Illuminati: génesis de la más testaruda teoría de la conspiración

La persistente idea de que una elite de poder secreta busca la dominación global ha ocupado durante años un lugar en la imaginación. Mike Jay explora los orígenes de esta teoría en los escritos de John Robison (1739-1805), un científico escocés que sostuvo que la Revolución Francesa fue obra de una célula masónica encubierta: los Illuminati.

Por Mike Jay *

Representación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 pintada por Jean-Jacques-François Le Barbier en 1789. Incluye el “ojo de la providencia” y el gorro frigio rojo, dos símbolos asociados a la masonería.

A principios de 1797, John Robinson era un hombre con una reputación sólida y consolidada desde hacía tiempo en el establishment científico británico. Había sido profesor de Filosofía Natural en la Universidad de Edimburgo durante más de veinte años, una autoridad en matemáticas y óptica; además, había sido nombrado principal colaborador científico de la tercera edición de la Encyclopaedia Britannica, a la que contribuiría con más de mil páginas de artículos. Sin embargo, a finales de aquel año su reputación había sido eclipsada por un libro sensacional que vendió mucho más que todo lo que llevaba escrito y cuyas ondas de choque continuarían resonando mucho después de que su trabajo científico hubiera sido olvidado. Su título era Pruebas de una conspiración contra todas las religiones y gobiernos de Europa, y lanzó al público de habla inglesa la perdurable teoría de que una vasta conspiración, ideada por una célula masónica encubierta, conocida como los Illuminati, estaba en proceso de subvertir todas las queridas instituciones del mundo civilizado en instrumentos de su plan secreto e impío: la tiranía de las masas bajo el control invisible de superiores desconocidos y una nueva era de «oscuridad sobre todo».

La primera edición de Pruebas de una conspiración se agotó en días, y al cabo de un año se volvió a publicar varias veces, no sólo en Edimburgo sino también en Londres, Dublín y Nueva York. Robinson había tocado un punto sensible al ofrecer una respuesta a las grandes preguntas del momento: ¿qué había causado la Revolución Francesa y qué había impulsado su sangriento y tumultuoso progreso? Desde su posición ventajosa en Edimburgo, junto con millones de personas más, había seguido con horror los informes de que Francia desmembraba su monarquía, desposeía a su iglesia y transformaba a su población oprimida y brutalizada en la fuerza de combate más despiadada que Europa había visto jamás… y ahora, bajo la estrella en ascenso del joven general Napoleón Bonaparte, estaba intentando exportar la carnicería y la destrucción a las monarquías circundantes, entre ellas a la propia Gran Bretaña. Pero Robinson creía que sólo él había identificado la mano oculta responsable de la erupción aparentemente sin sentido de terror y guerra que ahora parecía estar consumiendo al mundo.

La Liberté ou la Mort (1795) de Jean-Baptiste Regnault. Atención con el gorro frigio rojo, símbolo de la revolución francesa que algunos también asocian con la masonería.

Muchos habían situado las raíces de la revolución en las ideas de figuras de la Ilustración como Voltaire, Diderot y Condorcet, que habían exaltado la razón y el progreso por encima de la autoridad y la tradición; pero ninguno de estos filósofos, en su mayoría aristocráticos, había abogado por una revolución de las masas y, de hecho, varios de ellos habían acabado sus vidas en la guillotina. A principios de la década de 1790 era posible creer que los abogados y periodistas ávidos de poder del Club Jacobino habían azuzado a la mafia parisina en su frenesí destructivo para sus propios fines, pero en 1794 Danton, Robespierre y el resto de los líderes jacobinos habían seguido a sus víctimas hasta la guillotina: ¿cómo podían haber sido los titiriteros cuando sus propios hilos habían sido cortados tan brutalmente? Lo que Robinson proponía en las páginas meticulosamente documentadas de Pruebas de una conspiración era que todos estos agentes de la revolución habían sido peones en un juego mucho más grande, con ambiciones que apenas comenzaban a hacerse visibles.

