Martín Bedouret es ingeniero en electrónica, vive en Córdoba y tiene 44 años. En 2016, recibió el diagnóstico de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Desde entonces, amigos, familiares y compañeros de trabajo le comenzaron a recomendar diferentes soluciones alternativas a la medicina científica. Al principio se resistió; luego empezó a ceder. Un amigo lo llevó a un autodenominado «biodescodificador» y participó de una sesión. Aquí cuenta su experiencia y explica por qué no corresponde considerar a esta oferta «alternativa» ni «terapia».
Por Martín Bedouret (*)
No me gustan los artículos escritos en primera persona, menos aun cuando el blog no es el mío, pero en este caso no me queda más remedio: tengo que hablar de mí, y para eso necesito presentarme antes.
Soy un ingeniero en electrónica de Córdoba capital, de 44 años, muy apasionado por la divulgación científica y la razón como el motor del progreso humano. Modestia aparte, me parezco a Stephen Hawking. No se hagan ilusiones, no voy a revolucionar la física teórica ni explicar cómo se creó nuestro universo, tampoco sé qué hay adentro de un agujero negro ni muchísimo menos, sólo me parezco en una única cosa: su enfermedad.
En marzo del 2016 me diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad neurodegenerativa que afecta a las neuronas motoras, que son las encargadas de controlar a los músculos voluntarios del cuerpo. Y acá viene la acción.
Como paciente de ELA, me han recomendado innumerable terapias alternativas, pero nada se compara con las veces que me han sugerido hacer biodescodificación.
A los pocos meses de mi diagnóstico, mordí el palito, confundido e ingenuo.
Arrastrado por un familiar cuya insistencia y noble intención de ayudarme parecía justificarlo, accedí a la demanda de visitar a “una persona que trataba problemas” en las sierras de Córdoba.
Aunque pregunté sobre el procedimiento, la explicación me confundió aún más, así que la duda fue un punto a favor del “tratador” de problemas. Cuando llegué al lugar, me hicieron pasar a una sala de espera, donde esperaban al menos cinco personas. “Esto va a ser eterno“, pensé. Y así fue. Casi dos horas de permanencia en la sala sirvieron para cuchichear en las conversaciones ajenas y conocer cuáles eran los “problemas” de aquellas personas. Dolor de rodilla, celiaquía y diabetes fueron los trastornos que logré escuchar. También había un hombre que no dejó trascender su problema, pero iba al baño con frecuencia. “Incontinencia urinaria”, fue mi diagnóstico.
Cuando me tocó el turno a mí, ingresé al ¿consultorio? El “tratador” me atendió desde el otro lado de su escritorio junto a una joven que no musitó una palabra en toda la sesión y se limitó a anotar en un cuaderno cada pregunta y respuesta. Nombres de familiares cercanos, hijos, fechas de nacimiento, y un extenso cuestionario acerca de mis gustos, intereses y pasatiempos fueron parte del interrogatorio. Tras leer las anotaciones y los garabatos del cuaderno, el hombre se paró junto a un calendario de pared y sentenció: “El problema está en el 27”. ¿Ah? fruncí el ceño. “Usted nació un día 27, su segunda hija nació un día 27, y apenas ella nació empezaron los síntomas de su enfermedad, hay que trabajar por ese lado”, aclaró
Lo que siguió de ahí en adelante no tuvo más sentido para mí, y me dediqué a refutar cada una de sus observaciones. El clima se puso tenso y el tratador decidió abruptamente cancelar la sesión. “Usted es demasiado racional, debe abrirse”, machacó, invitándome a retirarme. Fin.
Escuché por primera vez la palabra “biodescodificación” bastante después de la anécdota que acabo de relatar.
Ahora, un amigo muy cercano me convenció con la malgastada frase: “No tenés nada que perder”. Debo reconocer que en esta segunda experiencia pude controlar un poco más mis instintos racionales y evité entrar en discusiones. Sólo al principio.
A diferencia de la otra vez, yo ahora usaba silla de ruedas y mi forma de hablar ya evidenciaba algunas dificultades. Mi amigo me condujo hacia el ¿consultorio? del biodescodificador.
Lo primero que me llamó la atención al llegar al lugar fue la falta de un cartel, placa, o indicación sobre el tipo de terapia que se practica en ese lugar. Una casa normal, en una calle normal de un barrio normal: ninguna evidencia de que allí funciona un revolucionario consultorio capaz de poner patas para arriba a la medicina y curar la ELA.
