Esta no es una carta de despedida

El jueves 6 de mayo de 2021, a los 53 años, falleció el periodista Pablo Calvo.

Durante 26 días peleó contra una infección de Covid-19. No lo conocimos, pero quienes lo trataron, lo quisieron; es decir, tratarlo y quererlo fue una misma cosa para ellos.

Nuestra colega y amiga Cristina Mahne se encuentra entre quienes cuentan cosas extraordinarias sobre Pablo. Dice ella que su sensibilidad, su capacidad para no perder nunca de vista la función social del periodismo y para ponerse en el lugar de los otros fueron algunos de sus signos de identidad. “Hizo decenas de veces cosas como esta sin contarlo. Cuando convirtió algunas de esas acciones en crónicas ni siquiera tuvo la pretensión de inspirar, mucho menos de figurar. Solo lo hizo para compartir la alegría de ver feliz al destinatario de sus esfuerzos” escribió Cristina, quien recuperó esta crónica para inspirar en un momento especialmente malo del oficio y celebrar el cuarto año de la Red Laboral de Periodistas, un espacio que busca defender los valores que defendieron, y aún defienden, periodistas como Pablo.

PABLO CALVO. Cristina Mahne escribió un texto en homenaje a este periodista sensible y solidario que honró el oficio de contar historias.

Por Cristina Mahne

Transformar el dolor en acción, a través del ejercicio de la función social del periodismo. Ese era el faro. No hacía falta repetirlo, ni pontificar. Estaba asumido. Internalizado. Era la motivación, el objetivo, la razón de fondo detrás de la curiosidad y las ganas de contar. Era lo que había que hacer. Y Pablo, que lo supo desde siempre, simplemente lo hizo. Lo de “simplemente” es mentiroso. No era simple, no era fácil. Para ejercer la función social del periodismo había que poner el cuerpo, además del oficio. Había que invertir cabeza, ganas, sensibilidad, empatía, talento y esfuerzo, características que a Pablo le sobraban. Iba por la vida poniendo la mirada donde había dolor, no para explotar el morbo sino para arremangarse y aliviar. No tenía objetivos grandilocuentes, no esperaba halagos, no buscaba agradar ni ser reconocido. Encontró en las notas que escribía el modo de ser un enfermero de la palabra a partir del decir, que era solo el punto de partida. Contaba lo que veía y hacía que lo que mostraba, cambiara. Y siempre para bien. Fue precursor de lo que se llama ahora Periodismo de soluciones, sin la ostentación de arrogarse haber resuelto nada. Pablo te enseñaba a andar en bici con un palito de escoba enganchado en el asiento, acompañando discretamente tus pedaleos iniciales hasta que vos, como aprendiz y sin darte cuenta, mantenías solo el equilibrio mientras él te aplaudía como si el mérito hubiera sido solo tuyo. Lo que hizo con Juan es importante y es especial por esa familia, pero sobre todo porque a pesar de su singularidad no fue la única en la que Pablo desparramó magia.

Pablo Calvo: poner el cuerpo e iluminar el camino (*)

Hizo decenas de veces cosas como esas sin contarlo. Busquen su libro sobre la expulsión de los mendigos en Tucumán, busquen sus notas. Hay pasión ahí, hay oído atento a las injusticias y hay cero ego: cuando convirtió algunas de esas acciones en crónicas ni siquiera tuvo la pretensión de inspirar, mucho menos de figurar. Solo lo hizo para compartir el ver feliz al destinatario o la destinataria de sus esfuerzos.

Pablo atravesaba la vida de las personas siempre dejando un haz de luz, una estela. Sin juzgar, sin mezquinar, sin especular, sin peros, sin condiciones. Sin dudar acerca de dónde estaba el bien: para calcular se inventaron los Excel, no corazones como el suyo. Era muy terrenal. Para él, el bien se hacía acá y ahora. Generoso, desinteresado, incansable, escribía una y otra vez mensajes dentro de botellas. Las tiraba al mar, pero nada de sentarse a ver qué pasaba: siempre les adosaba una brújula, daba las puntadas necesarias para que las realidades se transformaran. Conectaba gente, tendía puentes, encontraba salidas, construía alegrías. Hacía que la magia ocurriera por prepotencia de trabajo. Pablo, este pequeño homenaje colectivo pensado por quienes te queremos, busca honrar tu memoria, agradecerle a la vida el privilegio de tu amistad y esparcir un poco de tu luz vital.