La Revolución Francesa, como todos los acontecimientos mundiales convulsos antes y después, había estado llena de conspiraciones, alimentadas por la velocidad de los acontecimientos, el pánico de quienes se vieron atrapados en ellos y la limitada información de que disponían a medida que se desarrollaban. En Gran Bretaña, enemigos de la revolución, como Edmund Burke, habían afirmado desde el principio que «ya se están formando confederaciones y correspondencias de la naturaleza más extraordinaria en varios países», y en 1797 la mayoría creía (y con razón) que las sociedades secretas en Irlanda estaban conspirando con Napoleón para derrocar al gobierno británico e invadir el continente. El poder de la revelación de Robinson fue haber identificado en esa bulliciosa confusión de conspiraciones a un solo protagonista, una sola ideología y una sola trama general que cristalizó el caos en una lucha épica entre el bien y el mal, cuyo resultado definiría el futuro de la política mundial.

Adam Weishaupt. Este retrato fue presentado en Cagliostro: el esplendor y la miseria de un maestro de la magia (1910) de WRH Trowbridge.

La vasta conspiración de Robinson necesitaba una figura imponente, un papel para el cual Adam Weishaupt, el fundador de la Orden Bávara de los Illuminati, parecía un candidato poco prometedor. Obsesivo y dominante, Weishaupt desde el principio encontró dificultades para atraer miembros a su sociedad secreta, donde se esperaba que adoptaran seudónimos místicos elegidos por él, saltaran los obstáculos de sus estrictos grados iniciáticos: Novato y Minerval, Illuminatus Menor y Mayor, Dirigens y Magus, y asumieran papeles subordinados en su grandiosa pero desenfocada cruzada por la dominación mundial. Después de 1784, cuando la Orden había sido denunciada y prohibida por el elector de Baviera, Weishaupt se había exiliado a Gotha, en el centro de Alemania, y desde entonces parecía haber hecho poco más que escribir una serie de memorias taciturnas y autojustificativas de sus aventuras.

Sin embargo, había muchas cosas en la carrera de los Illuminati que ofrecían, al menos para Robinson, una visión de un plan mucho más expansivo y siniestro. El sentido mesiánico de Weishaupt sobre su propia misión y las extravagantes estructuras de la Orden insinuaban una organización mucho más grande que la que había sido expuesta, y su supresión había generado un furor bastante desproporcionado con el peligro que representaba. Se había convertido en un pararrayos para las profundas ansiedades de la Iglesia y la monarquía acerca de la agenda de la razón y el progreso que estaba siendo sembrada en toda Europa por la confiada vanguardia de filósofos y científicos. El furor de los Illuminati había generado cientos de diatribas, polémicas, folletos y hojas de escándalo, todos compitiendo para presentar las acusaciones más condenatorias de infamia impía. Eran estas fuentes las que Robison había pasado años examinando atentamente en busca de anécdotas y acusaciones que pudieran moldearse en las pruebas de la conspiración que ahora presentaba. Para el observador desapasionado, Weishaupt y sus Illuminati podrían haber ofrecido una metáfora elocuente de las fuerzas que estaban reconfigurando Europa, pero para Robison se habían convertido en la causa literal: el centro, hasta ahora invisible, de la red de acontecimientos que habían consumido al mundo.

Búho illuminati. La insignia original de los Illuminati bávaros: el búho de Minerva, que simboliza la sabiduría, encima de un libro abierto.

Puede que Robison haya sido un espectador distante del furor de los Illuminati, pero no fue un observador desapasionado. Si bien las Pruebas de una conspiración fueron una sorpresa (y en la mayoría de los casos una vergüenza) para sus amigos y colegas científicos había muchas razones por las que los Illuminati se habían presentado de esta forma ante él. Su descubrimiento resolvió sospechas y conflictos de larga data tanto en su vida privada como profesional, y concordó en particular con sus propias y curiosas aventuras en la masonería.

