Un día me pidió que le tomara una fotografía junto a su árbol favorito, en Plaza San Martín.

El sabor del jabalí: un cuento de Mariano Moldes

Mariano Modes. Un día me pidió que lo fotografiara junto a su árbol favorito, en Plaza San Martín, Buenos Aires. No recuerdo a qué habíamos ido. A lo mejor, a que le tomara una fotografía junto a su árbol favorito. Foto: Alejandro Agostinelli

Cada 5 de enero se cumple un nuevo aniversario de la trágica muerte de mi amigo Mariano Moldes (1966-2008)*, el agudo escritor, el sólido biólogo, el admirable divulgador científico, el tipo a quien Mario Bunge invitó a ingresar en la Universidad McGill a doctorarse en filosofía, ofrecimiento que declinó porque antes estaba el romance que comenzaba con quien sería su última mujer.

Al pie de este post vas a encontrar lo que publiqué de él y sobre él. En esta ocasión recupero y comparto un cuento inédito, que me envió poco después de una temporada en que trabajamos juntos en editorial Perfil, cuando yo todavía era secretario de Redacción de la revista Descubrir. Su ficción está impregnada de elementos del mundo real (y dentro de ese mundo vale destacar el submundo de aventuras paranormales y de luchadores contra la superchería que compartímos durante varios años), como se advierte en sus menciones a “los refutadores del CAIRP” (siglas del desaparecido Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudociencia), Fundación en la que fue «el hombre con todas las respuestas». Con ustedes, su cuento.

Mariano Moldes. Foto: Alejandro Agostinelli

Meses atrás un turista había sacado unas fotos sugerentes, sobre las que había consenso de que no habían sido trucadas, de un extraño animal que habitaría el lago Lácar. Las fotos no eran buenas y sólo mostraban un bulto alargado a media agua.

La Agrupación Anomalista «Explorar», de la que yo era miembro organizó un viaje al que nos gustaba llamar «Expedición», a fin de obtener fotos.

Nuestro sueño era regresar a la civilización, trayendo encadenado un monstruo prehistórico bramando y lanzando mordiscos; hasta lo veía moviéndose a saltitos como los dinosaurios animados cuadro-por-cuadro de las películas de acción viejas. El alma máter de «Explorar» era un ex músico de rock que andaba en los treinta, llamado Claudio Arregui, que ahora incursionaba en la parapsicología. Veía a «Explorar» como una plataforma hacia el renombre internacional en su actividad, y sus conexiones le permitían ayudar a la agrupación sin esforzarse mucho y sacar patente de héroe financiero. Para la Expedición, sólo nos consiguió un descuento en los pasajes. Un tipo básicamente asquerosito, que de entrada lo envolvía a uno con una cordialidad que le proporcionaba la confianza necesaria para verdugear y manipular. Cada vez que requería un esfuerzo extraordinario, armaba un caso como para demostrar que quien se negara era un hipócrita o un nenito de mamá. Cada nuevo requerimiento entrañaba un juicio independiente al anterior y de validez equivalente; no valían con él los conceptos de «historial» u «hoja de servicios».

A mis padres no les hacía mucha gracia que yo anduviera «perdiendo el tiempo» en «Explorar». No servía de nada pasarme horas recordándoles las buenas calificaciones que sacaba en mi carrera de Derecho en la UBA, o mi necesidad de distraerme. Esto desembocaba en unas peleas terribles que sólo fortalecieron mi determinación de descollar como criptozoólogo.

En Buenos Aires, Arregui había pintado a la Expedición como una inofensiva mezcla de «La Novicia Rebelde» con «La Aventura del Hombre». Pero al día siguiente de llegar a San Martín de los Andes nos había ordenado separarnos para peinar zonas prestablecidas, como para avistar la criatura del lago, llevando un mapa y una brújula. Los otros expedicionarios eran tipos curtidos que solían enredarse en charlas irritantes sobre sitios con nombres mapuches que me sonaban todos iguales, donde habían ido infinidad de veces.

-Pero no te podés perder, Mauricio. El mapa es claro y no vas a recorrer una extensión grande. A última hora de la tarde, se encuentran acá -señaló con el pulgar un lugar indescifrable del mapa- y si no, salen a buscarte. ¿Okey? ¡No nos podés fallar! ¡Este caso da para sacar fotos como para fregárselas por el hocico a los Refutadores!…

La sola mención de nuestros archienemigos debía galvanizar en mí un sentimiento de deber: «los Refutadores» eran la Fundación CAIRP – «Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudociencia», que nos trataban de charlatanes marginales. Los representantes de uno y otro bando habían chocado en programas televisivos de debate.

