Cuando Fernando Jorge Soto Roland empezó a buscar las huellas de King Kong en la Argentina nunca pensó que iba a desmontar una de las leyendas más firmes relacionadas con su destino, según la cual el gigantesco muñeco había sido arrojado a un baldío a las afueras de la ciudad de Mar del Plata. Mucho menos imaginaba que estaba tirando de una cuerda larga, muy larga, repleta de revelaciones sorprendentes.
Sus sucesivos hallazgos a lo largo de nueve años constituyen casi una novela de investigación con personajes que entran y salen de escena, donde nunca parecen definidos del todo quiénes son los actores principales, los secundarios y los extras –si es que podemos hablar de extras–. Tantos fueron los cabos sueltos –y tan genial su éxito para anudarlos– que su relato se volvió coral, pese a que no había logrado dar con la totalidad de los protagonistas envueltos en la trama.
Soto Roland sabía que había una empresaria detrás de la decisión de traer a la criatura animatrónica que había mandado a hacer Dino De Laurentiis para su película, en 1976. Lo que no sabía, ni podía imaginar, era que esa mujer lo iba a buscar y el autor iba a saber que aquellos días aun relampagueaban en su memoria, con lujo de detalles.
Si bien el Profesor Soto Roland viene contando esta historia desde hace varios años, no hace falta leer las notas anteriores para disfrutar de este, probablemente, el último capítulo de la saga.
Adelantamos una perla, un rubí de estas notas para animar aún más la lectura: esta crónica existe gracias a un error. Beky Simone Pérez Pichón, la mujer que trajo a King Kong en la Argentina, se comunicó con el autor a causa de una insólita, bendita confusión.
Por Fernando Jorge Soto Roland (*)
La historia del paso de King Kong por Argentina —entre los meses de septiembre de 1978 y fines de abril de 1979— ha estado repleta de errores, rumores, malentendidos, omisiones y mentiras que se han venido arrastrando y repitiendo hasta el día de hoy; muy a pesar de la investigación que encaré y publiqué en los años 2013, 2015 y 2017.[1]
Producto de aquellos trabajos, cuyo objetivo fue contrastar la leyenda urbana sobre el destino final del animatronic construido para el film de 1976 producido por Dino De Laurentiis —que según las malas lenguas había sido abandonado y desguazado en un baldío a las afueras de Mar del Plata—, llegué a probar que nada de lo difundido hasta entonces era cierto.
Kong no había muerto en la costa bonaerense, ni fue víctima del primitivismo sudamericano al que muchos aludieron. Su paso por “La Ciudad Feliz”, controversial y repleto de inconvenientes, fue de apenas dos meses y medio (de febrero a abril del ’79). Por ende, el Rey de los Monstruos jamás dejó sus huesos en nuestro país. Pudo ser rescatado del terreno donde lo habían dejado, enviado a Brasil y exhibido exitosamente en el Play Center de la ciudad de San Pablo; antes de regresar a Estados Unidos y quedar depositado en los estudios que el productor Dino De Laurentiis tenía en la ciudad de Wilmington, Carolina del Norte.[2]
Pero parece que pocas personas habían leído aquellos dos trabajos pioneros. Tuvimos que esperar a que la película Godzilla contra King Kong (2021) fuera estrenada para que un artículo publicado en Infobae rescatara parte del contenido de mi investigación y pusiera mi nombre y apellido a la vista de una gran audiencia.[3]
Fue entonces cuando sobrevino un reclamo inesperado.
El siguiente artículo es el resultado de esa queja y, tal vez, el último capítulo de mi relación con Kong.
LA EPOPEYA DE KONG 1978-1979
El 3 de mayo de 2021, por la tarde, recibí un mensaje de Facebook que escuetamente decía lo siguiente:
“Hola Soto.
Soy Simone, la persona que fue a buscar a King Kong a Estados Unidos. No estoy de acuerdo con el artículo de Infobae de esta mañana. Me encantaría volver a verte, charlar contigo después de tantos años y que, de una vez por todas, se cuente la historia como verdaderamente fue. Mi celular es…
Firmado: Beky Simone Pérez Pichón”.[4]
Debo confesar que, por un momento, mi corazón dejó de latir.
