En marzo de 2022, instituciones académicas de Ecuador, Chile y España presentan el libro “Astronomía, literatura y espiritismo. Camille Flammarion en América Latina”, editado por Verónica Ramírez, Elisa Sevilla y Agustí Nieto-Galan. Valparaíso (Ril editores), que reúne trabajos de varios autores iberoamericanos.
Las obras del astrónomo y divulgador Camille Flammarion (1842-1925) tuvieron alcance global, especialmente a través de sus obras de ciencia ficción, que eran algo así como un destilado de los conocimientos científicos de la época. No solo por sus hallazgos celestes y en cómo transmitía sus ideas, Flammarion también fue conocido por su adhesión a la hipnosis y luego al espiritismo, que atribuía a causas que la ciencia aún no había descubierto.
Sus ensayos y narraciones sobre la ciencia, el espiritismo y los dictados de su imaginación literaria influyeron en otras figuras de la época. Países como la Argentina fueron alcanzados por esa visión romántica y colmada de promesas de futuro, y su imaginario alrededor de la «aventura del conocimiento» se reflejó en publicaciones periódicas, libros y también en instituciones científicas y educativas que terminaron abarcando un público más amplio que el interesado en la literatura, la astronomía y el espiritismo.
El trabajo que publicamos a continuación, “Flammarion en Argentina: divulgación, espiritismo y temprana ciencia ficción”, es un fragmento del tercer capítulo del libro y primer acercamiento a la presencia del notable autor francés en medios locales.
Por Soledad Quereilhac. UBA – CONICET. Argentina
La obra de Camille Flammarion tuvo rápida y prolífica recepción en Argentina, sobre todo en la región del Río de la Plata, desde mediados de la década de 1870. Sus libros figuraron en los catálogos de las principales librerías muy tempranamente, tanto en francés como en castellano, éstos últimos en su mayoría provenientes de imprentas españolas. Una de las primeras referencias se halla en El Almanaque de Orión, de 1873, la publicación del reconocido periodista rioplatense Héctor Varela, que se editaba tanto en Buenos Aires como en París; allí se promocionaban Las maravillas celestes (1866) de Flammarion como parte de una colección sobre las nuevas “maravillas” del siglo XIX: desde la escultura y la arquitectura, hasta los insectos, los “monstruos marinos” y “el mundo invisible”.[1] Ya en 1881, en el Catálogo de la Librería Francesa de Espiasse y Escary, situada en la ciudad de Buenos Aires, las obras de Flammarion ocupaban una sección independiente, diferenciada del resto, en la que se consignaban 11 libros.[2] De allí en adelante, en otros catálogos de la ciudad –la Librería ‘La Maravilla Literaria’, la Librería de J. Bonmati– los títulos se incrementarían y seguirían conservando un lugar destacado, similar al que se le otorgaba a Jules Verne, signo de la enorme popularidad de sendos autores franceses que, cada uno desde su especialidad, hacían soñar al público con una variedad de mundos posibles. Sin embargo, no fue principalmente a través de los libros comercializados en librerías que la mayoría de los lectores y las lectoras del último cuarto del siglo XIX entraron en contacto con las ideas del astrónomo francés y –dato no menor– con su popularidad internacional. Fue, ante todo, en las páginas de diarios y revistas donde la palabra de Flammarion fluyó con mayor frecuencia y con una relación algo más inmediata con su enunciación original. La prensa argentina traducía y transcribía regularmente las colaboraciones de Flammarion en medios europeos, atenta tanto a sus intervenciones sobre astronomía como a sus declaraciones públicas sobre la legitimidad de investigar los fenómenos de la mediumnidad, las apariciones de los muertos y la trasmisión del pensamiento desde una perspectiva científica. También se publicaban, eventualmente, fragmentos de sus libros y, por supuesto, se incluían las reseñas y comentarios sobre cada nueva publicación. En un espectro ciertamente amplio y heterogéneo de publicaciones periódicas –desde semanarios ilustrados, diarios, almanaques hasta revistas científicas, literarias, espiritistas, teosóficas– y a lo largo de al menos cuatro décadas –el período 1870-1910–, los textos de Flammarion así como las referencias a su figura y a su obra fueron una constante de mayor o menor intensidad y de variada frecuencia, pero siempre inserta en el marco del interés de la prensa argentina por las resonancias que las ciencias tenían en el imaginario cultural.
