregar religiosas y psicológicas) las que generan las condiciones no son algo extraordinario al hombre. Nada hay de excepcional en ese comportamiento. Siempre ha estado y seguirá estando. Que perdure no resulta “antinatural” sino consustancial a todos nosotros. Solo que en algunos momentos históricos específicos podemos domarlo mejor que en otros, exigiendo comprobaciones y pruebas eficientes respecto de lo que se dice. Eso no siempre ocurre, claro. La fe no solo mueve montañas sino también cualquier argumento meditado que se le oponga. Por eso, el racionalismo científico ha librado una batalla parcialmente perdida de entrada. Nadie que esté profundamente convencido de algo ―sea la existencia de Dios, la presencia de ETs, fantasmas o civilizaciones intraterrenas― cambiará de opinión. Con mejores o peores argumentos objetarán a sus detractores, calificándolos de materialistas, incrédulos y mentes estrechas. Es casi como el cuento de La Buena Pipa. Un historia de nunca acabar. Una charla de sordos donde nadie escucha al otro porque ambas partes están convencidas de tener la “Verdad” y los mejores argumentos. Estamos, pues, ante un problema epistemológico serio que parte ―según creo― de lecturas previas, del contexto familiar en el que uno se educó y de las instituciones por las que pasó en su etapa formativa.

No hay que estar loco para creer y sostener ideas extravagantes. Solo se necesita haber partido de líneas de largada diferentes que, como historiadores, deberíamos estudiar para tener del Otro una mirada más contemplativa y comprensiva.

Pero, a fuer de sinceros, debemos que reconocer sólo la lejanía temporal y espacial nos vuelve más tolerantes. El problema surge cuando lo inaudito se debate con el vecino de la cuadra. Con el coetáneo. Con aquel que compartimos el mismo colectivo a la hora de ir a trabajar. Ahí sí, la cosa cambia y el Otro se convierte en el blanco de nuestros más furibundos ataques (o ironías).

Se me ha criticado por eso en más de una oportunidad. Y es cierto: me ha resultado difícil muchas veces no juzgar, plantándome en mi propia línea de partida (que, como recordará el lector no ha sido siempre la misma a lo largo de los años). Pero, ¿qué otra cosa hacer? ¿Desdoblarnos? ¿Ser otros? ¿Simular algo que no somos? Una vez, el gran historiador francés Philippe Ariés (1914-1984) dijo que la Historia, como viaje hacia lo Otro, debería permitirnos salir de nosotros mismos para entender lo diferente, tanto como para reafirmarnos dentro de nuestros propios límites. Comparto plenamente esa idea y de ahí mi interés por “En Busca de…”, el primer programa documental que, simulando ser objetivo, plantó ante mis ojos a decenas de testigos que afirmaban a viva voz haber visto monstruos, fantasmas y extraterrestres. El primero en hacerme creer que continentes como la Atlántida o Lemuria podían ser reales o que los Moais de la Isla de Pascua eran remanentes escultóricos del perdido continente de Mu. En pocas palabras: la primera serie en patear el tablero establecido, plantear dudas e instalar, indirectamente, nuevas y romántica creencias.

Dentro del catálogo de episodios de In Search Of… la categoría “Civilizaciones Perdidas” permitirá comprender dónde, cuándo y por qué esas ideas se establecieron en el imaginario, malinterpretando restos arqueológicos, tergiversando antiguos mitos o literalmente fantaseando al modo de los escritores de ciencia ficción.

Algunas de las “misteriosas civilizaciones perdidas” de En Busca de… Nazca – Stonehenge – Isla de Pascua – Pirámides de Gizeh – Pirámides Mayas – Camino de Bimini – Colonia perdida de Roanoke – La Atlántida – Supuestos Antiguos Astronautas

“En Busca de…” concatenó y explotó con maestría cuestiones por demás interesantes a la audiencia:

• Culturas remotas
• Costumbres, creencias y rituales exóticos
• Ciudades perdidas en la selva
• Hombres y objetos extrañamente desvanecidos en regiones o situaciones misteriosas
• Mitología ufológica
• Fenómenos paranormales

Pero muy poco de todo lo anterior solo estaba ligado al contexto histórico en el que se produjo y emitió la serie.

