Hace hoy un año despedíamos al gran Mario Augusto Bunge, fallecido a poco de cumplir 100 años. Desde entonces, Factor no regresó sobre él. Quizá porque las circunstancias invitaron a tomarnos un año sabático, después de tanta intensidad. Quizá porque cuesta elegir un aspecto de su extraordinaria obra, o de su multifacética vida, para seguir rindiéndole homenaje.
Escasos días después de la muerte de Bunge, el editor de este blog recibió de su hijo Carlos Federico Bunge Molina, conocido por todos los amigos de la familia Bunge como Cantarito, una extensa carta cuyo espíritu se puede resumir en el título de este post y quizá con su primera frase:
“A mi entender, lo más importante de la obra de Mario es que describió y determinó qué es la filosofía, separándola del macaneo y de las trivialidades. Ese es, creo yo, el gran mérito de su tratado: un planteo general y ordenado sobre los problemas filosóficos más acuciantes, todos ellos abiertos a futuras investigaciones”.
Pero el motivo de su escrito era otro, una preocupación relacionada con una “fama” (una de las tantas “famas” que rodearon su figura pública) bastante lacerante, que a la postre no dejó de ser un estereotipo que el propio Mario contribuyó a crear: su “gorilismo”.
Pues bien, Cantarito, radicado en México desde 1976, recoge de su memoria los indicios que le permiten desmentir el pretendido antiperonismo de su padre. Y cuenta con detalle una historia que Mario, asegura, recuerda mal: la temporada en que estuvo primero preso, y luego desaparecido, a fines de la primera presidencia de Juan Domingo Perón.
Por Carlos Bunge Molina (*)
No, Mario Bunge no fue gorila. Él fue otra cosa, cualquier cosa menos gorila. Tuvo amigos y amigas gorilas, y eso me lastimó y me alejó mucho de él. Defendió a Marcelo Sánchez Sorondo (padre, hijo de Matías) con argumentos infantiles, debido a su íntima relación con MSS (hijo), quien aún está al frente de la Pontificia Academia de Ciencias del Vaticano, un tipo lúcido, también sobrino segundo suyo, un año más joven que yo (al borde de los 80).
Creo que la vergüenza de no haber entendido a Perón y, por consiguiente, al peronismo –se necesitan ambas cosas– fue tan grande que se autoincriminó más de la cuenta.
1. Mis amigos, los amigos de mi barrio que venían a jugar a casa, eran peronistas. Salvo Tití, quien tenía padres socialistas y su religión era el fóbal. Nunca escuché ni sentí que Mario tuviera la más mínima animadversión hacia mis amigos o hacia sus padres por el hecho de ser peronistas.
2. Cuándo murió Evita, en casa no hubo ningún comentario negativo hacia ella, aunque sí los había habido con anterioridad. En aquella ocasión visité a los papás de muchos de mis amigos. Recuerdo como si fuera hoy cuando la madre de Cacho Rodríguez, desesperada, me preguntó:
–Y ahora, Cantarito, ¿qué vamos a hacer?
– Hay que ser fuertes y seguir trabajando, le respondí, a mis 11 años.
Todos habíamos quedado conmovidos no tanto por la muerte de Evita sino por el sentimiento de desamparo que dejó en los hogares que yo frecuentaba casi a diario. Yo siempre fui muy consciente no solamente de la devoción que despertaba Evita en la clase media baja, sino también de la comunicación estrecha continua que había establecido Evita con su gente.
La Razón de mi Vida, que a mi hermano menor le tocó como lectura obligatoria en la primaria, más que crítica evocaba lástima y pena por una oportunidad perdida para denunciar las verdaderas razones de la inequidad y las injusticias de la pobreza.
En mi casa nunca sentí el menor atisbo de odio contra Evita, aunque mi padre sí hablaba fuerte contra Perón en reuniones con amigos universitarios, todos obviamente no-peronistas y algunos anti-peronistas.
3. Cuando ocurrió la infamia de los bombardeos de Plaza de Mayo en junio de 1955, mi viejo estaba azorado de la bestialidad de esos hijos de mil putas de marinos de Punta Indio y de la mierda de Miguel Ángel Zavala Ortiz que se fue con ellos a Montevideo.
