Juan Carlos Salatino (1936-2023) fue un dibujante y pintor argentino que participó de movidas espirituales que rozaron la ufología y otras experiencias espirituales. Su hija Luz, una escéptica profesora de Biología, cuenta aquí, con infinita delicadeza, quién fue su padre a través de recuerdos, fotos familiares y obras. ¿Qué más podemos saber de un artista que creía en un Jesús cósmico? Mucho más de lo que sugieren nuestros prejuicios.
PROLEGÓMENOS DEL EDITOR
Si te ofrecen una caja llena de libros antiguos de ovnis ¿la aceptarías? ¿Cómo negarse a revisarla y buscar entre esos títulos algún tesoro perdido? La profesora de Biología Luz Salatino (*), me contó un amigo que tenemos en común, el biólogo Leonardo Martín González Galli, tenía una caja llena de libros antiguos de ovnis que no iba a leer. Habían pertenecido a su padre, Juan Carlos, y quería que pasaran a manos de alguien que los pudiera aprovechar. Acepté la donación pero le dije que necesitaba conocer la historia de su papá ufólogo. “Papá ufólogo”. Bueno, ya saben: los rótulos son mezquinos.
¿Cómo y por qué llegó un joven artista porteño a interesarse por seres extraterrestres? Luz, hija de Juan Carlos Salatino (1936-2023), intenta reconstruir aquí la biografía de “alguien que nunca fue para mí un padre convencional, con todo lo malo y lo bueno que eso implica; pero nunca me había cuestionado mucho cómo llegó él, un hijo de un obrero inmigrante italiano y una ama de casa, nacido entre guerras, a tener una biblioteca de esa naturaleza”.
Después de nuestro encuentro para hablar sobre Juan Carlos empezaron a surgir nombres familiares. Juan Carlos había acompañado a Pedro Romaniuk, llegando a ilustrar alguna tapa de libro, y fue íntimo amigo de Juana Queralt, una mujer amorosa a quien conocí en 1998, cuando empecé a reconstruir la historia del grupo Radar-1. Juana había sido muy amiga de Guillermo Romeu, fundador de una experiencia evangélico-plativolista que terminó mal.
Le hice notar a Luz que la figura de su padre podía trascender a su propia familia. Más allá de las lógicas dificultades para poder dar ciertas precisiones sobre su derrotero, ella intenta algo que pocos conseguimos: tratar de comprender a su propio padre. Entre los rasgos de la personalidad y el espectro de motivaciones que impulsaron a Juan Carlos, Luz concluye:
Para mi viejo, una especie de Giordano Bruno posmoderno, un único mundo con seres inteligentes no era suficiente ¡debía haber más!”.
Luz Salatino reunió detalles de su vida y los ilumina con cariño, sabiduría y comprensión. ¿Qué más se puede esperar de una hija? A veces, mucho más que amor.
Por Luz Salatino (*)
Cuatro hermanos en un departamento del barrio de Villa Urquiza abriendo cajas, armando otras, sacando polvo y moviendo muebles. Hurgando en la vida de un padre que acababa de dejar este plano de la existencia (cómo podría haber dicho él); luego de una vida que aquí, yo, una de sus hijas, estoy tratando de reconstruir.
Este relato es una quimera, engendrada en recuerdos, proyecciones y relatos. Es un retrato armado con fragmentos. Una narración que va teniendo sentido al mismo tiempo que se construye.
Como un grupo de arqueólogos de nuestra propia vida, mis hermanos y yo nos encontramos con una colección de libros de ufología que será lo que me sirva de excusa para hacer este homenaje.
Mi papá era un creyente. ¿De la vida extraterrestre inteligente? Sí, pero también de todo.
Mi viejo amaba intensamente, creaba intensamente, y creía más intensamente aún. Por lo que esos libros habían sido muy relevantes para él. En perspectiva, y adivinando también un poco, probablemente hayan sido sostén y distracción de otra parte importante de su vida (y de la de todos): su batalla para no ser completamente devorado por el dolor y la oscuridad.
Para mí, fue mi viejo, pero ustedes no lo conocieron, así que se los presento.
Se llamaba Juan Carlos Salatino y en las tarjetas de embarque probablemente ponía: “dibujante”.
Nació el 26 de junio de 1936 en Buenos Aires. Pero esto no había que decirlo cuando hacíamos un trámite, porque su fecha legal de nacimiento era el 9 de julio. En esos tiempos, se creía que los nacidos en fechas patrias quedaban excusados de hacer el Servicio Militar obligatorio. Cuando él explicaba esto, siempre remataba con: “¡Y al final, dos años en Campo de mayo me comí, ja!”. Así que esa es otra de las creencias fundacionales del carácter de mi papá, la única que cuestionó, probablemente.