No voy a negar que la necesidad de evasión ―producto de los coletazos de la crisis de 1973; del profundo movimiento contracultural que puso en jaque los valores heredados de los padres o la amenaza atómica de la Guerra Fría― haya influido en su éxito. Pero, si queremos rastrear el verdadero y primigenio origen de tantas hipótesis extravagantes hay que destacar, ante todo, la indirecta influencia que los movimientos ocultistas de la segunda mitad del siglo XIX tuvieron en Alan Landsburg y su mentor intelectual preferido: Erich von Däniken.

Vista en perspectiva, “En Busca de…” no es más que el eslabón de una larga cadena dentro de lo que la Escuela Francesa de Annales llamó longué durée (la larga duración histórica).

Pocos autores, como el etnólogo Wiktor Stoczkowski, han sido tan claros al respecto; y en él me apoyaré para dar un somero panorama sobre el origen y características de los guiones de muchos (no todos) episodios de la serie; especialmente aquellos relacionadas al extraordinario pasado humano que nos quisieron vender, junto con un nutrido número de libros escritos por Alan Landsburg. Porque “En Busca de…” también incursionó en el mundo de la literatura popular, contribuyendo a alimentar el género del realismo fantástico a lo largo de la década de 1970.

Cinco años antes de que el hábil hotelero suizo lanzara a la venta Recuerdos del Futuro (1968), otros tres escritores muy ligados al mundillo de la Ciencia Ficción habían publicado en Francia dos exitosos libros, rápidamente traducidos al alemán. Me estoy refiriendo a Louis Pauwells (periodista), Jacques Bergier (editor y experto en misterios) y Robert Charroux (también periodista). Los dos primeros, autores de El Regreso de los Brujos (1960) y el tercero, responsable de Historia Desconocida de los Hombres de los Últimos 100 Años (1963).

El Retorno de los Brujos hizo famosa a la dupla Pauwells/Bergier, lo que permitió la publicación de la revista Planéte cuya tirada de 100.000 ejemplares ―tanto en Europa como en América Latina― permitió hasta 1972 (año en que dejó de salir a la venta) la difusión de una idea que aún perdura; a saber: que los actuales descubrimientos científicos confirman verdades espirituales de una antigua sabiduría olvidada; y que las claves de ese conocimiento ancestral estaban crípticamente escondidas en los yacimientos arqueológicos que “En Busca de…» iba a popularizar 16 años más tarde.

Por su parte, Robert Charroux, temáticamente mucho más cercano a von Däniken, lanzó un lustro antes que el hotelero, la hipótesis de que la humanidad y todos sus grandes logros del pasado eran el producto de la intervención de seres extraterrestres, previo regreso a sus planetas de origen.

Las semejanzas con las ideas y argumentos que Däniken describiría más tarde son tantas que, actualmente, muy pocos dudan de estar ante un descarado plagio. Pero no hubo juicio alguno. Charroux se quedó en el molde y aprovechó el éxito de su colega, reeditando su obra y llenándose de dinero. Por su parte, von Däniken declaró al mundo que el plagio no era tal y todos quedaron felices.

En síntesis, siguiendo cronológicamente las ediciones de los libros citados y las influencias en las que todos se vieron envueltos, “En Busca de…” resultó ser el producto de una cadena de publicaciones y estrenos fílmicos previos, que se resumirían del siguiente modo:

Pero antes de que esta cadena se conformara, eslabones mucho más antiguos extendían el origen de la presente historia hasta la década de 1870; época en la que una excéntrica rusa y un grupo de aún más crédulos ocultistas fundaron la Sociedad Teosófica y lanzaron al mundo creencias que prosperarían y tendrían una influencia inusitada hasta nuestros días.

Inteligente y mentirosa. Viajera empedernida, espiritista y carismática. Éstas son algunas de las notas esenciales que caracterizaron a Helena Petrovna Blavatsky (HPB), fundadora del teosofismo y autora de dos de las obras más retorcidas e influyentes del esoterismo occidental: Isis sin velo (1877) y La Doctrina Secreta (1888); libros de los cuales se derivarían gran parte de las modernas pseudociencias y en los que Pauwells/Bergier, Charroux y von Däniken abrevaron por intermedio de los múltiples acólitos de la gurú rusa.