Recorrí trabajosamente la orilla del lago hasta cubrir una distancia que fue mucho mayor de lo que creía, y llena de subidas y bajadas pero sin ver monstruo alguno. Luego intenté cortar camino, pero cuando quise acordar me había sumergido en el bosque, y al lago era como si se lo hubieran afanado.

Teóricamente, yo tenía que estar arrobado por el paisaje de ensueño de los bosques que rodean a San Martín de los Andes, pero ahora no sabía dónde estaba y la certeza de que debería pasar aquella noche al sereno me hacía sufrir por anticipado. La soledad, la fatiga, la angustia de haberme extraviado y los alfilerazos de los tábanos estaban logrando que yo aborreciera no sólo ese lugar sino todos los imbéciles a quienes había oído hacerse lenguas de su belleza. ¡Lo único que faltaba era que lloviera o hiciera frío! Y yo me lo había buscado por fanfarrón e insensato. Después de mucho andar volví a encontrar al lago, pero eso no contribuyó a encontrar el camino. Mi enésimo intento por orientarme fue sobresaltado al oir un estampido seco, un berrido de animal, un tumulto de ramas rotas y un griterío. Esos sonidos en principio alarmantes hicieron que la euforia me dilatase el pecho.

¡Seres humanos! ¿Contrabandistas? ¿Cazadores furtivos? Que me fajaran, incluso que me mataran, cualquier cosa menos disolverme en aquella soledad diabólica.

Corrí hacia el punto de donde parecía provenir el sonido, y divisé un claro, donde se había reunido unas siete personas, hombres y mujeres. A primera vista su aspecto era bastante hippie: llevaban el cabello muy largo, y los hombres unas barbas crecidísimas, y se parecían entre sí como los retratos de jugadores de figuritas berreta. La ropa era tosca, de cuero cosido, y recordaba a las caracterizaciones de Buffalo Bill o Daniel Boone, pero sin
el gorro. Sin embargo, cuando los miré mejor descubrí un detalle alarmante y llamativo: todos iban armados. Tres de los hombres llevaban unas armas de fuego de culata corta, y el resto unas lanzas hechas de caña colihue (esta vez me acordé: siempre me confundo coihue y colihue, cuál es la caña y cuál el árbol). Entonces comencé a sentir un olor fuerte y penetrante, aunque no llegaba a ser desagradable: recordaba vagamente a una mezcla de caballo, cuero crudo y barro seco.

Si no eran de una secta, todo indicaba que estarían filmando una película, salvo por el nimio detalle de que no se veía ninguna cámara, trípode o cachivache del oficio. Quizá los actores estaban trabajando con un director pirado onda Herzog que los quería hacer aclimatar para algún papel de tramperos o algo así.

Esta impresión se vino a pique apenas uno de ellos se abrió y pude ver el objeto en torno al cual estaban congregados, origen del extraño olor: un terrible jabalí recién muerto. Sus patas traseras llevaban las marcas de la perdigonada que lo habían desjarretado. Volcado sobre su flanco derecho llevaba en alto, clavada todavía, una lanza que había servido para despacharlo, que salía desde la ancha región donde la enorme cabeza se unía al cuerpo; no cabía hablar de cuello propiamente dicho. Debía ser el único lugar en que se podía clavarla porque la cerda de los costados estaba apelotonada con barro seco, como con gomina. Su mismo tamaño había hecho que al morir siguiese de panza, sin terminar de recostarse sobre su lado: inmenso, recordaba un barco encallado en tierra. Junto con todo esto, los colmillos enormes y afilados ridiculizaban la idea tan científica de que esa bestia feroz y prehistórica fuera pariente de los cerdos. De tan poderoso y entero parecía increíble que estuviera muerto, y su pequeño ojo entreabierto contribuía a la impresión de que iba a levantarse de un momento a otro, revoleando por el aire a alguno de los barbetas.

-¡Más que hippies estos parecen el clan Manson después de leer Asterix! -me dije. De golpe recuperé mis precauciones sobre la especie humana y reprimí mi impulso de llamarlos. «Si los agarran los guardaparques, los van a hacer cajeta», pensé para mí.