Fue el mayor de los tres hijos de un inmigrante italiano operario de electricidad, y de una argentina hija de italianos. Así que en mi casa siempre se habló gritando y se dijo “te quiero” con un plato de ravioles con tuco.
Por lo que entiendo, su inclinación por el dibujo estuvo presente desde muy joven. Hacía retratos en lápiz de sus familiares y amigos. Pero en su adolescencia aún persistía un mandato de convencionalidad que pretendió complacer, por lo que inicialmente se anotó en la carrera de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires.
No pretendo ser biógrafa de mi padre ya que no cuento con la información para hilar toda su historia. Mi intención es magnificar algunas de las experiencias que, sospecho, debieron ser pivotales en su vida.
A los dieciocho años, cayó preso en la cárcel de Devoto a partir de una redada policial en un local de militantes anarquistas. Mi papá no era anarquista. Había estado ayudando a unos amigos a repartir panfletos (para referirme a algo que pasó a mitad del siglo XX, “panfleto” se ajusta mejor que “volante”). Había pegado la vuelta para su casa hasta que recordó que había dejado su paraguas en el local, donde se encontró con la desagradable sorpresa de los agentes de las fuerzas. Y así, pasó varios meses encerrado, no por convicciones políticas sino por ser lo que sí era mi viejo: muy distraído.
Es que era fácil distraerse cuando el mundo convencional te resulta aburrido. La imaginación de mi viejo era incontenible. Creaba imágenes, formas, escenarios (literalmente, escenarios: trabajó varios años como escenógrafo en el Teatro Nacional Cervantes) y realidades en las que era posible la existencia de seres viviendo en el centro de una Tierra hueca, de civilizaciones extraterrestres que luchan entre sí por protegernos o colonizarnos violentamente; para él, era un hecho la vida no corpórea después de la muerte, pero también la reencarnación, y Jesús era judío EXTRATERRESTRE.
Pero me estoy yendo por las ramas (de tal palo…). En la cárcel, mi viejo siguió construyendo mundos de lápiz y papel, y regalando retratos a compañeros de confinamiento, como el periodista Rogelio García Lupo. Porque mi viejo también decía “te quiero” con un dibujo o un óleo. Mientras escribo, elucubro que el encierro fue responsable en parte de que abandonara la carrera de Arquitectura y se decidiera a empezar Bellas Artes. Pero había que trabajar, por lo que nunca pudo entregarse completamente a sus mundos fantásticos, y tuvo que permanecer anclado a la vida de oficina en el Policlínico de Luz y Fuerza (el sindicato de trabajadores de la electricidad).
Por lo que yo considero contingencias de la vida, y que él llamaría destino, su paso por el servicio militar dejó más que moretones. Allí, conoció a Raúl, quien más tarde se casaría con una de sus hermanas; y a Domingo, cuya hermana se casaría con él. Así eran las cosas antes de Tinder.
Matilde fue la primera esposa de mi papá y, según averigüé, se conocieron cuando él tenía unos veinte años. En 1964, nació mi hermano mayor, Pablo Marcelo, y en 1971 Matilde ya estaba gestando a mi hermana. Dicen que su nombre, Marina, fue inspirado por las olas marplatenses de uno de los últimos momentos felices que compartieron. Matilde falleció en diciembre del mismo año, por complicaciones en el parto. Pocho (así le decían) se encontró atravesado por la tragedia con una beba y un niño que estuvieron casi totalmente al cuidado de mi tía por algunos años. Pocos meses después de la muerte de Matilde, y sin dar lugar a un atisbo de alivio al alma de Pocho, falleció su papá, mi abuelo Domingo.
LOS SALATINO I. Izq.: mi papá y mi hermano Pablo, quizá en Mar del Plata; der: festejo familiar en el que se pueden ver a mi papá junto a su esposa Matilde y a su papá, Domingo.
Y aquí, necesito que el relato respire, y aferrarme yo también a esos libros para alejar un poco la oscuridad.
Mi interacción con los intereses extraterrestres de mi papá pasó por varias etapas: curiosidad, miedo, mucho miedo, fascinación, discusión, cariño. Si bien creía en muy poco de lo que estos libros decían, los quiero, más no tengo espacio físico para albergarlos.
LOS SALATINO II Izq.: yo, discutiendo sobre algo con mi viejo; seguramente, exigiendo pruebas que él nunca necesito sobre la vida extraterrestre o la Tierra Hueca. Detrás, mi hermana menor, Malena. Der.: el cuadro que se ve de fondo es el mismo en el que aparecen un plato volador y Freud psicoanalizando un esqueleto con una computadora.
Y es aquí donde entra Alejandro Agostinelli, editor de este sitio y el culpable de que yo los esté aburriendo con este largo epitafio.
Un amigo en común nos puso en contacto con la hipótesis, luego validada, de que esta colección podría interesarle a Ale. Y ustedes lo conocen mejor que yo, por lo que saben que, para él, los libros sin las personas detrás, no son suficientes.