Nombres, fechas y lugares, que habían estado sobre mi escritorio al redactar el último artículo sobre el “mono” en 2017, se arremolinaron en mi mente, tomando cuerpo después de cuatro largos años.
La verdad, me había desentendido de la historia de Kong. La meta que me había propuesto había sido cumplida y mis intereses iban por otros senderos. De todos modos, al leer ese mensaje inesperado entendí que la empresaria —a la que había tratado infructuosamente de contactar tiempo atrás— me escribía con un cierto dejo de molestia. Estaba disgustada. Pero había algo que no cuajaba. Yo jamás la había conocido y ella decía “que le encantaría volver a verme”. Evidentemente me confundía con otra persona.
No tardé mucho en averiguar en dónde se originaba la confusión. Los viejos apuntes de mi archivo me dieron la respuesta. Juan Francisco Soto (a quien no me une ningún lazo sanguíneo) había sido el principal promotor de la visita del gigantesco gorila al país y uno de los colaboradores más cercanos de Simone Pérez Pichón en la década de 1970.
De haber tenido otro apellido, es posible que nada de lo que sigue hubiera pasado.
La llamé por teléfono.
Se sorprendió de no hablar con quien ella suponía. Cuando le expliqué a qué me dedicaba y lo que había escrito sobre “su mono”, me invitó a almorzar a su casa para comparar notas. Estaba indignada de que se siguiera diciendo que el muñecote había sido abandonado en un baldío marplatense.
Algo era muy claro: Beky tampoco había leído mis artículos.
Finalmente, el jueves 20 de mayo de 2021, la única persona responsable de haber traído al Rey Kong a Sociedad Rural Argentina, me recibió en su hermosa propiedad del barrio de Núñez.
No bien le pregunté cómo se le había ocurrido trasladar al gigantesco animatronic a nuestro país, la confusión arriba señalada se diluyó por completo.
Lo que sigue es el relato textual de la historia.[5]
—Yo tenía un colaborador que se llamaba Francisco Soto en la oficina de mi compañía Transax y un buen día me dice: “¿Qué te parece si traemos a King Kong?”. ¿Cómo King Kong?, le digo. “Sí, el de Dino De Laurentiis”. ¿Estás chiflado? “No, mirá —argumentó— hice las cuentas. Podríamos llevarlo a la Rural o a algún otro lugar. Puede rendir mucha plata. Un buen negocio”. Entonces hablé con mi abogado, el doctor Alberto Pardo (que en paz descanse) y le digo: Mire doctor, ¿qué le parece traer a King Kong a la Argentina? Por supuesto que me miró con ojos sorprendidos. Lo pensó un rato y me dijo: “¿Por qué no?”.
Sin saberlo, Beky estaba allanando el camino para concretar un evento que impactaría por décadas en el recuerdo e imaginación de miles de argentinos.
—Entonces, ¿qué hice? —continuó relatándome—. Llamé a un amigo que tenía en USA. Su nombre es Larry Leeds. Es el presidente de The Manhattan Shirt Company, la mayor empresa productora y distribuidora de camisas en todo Estados Unidos. Me atiende y le digo: “Dime, Larry, ¿tu podrías conseguirme una cita con Dino De Laurentiis? Y le explico para qué”.
“Estás chiflada, me dijo. Pero no importa. Voy a tratar de obtenerte esa cita”. Una semana más tarde me llamó. “Ya tienes pactado el encuentro con Dino”.
Como bien expresó una vez Frank Sinatra: “Para tener éxito y dinero en la vida, hay que tener amigos. Pero para tener mucho éxito y dinero, hay que tener… muchos amigos”.
Beky continuó con su relato.
—Entonces, le digo a mi abogado: “Yo sola no voy a firmar un contrato. Usted me tiene que acompañar. Los americanos son rapidísimos. Por un punto y una coma te pueden tirar abajo”.
Decidimos viajar y tomamos un avión hacia Los Ángeles. Lo divertido fue que yo soy de dormir mucho en los vuelos y el doctor Pardo, al llegar a destino, no me podía despertar. Creyó que me había muerto (rió). ¡Hasta tuvo que llamar a una azafata! ¡Pensó que había llegado a Estados Unidos con una muerta sentada a su lado!
