Invitado por el Café Ufológico de Rosario, un grupo expedicionario de Factor partió rumbo a la ciudad de Rosario para ser parte del reencuentro con Dionisio Llanca, el protagonista del famoso caso argentino de “abducción” que, además, contribuyó a la popularidad de la figura emblemática del platillismo vernáculo, don Fabio Zerpa. Esta crónica es, apenas, el preámbulo de una historia que merece un desarrollo más amplio que, si nos acompañan, continuará en otros formatos.
Texto y fotos: Fernando Jorge Soto Roland
Apenas me bajé del auto para cederle el asiento del acompañante delantero, le tendí mi mano para saludarlo. Creí conveniente que viajara al frente. Iba a estar más cómodo. Era el invitado, tenía que sentirse atendido; parece una perogrullada, pero si esperamos que un entrevistado se sienta cómodo para confiar sus vivencias, las mínimas garantías que debemos ofrecer es que se encuentre a gusto. No parece haber sido siempre así, según confiesa hoy Dionisio Llanca, 48 años después de la noticia por la que se hizo conocido.
Desde su llegada a Rosario el domingo 12, Llanca ya había contado su caso más de una docena de veces en las últimas setenta y dos horas. El calor era insoportable. La ciudad nos había recibido con temperaturas elevadas y la humedad, combinada por los crueles rayos de aquel impiadoso sol vespertino de diciembre, convirtió ese encuentro en una verdadera tortura térmica.
Dionisio apretó levemente mi diestra, tomándomela por la parte de los dedos. No hubo contacto de palmas. Lo miré directo a los ojos, me presenté y le dije:
—Usted y su historia han sido parte de mi infancia. Jamás imaginé que alguna vez pudiera saludarlo.
Llanca sonrió y se metió en el coche. Le tendió la mano a Daniel Sargatal, integrante del team de Factor que oficiaba de chofer, en tanto que con Alejandro Agostinelli nos ubicábamos en las butacas de atrás.
Ale había empezado a conversar con el ex camionero unas horas antes, entre otras cosas para ofrecerle una cena con el grupo completo esa misma noche. Llanca había aceptado. Cuando el auto se puso en marcha lo escuché por primera vez quejarse de las altas temperaturas.
Hubo una época en la que creí que los platos voladores eran reales y que los extraterrestres visitaban nuestro planeta; aunque, a fuer de ser sincero, me resultaban mucho más creíbles las historias de luces revoloteando por el cielo que los episodios en los que intervenían sus supuestos tripulantes. Claro que revisando mucho después la historia de la ufología concluí que esas apreciaciones eran algo común y extendido en el mundillo de los “investigadores” que, como yo, se sentían incómodos ante la presencia de enanos cabezones o esbeltos y musculosos alienígenas de dorados cabellos rubios.
Durante la década de 1970, a mis quince o dieciséis años, leía con fruición libros y revistas dedicados al tema. Quería creer y, por tanto, creía; al punto de insistirles a mis padres que me pagaran un curso por correspondencia sobre ovnilogía, dictado por el célebre Fabio Zerpa y su equipo de ONIFE. Una rimbombante sigla que significaba Organización Nacional de Investigación de Fenómenos Espaciales.
No recuerdo cuánto tiempo tardaron en llegar a Bolívar las dos carpetas de plástico que contenían todas las lecciones, escritas a máquinas y cuidadosamente anilladas. Lo que sí recuerdo claramente son mis viajes hasta el correo del pueblo para enviar a Buenos Aires, previo estampillado, las respuestas escritas a mano y la larga espera de las correcciones. Las cuales, curiosamente, jamás vinieron adjuntando error o reclamo alguno por parte del tutor a cargo de mis progresos en tan controvertida disciplina.
Debió haber pasado más de un año cuando, finalmente, recibí un carnet que me acreditaba como “Investigador Júnior de ONIFE”, dando por finalizado el curso.
Nadie que conociera disponía de una credencial de ese tipo en todo el pueblo. Aún así, sólo lo supieron mis dos amigos más cercanos. No anduve divulgando mis “títulos” por el colegio. La mayoría de mis compañeros me tenían por “el loquito de los ovnis”. No me iban a tomar en serio.
Lamentablemente, perdí la credencial en alguna de mis múltiples mudanzas. Es una lástima, aunque nadie me la pidió cuando, años más tarde y ya viviendo en Mar del Plata, fui a ver el espectáculo que Zerpa presentaba en los teatros de la costa.
Fue en esos años de esperanzada inocencia que entré en contacto con la historia de Dionisio. El Padre de los platos voladores en la Argentina (Zerpa) acudía a ella una y otra vez, exponiéndola como ejemplo de investigación seria y “científica”. Creo que hasta hoy, cuando alguien hace referencia a un encuentro con alienígenas, sigo imaginándomelo a Llanca, a la vera de la ruta, cambiando una rueda pinchada y siendo sorprendido por tres seres extraterrestres, fornidamente arios.
No voy a detenerme a explicar o analizar su caso. Ya vendrá el tratamiento del caso por parte de Alejandro, que espero con ansiedad. En estas líneas sólo pretenderé registrar la inusual experiencia de encontrarme con un personaje que invadió por años mi imaginación: un simple camionero expuesto a un acontecimiento extraordinario (como está hoy de moda decir) y su padecer a lo largo del tiempo.