La promesa de juntarnos a hablar de mi papá y de su afición por la ufología sobrevoló eventos y mensajes de Whatsapp por casi dos años. En ese tiempo, me ocupé de recuperar parte de la información que constituye esta quimera.
Finalmente, el último día de julio de 2025 esa charla se concretó. Y aquí estoy, motivada por la pregunta: ¿Cómo y por qué llegó mi viejo, un joven artista porteño, a interesarse por seres extraterrestres?
Y, como para todo lo que vale la pena en la vida, no encontré una respuesta, pero sí pistas y más preguntas.
Mi papá nunca fue para mí un padre convencional, con todo lo malo y lo bueno que eso implica; pero nunca me había cuestionado mucho cómo llegó él, un hijo de un obrero inmigrante italiano y una ama de casa, nacido entre guerras, a tener una biblioteca de esa naturaleza.
Hoy entiendo que el dolor fue clave en ese camino.
Mi fuente a partir de aquí fue mi madre, el segundo gran amor de mi viejo. Se conocieron a finales de 1974 mediante una prima de él (ya saben cómo era la cosa, sin Tinder). Ella era una joven estudiante de psicología que, en contra de sus propios mandatos familiares, había decidido convivir con un hombre trece años mayor, con dos hijos que desde entonces la consideran su mamá.

LOS SALATINO III. Mi viejo meditando, a la izquierda, y a la derecha retrato de Jorge Marti, un caricaturista que tomó clases con él. Abajo, mi mamá (Marité) y yo. A la derecha, mis padres, mi hermana Marina y yo.

UNA VIDA ENTRE PIRÁMIDES. Arriba, frente a la Pirámide del Museo del Louvre, encargada por François Mitterrand en 1983 al arquitecto chino-estadounidense Ieoh Ming Pei. Abajo, acuarela que mi papá le dedicó a mi mamá por su cuarto aniversario, en 1978. Der.: Otra acuarela de esa época, cuando la temática pirámides predominaba. Para mi papá, habían sido diseñadas y construidas por una civilización extraterrestre.
Mi vieja, Marité para ustedes, recuerda haber asistido a varios encuentros en “la casa de la viuda de Vitarella”. No sabemos quién fue el tal Vitarella y yo solo puedo elucubrar que se trataba de alguno de los círculos de artistas a los que pertenecía mi padre. Si bien no recuerda bien cómo llegaron allí, sí sabe que se compartía un interés además del arte: la Teosofía.
Marité también recuerda que Juanca (así lo llamaba ella), le contó su incursión en la Escuela Científica Basilio, que de científica tiene poco, luego de la muerte de Matilde.
Entonces algo comenzó a tomar sentido.
Ustedes no lo conocieron, pero mi papá nunca tenía tiempo para arreglar las cosas con mucha profundidad, si algo en casa se rompía: masilla Epoxi y cinta de embalar hacían su trabajo para mantener el objeto en funcionamiento. Y lo mismo ocurría con su salud mental. Mi viejo lidió con su dolor como pudo (como todos), y su manera de poder fue, en principio, el esoterismo. No soy quien para cuestionarlo, fue lo que tuvo a la mano (hablando de manos, en su colección también encontramos libros de quiromancia y de magia blanca).
Cuando le menciono esto a Ale, asiente con un gesto mientras revuelve el café con leche. Todo cobra sentido para él: son las típicas puertas de entrada de los campos conceptuales que nutren este sitio. De la Teosofía a la ufología solo hubo unos grados de separación de distancia. Y entre Ale y mi papá resultó que había menos de los que imaginábamos. Durante la charla, apareció el nombre de la hermosa y entrañable Juana Queralt, a quien Alejandro había entrevistado hacía unos años. Para Ale, Juana era parte del mundo de la ufología. Pero allí se enteró de que, además era la mejor amiga de mi viejo, y una excelente artista plástica. Ellos habían tenido el mismo maestro (Joaquín Luque), que para los artistas es un poco como haber sido hermanos.
AMIGOS Y MAESTROS. Arriba, mi papá junto a su maestro de Bellas Artes, Joaquín Luque. A la derecha, retrato al óleo de Luque por Salatino. Abajo, Juana Queralt en su casa de Vicente López, junto a su perrita y a algunas de sus obras. A continuación, retrato al óleo de Juana.
Juana formaba parte de las tertulias de las que yo participaba clandestinamente del otro lado de la puerta, hasta que el miedo vencía a la curiosidad. En ellas, la estrella era Pedro Romaniuk, con quien mi viejo había colaborado ilustrando las tapas de alguno de sus libros.
ARGENTINA, TIERRA BENDITA. Tapa ilustrada por Salatino que revela la idea de un Jesús extraterrestre. En el libro de Pedro Romaniuk (publicado en 1977 por Editorial Larín, el sello del autor) no figura el crédito a Juan Carlos Salatino.