Una vez llegados a Los Ángeles fuimos a Rodeo Drive, en Beverly Hills, Hollywood, donde primero nos atendió el abogado de De Laurentiis. Una persona excelente. Un verdadero señor. Un caballero. Nos dijo que Dino nos esperaba a la mañana siguiente.
Tal lo pactado, fuimos con mi abogado. Nos presentamos en la oficina y nos hicieron entrar al despacho. Entonces lo vimos a “ese buen señor”.
Estaba sentado, en camiseta musculosa, con los pies sobre su escritorio y ni se levantó para saludarnos. ¡Un grosero! A tal punto que le dije a Pardo: “Doctor, yo con personas así no trato. Usted haga el contrato. Me voy de shopping a Rodeo Drive”. Y salí del lugar. ¿Cómo es posible que una persona ni te salude?
—La negociación duró toda una semana. Era duro. Yo le daba todas las indicaciones a mi abogado. Le dije: quiero el mono, quiero el merchandising y lo quiero para toda América Latina. Por suerte, se negociaron las tres cosas perfectamente. Firmé el contrato por seis meses, con la obligación de devolverlo, pero con la posibilidad de negociar una extensión. Pardo negoció que se la pagaría a De Laurentiis la suma de 500.000 dólares al momento de ser embarcado hacia Argentina.[6] Francisco Soto me decía: “Una vez que tengamos el contrato en la mano vamos a buscar inversores. Aseguramos la tenencia de mono y salimos a buscar quien invierta en el negocio”.
El contrato estipulaba, además, que el mono no podía moverse de la cintura para bajo. No podía hacerlo caminar.[7] Fue así que volví a la Argentina con el contrato en la mano.
Le pregunté a Beky si el merchandising procedía de los Estados Unidos.
—No. Lo hicimos acá. Yo conseguí todo. Desde las remeras King Kong hasta las viseras, los gorros, los muñecos. Todo lo que se vende en un parque de atracciones. No recuerdo el nombre de las empresas que estuvieron involucradas. Lo único que sé es que estuve al frente de todo el asunto.
—Una vez con el contrato en mi poder fuimos a buscar inversores. Lo que no sabía era que el director del diario Crónica, Ricardo Gangeme, a través del propietario del periódico, Héctor Ricardo García, había hecho un pedido a De Laurentiis, pero los mandó a bailar. ¡Ellos querían a King Kong! Cuando se enteraron que yo tenía el contrato casi se mueren. Habían hecho todo lo posible y no consiguieron lo que yo conseguí muy fácilmente.
Le pregunté si tenía contacto con Gangeme de antes.
—No, ni lo conocía. Tampoco a García. Yo volví con un contrato millonario en la mano pero sin saber a quién iba a proponerle el negocio. ¡Totalmente loca de mi parte! ¡Kamikaze!
Finalmente, Francisco Soto me dijo: “Creo que tenemos un inversor”. Fue ahí cuando me contó que esa gente había hecho lo imposible por traer al mono, pero no le habían dado ni la hora. Entonces lo trajo a Gangeme a mi oficina, empezamos a negociar y le dije: “Mire, vamos a hacer una cosa. Usted pone los 500.000 dólares, yo pongo el contrato y vamos a la mitad de todas las ganancias”. Aceptó. Pero la responsable del contrato y del mono era yo. En ningún momento Gangeme aparecía en los papeles que firmé en Estados Unidos. Es decir que si algo le sucedía al animatronic la que tenía que responder era yo. A Gangeme, De Laurentiis ni lo conocía. No sabía quién era.
Una vez que el doctor Pardo organizó todo y firmamos el acuerdo con el empresario argentino, tuvimos que ver de qué manera y en dónde íbamos a presentar al mono. No había ningún edificio o teatro que tuviera la altura adecuada. Era demasiado alto. ¡Diecisiete metros de altura! ¡Casi un edificio de siete pisos! Fue cuando se decidió fabricar una carpa inmensa.[8]
También te cuento que De Laurentiis me exigió traer conmigo al ingeniero que había fabricado al mono: Eddie Surkin.
Me dijo: “No le entrego a Kong si no va con el ingeniero”. Entonces me lo traje conmigo y lo alojé en mi propia casa.
Tal como te como te decía, hacemos el acuerdo con Gangeme. Todo perfecto. ¡Mi abogado era increíble! Y se deciden cuatro cosas:
- Mandar a fabricar la carpa.