En 1797, el carácter de Robinson había adoptado un cariz grave y saturnino, muy alejado del temperamento alegre y amigable de su juventud. En 1785 había comenzado a sufrir una misteriosa enfermedad, un espasmo severo y doloroso en la ingle: parecía emanar de debajo de sus testículos, pero su origen preciso desconcertaba a los médicos más distinguidos de Edimburgo y Londres. Atormentado por el dolor y frecuentemente postrado, a finales de la década de 1790 se había convertido en una figura retraída y aislada; consumía opio con frecuencia, régimen que, según algunos de sus conocidos, lo hacía vulnerable a la melancolía, la confusión y la paranoia. Mientras las sucesivas crisis de la Revolución Francesa sacudían a Gran Bretaña, el pánico era particularmente intenso en Escocia, donde ministros y jueces avivaban constantes rumores sobre quintacolumnistas y células jacobinas secretas. Atormentado, fuertemente medicado y asaltado por noticias aterradoras del mundo exterior, Robison tenía demasiados hilos oscuros que tejer en la trama que llegó a consumirlo.

John Robinson. Retrato de 1798 pintado por Henry Raeburn.

La política también había ensombrecido su vida profesional.

Las ciencias físicas estaban bajo el control de otra revolución francesa, encabezada por Antoine Lavoisier. Durante la década de 1780, Lavoisier había derrocado la química del siglo anterior con su descubrimiento del oxígeno, a partir del cual pudo establecer nuevas teorías de la combustión e iniciar el proceso de reducir todas las sustancias materiales a una tabla básica de elementos. La revolución de Lavoisier había dividido a la química británica: algunos reconocían que sus experimentos técnicamente brillantes habían transformado la ciencia de la materia, pero para otros su terminología nueva y foránea era, como el sistema métrico francés y el revolucionario Año Cero, un intento arrogante de borrar el conocimiento acumulado y siglos de sabiduría, que incluían eliminar papel de Dios. El antiguo sistema de la química, con sus misteriosas formas de energía y sus lenguajes de esencias y principios, contenía fácilmente la idea de una fuerza vital y el misterioso aliento de lo divino; pero en el frío nuevo mundo de Lavoisier, la materia quedó reducida a bloques de construcción inertes manipulados por fuerzas mensurables de presión y temperatura.

Robinson nunca había aceptado las teorías francesas y en 1797 había incorporado profundamente la nueva química en su plan iluminatista. Para él, Lavoisier (junto con el químico experimental más famoso de Gran Bretaña, el ministro disidente Joseph Priestley) era un maestro iluminista que trabajaba en conjunto con logias masónicas infiltradas para difundir la doctrina del materialismo que sustentaría el nuevo orden mundial ateo. Robison reveló que los famosos salones de Madame Lavoisier, en los que se reunían los principales filósofos continentales, ahora eran lugares de celebración de sacrílegos ritos religiosos donde la anfitriona, vestida con las túnicas ceremoniales de una sacerdotisa ocultista, quemaba los textos de la antigua química. Por inverosímil que pueda parecer esta imagen, formaba parte de las pruebas que Robison había reunido en su libro; por ejemplo, el panfleto anónimo alemán en el que afirmaba que en los salones del gran filósofo barón d’Holbach se compraban hijos de padres pobres, niños a cuyos cerebros disecaban vivos en un intento de aislar su fuerza vital.

Iniciación de un aprendiz masón hacia 1800, grabado hacia 1805 y basado en el De Gabanon sobre el mismo tema fechado en 1745.

Los Illuminati se habían infiltrado en la vida profesional de Robinson, pero su conexión más personal con su conspiración llegó a través de la propia masonería. Había sido miembro del rito escocés durante décadas sin jamás considerar sus logias como algo más que «un pretexto para pasar una hora o dos en un fuerte de convivencia decente, no del todo desprovisto de alguna ocupación racional»; pero su carrera lo había llevado frecuentemente al extranjero, donde se sorprendió al descubrir que no todas las órdenes masónicas eran tan inocentes.