Descansá tranquilo. Lo diste todo. Invertiste los escasos 53 años que estuviste en este mundo en transformar el dolor en acción. Y lo seguís haciendo: tu inspiración nos acompaña.

(*) Texto escrito a pedido de un grupo de familiares y amigos de víctimas de Cromañón que deseaba recordar al periodista en el blog Cromañón también nos enseñó.

 Juan y la carta de amor que venció a su tristeza *

Perdió a su hija y a su esposa en Cromañón. Y nunca había podido dejarles un mensaje por escrito porque era analfabeto. Durante 9 meses, el periodista Pablo Calvo le enseñó a leer y escribir. La fuerza de voluntad de Juan, con una ayudita de Pablo, le pudo ganar al dolor.  

Por Pablo Calvo

Juan corre por el hospital. Su princesa se está muriendo. La lleva en brazos, trata de fabricarle oxígeno. La beba tiene 10 meses y sus ojos están cerrados. Juan implora que la atiendan. Rompe un vidrio, está desesperado. No puede leer los carteles, está ciego. De golpe, el silencio los invade. Siguen abrazados, pero dos pulmoncitos de paloma se apagan. La princesa se durmió para siempre.

Luisana Aylén Ledezma fue la víctima más joven que tuvo la tragedia de Cromañón.

Allí también murió su madre, Griselda Ramírez, de 22 años. Y sólo se salvó Juan, el papá, uno de los empleados del boliche incendiado hace un año durante un recital de rock, en el que murieron 194 personas. Juan sobrevivió, pero no es tan cierto. ¿Quién dice que es vida andar por el mundo con el corazón acuchillado? Desgarrado, sin su princesa, Juan se internó en las oscuridades del dolor. Las cámaras de televisión lo tomaron con el brazo izquierdo vendado por las quemaduras. Fue uno de los primeros en llegar a la Morgue Judicial el 31 de diciembre de 2004, para reclamar 2 los cadáveres.

También fue uno de los primeros en dar testimonio en la causa judicial, donde tuvo que ser asistido por su hermana, porque no podía firmar una declaración que no podía leer.

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–Dénle un trabajo al pibe.

En la Casa Rosada, la voz del presidente Néstor Kirchner sonaba como la voz de Dios.

Los reclamos de familiares de las víctimas podían convertirse en un problema político.

Había que descomprimir la tensión.

–¿Cómo te llamás? –le preguntaron a Juan.

Juan Domingo Ledezma– contestó. Juan Domingo, como el general Perón.

La orden superior enseguida encontró eco. El «pibe», de 19 años, fue contratado como empleado de la Secretaría General de la Presidencia. Un funcionario lo acompañó hasta el shopping Abasto y le compró un traje, camisa, corbata y zapatos. Sus compañeros lo recibieron bien, pero algunos encendieron su egoísmo ¿Y cuánto va a ganar? ¿Es cierto que no sabe leer ni escribir? ¿Cómo andás, «Cromañón»?

Había que reforzar el rescate. Juan sólo fue a la escuela hasta tercer grado y había olvidado lo poco que aprendió. Una coordinadora de estudios de los empleados públicos lo sumó a la lista de alumnos de 2005. Y el Ministerio de Educación ofreció enviarle un alfabetizador.

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En 18 años de periodismo, la mitad de mi vida, aprendí que el destino suele preparar emboscadas. Uno puede ir hacia un lugar seguro, pero de pronto, algo que nos empuja a cambiar de dirección. Hace más de un año preparaba una nota sobre la Campaña Nacional de Alfabetización, que iba a convocar a voluntarios independientes de la política. Para poder contar la experiencia, en noviembre de 2004, hice el curso de capacitación en el Palacio Sarmiento. En Florencio Varela, una beba dormía en el pecho de su padre, debajo de un ventilador. Tenían un amor de caricias y miradas, ausente de palabras. Ella no tendría tiempo de aprender ninguna, ni siquiera «papá».

–¿Y qué te parece si te ponés al frente de un curso, hay siete adultos que viven cerca de tu trabajo y tienen ganas de aprender? –me tentaron.

Tenía que reacomodar horarios, suspender actividades y pasar más tiempo fuera de casa.

Mi hijo, de cuatro años, me sorprendía con la lectura de las primeras letras. Corría el riesgo de perderme esos momentos.

