Estar al frente de un consultorio médico no es tomar notas con la cabeza gacha y que pase el que sigue. El paciente merece ser tratado como una persona. Es alguien que debe ser escuchado, considerado y valorado, en su historia personal y en su subjetividad. En esta nota, el neuropsiquiatra Diego Sarasola escribe: “Escuchar implica tiempo, por supuesto, pero también implica disponibilidad, posibilidad de empatía, paciencia, interés, comprensión.”
“…yo tanto apruebo al joven en el que se encuentra algo de viejo, como al viejo en el cual se aprecia algo de joven…”
Marco Tulio Cicerón, “De senectute”, 45 a C
“Cuando se muere un viejo, es como si se quemara una biblioteca”
Atahualpa Yupanqui, (1908-1992)
por Diego Sarasola (*)
Anita S. estaba sentada enfrente de mí en mi consultorio, escuchando y negándose a aceptar las indicaciones que yo le daba desde mi supuesto lugar de saber, en beneficio de su salud. Le insistía obstinadamente que cumpliera el tratamiento que le había indicado, con la certeza de que iba a ser lo mejor para su bienestar. Me llamó la atención su terquedad. Los médicos estamos acostumbrados a la obediencia del paciente. Cuando me di cuenta que por esa vía no llegaría a ningún lado, intenté indagar sobre sus temores. ¿Por qué percibía yo esa resistencia a aceptar las indicaciones? En ese momento comenzó a desgranar su increíble historia personal. Ante mis ojos desplegó, como si se tratara de un antiguo manuscrito, su historia de vida. Había sido una pionera en su área, luchando toda su vida en un mundo de hombres, abriéndose paso valientemente ante los prejuicios de la época. Tenía ante mí, sin haberme dado cuenta, a una luchadora infatigable; y, claro, ahora seguía luchando; contra el tiempo, contra las pérdidas, contra quienes –como yo– pretendíamos decirle qué era lo que tenía que hacer.
Hubiera sido absurdo pretender otro comportamiento ante una persona mucho más joven, que le hablaba desde sus supuestas certezas, desde su seguridad impostada. Anita nunca había aceptado del todo los argumentos de autoridad, ¿por qué iba a aceptarlos ahora? Una vez que entendí esto cambié de actitud. Abandoné el paternalismo al que solemos ser tan afectos los médicos mostrándome como su aliado en la búsqueda de mejor calidad de vida, atendiendo a sus temores, reparando en sus objeciones. Escuchando, simplemente. Algunas cosas hemos logrado cambiar, algunas pudo entender y aceptar; otras, entendí y acepté yo. No fue fácil. No es fácil.
Cuando los médicos tenemos ante nosotros a un paciente, solemos olvidar rápidamente varias cosas. Una de ellas es que nosotros podemos estar en el lugar de paciente algún día (si es que ya no lo estuvimos); también solemos olvidar que los pacientes suelen esperar por una consulta durante semanas o meses y, entonces, debemos considerar la magnitud de la repercusión que puede tener cada palabra, cada inflexión de voz. Pero, sobre todo, creo que olvidamos que las enfermedades caen sobre personas, y esas personas tienen su historia, sus vínculos, su ideología, en fin, su subjetividad.
Si bien considero que la frase “no hay enfermedades si no enfermos” es incorrecta debido a que las enfermedades existen y tienen su modo de diagnosticarse y tratarse, es cierto que las enfermedades afectan a personas. Estas personas, a quienes llamamos pacientes, tienen su historia, sus ideas sobre la salud y la enfermedad, y un juicio formado sobre la vida y sus padeceres, incluyendo a los médicos y la medicina. El colega que no tenga esto en cuenta estará eligiendo mirar al paciente por el ojo de una cerradura y, por lo tanto, su accionar será equivocado, o en el mejor de los casos, incompleto.
La praxis médica no puede abstraerse del entorno cultural, de los valores sociales, de la percepción del tiempo (y de su pérdida). Hoy en día el paciente concurre al consultorio del médico buscando respuestas inmediatas, soluciones rápidas y, si éstas vienen acompañadas o toman la forma de un comprimido o pastillas, mucho mejor.
El acto de la consulta médica es sumamente complejo e involucra todo un juego de juicios, prejuicios, ideas, valores. Y en este juego se encuentran cara a cara dos subjetividades: la del paciente y del médico.
La mayoría de las enfermedades que producen un deterioro del sistema nervioso traen aparejadas un deterioro de la memoria, del comportamiento, del funcionamiento psíquico general. Sin embargo, salvo excepciones, conforme la enfermedad avanza, el paciente tiene y sostiene sus características previas de personalidad. Esto significa que el paciente atraviesa una variada gama de grises hasta llegar al cuadro instalado. Mientras atraviesa por estas vicisitudes se conservan sus característicos modos de vincularse, sus clásicos cuestionamientos y, a veces, cierta noción de que está enfrentando una enfermedad progresiva, lo cual genera angustia y no pocos interrogantes.
Una misma enfermedad, en similar estadio, puede ser interpretada, sufrida o temida por un paciente de modo radicalmente distinto uno del otro.
El arte de la medicina no consiste sólo en el saber técnico, en el hábil manejo de las estadísticas, en la capacidad de detectar enfermedades de difícil diagnóstico o en haber leído la última actualización publicada. Debemos tener presentes que una de las principales habilidades médicas, lamentablemente poco consideradas, es la escucha. Escuchar implica tiempo, por supuesto, pero también implica disponibilidad, posibilidad de empatía, paciencia, interés, comprensión. Se hará difícil acceder a la historia personal del paciente si no lo escuchamos, pero antes debemos saber que va a ser difícil el paciente acceda a abrir su intimidad y nos hable de sus vivencias, si no le demostramos que estamos dispuestos a escucharlo, si no percibe cierta invitación e interés en conocerlo. Es difícil que entendamos que un paciente que era cabeza de familia, que tomaba decisiones, ahora sufra porque no puede hacerlo y se resista a aceptar un rol más pasivo. Escuchar, conocer la historia del paciente, no sólo será crucial a la hora de entenderlo. También es una propuesta apasionante. Cuando un paciente empieza a perder lucidez, también empieza a perder en un sentido, su propia historia y, con él, desaparecen anécdotas, penas, amores, ilusiones. Suelo animar a mis pacientes a que escriban su historia, como modo de combate, como modo de resistencia, como modo de volver a vivir y luchar obstinadamente contra su desaparición.
Como pasó con Anita, esa increíble mujer que en su juventud supo plantarse, y aún hoy se posiciona con dignidad contra lo que ella percibe como un atropello por parte del médico; como pasa con tantos otros, escuchar la historia de vida del paciente, es el modo más humano de empezar a cumplir ese viejo y sabio precepto de la medicina, que indica que el deber del médico es “curar a veces, aliviar a menudo y acompañar siempre”.
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