Dentro de los temas asociados a las ciencias, el periodismo solía incluir, en una relación de contigüidad, zonas de la cultura de entresiglos que no necesariamente gozaban del mismo nivel de legitimación científica, o que de hecho aún no la tenían, ni la tendrían en el futuro. Artículos que informaban sobre las exploraciones de miembros de la Sociedad Científica Argentina a diferentes regiones del país podían convivir, en el mismo periódico, con otros que informaban sobre el estudio de las habilidades de los médiums que llevaban a cabo el psiquiatra italiano Cesare Lombroso, el físico británico William Crookes o el mismo Flammarion en sus respectivos países, y el punto en común que compartían ambos tipos de información era la perspectiva del redactor, que celebraba casi indistintamente los nuevos “avances” de la ciencia. Ciencia “oculta” y ciencia “materialista” –dos términos de época– confluían en el espacio contiguo de los medios de prensa, alentando una concepción aún inestable, pero sin dudas en constante ampliación, de “lo científico”.
Asimismo, en estos años, este variopinto espectro de lo científico constituyó toda una fuente de novedades periodísticas (y de “noticias”) sobre un mundo que se percibía en permanente avance hacia el progreso científico-técnico y en vías de descubrir aquellas zonas aún desconocidas del universo; un universo concebido como “un edificio todavía inacabado, pero cuya finalización no podía retrasarse por mucho tiempo; un edificio basado en los ‘hechos’, sostenido por el firme marco de la causas determinantes de efectos y de las ‘leyes de la naturaleza’ y construido con las sólidas herramientas de la razón y el método científico […].”[3] Este fenómeno no fue excluyente de un país o una región, sino que tal como han señalado las investigaciones sobre la historia cultural de las ciencias y las diversas formas de producción, recepción y usos del conocimiento científico de los últimos diez o quince años, se dio en toda Europa y las dos Américas, de manera más temprana o más tardía a lo largo del siglo XIX.[4] Es, entonces, a la luz de este particular protagonismo de las ciencias en tanto tema de interés general; de la frecuente cobertura por parte de la prensa de las obras, las teorías, los descubrimientos, los inventos y las figuras de los “sabios” desde una perspectiva tendiente a la maravillas y a la celebración; del lugar legitimado y a la vez dador de legitimidad que el discurso científico gozó hasta al menos las primeras décadas del siglo XX; y, en adición, de cierto solapamiento del discurso sobre las ciencias (y en ocasiones, del discurso propiamente científico) con las pertinencias de los espiritualismos y/o de lo otrora considerado mágico, que la recepción de Flammarion debe ser comprendida y evaluada en perspectiva.
Como han señalado los estudios sobre prácticas de lectura y formación de lectorados en el pasaje de siglos,[5] es importante recordar que el caudal de lectores y lectoras de periódicos multiplicaba por decenas a quienes leían libros; era en el ámbito de la prensa donde se formaban nuevos contingentes de lectores y en los que era posible asistir al trazado de imaginarios cohesionados en torno a lo actual y a lo simultáneo en la experiencia de una comunidad.[6] La sostenida publicación en la prensa vernácula de una importante cantidad de artículos, relatos y fragmentos de libros de Flammarion, en los que su hábil pedagogía para divulgar los estudios de astronomía se conjugaba con el entusiasmo por una “nueva” ciencia, reconciliada con los misterios del espíritu pero lejos del credo religioso, contribuyó también a potenciar un imaginario científico tan atravesado por la divulgación y las amalgamas espiritualizantes como por los efectivos avances de las ciencias positivas.
Foto: Soledad Quereilhac.