Ya parado al lado del pizarrón, con historias de pobreza que me miraban desde los pupitres, era tarde para arrepentirse. Sólo tuve tiempo para renunciar por escrito a los viáticos de 50 pesos que daban por mes. Luego de nueve encuentros, con el curso avanzado y los alumnos toreando a la ignorancia, recibí un llamado inesperado, que denotaba suma preocupación:

–Tenemos un caso muy delicado, un sobreviviente de Cromañón que perdió a su esposa y a su hija, y no sabe leer ni escribir. Es un pedido especial del Presidente… ¿vos te animás?

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Juan y Griselda se conocieron en una marcha piquetera. Ella tenía 18 años; él, 16.

Caminaban por la autopista de Avellaneda al Centro, en busca de justicia social.

Encontrarían algo mejor.

–¿Cuánto que le robo un beso? –les apostó Juan a sus compañeros de pechera amarilla, de la agrupación de Raúl Castells.

Nadie recuerda el petitorio político de ese día, pero sí que el amor entre Juan y Griselda quedó sellado a la altura de la avenida Caseros.

Quedaron envueltos por el dulce olor a galletitas Bagley, de la planta de Barracas, que al tiempo cerraría. El 6 de febrero de 2004 nació la princesa Lali. «Vino con la sonrisa dibujada, hasta cuando dormía sonreía», la recordaría tiempo después su papá.

Aylén, Griselda y Juan solían dormir la siesta juntos y abrazados, debajo de un ventilador. Los tres estuvieron un rato juntos el 30 de diciembre del año pasado, en el boliche donde tocaba el grupo de rock Callejeros, pero Juan tenía que trabajar.

Quedaron en verse después. Sólo que, a veces, el amor se interrumpe cuando uno menos se lo espera.

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No fue fácil empezar las clases. Juan faltó a las tres primeras citas, se escabullía y el resto del curso avanzaba, lo que iba a complicar su adaptación. Decidí ir a buscarlo, adonde fuera.

El encuentro inicial se dio en Somisa, un edificio de acero y vidrio pensado para una Argentina industrial, pero que se había convertido en oficina burocrática del Gobierno.

Comenzó entonces una suerte de cátedra itinerante, que iba a gastar nuestras suelas. Nos veíamos en el sindicato de los porteros; sobre la avenida Belgrano practicábamos la «B»; caminábamos hasta el Ministerio de Desarrollo Social para descifrar el destinatario de los sobres que le habían encomendado llevar; le mostraba el lugar exacto donde Evita, con «V» corta, había renunciado al poder; nos parábamos frente a carteles de una manifestación y mirábamos los titulares de los diarios en Paseo Colón. Nada alcanzaba.

De entrada, Juan recibió el consejo de no firmar nada, para no meter la pata, y su primera tarea fue pintar las rejas del helipuerto presidencial. La brocha gorda le ganaba al lápiz.

Pese al empeño que ponía, a Juan le costaba el abecedario, las sílabas, las palabras y las oraciones. Encima, cada tanto volvía a faltar. Yo me desanimaba. Hasta pensé en abandonar. Por suerte, el destino nos iba a enredar otra vez. Fue cuando Juan me tendió su cuaderno para preguntarme:

–»Lali» ¿se escribe así?

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Nuevo plan: decidí darle clases de apoyo en la Casa de Gobierno. De ahí no se me podía escapar, porque iba en su horario de trabajo.

Al principio, las chicas de la recepción de Balcarce 24 no entendían: «¿Cómo que viene a enseñarle a una persona a leer y escribir?, ¿acá?», me interrogaban. O me pasaban con el interno de otro Ledesma, con «s», asesor del jefe de Estado.

Juan venía a buscarme y juntos subíamos al primer piso. Entrábamos por una puerta del Salón de los Bustos que recordaba a la Década Infame, ya que a los costados estaban los yesos presidenciales del general Agustín P. Justo (1932-1938) y del radical alvearista Roberto Ortiz (1938-1942).

Alfombra roja, 42 escalones y llegábamos a Ceremonial, donde un funcionario de vieja data y buena onda, Jorge «Chiche» Aldea, nos prestaba su despacho. La Casa Militar ofrecía una videocasetera para que Juan pudiera ver las clases filmadas de la Campaña de Alfabetización. El secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, lo paraba en los pasillos para preguntarle si aprendía. Y los compañeros de oficina lo ayudaban.

Un día, Juan se olvidó el cuaderno y agarró el primer papel que tenía a mano. Fue la primera vez en la historia de la educación argentina en que la diferencia entre la «Ll» y la «Y» se estudió sobre una hoja con el escudo patrio en relieve y la leyenda «Presidente de la Nación».