4. Que yo sepa, mi padre se peleó con dos amigos cercanos porque se hicieron peronistas: con su primo segundo, Juan Manuel Bunge (quien le sobrevivió, casi llegó a cumplir 106 años y con quien se reconciliaría después de la caída de Perón), y con Rodolfo Puiggrós, con quien éramos vecinos en Balcarce y Garay. Yo había sido muy amigo de su hija, Adriana, y volví a ver y abrazar a Rodolfo y Adriana aquí, en México.
Con los vecinos, como Arsenio Sesto y mi gran amigo José Félix Rosales (hermano del líder ferroviario), entendió muy bien la posición de los obreros, y su trato con ellos no cambió, aunque sí su relación. No le parecía mal que los obreros votaran a Perón.
5. Nunca supe (ni puedo imaginar) que odiara o despreciara a alguien por el solo hecho de ser peronista, que es una característica del gorilaje.
Con sus colegas, sin embargo, fue diferente: despreciaba a aquellos profesores que se quedaron en la Universidad y consideraba incompetentes. Siguió siendo amigo de Enrique Gaviola y Alberto González Domínguez. Denigraba, en cambio, a cualquiera, bueno o malo, por el solo hecho de pertenecer a la Comisión de Energía Atómica.
Tuvo un profundo desprecio hacia la gran mayoría de los militares.
6. Para hacerla corta: lo que él llama en sus memorias Entre dos mundos (UBA, 2015) “una breve estadía en la cárcel” está totalmente distorsionado. Fue algo muy diferente, y lo recuerdo bien porque marcó mi vida profundamente.
El 10 de febrero de 1951, mis padres se quedaron hasta tarde con amigos, celebrando el 11 aniversario de su casorio. A las 3 AM del domingo 11, agentes de la policía de Florida vinieron a buscarlo.
El local quedaba en la Calle San Martín, a una cuadra hacia el oeste del inmenso pozo que habían hecho para la futura carretera Panamericana. El Comisario Riveros era el cacique indiscutido del barrio, que se extendía en un radio de unos 2 km de la Comisaría.
Mi mamá le dijo que fuera, que lo esperaría. Se vistió, destrabó la pesada tranca de hierro que impedía entrar a la casa, totalmente protegida en toda su extensión por rejas de hierro, y se entregó mansamente a sus victimarios.
No regresó. Los días siguientes, Mario Bunge continuaba desaparecido. En sus memorias, mi padre escribió que pasó una semana encarcelado en Florida. De entrada, a mi madre y a nuestros abogados les dijeron que él no estaba allí. Pasaron las semanas y la cosa se puso seria.
Los abogados Juan Carlos Sorondo, Raúl Fernández y Rogelio Galarce se ocuparon de hacer todas las averiguaciones, sobre todo el primero de ellos.
Había dos revólveres en casa, ambos «escondidos» detrás de unas toallas gigantes, que tanto yo como mi hermano habíamos descubierto desde muy niños. Una noche vino Sorondo, y mi mamá le entregó ambas armas: un 38 alargado y una 45 como la que usaba la Policía Federal en aquellos años.
Eran de la época en que habían querido matar a Mario, luego de la toma de la Universidad Obrera y de la quema parcial de los libros de su biblioteca. A raíz de esto tuvimos que pasar un mes interminable cerca de la localidad de Ascochinga, provincia de Córdoba, viviendo en una casa abandonada en el centro de un campo de zapallos, también abandonado, donde había más víboras que pájaros.
Mi hermano Mario, Bambi, era un recién nacido y yo aún no cumplía 3 años. Una mañana, vi como una boa larga, de más de 5 metros, pero de no más de 8 cm de diámetro, se acercó al carrito-cuna de mi hermano. Mi mamá salió de la casa desesperada con ajos, los echó dentro del carrito y regresó a la casa. Ajeno al peligro, yo le dije a mi mamá que mejor se llevara a Bambi lejos de ese lugar. Ella sólo atinó a jalar de mi brazo y meterme dentro de la casa, que era una gran sala con cocina incluida, y un baño pequeñísimo con un inodoro y un lavabo minúsculo. Los baños se tomaban afuera mediante baldazos de agua helada.