Tuvimos que entrar a la casa por el garaje, ya que la silla no pasaba por la puerta principal, así que los perros del licenciado Guillermo me recibieron amigablemente. El acoso recién terminó a pedido del dueño de casa: “¡A la cucha!”, ordenó.
EL CONSULTORIO POR DENTRO
Me hizo pasar a una habitación acondicionada como consultorio, con un gran cuadro de las áreas del cerebro humano y algunos títulos de cursos realizados. Pude comprobar que el licenciado era realmente diplomado, ya que la pared también exhibía su título: ¡Licenciado en comunicación social!
La sesión fue más extensa esta vez y se desarrolló en dos partes.
La primera parte consistió en explicar las bondades del tratamiento, aclararme que todo depende de mí, y que si tenía la voluntad de caminar, volvería a caminar, pero debía creer que realmente era posible. Esta vez, al licenciado lo secundaba una mujer que parecía estar aprendiendo, una especie de pasante que de vez en cuando metía algún bocadillo, evidenciando que estaba haciendo sus primeras armas en la disciplina. Su explicación acerca de que las enfermedades graves eran consecuencia de un acontecimiento emocional traumático fue bastante más técnica que la disparatada teoría del “tratador”. Incluso me explicó que el conflicto biológico se podía ver en el cerebro por medio de una resonancia magnética con contraste en forma de anillos difusos.
Durante la etapa de mi diagnóstico casualmente me había sometido a una resonancia y fue entonces cuando aparecieron los primeros indicios de ELA. Pero el informe nada mencionaba acerca de anillos difusos. Luego aprendí que la aparición de estos anillos no tiene relación con ninguna anomalía biológica, y se debe a defectos en la calibración del escáner.
La segunda parte de la consulta consistió en una sesión de hipnosis. Jamás me habían hipnotizado. Y esta vez tampoco. El licenciado me pidió que me concentrara en alguna situación pasada de mucha angustia y que mantuviera los ojos cerrados durante la sesión. Se me ocurrió pensar en el tercer bochazo seguido en la misma materia cuando era estudiante universitario, ciertamente una experiencia que me hizo replantear si quería ser ingeniero o no. Me mantuvo veinte minutos pensando en la mismo, susurrándome a lo Tony Kamo e intentando hacer revivir aquella emoción. En la última parte de la hipnosis me pidió que identificara una palabra que definiera cómo sanar aquella emoción tan negativa, que explorara dentro mío y que me tome el tiempo necesario para que la respuesta represente fielmente mi pensamiento. Lamentablemente tenía los ojos cerrados y no pude ver la cara de mis interlocutores cuando lancé la palabra tan solicitada. Mi respuesta fue “estudiar”. Finalmente, había hecho consciente que para sanar tres brochazos en la universidad había que estudiar. Una pena, pensé que iba a sumergirme en un viaje lisérgico a lo más profundo de mi inconsciente, pero sin embargo apenas chapoteé en la superficie de mi conciencia.
La consulta terminó cuando empezaron mis preguntas, principalmente las re-preguntas utilizando conclusiones de la explicación previa del licenciado. De manera similar a la anterior, la conclusión era que mi racionalidad extrema interfería con la sanación y el tratamiento. El licenciado se retiró y fue a hablar con mi amigo, que me esperaba escoltado por los perros en el garaje. A través de la puerta entreabierta, pude ver el meneo de cabeza que le hizo a mi amigo, como diciéndole que había hecho todo lo posible, pero el paciente se resistía. Tras una corta conversación que no pude escuchar, mi amigo tuvo que abonar los honorarios de la consulta, en eso mi racionalidad no había interferido para nada.
MUCHA MARCA Y NINGUNA PATENTE
Cualquier biodescodificador que se precie de tal, reconoce al ex-médico Ryke Geerd Hamer como al padre de la criatura –digo “ex-médico” porque en 1986 su licencia le fue revocada por negligencia y mala praxis. Sus enseñanzas tienen tan poco rigor científico y son tan difusas que fueron el caldo de cultivo ideal para amalgamar con cuanta otra sabiduría pseudocientífica se le cruce. Desde el yin y el yang chino, hasta la sabiduría maya, pasando por la física cuántica, los biodescodificadores parecen ser capaces de mezclarlo todo y registrar sus engendros. Bioneuroemoción, decodificación biológica, autobioemoción, decodificación bioemocional, son algunas de las marcas que esta gente registra en el Instituto Nacional de la Propiedad Intelectual (INPI). Aunque no sucede lo mismo con las patentes. Mis búsquedas sólo me devolvieron un triste “No se encontraron registros” cuando se trata de inventos, procesos, métodos diagnósticos, terapéuticos y quirúrgicos. Mucha marca registrada y ninguna patente: no te aseguran que el método funcione, pero ellos se aseguran de que nadie les robe su marca.