Dionisio Llanca permaneció en el olvido durante casi cuarenta y ocho años.[1] Fue como si se lo hubiese tragado la tierra. Ningún ufólogo “de carrera” lo pudo volver a ubicar desde mediados de la década de 1970, perdiéndosele por completo el rastro a partir de principios de los ’80. Sólo gracias al instinto y empeño de Lorena Sciarratta, fundadora del Café Ufológico Rosario, y los esfuerzos de su principal colaboradora, Marina Giaveno, Dionisio volvió a asomar la cabeza y estar dispuesto a revivir (según sus palabras) el calvario que le tocó soportar y las crueles sesiones a las que se lo sometió a la hora de registrar los eventos que lo tuvieron como principal protagonista.
En un mundo como el ufológico, en el que el sentido de propiedad está tan instalado y prevalece una ridícula tendencia a patrimonializar los casos, el encuentro de Llanca despertó celos, susceptibilidades y encono ente los muchos grupos que decoran el universo de ese singular ambiente, caracterizado también por una grotesca dosis de egolatría.
Que Sciarratta y Giaveno, haciendo uso de viejas guías telefónicas y simpáticas tretas comunicacionales, pudieran dar con el personaje en cuestión, habla a las claras de dos cosas: del poco interés que el caso Llanca despertó en los hoy numerosos y lúcidos intérpretes de la cuestión; o en los rudimentarios y poco efectivos recursos investigativos del que casi todos adolecieron.
En estas lides, claro, siempre prevalece (debe prevalecer) el misterio para que el sucesos mantenga el status de “extraordinario”. En mi humilde opinión, Lorena y Marina dieron el gran paso que, a partir de ahora, puede llevarnos a una explicación verosímil de lo sucedido. Amén de socavar el prestigio y buena fama que aún retienen algunos de los insignes popes de la ufología vernácula.
Como dijo sin desparpajo el gran dibujante Alberto Breccia en una entrevista:
“Ocurre que las cosas se mistifican y después se descubre que detrás del mito siempre hay una vulgaridad, un tipo en camiseta”.[2]
Dionisio es hoy un hombre de setenta y tres años, de mirada cansina e idéntico andar. Le pesan las piernas y les duelen al caminar. “Debe ser por los fríos que aguantaba en mis días de camionero”, nos dijo.
Su vida no fue sencilla. A pesar de contar con trece hermanos, tras el evento, atestiguó sentirse el hombre más solo del mundo, buscando escapar de todos aquellos que lo seguían con morbosa curiosidad y recibiendo la más deshumanizada apatía de los investigadores en lo que buscó apoyo y consuelo. No en vano, la noche en la que compartimos una parrillada en La Cambicha de Rosario, sus ojos se le llenaron de lágrimas al recordar las penurias que le hicieron pasar algunos seres humanos y no los extraterrestres con los que asegura haberse topado a un costado de la Ruta 3, la inolvidable noche del 28 de octubre de 1973.
Llanca es callado. No habla por demás, pero respondió todas las dudas que le planteamos, especialmente cuando filmó las escenas para un documental que Agostinelli y Leandro Bartoletti presentarán en un futuro, espero cercano.
Momentos antes de iniciar la filmación en la pérgola del Mercado del Patio, mientras Ale y Charly López (el camarógrafo, realizador del notable documental El Rosariazo) ajustaban todo para iniciar el rodaje, tuve unos cuarenta minutos para estar a solas con Dionisio. Charlamos de política, de su familia, de su elegancia en tiempos de fama mediática y del posterior y constante temor a ser ubicado. “¡Dijeron tantas mentiras!”, sentenció. “Por eso me escondí del mundo. No quise saber más nada del asunto”, repitiéndome algo que ya había dicho la noche anterior, en la parrilla: “Si me volviera a pasar lo que me pasó, no se lo diría a nadie”.
Insistí y volví a preguntarle si efectivamente había tenido otra experiencia del tipo que relataba. Me miró a los ojos, sonrió, me tomó el antebrazo y aseveró por segunda vez. “No se lo diría a NADIE”.
Terminamos el café. Lo llamaron a la entrevista y casi dos horas más tarde lo dejamos en la puerta del hotel, quejándose del calor de Rosario.
El sábado 18 de diciembre volví a escucharlo en la reunión convocada por Sciarrata en el local de La Vendetta. Contó poco en relación a lo que habíamos escuchado en los dos días anteriores. Estaba cansado. Es lógico. Distintos grupos de interesados en sus experiencias, y en conocerlo, lo habíamos bombardeado con preguntas por espacio de jornadas enteras.
Cuando terminó su exposición, me acerqué y nos dimos un cariñoso abrazo. “Espero volver a verlo”, le dije. “Tal vez en Capilla del Monte”, respondió con sarcasmo.
Es probable que ese encuentro no vuelva a producirse. Pero nunca se sabe.
Había viajado a Rosario acompañando a un amigo para entrevistar y conocer a un abducido y terminé encontrándome con una víctima del egoísmo más terrestre que uno pueda imaginar.
[1] Véase: Metayer, Marcelo, La historia de Dionisio Llanca, el camionero abducido a la vera de la Ruta 3, El Tiempo, diciembre de 2021. Disponible en Web
[2] Cáceres, Germán, La aventura en América, Editorial La Palabra Mágica, Buenos Aires, 1999, pág.73.
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