Todo esto debió ocurrir en febrero de 1944, porque ese año fue el terremoto de San Juan y cuando yo vi cómo el cable del que pendía la lamparita de luz oscilaba desde una pared a la otra y se lo dije a mi padre, que leía sentado en su cama, él me respondió: “algo muy grave debe estar ocurriendo en alguna parte”, y siguió leyendo mientras me mandó ir a dormir.
En marzo ya estábamos de regreso, y el 27 de marzo, cumplí tres años en cama con sarampión y recibiendo como regalo una lotería de 90 con sus cartones rojos, verdes, amarillos y azules. Yo descubrí los revólveres un día que estaba solo, aun con el sarampión, y se me ocurrió hurgar en la nueva casa que acabábamos de ocupar luego del fallecimiento de mi abuelo Augusto, y cuando mi abuela Marigen (Mariechen, o Mariquita) permanecía presa en el Buen Pastor de San Telmo. Allí, a mi abuela le quitaron todos los dientes a patadas, le había quedado solamente un diente aplastado contra su encía inferior. Cuando ella preguntó por qué le hacían eso, un policía le interrogó:
–¿Y usted quién es?
–Soy la viuda del Dr. Bunge.
–¿Y eso le parece poco? Al volver, les llevó meses hacerle una dentadura postiza. Me acuerdo de su felicidad al recibirla y de cómo se miraba en el espejo una y otra vez.
Regresamos al secuestro de Mario Bunge, quien tal vez no lo quiso recordar en toda su extensión porque se sentía en deuda con Perón.
El domingo 25 de marzo, en el que yo hubiera celebrado mis 10 años (cumplía el 27) fue un día triste y gris. Nos alegró la presencia de la familia de Raúl Fernández, que tenían dos hijas encantadoras: Mónica, de mi edad, y Glenda, 2-3 años mayor. Ése día me enamoré de Mónica. Fue mi primer enamoramiento, que no pasó a mayores.
Un tiempo después recibimos la gran noticia: Bunge estaba vivo y en la penitenciaria de La Plata, donde podríamos ir a verlo. Sorondo pronto nos iba a visitar para contarnos los pormenores. Desde su secuestro habían transcurrido alrededor de dos meses, no menos.
Sorondo nos explicó que había razonado así: si Bunge estaba vivo, el único lugar posible era la Penitenciaría de La Plata, ya que él y otros habían rastreado todos los centros de detención de Buenos Aires, de donde habrían obtenido informaciones fidedignas de que allí no estaba. Concertó una cita con el Director de la Penitenciaría de La Plata y cuando vio una enorme foto de Evita en la pared sintió que tenía la partida ganada:
–¡Si la admirable señora que tiene usted en ese cuadro se entera de que Mario Bunge está preso, usted no dura cinco minutos en su lugar!
El Director dudó un poco y finalmente reconoció que Bunge estaba preso en la Penitenciaría. Todos sabían del poder de Evita y de que sus convicciones y deseos no siempre coincidían con las del General. Y si bien el acceso (indirecto) a Perón era rápido, la comunicación con Evita era complicada e implicaba riesgos desconocidos.
Total, mi madre empezó una serie de visitas a Bunge en la Penitenciaría de La Plata, una o dos veces a la semana. Mi padre le pidió que le enviaran fruta, que repartiría con los otros 60 presos. Mi madre me pidió que le ayudara con las bolsas de fruta, pero no permitió que me acercara a la Penitenciaría, así que yo me quedaba en una plaza cercana leyendo Clarín, que en casa era considerado un pasquín comercial.
Al principio llevábamos nada más que uvas moscatel. Yo era el responsable de ir por 12 kilos o 16 kilos (si las había) a la verdulería de Joselín, en la Av. Mitre de Florida. Pronto se acabó la época de las moscatel y solamente quedaron las buenas peras de Río Negro, lo cual nos sitúa hacia finales de abril, principios de mayo. Desde entonces, pienso que mi padre debe haber regresado a casa en los primeros días de mayo, en la mitad del otoño, por el tipo de sol que había la tarde que regresó con su barba roja, que se la cortó a los pocos días. Era ese sol de Buenos Aires que es el que más me gusta, justo antes de los días grises del final del otoño.