A principios de los noventa, la crisis golpeaba en casa y el sueldo de escenógrafo no era suficiente para parar la olla en una familia de seis. Tuvo que entrar a trabajar a la Casa de la Moneda. Formaba parte del equipo de dibujantes que hacía los grabados de los billetes de entonces, por lo que es muy probable que alguno de ustedes haya estado en contacto directo con parte de su obra. En esos tiempos de encierro en oficinas sin ventanas, otro hito golpeó la vida de Juanca: su separación de mi mamá. Eso hilvanó sus intereses con otros nuevos que se le iban presentando a medida que luchaba con su soledad. Esta vez, la masilla epoxi tomó forma de yoga y gurú indio en la Fundación Sai Baba. Asistió a varios encuentros y hasta soñaba con viajar a la India, cosa que no pudo concretar. Y, por su puesto, retrató a Sai Baba. Obra que donamos recientemente a la fundación.
DEVOCIONES CERCANAS. Integrantes de la Fundación Sai Baba Argentina, recibiendo la pintura que hizo mi papá.
Otro coqueteo fue con la Cienciología. A mediados de los años noventa, lo visitó un amigo de la juventud: el escultor exiliado en México, Marcelo Morandín. Tanto Morandín como su esposa e hijas mexicanas pertenecían a este sistema de creencias. Recuerdo que una de las niñas (que tendría como yo, unos 12 años) me había preguntado si sabía qué era la Cienciología; y si prefería a Luis Miguel o a Cristian Castro. No supe responderle sobre ninguno de estos aspectos.
Mi padre, esta vez al igual que yo, no se vio muy tentado con la invitación y se limitó a disfrutar del encuentro con su viejo amigo bajo sus propios términos. Morandín volvió a México y falleció en 1996.
AMIGOS DE LA JUVENTUD. A la izquierda, el grupo de amigos de mi papá, entre los que estaba el escultor Marcelo Morandín; a la derecha, el reencuentro en los noventa.
Pero hay algo que siempre me llamó la atención del comportamiento de mi papá: siempre se veía seducido por grupos que incluso algunos podríamos tildar de sectas. Sin embargo, había algo de su individualidad que para él tenía mucho valor y por lo que nunca quiso verse limitado por un único conjunto de creencias (asimilándolo al meme: si me defino me limito). Él necesitaba de su propio entramado particular de explicaciones, con sus contradicciones y sinsentidos, pero uno en el que todo tuviera lugar, que lo abarcara todo, porque Juanca tenía de todo menos bordes. Al margen de este análisis, no descartemos como factor su reticencia férrea a hacerse vegetariano, aunque lo intentó, hay que reconocerlo.
AUTORRETRATO. El colgante de mi papá fue hecho por él, era una pirámide con una cruz en el centro, también creo que tenía una piedra verde y el símbolo de Om. Su destino es un auténtico misterio. Nadie más lo volvió a ver.
Mi papá falleció otro día 26, pero de febrero, en 2023. Más allá del dolor, pudo vivir una vida plagada de amigos y familia que lo quisieron mucho. Su cabeza había abandonado la racionalidad unos meses antes, por lo que no fue del todo consciente de la enfermedad de su cuerpo. Su mente proyectó imágenes que reemplazaron las paredes de un hospital, como cuando juraba que estaba sentado en el teatro 25 de mayo admirando las molduras y los detalles de su restauración.
Yo crecí con intereses diferentes a los de mi papá (que paradójicamente me llevaron a conocer a Ale). A mi esta Tierra y la diversidad de seres que nos desarrollamos en ella me parecen lo suficientemente fascinantes sin tener que recurrir a explicaciones metafísicas. Para mi viejo, una especie de Giordano Bruno posmoderno, un único mundo con seres inteligentes no era suficiente ¡debía haber más!
Cuando mi papá creaba y creía, se iluminaba. Eso lo salvó de toda su oscuridad y por eso estoy agradecida. Por eso, y por la curiosidad que heredé de él, que a mí también me aleja de ella.
GALERÍA

TIEMPOS FELICES. A la derecha: retrato de mi abuelo Domingo; más abajo, retrato mío.
MÁS PISTAS SOBRE SALATINO: Óleo de futbolistas que hizo de adolescente; un acrílico abstracto; mate y pava de telgopor que hizo para una obra del Cervantes, poster de Sueño de una Noche de Verano, en la que hizo la escenografía.
SOBRE LA AUTORA
Luz Salatino es Profesora de Biología (UBA). Investigadora en formación en Didáctica de la Biología en el CEFIEC (Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, UBA). Es también editora de libros de texto y material didáctico de Ciencias Naturales.
ATENCIÓN. Joaco, el hijo de Luz, también es artista.



