2. Decidir el lugar (que terminó siendo la Sociedad Rural Argentina; por lo que hubo que negociar con ella).
3. Seleccionar y fabricar todo el merchandising.
4. Y, finalmente, organizar un show. Una exhibición.
El tema es que el mono era hidráulico y no podía “trabajar” mucho. Era un ratito nomás el que entraba en escena. Por lo tanto, esta gente (Gangeme y sus colaboradores), que sabían de esas cuestiones, armaron un circo de verdad. Con acróbatas y todo.
La exhibición tenía dos partes. En la primera había payasos, equilibristas y demás personajes circenses. Recién en la segunda aparecía King Kong.
Entonces fue cuando tuve que hacer un contrato con la compañía de seguros Lloyd’s de Londres, la mejor del mundo. La responsabilidad que tenía sobre mis hombros era enorme. Yo era la dueña del contrato. Entonces la Lloyd’s me dijo: “Nosotros le aseguramos el mono, pero usted tiene que comprometerse a que el muñeco no se va a mover de la cintura para abajo. Lo tienen que tener bien amarrado”. Esas fueron las condiciones. Acepté y empezamos a preparar la publicidad sobre la llegada de Kong a la Argentina.
En eso sí Gangeme me ayudó muchísimo. Ellos fueron muy astutos. Tenían los medios de comunicación a su disposición.
Hagamos aquí un impasse y otorguémosle la palabra a un antiguo empleado de Ricardo Gangeme. Su nombre es Horacio Fernández y fue el encargado —junto con dos socios— de los efectos especiales del show en la Rural, entre septiembre y diciembre de 1978. Tenía por entonces 21 años, estudiaba para abogado y disponía de una novedosa máquina de hacer humo y un proyector de rayo láser, muy útiles para los menesteres por los cuales había sido contratado.[9]
Cuando le pregunté sobre su experiencia con Kong en el coqueto barrio de Palermo, me respondió lo siguiente:
—Leer tus artículos me resultó muy grato. Guardo de aquella época un gran recuerdo. Fue una comunidad muy divertida. ¡Todo fue muy divertido! Estábamos todo el día con los payasos, con la gente que trabaja en el predio. La verdad es que la pasábamos muy bien entre nosotros. Había buena onda. Fueron cuatro meses a full en la carpa de King Kong, mientras escuchábamos una canción que decía: “Viva King Kong, todos te queremos porque sos bueno y genial”.
En cuanto al tamaño de la carpa, era realmente enorme. El escenario era enorme y detrás había muchísimas cosas. En principio, los controles del mono y un montón de objetos más.
Al show se entraba por Avenida Sarmiento (justo frente al Zoológico) y al ingresar te encontrabas con una serie de chozas muy exóticas (remedando la película), donde se vendía el merchandising de Kong. Las encargadas de eso eran unas chicas tremendas, enfundadas en ropa muy sexy. Además, recuerdo, había una serie de negocios un tanto bizarros. Una familia, por ejemplo, vendía miel los fines de semana y ponían a su hija disfrazada de abeja. Después había una casa de hamburguesas de pollo que exhibía en sus vitrinas pollitos vivos, que regalaban o vendían a la gente. Pero había muchos locales más. Era una selva de negocios que regenteaba el hermano del Nono Pugliese. ¡Todo un personaje!
En cuanto al show en sí, al principio fue organizado como una obra de teatro, en la que estaba indirectamente involucrado el dibujante García Ferré (el creador de Hijitus y Anteojito). Le habían puesto por título “El Paraíso de King Kong”. La trama transcurría en una isla ignota donde una serie de bailarinas adoraban al gorila, en tanto que un maléfico profesor Neurus maltrataba al mono hasta sacarlo de sus cabales.
Pero resulta que el día del debut hubo un problema. Era sábado y caía una lluvia feroz. Así todo, la carpa estaba absolutamente llena. No cabía un alfiler. Entonces, la función se empezó a demorar porque había un inconveniente técnico con el mono y Eddie Surkin (el ingeniero en jefe) no podía solucionarlo.
La gente se empezó a impacientar. La obra principió demorada una hora y el público murmuraba. Querían ver al mono y no se aguantaban el desarrollo de la historia. Tuvieron que saltearse parte de los cuadros artísticos y el argumento quedó inentendible. Pero a nadie le importaba eso. Querían ver a Kong. Entonces, abrieron el telón y allí sí, ¡fue una ovación!