Entonces, ¿por qué mi padre insiste en que solamente estuvo una semana preso? Por complejo de culpa frente al peronismo? ¿O será porque quiso modificar sus recuerdos sobre lo vivido, y salió airoso? Mario Bunge estuvo preso no menos de dos meses y medio, tal vez tres meses, y permaneció desaparecido bastante más de un mes y medio, más bien un total de dos meses. Fue una experiencia verdaderamente angustiosa, prolongada y horrible.
La misma noche de su regreso, nuestro amigo y vecino Juan Eresky lo vino a ver. Le dijo algo así:
–A ver, Mario, cuéntenos realmente cómo fue todo desde el día que se lo llevaron.
–Bueno, esa noche me llevaron a la comisaría de la Av. San Martín. Estaba medio dormido, entonces me apoyé en un codo sobre una mesa alta.
–Párese derecho –le espetó el Comisario Riveros, dándole un puñetazo que le rompió no menos de 3 costillas y lo dejó tirado en el suelo. No contó más detalles, así era mi padre: todo había que sacárselo con tirabuzón. No durmió bien del lado de las fracturas durante años, pero nunca se quejó frente a nosotros.
En la época, el hijo del Comisario, de mi edad, comandaba una patota de chicos mucho más grandes, que correteaban y golpeaban a los “judíos comunistas”, como decía él, o “judíos-comunistas-ateos”, como decían los gallegos ultras recién llegados.
Yo era de ideas comunistas y no lo sabían, pero me identificaban como judío por la enorme quinta en que vivíamos, y eso era suficiente para que más de una vez esos forajidos quisieran alcanzarme, sin éxito, ya que yo sabía escurrirme saltando las cercas donde no había perros. Era la única manera de sobrevivir para un contrera. Los verdaderos judíos no salían de sus casas sino para ir de prisa a otra parte, nunca para mezclarse con la barriada.
A los 10 años yo era el personaje más popular del barrio: el mejor jugador de fútbol y de bolitas, organizaba todo tipo de juegos, ayudaba a hacer los deberes, tenía una enorme biblioteca de la que prestaba cualquier libro por siete días –todos los chicos leían, los libros se prestaban y devolvían los domingos por la noche en mi cuarto, las chicas no existían.
Cinco o seis años más tarde coincidí con Riveros en bandos opuestos de un partido de fútbol. Entre nuestros jugadores había un alemán de apellido Pfeiffer. Faifa, un nazi agresivo que dejó desmayado de un puñetazo al joven Riveros, y tuve parar a ese nazi desgraciado para que no siguiera agrediéndolo en el suelo. Más tarde, después del partido y aún atontado, Riveros vino a verme y me dijo:
–¡Gracias Bunge!, siento mucho lo que «le hicimos» a tu padre.
No me lo volví a encontrar. Eran otras épocas, aunque en la Argentina aun somos un pueblo enfermizamente violento.
Mi padre estuvo incomunicado una buena parte del tiempo en el que estuvo desaparecido. Sufrió frío, eso lo admitió en su momento, minimizó las privaciones, y su pudor le impidió referirse a las vejaciones usuales de los animales que formaban parte de la policía argentina de esos tiempos.
Cuando en 1968 nació mi segundo vástago (Verónica Eva), un antiguo compañero de Exactas de finales de los 50’s me comentó:
–¡Te animaste a ponerle Eva!
Mi padre, en cambio, me agradeció el nombre Eva, en memoria de su hermanita, 1924-1925, fallecida a los 10 meses, que inspiró a mi abuelo Augusto una notable traducción del Fausto de Goethe, publicada en edición particular años después de la muerte de Augusto, ocurrida en 1943.
Otros serían los andariveles de Mario con el devenir de los años, pero tampoco debo ser el único que recuerda cosas.
- Dr. Carlos Federico Bunge Molina es físico teórico. Investigador Tit. C T.C.
ENLACE EXTERNO. Memorias. Entre dos mundos (UBA, 2015). Por Mario Bunge.
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