En 1770 pasó un año en la corte de Catalina en San Petersburgo, aprendiendo ruso y dando conferencias sobre navegación; durante el transcurso de sus viajes se reunió con otros masones y visitó logias en Francia, Bélgica, Alemania y Rusia. Lo que vio lo sorprendió: en comparación con el rito escocés, las logias continentales eran «escuelas de irreligión y libertinaje». Sus miembros le parecían consumidos por «el celo y el fanatismo», sus puntos de vista religiosos «muy perturbados por los caprichos místicos de J. Behmen [Jacob Boehme] y Swedishborg, por las doctrinas fanáticas y traviesas de los rosacruces modernos, por los magos, los magnetizadores, exorcistas, etc.’. Ahora, treinta años después, al recordar el ocultismo y el librepensamiento a los que había estado expuesto breve pero inolvidablemente, no tenía ninguna duda sobre el origen de la destrucción que había envuelto al continente.

Aunque Pruebas de una conspiración se convirtió en un atractivo éxito de ventas, la conspiración de los Illuminati nunca capturó la imaginación de la clase política británica como lo hizo en Europa continental. Una vez pasada la crisis de la Revolución Francesa, algunas voces conservadoras lo atribuirían al superior sentido común británico, pero en realidad Gran Bretaña en ese momento tenía amenazas y conspiraciones más serias a las que enfrentarse. Los Derechos del Hombre de Tom Paine, una obra mucho más incendiaria y radical que cualquiera de los «textos secretos» de los Illuminati bávaros, había vendido más de doscientas mil copias en su edición barata de seis peniques, una cifra por entonces insuperable. Con la flota británica convulsionada por motines y el gobierno luchando por contener protestas y disturbios masivos, no fue sorprendente que las acciones de una logia bávara disuelta hacía mucho tiempo pareciera menos que una preocupación apremiante.

Detalle de “Washington As Master Mason”, una impresión que muestra al presidente estadounidense George Washington presidiendo una reunión de la Logia Masónica de Alexandria, Virginia, por James Fuller Queen (1870).

El libro de Robinson, sin embargo, tuvo un impacto profundo y duradero en los Estados Unidos. Aquí, las fuerzas polarizadas de la revolución y la reacción que habían barrido Europa se estaban manifestando de una forma que amenazaba con dividir a los Padres Fundadores y destruir su incipiente Constitución.

Mientras que personas como Thomas Jefferson se veían a sí mismos como primos de una república francesa que se había liberado de los grilletes de la monarquía y con la que comerciaban en medio de los bloqueos navales británicos, otros fundadores como Alexander Hamilton, cuyo partido federalista favorecía un estado poderoso orientado a proteger la intereses de sus ciudadanos ricos, temía la infiltración de los ideales radicales de la revolución francesa. En un ambiente político recalentado donde ambas partes lanzaban acusaciones de traición, los federalistas aprovecharon con entusiasmo Las pruebas de una conspiración como evidencia de la agenda oculta que se escondía detrás de eslóganes que sonaban bien como la democracia, la abolición de la esclavitud y los derechos humanos. Las palabras de Robinson se repitieron incesantemente en los púlpitos y panfletos de Nueva Inglaterra durante 1798 y 1799, y Jefferson fue acusado públicamente de ser miembro de la Orden de Weishaupt.

