Me contagié el virus por mi culpa. Me hisopé hace una semana –que nadie tema si le toca, es como un shot de wasabi– y empecé el calvario de la COVID-19. Empezamos: Tere también se la pescó y Emma, casi por milagro, dio negativo. Por suerte, mis hijas mayores, Cata y Chiara, ya se habían independizado. La sobrellevamos bien, sólo que estoy un poco maltrecho. Dolor físico, cansancio, cefalea. Lo que le pasa a casi todo el mundo si la cosa es leve. Según la guardia virtual del Hospital Italiano, mi sintomatología es rara: mi cráneo es una caja de resonancia, sufro de intolerancia al más mínimo sonido y estoy fóbico a la luz. Mejor lo digo yo, es una enfermedad medio extraterrestre y, pese a esa sensación de extrañeza, me sigue trepando un cosquilleo por la nuca cuando leo artículos sobre cómo los científicos logran podar la corona al virus.
No dije nada hasta hoy porque no vi el sentido. Necesitamos tranquilidad, no me gustan las cadenas de oración y tampoco servía a algún propósito. Ahora decidí contarlo animado por una ilusión, oh vana ilusión, de que contar mi experiencia le podría servir a alguien.
Otrosí digo: me pegué el virus por mi propia irresponsabilidad. Para ser claro: no exonero al Gobierno de la CABA de la demencial decisión de impedir el regreso a las clases virtuales ni al Gobierno nacional de haber tomado medidas con los tiempos del general Alais. Ahí están las principales causas del desamparo a nuestros médicos. De cómo, por pánico político, se pateó todo para más adelante permitiendo el colapso del sistema de salud. Pero mi idea no es ir por ahí. Quiero sumar otro punto. Decir que, cuando alguien cae, la culpa no necesariamente es del otro ni obra de la fatalidad. Casi siempre es resultado de un descuido personal. Es así: estás sentado alrededor de una mesa a un metro de tu amigo; cuando te estás por zampar ese roll de sushi o te vas a embocar la copa de vino, te bajás el barbijo. Ese módico gesto, en un pico trepidante como el actual, es peligroso. Durante la acción no te das cuenta. O sí, pero creés que pasa rápido. Es un toque y pasás a otra cosa. En ese ratito el virus secuestra tus células. Es lo que me pasó a mí. ¿Exagero? Creo que ni un poco.
Hace justo un año, cuando adherí a la cuarentena y al distanciamiento social, reclamé por campañas de prevención eficaces, y no las berretadas que vimos, o le discutí a los delirantes que le bajaban el precio a la pandemia, me atacaron varios amigos que compraron todos los boletos de la Conspiración. El más creativo me llamó esbirro del Nuevo Orden Mundial. La vacuna todavía parecía un sueño lejano. Y, para esa tribu, la única opción era veneno (y algunos lo siguen creyendo según el país de procedencia, porca miseria). En ese ínterin, por diferentes circunstancias, perdí a esos amigos; a los que no, les sugerí se comprometieran a no recibir atención en centros públicos de salud en caso de enfermarse por la “inexistente” COVID. Un par de ellos sintieron cagazo, la famosa eficacia simbólica del cagazo, y recularon. Que yo sepa, nadie firmó una carta renunciando a ser atendido por el sistema de salud pública.
En FactorElBlog, en las columnas que hice con Rey Sietecase en RadioConVos, en la serie Gravedad Zero El Lado Z de la Fe o en entrevistas destaqué el peligro de los negacionistas, los antivacunas y al latiguillo de los que apuestan a muertos inevitables por priorizar intereses mezquinos.
Hoy, que cumplo 58 pirulos, me pareció necesario recordar que también existe el micronegacionismo.
¿Cuál es? Justamente, ese descuido fulminante que te lleva puesto a vos o alguien de tu familia.
Se les quiere.
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