Blavatsky se formó y difundió su legado en un época en la que las religiones tradicionales estaban de capa caída y en la que la crítica a las creencias institucionalizadas dieron paso a la búsqueda de nuevas alternativas religiosas, cuyas influencias, venidas de Oriente, no eran más que uno de los coletazos del imperialismo europeo.

Creyendo que todas religiones tenían un origen único y común en el pasado remoto, los teósofos se convencieron, y convencieron a millones, de que la clave para desvelar ese mensaje milenario y altamente espiritualizado era indagar en los mitos y ruinas antiguas. Allí estaban las respuestas a los grandes enigmas del universo. Pero ello sólo sería factible buscando una síntesis entre la religión y de la ciencia. Una unión que debía desnaturalizar las fronteras que separaban ambas disciplinas, alimentando la intuición.

Entendieron que esa sabiduría primitiva se conservaba en algún remoto lugar del planeta, protegida por entidades espirituales superiores (la Hermanad Blanca); y que la India, primero, y en América del Sur, después, eran esos sitios ideales. Por tanto, muchos salieron a buscar en el pasado las claves para entender el presente y el futuro, exaltando la importancia de los tiempos idos y desdeñando lo nuevo.

En alguna parte de la prehistoria humana estaban las soluciones. El verdadero camino era de vuelta. Uno que llevaría, según adoctrinaron, al Dios original y a la consiguiente evolución espiritual de toda la humanidad.

Optimistas por naturaleza ―como no podían dejar de serlo en siglo XIX― los teósofos anunciaron que esa doctrina estaba condensada en manuscritos secretos, ocultos y custodiados por sabios Maestros (mahatmas) que, en ocasiones, comunicaban parte del contenido a los humanos más evolucionados, a través de la telepatía.

Muchas de estas ideas fueron tomadas por von Däniken & Cía casi un siglo más tarde. Adoptaron la historia que proponía la teosofía y buscaron sus claves en una arqueología aún más fantástica; en la que quisieron ver restos de extraordinaria antigüedad (cientos de miles o millones de años), ciclos intermitentes de destrucción y renacimiento (como el diluvio, por ejemplo) y la sucesión de siete diferentes razas humanas (gigantes incluidos), de las cuales la nuestra sería la quinta. De esta manera, reinventando sobre el papel toda la historia de la humanidad, salieron en pos de civilizaciones y continentes perdidos, como la Atlántida, Lemuria o Mu; cuyos restos se desperdigaban en diferentes lugares del planeta y donde ―se convencieron― iban a encontrar los símbolos universales que tanto buscaban. Tampoco debemos olvidar que el ímpetu teosófico de la segunda mitad del siglo XIX coincidió con la aparición de la arqueología académica, y con ella la salida a la luz de culturas antiguas de las cuales se sabía muy poco. Y de eso también se aprovecharon.

Para la década del sesenta, los Grandes Maestros de la teosofía quedaron un tanto descontextualizados. Fue ahí cuando la vorágine tecnológica y la carrera espacial, iniciada una década antes con los satélites soviéticos, hicieron que los dänikenianos los transformaran en extraterrestres, pasando a ser los principales protagonistas de la trama.

Alan Landsburg heredó todo esto. Muchos de sus sitios de interés coinciden tanto con los de los teósofos como con los seguidores de von Däniken (de donde saltaron a las imberbes mentes adolescentes de los ‘70).

Pirámides y bajorrelieves mayas, esculturas olmecas, gigantescas construcciones incaicas, Tiahuanaco, los moais de la isla de Pascua y las siempre mentadas pirámides egipcias (por citar unas pocas) pasaron a ser las pruebas irrefutables de ese pasado desconocido y fantástico que el imaginario actual sigue promocionando en libros y programas de televisión; así como la extendida literatura de ciencia ficción que, desde las décadas de 1920, también resultó probadamente influida por la teosofía.

Los disparates místicos, la vocación romántica y el desencanto por los grandes relatos con los que nos habíamos sentido seguros, dio paso al deseo desenfrenado de encontrar las verdaderas claves de nuestra historia. Entre ellas: el origen del hombre y la civilización y los reales motivos de la evolución física y, muy especialmente, espiritual de nuestra especie.

La descendencia fue prolífica y la cadena, de la que antes hablamos, más larga de lo que pensábamos hasta hace poco. El tema es que nada de esto era conocido al momento de lanzar al aire la serie de televisión que nos convoca.