En el medio del grupo había un tipo algo que me hacía acordar insistentemente a alguien pero en el momento no supe a quién; daba la impresión de ser el líder porque empuñaba una de las armas de fuego y daba algunas indicaciones con señas. Algunos de sus rasgos fisonómicos lo destacaban de entre el resto, reforzando esta impresión: sin ser viejo parecía de mayor edad que todos los demás integrantes de la partida, y también era más alto y longilíneo que los otros hombres. Los ojos eran estrechos, con párpados abultados, y cejas escasas. Su nariz llamaba la atención por lo grande, aunque recta, y el mentón huidizo era piadosamente disimulado por la barba. Ésta y el cabello castaños, aunque tan abundantes como los de ellos, abultaban poco. Pero ¿a quién me hacía acordar? No, un pariente no, y un profesor tampoco. Sí sabía a quién me hacían acordar las mujeres. Esto me divirtió -quiero decir, todo lo divertido que podía yo estar. Me hacían acordar a esas cantantes norteamericanas de distintas décadas, de ese territorio fronterizo entre el folk, el blues y la música hippie, vagamente sensuales pero ni feas ni lindas. Una me hacía acordar a Janis Joplin; otra, a Eddie Brickell (qué loco, ¿no?, se llama Eddie y es una mina); la restante, a Joni Mitchell.

-¡Menos mal que no vino Cass Elliott, digo, la gorda de The Mama’s & The Papa’s, porque iba a querer el chancho para ella sola!…

No me había dado cuenta de que estaba hablando en vez de pensando. Me dio un poco de absurda vergüenza: ¡cómo iba a decir algo tan irrespetuoso, con lo bien que cantaba esa mina y de la forma tan trágica y absurda en que fue a morir! ¡Con razón Tori Amos estaba parada al lado mío mirándome con expresión de ira!…¿¿TORI AMOS??

El susto barrió con esa distensión que me había ido creando, tanto que me pareció flotar en el aire. A dos metros de donde yo estaba había una cuarta mujer, mucho más joven que las otras. Normalmente el corolario de su parecido con esta cantante habría sido encontrarla muy atractiva: tenía el cuerpo bien formado, piel blanca y ojos oscuros. Las otras no tenían maquillaje o peinado; ésta no los necesitaba. Una espléndida cabellera pelirroja se desbordaba en brillantes ondas por sobre sus hombros. Pero con el miedo que me agarrotaba, yo sólo veía un bípedo que sostenía en ristre una lanza como la que acababa de liquidar a una bestia casi inmortal.
Extendí una mano abierta.

-Pará, flaca. Yo no los voy a buchonear con los guardapar…

Jabalí-asado_Asterix-y-Obelix-658x320De golpe, la sosías de Tori Amos cargó contra mí sin decir agua va. A duras penas mis reflejos me salvaron de que me atravesase. Espoleado por un miedo desbocado yo aferré el colihue con ambas manos. Me defendí instintivamente aunque con precisión, bendiciendo en el fondo de mi cerebro haber estado en el equipo de judo de Ferro cuando era chico. Algo recuerdo de mis movimientos, divorciados ya de los estrafalarios nombres japoneses:
intentaba desviar el arma hacia a un lado sin emplear toda mi fuerza y apenas percibía resistencia, me empleaba a fondo en un brusco viaje en la otra dirección. Ella iba pescando mi táctica y me daba cada vez más trabajo, también en parte debido a su fuerza, sorprendente en una mujer. Pero en uno de estos lances una de sus manos soltó un instante la lanza y yo aproveché para hacerla girar sobre el eje de su muñeca, forzando a que la otra mano también perdiese el agarre. Con todas mis fuerzas arrojé la lanza a los arbustos e intenté nuevamente el diálogo, pero en un abrir y cerrar de ojos estaba tajeándome la camisa y casi abriéndome la panza, con un revés del cuchillo corto que no había advertido en su cintura. Desarmarla fue más fácil esta vez. En un santiamén le hice una llave de brazo, inmovilizándola contra el piso. Bueno, es un decir: esto no era un torneo y no había árbitro a la vista para amenazar con descalificarla cuando empleó todas sus fuerzas para liberarse. El tajo en la camisa había alcanzado la piel de mi abdomen; me di cuenta cuando el sudor me ardió en la herida. De golpe me cegó la furia. ¡Todos estaban contra mí!