Mis amigos y yo —prosigue Horacio Fernández— hacíamos la niebla y las explosiones. Teníamos armado un volcán que lanzaba llamaradas y metíamos el láser contra el mono, casi como si fuera un puntero.
Todo eso ocurrió el sábado 23 de septiembre de 1978. El domingo, la obra se hizo algo más breve, pero la cosa no funcionaba así. Al final de ese día Gangeme nos citó a todos en la oficina de adelante y rajó a los actores, rajó a las bailarinas y, cuando pensábamos que seguíamos nosotros, dijo: “Los únicos que se quedan son los chicos de los efectos especiales”. El pobre pibe que hacía de Neurus se quería matar. Había renunciado a un trabajo en la municipalidad para actuar en la obra.
Finalmente, el asunto se definió así: el hermano del Nono Pugliese (un chanta divino) hacía del cazador que atrapaba al mono.[10] Tenía ropa y sombrero de explorador. Además “fumaba” un habano de cartón, al cual le metíamos hielo seco para que saliera “humo”. El tipo, látigo en mano, le gritaba a Kong, entonces caía el telón y aparecía el rey de los monstruos. Tenía cadenas en las manos, movía la cara y se quejaba. Todo esto en medio de nuestra niebla (a esa altura ya habíamos descartado las llamaradas, por las dudas). El mono enfurecía, explotaban bombas y rompía las cadenas. Los gritos del público eran ensordecedores.
A los pocos días llegó un circo para completar el show, el Circo de Fantasio, o algo así. Se sumaron malabaristas, payasos, lanza-cuchillos y unos trapecistas muy buenos que se llamaban “Las Águilas de México”, aunque eran chilenos. Había función todos los días y tres o seis (no recuerdo) los fines de semana. Yo hacía todas las del sábado ya que durante la semana trabajaba en otro lugar.
Los sábados iba a buscar los bloques de hielo seco a Gas Carbo, donde ahora está el Solar de la Abadía. Hacía la cola con los heladeros que después salían a vender palitos por los bosques de Palermo. Yo regresaba a la Rural y me quedaba hasta la última función.
Con respecto al animatronic, te puedo decir que no había nadie adentro. Era hidráulico y funcionaba con aceite. Te lo puedo asegurar porque uno de sus dedos perdía y siempre me manchaba la camisa cuando acomodaba las bombas. El muñeco se manejaba con un compresor de aire comprimido. Surkin le enseñó a hacerlo a un maestranza y lo hacía fenómeno. Tal palanca los brazos, tal otra la cara y había otro con un micrófono que hacía los ruidos. De hecho, entre función y función, el pibe que lo manejaba había aprendido una serie de trucos. Al punto que le poníamos música y el mono levantaba los hombros siguiendo el ritmo. La cara de Kong era muy expresiva, pero el resto del cuerpo era estático. Estaba amarrado a un poste.[11]
Fueron cuatro meses de laburo constante, pero muy divertidos. A nosotros nos contrataron por un rayo láser que habíamos usado en un recital en el Luna Park. Además, habíamos subcontratado a Trentuno Efectos Especiales para producir la niebla. Gangeme no lo hizo directamente porque los odiaba (vaya a saber uno por qué).
Ricardo con nosotros se portó bien, pero habíamos oído que era un tipo difícil. Que solía dejar colgada a la gente a la primera de cambio y costaba mucho cobrarle. Vos lo veías y no sabías cuando ir a pedirle la guita que te debía. Te intimidaba. Y te cuento que no era físicamente un tipo grandote. Era chiquitín, pero terrible. Así terminó. Dicen que pisó todos los pies que pudo hasta que un día pisó el pie equivocado.[12]
Recuerdo una anécdota que tuve con él.
La noche que rajó a todo el mundo, saliendo de la oficina, me puso la mano en el hombro y me dijo: “Mirá, pibe, el espectáculo es una ilusión. Hasta que no bajás el telón no sabés si te van a aplaudir o putear”. Y se fue caminando solo.[13]
Me acomodé en el sillón del living de Beky, verifiqué que el grabador estuviera funcionando y dejé que continuara con su interesantísimo relato.