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La carterita de Juan se parece a su vida. Agujeros, cierre gastado, recuerdos sueltos, lugares vacíos. La perdió en el colectivo, pero un empleado del Ministerio de Economía la recuperó y se la devolvió. En plena clase empezó a revisarla, cuando, de repente, sobrevino otra señal: el chupete rosa de Aylén se salió de la cartera y empezó a rodar sobre el cuaderno de Juan. Cinco segundos se convirtieron en mil años. Sólo los gorriones del Patio de las Palmeras se animaron a chispear.

–¡Cómo me gustaría algún día poder escribirle una carta! –suspiró Juan, quien sin saberlo planteaba el desafío de su vida.

–Yo te voy a ayudar –le prometí, cuando terminé de tragar saliva.

Lo acompañé al oftalmólogo porque se le cansaba la vista, pero también por miedo a que lo humillaran con el tablero de casitas, manzanas y zanahorias que les muestran a los que no saben leer. En el rincón del disimulo, le expliqué la situación a la doctora de turno, que se animó a probar con el tablero oficial de letras de distintos tamaños. Para nuestra sorpresa, Juan acertó una a una y al llegar a las más chiquitas, respiró hondo y sonrió.

La vista estaba bien, pasé a sospechar que era un problema de lagrimales.

Lo bueno fue que empezaban a notarse los progresos de Juan, que ya mandaba mensajes de texto por el celular, escribía el abecedario en la computadora y le prestaba atención a la correspondencia que tenía que trasladar.

–Si seguís así te van a dar un diploma. Hasta Kirchner te va a aplaudir.

–Andá.

La tragedia de Cromañón ocurrió la noche del 30 de diciembre de 2004 en República Cromañón, espacio ubicado en el barrio de Once de la ciudad de Buenos Aires, Argentina. El incendio, que tuvo lugar durante un recital de la banda de rock Callejeros, fue la desgracia social más grave en la historia de la música de rock y fue una de las mayores tragedias no naturales ocurridas en la Argentina:​ dejó un saldo de 194 muertos y al menos 1.432 heridos.​

Nueve meses hace que Juan y yo estamos encorvados sobre unos renglones azules, por momentos movedizos, por momentos esquivos. Nueve meses, el tiempo que se tarda en nacer.

Es demasiado tiempo, pero el entusiasmo y la bravura de Juan me dicen que hoy no es un día cualquiera. Más bien me avisa que hoy es «el» día.

–Yo te cuento mi idea y vos me dictás –me asocia a su aventura.

Por supuesto que sí. Juan acaba de cumplir 20 años y ha decretado que el milagro es hoy. Prepara una hoja y me dice que la llevará al cementerio, plastificada, para que no la arruine la lluvia. Saca una birome, agacha la frente y escribe:

Lali, mi amor:

Anoche pensaba que ya pasó casi un año que no te tengo. Todavía me cuesta creer que haya pasado lo que pasó. Todavía me levanto a la mañana y te busco por la casa. Es como un flash. En ese segundo siento que estás conmigo, pero enseguida te me vas. Me pasa lo mismo con tu mami.

De a poco estoy tratando de salir adelante y aprendí a escribir para poder hacerte esta carta.

Este primer año sin ustedes va a ser muy duro, pero por suerte recibí mucho cariño de la gente y me estoy levantando. Esa noche, mi alma se fue con ustedes, pero cada día yo siento que están adentro mío, muy cerquita de mi corazón.

Las extraño mucho y por siempre las voy a amar.

PAPA JUAN

* Pablo Calvo nació en Sarandí. Era licenciado en Comunicación Social de la UBA y docente en la Maestría de Periodismo Clarín-San Andrés. Comenzó a trabajar como periodista en la agencia de noticias DyN a los 18 años, y era editor de la revista “Viva” de Clarín. Fue autor de “La muerte de Favaloro”, “Los mendigos y el tirano” y dos libros sobre San Lorenzo: “Dios es cuervo” y “Los tesoros del Gasómetro”. Preparaba un quinto libro sobre su amigo Hermenegildo Sábat, el dibujante del matutino donde Pablo trabajó las pasadas tres décadas. Murió este 6 de mayo, el día de su cumpleaños. Por esta crónica fue finalista del Premio de Periodismo que otorga la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) de Gabriel García Márquez.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

Contacto: aagostinelli@gmail.com
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