Es imposible separar a la biodescodificación de la salud, o mejor dicho de su ausencia, la enfermedad. Los manuales de esta pseudoterapia son manuales de diagnóstico y tratamiento de las enfermedades, pero evitan utilizar esos términos, y al diagnóstico le llaman “encontrar el origen emocional”, mientras que al tratamiento lo denominan “toma de conciencia”. Por supuesto, nunca usan la palabra “cura” de la enfermedad sino “sanación”, es mucho más light, más espiritual y de paso mantiene alejados a los juicios por Ejercicio Ilegal de la Medicina.
En definitiva, si acudimos al médico nos hará un diagnóstico, y propondrá un tratamiento para curar (o aliviar) la enfermedad. Si vamos al biodescodificador, éste buscará el origen emocional para que tomemos conciencia y así sanar (o no) la enfermedad. Fíjense que la única palabra en común que usé en mi comparación fue “enfermedad”, algo que estos charlatanes saben perfectamente, y por eso esa palabra clave no se toca. No es cuestión de perder potenciales clientes y quedarse sin los enfermos de cáncer, parkinson, ELA, esclerosis múltiple, o cualquier otra, ¡total la biodescodificación no le teme a ninguna!
Todos ellos repiten la misma consigna: este tratamiento no reemplaza al tratamiento médico (aunque denostan a la medicina llamándola “medicina tradicional”), pero pocas cosas resultan tan injustas como cuando comparamos la verdadera práctica médica con este mamarracho pseudocientífico.
Mientras los médicos deben tener hasta el último de sus papeles en regla, incluyendo título, matrícula, especialidad y seguro de mala praxis, los chamanes sanadores gozan de una especie de limbo legal, no están sujetos a ninguna regulación o norma que los haga responsables de nada, y encima su color favorito a la hora de contratar sus servicios es el negro. En promedio, una consulta médica abonada por una obra social es de $500, mientras que una consulta de biodescodificación ronda los $4000, casi diez veces más. Ni siquiera mencionar la vocación y valentía de los médicos frente a la crisis del COVID-19, pero sin embargo no vimos a ningún sanador biodescodificando en las unidades de terapia intensiva, ni “sanando” emociones para inmunizar contra el virus, o en el frente de batalla combatiendo la pandemia y colaborando con la salud colectiva. ¿No persiguen la sanación de las enfermedades? ¿Qué mejor oportunidad que una emergencia sanitaria global?
Mi preocupación (y el principal motivo por el que escribo este artículo) es que la mayor parte de la gente de razón tiende a tratar este tema como estupideces inofensivas, cosas de mujeres con mucho tiempo ocioso o, simplemente, como farsantes demasiado evidentes. Pienso que por esta causa la biodescodificación ha llegado al punto en que nos encontramos hoy. Las redes sociales han potenciado exponencialmente el mensaje de los sanadores de todo, fundan institutos pseudo educativos, crean “carreras”, venden best-sellers, y hasta logran meter la cola en alguna que otra universidad (recomiendo leer la nota de Alejandro Agostinelli sobre el asunto).
Así, somos testigos del cambio cultural que estas ideas están provocando, desde los movimientos anti-vacunas hasta la falacia egoísta de que toda sanación está dentro de uno mismo, menospreciando a la ciencia verdadera, reemplazando el conocimiento profundo de la salud humana con creencia de sabiduría emotiva, y pulverizando el concepto de salud pública como un activo social de valor fundamental.
Me abruma que estas ideas seduzcan a tanta gente, que sea más atractivo creer que conocer y aprender, que la razón pierda terreno frente a la intuición, y que la ignorancia se reemplace por creencia de sabiduría. En definitiva, son las ideas lo que modifica nuestra cultura y generan cambios culturales. No debemos permitir cambios culturales que afecten a la salud; simplemente, son demasiado dañinos.
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