—El primer problema que tuvimos al momento de traer a Kong fue que yo lo quería trasladar entero. No lo quería desarmar. Entonces le escribí a la NASA. ¡Sí, a la NASA! Sabía que ellos transportaban cohetes muy grandes y creí que tenían algún medio para moverlo. Me contestaron que no. ¡El mono era más grande que un cohete!
Decidimos traerlo en barco desarmado. Eddie Surkin se ocupó de todo.
El día que salió de Los Ángeles hicimos lo mismo que acá, en Avenida Santa Fe. El alcalde de la ciudad aceptó cortar y cambiar la mano de la San Diego Freeway para que el mono llegara al puerto. Entonces, Gangeme mandó a varios periodistas a cubrir la salida y todo el recorrido del barco hacia Argentina. “¡El mono llegó a tal puerto!”. “¡El mono salió de tal otro!”. Crearon una expectativa tremenda. Yo seguía el derrotero de King Kong desde lejos. Lo monitoreaba día a día. Tardaron más de un mes y medio en llegar…
El día que el barco que lo traía ancló en el puerto de Buenos Aires les pedí a las autoridades de la ciudad que la Avenida Santa Fe —que en esa época iba hacia el bajo— cambiara de dirección por unas horas. ¡Nunca me voy a olvidar de la cantidad de gente que había! Toda Santa Fe hasta la Rural repleta. Ni el Papa tuvo tanta concurrencia. Todos los padres sacaron a sus chicos para ver a King Kong.
Pero tuvimos que explicar que el gorila estaba muy cansado por el viaje y dormía. Armamos ese discurso para los chicos porque estaban decepcionados al ver pasar sólo camiones y cajas. Les dijimos que Kong descansaba, pero que igual los saludaba.
Finalmente, el Rey llegó a la Rural.
A sabiendas de que la actriz y conductora Pinky había sido designada “madrina” de la bestia, le pregunté si había tenido contacto con ella.
—No —respondió—. De todo eso se encargó Gangeme. Lo manejaba todo él. Yo ni siquiera me la crucé. —Tomó aire y continuó. —Una vez en el predio de la Rural empezamos a levantar la carpa. Fue bastante rápido. Montamos las taquillas (que eran como diez o doce) y todo el merchandising. También firmamos contratos con los restaurantes. Había de todo en la Rural. Era como Disney. Y cuando estábamos terminando de preparar todo el asunto —con Gangeme y otra gente—, una noche, como a las dos mañana, decidí ir a casa dormir. Estaba muerta de cansancio. No bien me metí en la cama, como a la media hora, me llaman. Eran las 3 p.m. Ya estaba por casi dormida y me dicen: “¡Vení urgente! ¡Vení ya! Hubo un tornado que se llevó toda la carpa y… ¡la cabeza de Kong!”
Eso fue lo que retrasó todo y la causa de que estrenáramos recién el 23 de septiembre.
Cuando llegué, Gangeme estaba con un brazo roto y todo era un desastre. ¡Me quise morir! ¡King Kong estaba completamente sin cabeza!
Llamé de inmediato a la Lloyd’s y les digo: ¿Qué hacemos? Al día siguiente los agentes aseguradores se tomaron un avión y viajaron desde Londres.
La cabezota del mono se había quedado sin pelo. Estaba hecho con crin de caballos. Tuvimos que mandar a buscar a Estados Unidos los insumos para volver a completarlo. ¡No le quedó nada al pobre! ¡Se quedó pelado!
Durante todos esos días, Eddie (Surkin) trabajó muchísimo.
Finalmente, llegó el gran día e inauguramos.
Aquel día, ¡no te digo lo que fue! Las colas rodeaban toda la Sociedad Rural. Habíamos dividido el espectáculo en dos partes. Kong aparecía en la segunda. Y cuando se abrió la cortina y el mono se enojaba ¡Ja! ¡Los chicos a los gritos! ¡Pánico sentían al principio! Después aparecía una acróbata, trepaba hasta la mano de Kong y lo tranquilizaba. Entonces él sonreía y los chicos se ponían contentos.
La verdad es que todo aquello fue un trabajo enorme.