De Madame Blavatsky a sus acólitos y numerosos novelistas teosóficos. De éstos, pasando por la ciencia ficción de principios del siglo XX, a los ufólogos de los años ’40 y ’50 para desembocar en Pauwells/Bergier, Charroux y von Däniken desde los’60; y así llegar a las pantallas de televisión de la mano de Landsburg en 1977.

Tal vez sin saberlo, “En Busca de…” terminó popularizando conceptos teosóficos, en principio rebuscados y crípticos, sólo accesibles a un tribu pequeña en su origen pero que, tras un largo periplo, alcanzó a la cultura de masa, readaptados al lenguaje del realismo fantástico y alimentando no sólo a la vigente narrativa folclórica contemporánea de los ovnis, sino también a todo el complejo movimiento espiritualista de la New Age.

Fenómenos extraños: materia prima fundante de “En Busca de…”

La “naturaleza” propia de la teosofía y el contemporáneo auge que tuvo el espiritismo desde 1848, hizo que la percepción extrasensorial y los fenómenos paranormales desarrollaran un importantísimo nicho en la cultura. De ese modo, la telepatía, las materializaciones, la psicokinesis y la hipnosis, los fantasmas, las casas embrujadas, los castillos encantados y las voces espirituales (hoy llamadas psicofonías) terminaran constituyendo sendos episodios en la creación de Landsburg.

PARTE 3: EL EPISODIO FANTASMA
En Busca de… las calaveras de Cristal

No todas, pero sí las más populares series de televisión, tienen su escena o capítulo perdido; y “En Busca de…” no es la excepción que justifique la regla. Más después de pasados 40 años de su primera transmisión. Las leyendas urbanas y el folclore televisivo acumulan un largo historial al respecto.

Según el rumor, hay un episodio que muy pocos dicen haber visto durante la infancia. En realidad solo se conoce a un gran coleccionista que lo afirma, Jermaine Rogers. Pero del episodio no hay ni una sola prueba que acredite su existencia. No aparece en ninguna parte y un solo testimonio es, naturalmente, más que insuficiente. Hasta que esa hipotética irrupción eventualmente ocurra, el episodio dedicado a analizar las misteriosas calaveras de cristal (In Search of Cristal Skulls) permanecerá en el limbo del imaginario colectivo, alimentando el debate respecto del número exacto de episodios efectivamente filmados y puestos al aire entre 1977 y 1982.

Como escribió Joel Achenbach en el Washington Post: “Vivimos en una era fascinada por la mala información. Está por todas partes. En las calles, divulgándose de boca en boca. Se agazapa en oscuros rincones de Internet. Está en los periódicos. Está en las mesas de nuestras cenas, relatada como hecho comprobado, irrefutable evidencia, atribuida a científicos, a investigadores y a ‘estudios’ sin nombre”.

Así todo, existe del episodio en cuestión un débil indicio. La punta de un enmarañado ovillo que podemos encontrar en la introducción original de la serie. Es allí donde observamos claramente la foto de dos calaveras de cristal, junto al retrato de Amelia Earhart, los moais de la Isla de Pascua, el emplazamiento arqueológico de Stonehenge y las ruinas del Castillo Urphart, a orillas del Lago Ness (cuna del más famoso monstruo lacustre que nos diera la criptozoología).

¿Acaso la foto es una mera imagen decorativa?
Los fanáticos dicen que no. De las cuatro restantes hay un episodio dedicado a cada una de ellas. Pero el de la calaveras sigue sin aparecer.

Por otra parte, indagando por Internet, me topé con las tapas de dos libros y un disco LP ―puestos en su momento a la venta como forma de promocionar el programa― que tienen como logo identificatorio una enorme calavera de cristal… ¿Por qué?

Alan Landsburg, se sabe, realizó 148 episodios. Pero, en la Base de Datos de Derechos de Autor del Congreso de los Estados Unidos, hay registrados únicamente 143. Tenemos, pues, una diferencia de 5.

De 4 de ellos se conoce su existencia. Unos pocos coleccionistas dicen tenerlos o haberlos visto cuando la serie salió al aire. A saber: (1) En Busca de la Muerte Cercana, (2) En Busca de Experiencias Fuera del Cuerpo, (3) En Busca de Pompeya y (4) En Busca del Monte Sinaí. De este cuarteto, sólo el episodio referido a Pompeya existe sin lugar a dudas; pero no figura ―extrañamente― en el registro de propiedad intelectual antes aludido, aunque sí en el listado reseñado en Wikipedia y los set box que se pusieron a la venta en 2012 y 2016 por Amazon.

