Faltaba al Dossier CH la perspectiva de un humorista. Por sugerencia de nuestro amigo Daniel Riera (quien también hizo su contribución) accedimos a un texto de Esteban Podetti, quien nos autorizó amablemente su publicación. La misión del humor -escribe Podeti, su firma artística- es “degradar valores” al nivel más bajo posible para hacernos reír, reír para “recordar que nada es tan sagrado”, una reacción que “alivia y hermana”. Desde otro lugar, el cronista y dibujante Joe Sacco reaccionó con tristeza y autoreflexión respecto de la naturaleza de la sátira: “De hecho -escribió-, cuando trazamos una línea, generalmente estamos cruzando otra. Porque las líneas en el papel son un arma, y la sátira debe cortar el hueso de quién? ¿Exactamente cuál es el blanco?”.
En las tierras del enemigo. Por Esteban Podetti.
“Papá, ¿puedo jugar con el abuelo?” “Bueno, pero después volvelo a guardar en el cajón”.
El humor es degradación. Trabaja con la degradación de los valores, de las personas, del lenguaje y hasta de la autoestima. Al contrario del poeta, que trata de hacer al mundo más bello de lo que es, la misión del humor es rebajar al mundo a un nivel más bajo posible. ¿Por qué? Porque nos hace reír. Porque recordar que nada es tan sagrado nos produce un alivio y (si insistimos en encontrarle un lado noble) de alguna manera nos hermana.
Lo contrario de la degradación es, justamente, el homenaje. El homenaje y la elegía son el terreno del principal enemigo del humor, que es la solemnidad. Y de sus cultores, los recitadores de discursos y los ensalzadores de los valores y los nobles sentimientos. Porque aunque al humorista le gusta sentirse un filósofo o un revolucionario, en realidad es una especie de pibe medio rompepelotas en la edad del pavo: sus enemigos son el jefe tiránico y el dictador, pero también lo son el héroe, el santo, el poeta, el trabajador, la maestra de grado, la madre abnegada y hasta la víctima: la tarea del humor es encontrar el detalle estúpido en la cruzada más intachable y la tragedia más espantosa. En el camino se ofende a un montón de gente y nuestras abuelas nos quitan el saludo, claro, pero esa es la cruz que carga nuestra tarea.
Que un humorista homenajee a otro humorista es completamente contradictorio; va contra la naturaleza misma de nuestro trabajo. El humorista que se presta a un homenaje ha claudicado. Porque entramos a jugar el juego del enemigo (el juego de la frente surcada de arrugas y las palabras altisonantes), con sus armas, sus estrategias y sus ceremonias. He visto suficientes películas de artes marciales para saber que esto es un grave error. Durante un homenaje, el humorista debería ocuparse de lanzar ingeniosas ironías y, si esto no funciona, imitar al difunto con una voz graciosa, o tal vez bajarse los pantalones y mostrar el culo.
Pero claro, somos humanos. El otro día fueron asesinados humoristas por hacer su trabajo (sea a causa del fanatismo o de una diabólica estrategia política pro-OTAN, el tiempo dirá) y que yo recuerde es la primera vez que pasa algo así en la historia de nuestro gremio. Y nuestra primera reacción es “¡Homenaje! ¡Homenaje! ¡Duelo! ¡Elegía! ¡Dibujo de lápiz ensangrentado!”
Atribuyamos esta claudicación al shock y el espanto, pero tratemos de recordar que este no es el orden natural de las cosas: Hemos entrado al reino de los plomos alegremente y entregado las armas, la armadura y el rosquete.
¿Qué puedo decir ante esta derrota? Lo único que debería decir un humorista en estos casos: ¡Patapúfete!