Pero tales acusaciones nunca fueron fundamentadas; el ‘miedo a los Illuminati’ se desvaneció y los federalistas perdieron el poder, para nunca recuperarlo. Sin embargo, el episodio tocó una fibra profunda de la mentalidad política estadounidense y se ha entretejido en muchas paranoias y pánicos posteriores. Las ideas de Robinson continuaron siendo redescubiertas y reinventadas, e influyeron en la política moderna de maneras curiosas. La decana de la teoría de la conspiración moderna, Nesta Webster, se tragó su teoría por completo, pero luego llegó a creer que los Illuminati eran una cortina de humo: los verdaderos conspiradores eran el «peligro judío» cuya agenda, según ella, había sido expuesta con precisión en los Protocolos de los Sabios de Sión. Aunque más tarde Webster se relegó a los márgenes al unirse a la Unión Británica de Fascistas, su apoyo en ese momento tenía una base más amplia e incluso obtuvo menciones de admiración en el periodismo de Winston Churchill. «La conspiración contra la civilización data de los días de Weishaupt», escribió Churchill para el Sunday Herald en 1920; «Como ha demostrado tan hábilmente la historiadora moderna, la señora Webster, jugó un papel reconocible en la Revolución Francesa». Muchos en la derecha aislacionista continúan creyendo en la teoría de Robinson hasta el día de hoy: la línea oficial de la Sociedad John Birch, por ejemplo, sigue siendo que los Illuminati de Weishaupt «fueron los antepasados ​​del movimiento comunista y el modelo de los movimientos conspirativos subversivos modernos».

Una versión del reverso del Gran Sello de los Estados Unidos impresa en un folleto del Gobierno de los Estados Unidos de 1909 sobre el Gran Sello. Según Henry A. Wallace, esta fue la versión del reverso del Gran Sello que le llamó la atención, lo que le llevó a sugerir al presidente Franklin Roosevelt poner el diseño en el reverso del billete de un dólar.

Después de la muerte de Robinson tras una última crisis médica en 1805, su colega de Edimburgo, el geólogo pionero John Playfair, escribió una respetuosa memoria centrada en sus logros científicos pero no pudo evitar mencionar el trabajo por el que era más recordado. «La alarma provocada por la Revolución Francesa», sugirió Playfair con tacto, «produjo en el señor Robinson un grado de credulidad que no era natural en él». Era una credulidad, subrayó, que habían compartido muchos que no podían creer que la revolución hubiera sido un genuino movimiento de masas que reaccionaba a la opresión de un régimen tiránico; se habían aferrado a la creencia de que debía haber sido orquestada por una pequeña célula de fanáticos, y que la falta de pruebas de tal conspiración era en sí misma evidencia de la astucia de los conspiradores al ocultar sus operaciones a la vista del público.

El análisis de Playfair tenía mucho sentido, y podría aplicarse a muchos de los que posteriormente llegaron a creer en las teorías de Robinson y que continúan creyéndolas hoy. Pero si la conmoción del mundo moderno que surgía ante sus ojos había desequilibrado el juicio de Robison, también le había dado una perspectiva vívida, incluso visionaria, sobre los nuevos peligros que podrían resultar de arrebatar la política a la iglesia y la monarquía y colocarla en manos del pueblo. Forjada en el mismo crisol de toda ideología política moderna, desde el conservadurismo hasta el nihilismo, desde la anarquía hasta la dictadura militar, la conspiración de los Illuminati hoy es un mito moderno: no sólo en el sentido desdeñoso, dado que su base fáctica se evapora bajo el escrutinio, sino como una narrativa cambiante capaz de ir adaptando su significado para dar cabida a escenarios nuevos e imprevistos.

Desde la década de 1970, figuras de la contracultura desde Robert Anton Wilson en adelante lo han satirizado alegremente como una locura barroca del pensamiento conservador, pero esto no ha hecho más que aumentar su fama y mística: Ángeles y demonios de Dan Brown demuestra que los lectores actuales todavía disfrutarán de la obra no reconstruida de Robison. En la cultura popular y la religión antigua, la sátira y la política nacionalista, la conspiración Illuminati todavía resuena con su advertencia de que la luz de la razón tiene sus sombras, y que incluso la democracia más ilustrada puede ser manipulada por manos ocultas.

(*) Mike Jay ha escrito sobre historia científica y médica y colabora regularmente con London Review of Books y Wall Street Journal. Es autor de Psychonauts: Drugs and the Making of the Modern Mind y Mescaline, High Society y The Atmosphere of Heaven, entre otros.

Fuente: Public Domain, 2/04/2014.

¡Gracias Alejandro Frigerio por llamar la atención por el artículo al editor de Factor!

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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