Del elusivo episodio de las calaveras sigue sin haber registro. En síntesis: se filmaron 148 episodios de la serie original (1977-1982); se registraron 143; cuatro se emitieron sin estar en los registros del Congreso (de los cuales solo el de Pompeya está confirmado que salió al aire) y, finalmente, uno se perdió o jamás existió.

Si todo estos rocambolescos malabares numéricos confundieron un tanto al lector, es comprensible. Pero no es todo.

En 2012 y 2016, respectivamente, la empresa canadiense VEI (Visual Entertainment Inc.) lanzó a la venta la colección completa de In Search of (original). La primera versión distribuida, al doble de precio de la segunda, indica en su caja de presentación un total de 145 episodios. La segunda edición del 2016, en cambio, señala 144. Pero la diferencia en principio no es tal. Si uno se toma el trabajo de contar y comparar episodio por episodio (24 por 6 temporadas) comprobará que los capítulos, en ambas entregas, son de 144 (idénticos entre sí, incluido el de Pompeya). Entonces, ¿en dónde está la diferencia?

La cuestión parecería en principio sencilla: la edición del 2012 adjunta solo dos de los tres documentales presentados por Rod Serling entre 1973-1975 que sirvieron como episodios piloto de la serie que se empezaría a filmar en 1976. Pero, aún así, nos sigue faltando uno. ¿Por qué motivo ponen 145 capítulos en el pack, si en verdad fueron 146 (es decir, los 144 ―contados uno por uno― y los dos episodios del 75)?

Las posibles respuestas a esta “intrigante diferencia numérica” pueden radicar en que las cajas del 2012 están mal impresas (cosa que dudo), o hay un “episodio extra” hecho adrede con el fin de mostrar la historia de la serie y los pormenores de la producción.

Aunque, pensándolo mejor ―y siguiendo el espíritu de la serie― tal vez sea la influencia del omnipresente, misterioso y nunca hallado capítulo fantasma de las calaveras de cristal.

PALABRAS FINALES

“La historia no es otra cosa
que un desfile de falsos absolutos”.
E. M. Cioran
Adiós a la Filosofía

Trabajar con alumnos que están entrando en la adolescencia es muy diferente que tratar con universitarios. No es éste un axioma que me lance a la fama, claro está. Es sencillamente sentido común. Entre un mundo y otro, todo cambia: los contenidos, la técnica pedagógica, el vocabulario, incluso los temas. Por eso, lo que más extraño cuando trato con aquellos que ya alcanzaron la madurez es la inocencia que los pequeños dejan aflorar ―naturalmente― en sus comentarios y preguntas. También en sus miedos. Es entonces cuando me veo a mí mismo hace más de cuatro décadas, con inquietudes, dudas, y temores parecidos, viendo por primera vez los episodios de “En Busca de…”. Y los envidio sanamente. Envidio la capacidad de asombro que todavía conservan. Lo novedoso que les resultan temas que a mí ya me aburren y la posibilidad de descubrir universos desconocidos, llenos de posibilidades infinitas.

Afortunadamente, la Historia ―y sus numerosas lecturas posibles― me mantuvieron sorprendido hasta el día de hoy. Pero no es lo mismo. Es el precio que pagamos al ponernos viejos y dejar en el camino las miles de deliciosas mentiras que aderezaron nuestra infancia. Los intereses cambian. La mirada ya no es la de entonces pero, afortunadamente, por algún motivo que desconozco, siempre volvemos al primer amor para darnos cuenta, entre otras cosas, de cuánto lo idealizamos. De lo poco que realmente lo conocíamos. Y de qué bien la pasábamos.

Lo confieso: disfruté mucho de este breve regreso a “En Busca de…”. En numerosos párrafos me pareció ver que se asomaba aquel chico crédulo y fantasioso que fui alguna vez.

Ojalá, otros lectores veteranos hayan podido experimentar lo mismo.

En tal caso, mi propósito al escribir este artículo habrá sido cumplido.

FJSR, Noviembre 2018

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Los Simpson hicieron varias parodias de «In Search of…» con la voz de Nimoy.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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