Los crímenes del régimen genocida argentino dejaron un tendal de espectros. Mariana Tello Weiss, antropóloga, psicóloga e hija de desaparecidos, explora en «Fantasmas de la dictadura» (Sudamericana, 2025) cómo los asesinados por la dictadura reclaman un lugar en nuestra conciencia, a través de testimonios que combinan dolor, memoria y espiritismo.
Por Alejandro Marinelli
En un país marcado por la ausencia de tumbas y la violencia de un régimen que desvaneció cuerpos, la antropóloga Mariana Tello Weiss, hija de desaparecidos, presenta un libro tan estremecedor como revelador. Publicado este año por Sudamericana, su obra bucea en los testimonios de familiares y vecinos que, entre sueños, visiones y señales, sienten la presencia de los desaparecidos de la dictadura argentina. Con un enfoque antropológico que entrelaza lo metafísico y lo histórico, Tello Weiss nos invita a preguntarnos: ¿cómo sanar a los muertos que aún vagan en el limbo de un “ni vivos ni muertos”? Su respuesta es un canto a la memoria, un esfuerzo por rescatar a estas almas errantes y darles, al fin, un lugar en la historia.
La autora nos recuerda que la dictadura procesista, a diferencia de otros regímenes fascistas y genocidas, no produjo cadáveres, cuerpos muertos en fosas comunes, sino desaparecidos. Por eso, T. Weiss caracteriza a la dictadura argentina como un “régimen de producción de espectros”. De entidades que, como justamente –con violento, humillante cinismo– decía la cabeza visible de ese régimen, Jorge Rafael Videla, “no están ni vivos ni muertos”. Estas víctimas han sido objeto de una “mala muerte” que ha impedido la realización de los rituales funerarios tradicionales destinados –desde mucho antes del cristianismo– a apaciguar a los muertos, y a asegurarse de que esos muertos apaciguados puedan así integrarse normalmente a la comunidad histórica de la que formaron parte cuando estaban vivos. A causa de la violencia del estado genocida, son seres que han sido relegados a un limbo; el poder desaparecedor los ha confinado a una “zona muerta”, como la película de David Cronenberg. Y en ese limbo estarán condenados a vagar eternamente. A menos que se los recuerde, se los rescate del olvido, se les restituya su nombre y su historia –ya que sus cuerpos son irrecuperables. A menos que se les adjudique socialmente –ante la ausencia de una tumba– un lugar que permita “fijar” a estos espíritus vagabundos. Un “lugar de memoria”, como dice el historiador Pierre Nora, que los rescate de esa “interfase” entre la vida y la muerte a la que han sido condenados por sus victimarios. Solo así, dice la autora, dejarán de espantar a los vivos, como en el libro “Los espantos”, de Silvia Schwarzböck: los vivos a quienes los muertos que no tienen descanso les demandan que hagan algo, para que así puedan descansar. Sólo entonces dejarán de acosarlos, de interpelarlos.

En la primera parte del libro, “Comparecencias”, T. Weiss recoge testimonios de familiares de desaparecidos y otras personas allegadas a la víctimas directas y los analiza en un espíritu que tiene mucho que ver con el de este blog: el de tratar de estudiar y entender las creencias; por qué se producen, cómo, dentro de cuál contexto y tradición histórico-cultural. Testimonios de familiares de víctimas que, en los años del terror, no solo hacían el tristemente habitual vía crucis de recorrer, en vano, juzgados, comisarías, iglesias, y aun cuarteles (riesgo extremo, sobrenatural valentía nacida de la desesperación), sino que, al mismo tiempo, y “pese” a tratarse en casi todos los casos relevados de familias de clase media con una gran preparación cultural y una firme adscripción a una tradición laica, consultaban a videntes y brujos. Otros familiares, gente igualmente portadora de un bagaje cultural plenamente inscripto en la “tradición occidental”, es decir más bien inclinados hacia la incredulidad, que le cuentan a la investigadora, no sin cierto pudor, que, en sueños o despiertos, han percibido, visto o escuchado signos de la presencia de sus familiares victimizados.