Mi viejo me mortificaba, Arregui me forreaba y ahora, en el mismísimo culo del mundo una loca trataba de matarme. Pero me la iban a pagar cara. Zafé una mano e hice lo que nunca había hecho en los torneos de judo: le conecté un gancho al mentón. El precepto que afirma que a las mujeres no se les pega, seguramente no se refiere a las que intentan asesinarnos y tienen la fuerza de un caballo. Además, entonces reparé en que hasta entonces no había gritado y era cuestión de silenciarla antes de que empezara. En ese caso los trogloditas no tardarían en venir y ahí no me salvaba ni Gilda. Previsiblemente, mi golpe la aturdió y la llevó a aflojar la mano que se crispaba sobre mi nuca.

De golpe me sentí una basura humana y la vi como lo que era: una chica de menos de veinte años.

-Perdoname, mamita -le dije- yo no quería hacer esto pero vos trataste de matarme dos veces. ¿Cómo te tengo que decir que no tengo nada en contra de ustedes? Solamente estoy perdido…

Me escuchaba atentamente pero no me contestaba. Tratando de borrar mi acto de brutalidad estaba acariciándole el cabello, que al tacto era mucho más suave aún que a la vista. Parecía que no entendía una palabra de lo que decía, pero ahora sus ojos oscuros tenían un dejo de dulzura, mantenía sus labios relajados y entreabiertos: no había barrera idiomática que valiera. Cuando me quise acordar me hallaba perdido en un torbellino de caricias; aunque no era muy dada a besar me dejaba hacer. La casaca de cuero apenas le llegaba hasta la mitad del muslo, y las perneras que la protegían contra las zarzas recién comenzaban en las rodillas y, previsiblemente, no llevaba ropa interior. Por eso no hubo mucho que desvestir y los efectos de sus encantos sobre mí no se hicieron esperar. Creo que cumplí con mi parte decorosamente; ella no hizo nada parecido al famoso número de Meg Ryan, pero un par de veces se revolvió. Ligera para los mandados, además de hippie debía ser extranjera.

Es difícil contar el tiempo en esos trances, pero ya habíamos agarrado ritmo. En eso oí crujir unas ramas y los temores se renovaron. Asomando de entre el follaje vi la frondosa cara de uno de los hombres del grupo. Mi actuación tuvo el telón que es de esperar en esos casos, y me hice un ovillo, intentando subirme el bermuda y manotear algún arma improvisada.

Estaba obnubilado pero el susto ya no era lo mismo. Aunque ese cretino salvaje me matara, yo había hecho el amor con su mujer y delante de sus propias narices.

Increíblemente, el barbudo no me prestó atención y en cambio se dirigió a ella en un idioma áspero y cerrado. El que yo había creído un novio furibundo, más parecía un hermano liberal. Mientras buscaba las armas que yo le había arrebatado durante la pelea, le contestó y lo siguió, llevándome agarrado por la muñeca. Yo me dejé arrastrar, mareado.

jabaliDe repente me encontré en el medio del grupo. El jabalí estaba listo para ser transportado lejos, las pezuñas firmemente atadas a un haz de gruesos palos. Alguno me miraba con curiosidad. El hombre alto y maduro me examinaba intrigado, aferrando su enorme rifle. Entonces de golpe supe a quién me hacía acordar. ¡Era igual a Eric Clapton!… sólo que en vez de la viola llevaba el arma. Perdiendo consciencia de dónde estaba, dejé escapar una carcajada. Por un momento me odié.

Pero el grupo, por suerte, contestó con una carcajada estruendosa. El ambiente se distendió y el adusto tipo parecido a Eric Clapton, sonriente, se acuclilló al lado de la grupa del jabalí. Sacó el cuchillo de su cinto y maniobró enérgicamente entre las cerdas. Su mano derecha emergió ensangrentada sosteniendo una de sus criadillas. Para mi espanto se acercó y me la tendió. Yo casi me desmayo del asco; todavía estaba caliente. Pero ya había tenido suficientes sobresaltos, y esta vez no me resistí. Agradecí cortesmente y me retiré a un reducto de mi consciencia. Mi cuerpo, manejado como con un joystick por el Dios Aparte que me protegió tantas veces, engulló la presa y la degustó lentamente, observado por el deleitado círculo de mis anfitriones. Un millón de años después, volvía a mi cuerpo y me daba cuenta de que estaba rodeada por una piel coriácea y dentro tenía un sabor como de achura tierna, levemente salada, dulzona y acre. Cuando la tragué, una parte de mí se sentía aliviada por haber pasado la prueba y la otra les habría pedido el otro huevo.

