Cantautor, rocker y compañero poeta
La tarde del 22 de julio murió Palo Pandolfo. Tenía 56 años y el jueves, cuando se fue, ascendieron girones de recuerdos como instantáneas de colores desteñidos de nuestra generación que supo de su calidez, su bonhomía y su arte, desde Don Cornelio y la Zona en adelante.
Palo fue un poeta, un rockero que compuso música rioplatense, cerca de las preocupaciones líricas, sociales y políticas de los argentinos, o de la parte con la que compartió su sensibilidad.
Estuvo siempre tan cerca que la muerte no parecía una posibilidad, salvo en una época como la nuestra. Nunca nos cruzamos, pero cursó una división debajo de la mía en el industrial Ing. Luis A. Huergo, fue postpunk cuando muchos seguían siendo punks y su primera banda, Sempiterno, empezó a sonar fuerte y claro allá por 1979. Entrados los ’80 nos acompañamos en peregrinaciones con paradas en Cemento, Medio Mundo Varieté y El Parakultural. En verdad sí, un poco nos cruzamos.
El sitio donde se desplomó sin vida ya es el santuario de una nueva religión. Diego Trerotola visitó el altar el día después. Nos cuenta y nos muestra lo que vio y lo que sintió. Vale la pena.
A. Agostinelli
Texto y fotos: Diego Trerotola (*)
El diariero lo vio pasar «flojo» y luego Palo se desvaneció diez pasos después. Debe haber sido el último que lo vio caminando. Cuando se desplomó sobre Díaz Vélez había un enfermero que estaba en el banco BBVA por casualidad y llamó rápido al Hospital Durand en la otra cuadra, pero no pudieron lograr que sobreviva.
El diariero lo conocía porque pasaba por ahí seguido, la esquina de Hidalgo donde Díaz Vélez hace zigzag era una zona que Palo frecuentaba: se sentaba en la Tienda de Café, compraba facturas en Lolo y pastas en La Matildita. Para alguna gente de esos negocios, que lo atendió más de una vez, no era Palo, era un cliente anónimo más. El diariero me dijo que cuando lo vieron en la tapa del diario que anunciaba su muerte los vecinos recién supieron que era Palo, que era el poeta del rock del que hablaban las noticias.
El diariero también contó que Guido, un amigo canillita, se vino de lejos para pintar un stencil con una frase en el lugar donde Palo se desvaneció:
Así empezó un altar popular, que creció en ofrendas: un puñado de caracoles, una vela, unas flores rojas de plástico, una botella de Suelo Intuitivo, una lata de Brahma abollada, una rosa pálida envuelta en plateado y transparente, un pedazo de algo calcinado. Alguien también puso una foto y sobre la cinta blanca con la que la pegó escribió 1964 – ∞, pero la tinta azul se destiñó lo suficiente como para hacerlo casi ilegible. Otra persona, con marcador indeleble, escribió PALO VIVE. El stencil, la foto y la inscripción están sobre una puerta plateada, de un metalizado que refleja y desdibuja todo lo que pasa delante. Esa puerta guarda el último reflejo de Palo.
“Cuando no quede vida por mirar y te enteres de tu imagen proyectada, oh mi amor no te estrelles”, escribió en su canción «Imagen proyectada» de su primer disco con Don Cornelio y la Zona.
Eso que me dijo el diariero de que Palo pasó «flojo» me quedó retumbando.
Me pareció raro definir como «flojo» el andar de alguien. Y como «flojo» es antónimo de «duro», recordé mi canción favorita de Palo, «Tazas de té chino», uno de sus hits para molestar a la oscuridad. Allí dice que «es el cuadro de Coruro que murió duro y no pudo evitar el pavor.»
Quiero pensar que esa flojedad de Palo hizo que no sintiera ese pavor frente a la muerte. Porque la manera más hermosa de molestar a la oscuridad es mirarla a los ojos y decirle que no le tenemos miedo.
Así vivió y murió el poeta.
* Diego Trerotola es periodista, crítico de cine y estudioso de la cultura queer. Se lo encuentra en Twitter @diegot_rror , Instagram @diego.trerotola y Facebook
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