Flammarion representaba una atractiva síntesis del amplio mosaico cultural decimonónico en torno a las ciencias, las pseudociencias, lo experimental y lo desconocido. Su figura reunía el conocimiento disciplinar (al menos, en su figuración pública, que no necesariamente reproducía las eventuales críticas de la comunidad científica), las habilidades de un pedagógico divulgador, el interés por los fenómenos espirituales y psíquicos, el rechazo de los dogmas cerrados de la religión y del relato bíblico geocéntrico, y la defensa de una nueva espiritualidad religiosa que fuera compatible –y aun incorporara– los conocimientos modernos. A ello se sumaba el atractivo propio de su disciplina, que insinuaba poseer un objeto de estudio prácticamente ilimitado: el universo. En el siglo XIX, la atención por el cielo plasmada en la prensa y en ámbitos no especializados estuvo atravesada por el aura de la maravilla, un aura con destellos espiritualizantes, poéticos y propensos a la “aventura” que implicaba el descubrimiento de nuevos mundos, eventualmente habitados por otros seres vivos. Y en esa imagen de la astronomía como inagotable ciencia del futuro, Flammarion cumplió un rol fundamental.[7]
Por otra parte, en un plano ya menos imaginario y más vinculado al desarrollo concreto de las ciencias en Argentina, es importante recordar también que a partir de la década de 1870, el país asiste a la emergencia de las bases de un campo científico nacional: se fundan numerosas instituciones científicas, como Facultades y Academias ligadas a Universidades Nacionales, Sociedades y Círculos científicos, Museos, Observatorios, Zoológicos y Hospitales Públicos; llega al país, convocado por autoridades estatales, un número importante de científicos extranjeros, encargados de iniciar la formación de científicos locales o de poner en funcionamiento las nóveles instituciones; y en un plano ideológico, se produce la paulatina aplicación del discurso científico o cientificista para el “diagnóstico” de los problemas de la nación y de su sociedad, sobre todo bajo la forma del ensayo sociológico y/o de psicología de las masas de corte positivista (en un arco que va de José María Ramos Mejía a Carlos Octavio Bunge). Es decir, en Argentina esa percepción heterogénea y algo laxa del periodismo respecto de qué era materia científica en la época, convivía con la construcción misma de un campo científico vernáculo.
En el proyecto modernizador impulsado desde el Estado, puntualmente en el período en que Domingo Faustino Sarmiento, como presidente (1868-1874), diseñó y comenzó a poner en práctica una política científica exitosa, la astronomía se presentaba, “como una suerte de ciencia-piloto destinada a rebasar su significación científica, para convertirse en un agente eficaz del cambio ideológico social, papel que compartirá después, en pleno auge positivista, con el evolucionismo biológico”[8]. Bajo esta convicción Sarmiento concibe, impulsa y concreta la construcción del primer Observatorio Astronómico del país, en la provincia mediterránea de Córdoba, para cuya dirección convocó nada menos que al prestigioso astrónomo norteamericano Benjamin Apthorp Gould, graduado en matemática y física de Harvard, a quien había conocido en Estados Unidos a través de la viuda del pedagogo Horace Mann. Gould residió en el país entre 1870 y 1885, y llevó adelante diversas actividades de observación astronómica y vinculadas a la meteorología; entre ellas, se destacó la pionera fotografía del cielo austral (escasamente explorado hasta ese momento), cuyos resultados se volcaron en el libro Uranometría Argentina (1879) y en la publicación póstuma Fotografías cordobesas (1897). En el discurso pronunciado durante la inauguración del Observatorio, en 1871, Sarmiento expresó con claridad el rango que otorgaba a la astronomía en su proyecto de país:
Hay, sin embargo, un cargo al que debo responder, y que apenas satisfecho por una parte, reaparece por otra bajo nueva forma. Es anticipado o superfluo, se dice, un observatorio en pueblos nacientes y con un erario o exhausto o recargado. Y bien, yo digo que debemos renunciar al rango de nación, o al título de pueblo civilizado, si no tomamos nuestra parte en el progreso y en el movimiento de las ciencias naturales.[9]
A pesar de gobernar un país al que aún le faltaban más vías del ferrocarril, escuelas, hospitales y un amplio espectro de obras públicas, Sarmiento enunciaba, con aristas algo utópicas pero muy sintomáticas de época, el valor a la vez material y simbólico de contar con el desarrollo de un campo científico nacional, que se diera el lujo de ciencias ambiciosas como la astronomía.
Es en este marco en el cual la recepción, la divulgación, y los usos de la obra y de la figura del “sabio” Flammarion se producen, marco al cual el astrónomo sin dudas aportó su significativo influjo, que fue de doble faz: por un lado, abrió “poéticamente” la ventana hacia las maravillas celestes y encontró el tono perfecto a través del cual transmitir los conocimientos astronómicos de su época a los lectores no expertos, al tiempo que trasmitió una radical ampliación de la idea de lo posible y de lo concebible; por otro, puso su legitimidad de “sabio” al servicio de las creencias espiritualistas sobre la vida después de la muerte y los fenómenos psíquicos de variopinta naturaleza. Revisaremos, entonces, las estelas de sendas líneas en un amplio corpus de publicaciones periódicas de la época, incluidas las revistas de sociedades espiritistas y teosóficas, y hacia el final, en algunos relatos de temprana ciencia ficción, también publicados originalmente en soportes hebdomadarios.