El líder del grupo se despidió con unas palabras en su enigmático idioma, y a una señal suya todo el grupo desapareció a la vez en el bosque. No usaban sendas como las de los turistas. Se colaron por entre los espacios de la vegetación, incluso los robustos muchachones que llevaban sobre los hombros las angarillas con el jabalí. Unos crujidos de ramas, y luego asomarme al bosque fue inútil porque se habían perdido de vista. Y a no creerse que «Tori Amos» se despidió de mí siquiera con una mirada.

Estaba como cuando vinimos de España: otra vez solo en el bosque y desorientado. O no. Ahora el bosque, con las últimas horas de esa larga tarde veraniega de las altas latitudes, tenía el aspecto glorioso de una tapa de álbum de Roger Dean: el gris opalescente de los troncos, la filigrana del follaje verde, el espejo azul del lago que se divisaba entre los troncos. Debería pasar la noche al sereno. Pero para algo tenía una bolsa de dormir en mi mochila. Y ahora, esto no es fanfarronear, no temía morir. Había logrado estampar en mi mente recuerdos que otros buscan en vano pagando fortunas a las agencias de viaje o viviendo una vida prestada en series y películas; y la muerte no podía despojarme de eso. Y si llegara a viejo nunca perdería ese instante, un poco como en el video de «En la Ciudad de la Furia». La oscuridad finalmente se abrió paso. Me acurruqué en la rama de un árbol y aunque deseaba que ese día no terminase nunca, me dormí.

Me desperté galvanizado, con la euforia del día anterior madura en un empeño por volver al grupo de expedicionarios. Me tomé mi tiempo para consultar el mapa, pero no pude evitar entenderlo con cierta claridad. Me topé con dos muchachos morochos, vestidos normalmente, que estaban cortando leña (más adelante supe que eran mapuches de la comunidad Currhuinca). Ellos se asombraron de encontrarme por allí y me aclararon que el lago que había estado orillando justo antes de mi raro encuentro no era un brazo del Lácar, sino el Escondido. Llegué al camino de Quila-Quina.

En el bungalow que hacía las veces de base de la Expedición todos estaban ocupados relatando sus avistajes y haciendo votos para que sus fotos hubieran salido. Armaron un revuelo espectacular al verme, y me gastaron por haberme perdido. Yo no sabía si contarles sobre mi peripecia con los extraños, hasta que oí a Omar de Molinas, un culto y querible antropólogo que militaba en «Explorar» como una aventura más, referirse a cierto mito local.

-Quizá más que el plesiosaurio, deberíamos buscar a los Ogros de Lago Escondido.

-¿Qué son? ¿»Mounstros»? -inquirió Víctor Hugo, un adolescente desgarbado que nunca pronunciaba bien esa palabra.

-Cuando los hunos fueron derrotados en Europa, los que no cayeron o fueron masacrados volvieron al Asia Central. La excepción fueron algunas familias que se internaron en los bosques y allí vivieron de la caza y de la pesca.

lago escondidoSus descendientes, totalmente asalvajados, eran llamados ‘ogur’, que era uno de los nombres que los hunos se daban a sí mismos: de ahí viene ‘ogro’. Cuando escaseaba la caza se robaban animales domésticos o niños. Los personajes de aquí descenderían de familias de buscadores de oro que vinieron de Norteamérica a fines del siglo XIX cuando este lugar experimentó un espejismo de fiebre de oro que pronto se extinguió. Se dice que sus descendientes, asilvestrados, aún viven por Lago Escondido. Los locales recomiendan no aventurarse por allí solo porque te pueden sacar a escopetazos, y lo dicen muy en serio. Las armas podrían ser los famosos rifles de avancarga tipo «Kentucky» traídos por sus antepasados, que se pueden arreglar como el hacha de Rivadavia y cargar con lo que venga. Igual que Fray Luis Beltrán, la pólvora la harían con salitre que hay en algunos depósitos naturales; las postas, con un tipo de pedregullo.