En la segunda parte del libro, “Convivencias”, la autora se ocupa de los testimonios de las personas de a pie, comunes y corrientes, que viven cerca de los lugares donde funcionaron centros de exterminio, quienes ocasionalmente afirman haber visto cosas en esos lugares o en sus cercanías. Vecinos cordobeses que viven cerca de La Perla, donde funcionó el mayor centro de exterminio de las provincias interiores del país. Docentes, trabajadores no docentes y estudiantes de una escuela que, increíblemente, funcionó en el mismo lugar –también en Córdoba, en Campo de la Ribera– donde hubo un centro clandestino.

En algunos casos se trata de vecinos testigos del “operativo” en el que, por ejemplo, varios jóvenes fueron secuestrados de una casa, llamada El Castillo, en un barrio de la capital cordobesa, donde había una residencia para estudiantes universitarios de otros países y provincias. Esos vecinos, al igual que quienes viven en la casa hoy y cuyo testimonio recoge la autora, saben lo que pasó –conocen la historia, literalmente–, y lo que afirman ver guarda relación con ese conocimiento histórico: con esa aprehensión de una historia terrible que la mayor parte de la sociedad o bien ignora, o bien interpreta con argumentos ad hoc provistos por las voces que bajan desde el poder permanente. En otras palabras, conocen al menos algo de quiénes fueron en vida los espectros: y lo que dicen ver, las señales que afirman recibir, guardan relación con ese conocimiento. No es el caso de los estudiantes –y en muchos casos tampoco de los profesores– de la escuela Florencio Escardó, inaugurada en 1990, en el mismo lugar donde estaba la cárcel militar que funcionó como el principal centro clandestino de Córdoba antes de que La Perla se transformase en el núcleo de las actividades genocidas del III cuerpo de Ejército. Esos estudiantes, esos profesores, saben que en ese lugar pasaron cosas terribles, pero ignoran exactamente qué. Y por eso las “leyendas urbanas” que circulan entre ellos remiten a un terror más difuso: luces, ruidos, etc. Lo mismo cabe decir para el caso de actuales soldados que atestiguan haber visto cosas mientras hacían maniobras en lugares donde hubo muertes masivas y siguen estando dentro de predios controlados por el ejército. Toda esa gente común, a excepción de los cada vez más escasos vecinos memoriosos, ve señales confusas, que se relacionan con la interpretación particular –igual de confusa– que dan a los hechos que llevaron a que se produjeran esas muertes de las que poco más se sabe (que hubo muerte). “Acá los militares tenían a los guerrilleros”, o “acá tenían presos”, son las interpretaciones dominantes, con poca o ninguna coincidencia con la realidad histórica del CDDE (Centro Clandestino de Detención y Exterminio): interpretaciones construidas con los escasos y distorsionados elementos que les proveen partes muy interesadas en que no se sepa verdaderamente lo que allí ocurrió. Así que, en general, esos testimonios de la “gente común”, tan alejada de la historia, no pasan de generalidades: como las cosas que dicen ver quienes viven cerca de los cementerios o de antiguas cárceles. Solamente cuando en esos antiguos lugares de terror se inauguran sitios de memoria, algo del saber histórico sobre esos terribles hechos puede difundirse, a partir por ejemplo de los encargados del lugar (no pocas veces sobrevivientes), un poco más allá del círculo restringido de quienes tienen un interés directo en conocer el pasado –incluso ese conocimiento se difunde entre miembros de fuerzas de seguridad oficiales encargados de la vigilancia nocturna de esos predios. Y ahí sí, cuando se tiene a alguien cerca a quién preguntar, cuando se empieza a saber (¿cómo interpretarían las visiones si hubiera sido de otra forma?), empiezan también las apariciones, los encuentros espectrales, los signos de esas presencias que buscan ser apaciguadas.
Todo lo cual nos lleva a pensar: ¿puede haber fantasmas donde no hay historia, donde no hay memoria, donde no hay conciencia (histórica)? En todo caso, no es esa la pregunta que busca responder el libro.
«Fantasmas de la dictadura», sobre todo, rescata y compila valiosos testimonios de familiares que desesperadamente buscan mantener vivos los lazos con aquellos de quienes nunca más se supo, a partir de un mal día de 1976 o 1977. Desde una mirada antropológica y cultural enfoca la dimensión metafísica que, también, tiene la historia. En este caso, la historia de las víctimas del régimen genocida argentino, y de los intentos de la sociedad –o al menos una parte de ella– de procesar esa (terrible) historia; de darle un cierre y un sentido.
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