REFERENCIAS
[1] El libro integraba la “Biblioteca de las Maravillas”, editada por la Librería Española de Hachette y Co. situada en París. (Almanaque de Orión, Buenos Aires-París, 1873).
[2] La única edición argentina que figuraba en ese temprano catálogo era La atmósfera (1875); el resto de los títulos habían sido editados en Madrid por la Imprenta Gaspar durante la década de 1870, a excepción de Historia del cielo, publicado en Barcelona por la Librería de Juan Oliveres. Los títulos eran: Contemplaciones científicas, Dios en la naturaleza, Lumen: Historia de un cometa; En el infinito: Narración sobre el tiempo y el espacio de un espíritu, Las maravillas celestes, Los mundos imaginarios y los mundos reales: Viaje pintoresco al cielo y revista crítica de las teorías humanas, científicas y romancescas, antiguas y modernas, sobre los habitantes de los astros, Últimos días de un filósofo, La pluralidad de mundos habitados, Las tierras del cielo y Astronomía popular. Cfr. Carlos Abraham, “Apéndice II: catálogos de librería”, en La literatura fantástica argentina del siglo XIX (Buenos Aires: Ciccus, 2015), 693-694.
[3] Hobsbawm, Eric, La era del Imperio (1875-1914) (Buenos Aires: Crítica, 1998) 253.
[4] Véanse en la bibliografía los trabajos de Will Tattersdil (2016), Matthew Lavine (2013), Soledad Quereilhac (2016), Simone Natale (2016), Dante Peralta (2016), Agusti Nieto-Galan (2010).
[5] En su ya clásico trabajo sobre la conformación de lectorados en Argentina en el período 1880-1910, Adolfo Prieto establece una distinción que marca un antes y un después en los estudios sobre prensa, literatura y cultura del período: él observa que los nuevos contingentes de lectores y lectoras, producto de la alfabetización escolar y de la masiva inmigración europea, inician su práctica a través de periódicos y no necesariamente a través de libros; y que el volumen de publicaciones periódicas creció en el país en la medida en que esos lectores crecían. “La prensa periódica vino a proveer así un novedoso espacio de lectura potencialmente compartible; el enmarcamiento y, de alguna manera, la tendencia a la nivelación de los códigos expresivos con que concurrían los distintos segmentos de la articulación social. En Europa este espacio común de lectura se consolidó a mediados del siglo XIX, luego de un proceso varias veces secular en el que los circuitos de la lectura popular y la culta habían seguido líneas de dirección si no paralelas al menos visualizadas como profundamente distantes. En el caso argentino, esa consolidación se establece de hecho, sin que el circuito de la literatura popular pudiera invocar el dominio de una fuerte y distintiva tradición propia.” (Prieto, Adolfo, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires: Siglo XXI, 2006, 14-16). El trabajo de Prieto, publicado originalmente en 1988, se encuadra en la misma línea que los trabajos de Roger Chartier sobre prácticas de lectura y sobre la historia del libro y de la edición. Comparte, también, la concepción de la lectura como acto creativo, trasformador, y por lo tanto activo, del texto: “tanto como por la pluma del autor o las prensas del librero-editor, el texto es ‘producido’ por la imaginación y la interpretación del lector que, a partir de sus capacidades, expectativas y de las prácticas propias de la comunidad a la que él pertenece, construye un sentido particular” (Chartier, Roger, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural. Barcelona: Gedisa, 1991, VI).
[6] Cfr. Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas (Buenos Aires, FCE, 1993).
[7] Agustí Nieto-Galan sostiene, por su parte, que Flammarion asoció la astronomía con un “mensaje de paz a través del espectáculo del cielo, que permitía extrapolar la armonía natural a la armonía social ante las tensiones contemporáneas de las sociedades industriales”. Agrega asimismo que Flammarion “potenciaba el cultivo libre y democrático de la ciencia como evasión ante los problemas cotidianos, donde los amateurs jugaban un papel fundamental”. Nieto-Galan, A. “La ciencia en la esfera pública del siglo XIX: géneros, discursos, apropiaciones”, Cultura, escritura y sociedad, nº 10, 2010, 72.
[8] Montserrat, Marcelo. “Sarmiento y los fundamentos de su política científica”, en Ciencia, historia y sociedad en la Argentina del siglo XIX (Buenos Aires: CEAL, 1993) 71.
[9] Reproducido en Babini, José, Historia de la ciencia en la Argentina (Buenos Aires: Solar, 1986), 162.
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