Llegado este punto juzgué adecuado contarles mi historia, aunque omití el episodio erótico. Se armó un alboroto fenomenal. Creí que no me creerían pero me equivoqué. Y Arregui me llamó aparte.

– Mauricio, hiciste muy mal en sacar este tema. La consigna era la criatura del Lácar, no tus salvajes.
– Pero, yo puedo conseguir pruebas de que existen.
– No me interesa si existen o no. Y no te toca a vos decidir el tema que se va a investigar.

Llegado este punto juzgué necesario demostrarle de lo que yo era capaz.
– Bueno, te pido permiso para regresar allí en busca de fotos. No espero que me lo des, y no te pido que me banques.
Hizo como que se tomaba su tiempo para deliberar y me concedió el previsible permiso, mientras el resto de la gente volvió a Buenos Aires.

Me costó menos trabajo de lo que esperaba volver con una foto de calidad aceptable. A él le fue difícil ocultar el entusiasmo, y fue torpe al intentarlo. Sin siquiera darme las gracias, partió a un congreso que la Fortean Society organizaba ese año en Londres. Esta gente un poco oficia de árbitro entre creyentes y refutadores; son los eternos ingleses excéntricos.

Disfrutan dedicándose a esos temas chiflados y riéndose a costillas de quienes salen peor parados en las disputas. A ese congreso irían dos cabezas parlantes del CAIRP, y él iba a enseñarles la foto. Arregui estaba exultante.

Por fin me reconocía, hasta me llamó desde el hotel para encomiar mi contribución a «Explorar». Gracias al tontuelo que había gastado sin tregua, él se había ligado un viaje con estadía a Londres pagado con fondos de «Explorar», y se convertiría en héroe de los parapsicólogos y ufólogos de la Argentina, que tantas veces habían pasado las de Caín a manos de los refutadores vernáculos. Es bueno que lo haya disfrutado.

Los Ogros, lo destrozaron. Frente a un auditorio internacional, los representantes del CAIRP (nuestros Ogros) relataron muertos de risa el backstage de la foto tomada por mí en los bosques de Ezeiza que él había llevado triunfante al congreso; los postizos, armas de utilería y trajes con que ellos mismos habían posado, provistos por un tipo que hace años tenía un estudio en Villa Gessell dedicado a tomar fotos de época a los turistas. La habitación del hotel de Arregui estaba en un piso 14, y esa misma noche se tiró por la ventana, reventando como un huevo al dar contra el pavimento.

«Explorar» se desbandó, y yo ingresé al CAIRP. Si a mi probable hijo (o hija) un día lo obligan a cortarse el pelo y a sacar el CUIT, no será por mi culpa. Por si hace falta aclararlo, si la chica pelirroja hubiera querido matarme realmente, yo no estaba ahora escribiendo pavadas. Me impuso el sexo, quizá de la única manera en que una mujer puede hacérselo con éxito a un hombre. Si me hubiera dicho, en su inglés deformado e irreconocible, «¡Tómame, soy tuya!», en el estado en que yo estaba… ni con el Himno. Los padres, se sabe que son medios Gata Flora.

-¿Para eso querías el título de abogado? ¿Para andar pelándote el culo como guía de trekking? -me sermonean cada vez que me ven.

Durante la conferencia sobre pensamiento crítico organizada por CFI Argentina (2005).
Durante la conferencia sobre pensamiento crítico organizada por CFI Argentina (2005). Accedé a su charla desde aquí.

Enlaces relacionados

Mariano Moldes: una mente brillante que nació en el país equivocado
Mariano Moldes, el hombre que sabía demasiado
La triste e increíble historia del manyuato y Silvano, el electricista nómade de La Cocha

(*) En 1995, cuando la revista Conozca Más todavía no había estrenado la llamada “Autopsia a un extraterrestre” y me invitaron a ver el film en una exhibición privada, pedí ser acompañado por un experto en FX, Diego Licenblat y un biólogo especializado en pseudociencias. Ese especialista era Mariano Moldes. Él también fue uno de los panelista durante el debate organizados por el CAIRP a propósito de la autopsia de un extraterrestre (1995).

MAS RELACIONADAS

El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

Contacto: aagostinelli@gmail.com
Alejandro Agostinelli en Twitter
Alejandro Agostinelli/Factor 302.4 en Facebook
+ info sobre el autor, Wikipedia en Español
+more info about Wikipedia English