Hizo memoria por unos segundos, sonrió y me dijo:
—Un día, en la taquilla, se armó un escándalo tremendo. Al escuchar los gritos me arrimo (porque yo estaba en el terreno todo el tiempo) y veo a un señor a los alaridos con un chiquito de la mano que decía: “¡Yo vengo desde el sur! ¡Le prometí a mi hijo que iba a ver a King Kong y no hay más lugar! ¡Si a mí no me dejan entrar los mato a todos!”.
¡Y sacó una pistola!
Era una cosa de locos. Entonces, le dije al taquillero que por favor le diera una entrada y lo dejara entrar.
Cuando terminó con el relato del pistolero, le pregunté si semejante movida de recursos y personas le había dado buenos réditos.
—Entre el merchandising y las entradas se ganó mucha plata. Bueno, en realidad “ellos” ganaron mucha, porque a mí —estoy segura— me dieron chauchas. Yo no controlaba las taquillas. Eran ellos los que conocían bien el negocio. Así todo, pude comprarme un departamento en Avenida Alvear. Las taquillas estaban siempre llenas. Nunca puse la mirada en lo que hacían. ¿Sabés qué pasa? Ellos habían puesto la plata y por respeto a eso dije: “Tienen que recuperarla”. Lo que no pensé es que iban a ser tan ambiciosos.
Era gente complicada. Al tiempo me empecé a cansar. ¡Eran muchas horas ahí adentro! ¡Más de catorce! ¡Y yo estaba encima de toda la organización! Llegó un momento en que no daba más. Entonces, un día, aparecen los brasileros de San Pablo. Los dueños de Play Center. Se me acercaron y me dicen: “Sabemos que usted trajo al mono”. Y me preguntaron si lo tenía para toda América Latina. Les dije que sí. Que ya no daba más y que en cualquier momento lo devolvía a Estados Unidos. Ahí me dijeron: “No, por favor. El día que quiera parar acá en Argentina, nosotros lo queremos”. Entonces guardé muy bien la tarjeta que me dieron. Siempre hay que tener una solución de recambio.
Así siguió el negocio y más a menos a principios de diciembre Gangeme viene y me dice: “Lo vamos a llevar a Mar del Plata”.
Me le paré en seco y le respondí: “¡De ninguna manera!”
No tenía sentido. Todo el mundo ya lo había visto en la Rural. La Argentina entera vino a verlo a Buenos Aires. Si lo llevan a Mar del Plata —dije— va a ser un fracaso total. Así que, NO.
En ese momento, Francisco Soto (mi colaborador) estuvo muy mal y te explico por qué.
Resulta que yo tenía que viajar a Europa —a Suiza— a ver a mis hijos y antes de tomar el avión me llama la gente de la tienda Harrod´s, de la calle Florida. Habían arreglado el local para Navidad de tal modo que podían poner al mono en el medio de la tienda. Entraba perfectamente.
Como ya tenía en mente mandarlo a Brasil, decidí colocarlo en la tienda para hacer un poco más de plata.
Lo llamo a Soto y le digo: “Francisco, cuidado. No dejes que se lleven el mono a Mar del Plata. Te lo pido de rodillas. Hablé con la gente de Harrod´s. Arreglá todo con ellos”.
¡Y, cuando llego a Europa, me entero de que Gangeme se lo había llevado a la costa! ¡Lo habían desarmado! Y eso que le había pedido a Surkin: “Eddie, por favor…” Pero él no puedo hacer nada. Le deben haber pagado bien.
En Mar del Plata, tal como lo había anticipado, fue un fracaso absoluto. Estábamos perdiendo dinero. Ellos pensaron que iban hacer una fortuna, pero les salió el tiro por la culata. Por otra parte, ya habían decidido (me enteré más tarde) llevarlo de gira por toda la Argentina. ¡Sin mi autorización! ¡Ya se habían adueñado del mono! Ellos no tenían ninguna responsabilidad de contrato. Se aprovecharon de mí. ¡Yo ya había arreglado todo antes de irme para que el mono fuera a Harrod´s en Navidad! Ellos, a mis espaldas, cambiaron todo. Soto no hizo nada, Eddie tampoco. Actuaron por detrás de mí. Si yo estaba en Buenos Aires no lo sacaban. No habría ido jamás a la costa.
En ese momento recordé que el diario La Nación, con fecha 7 de septiembre de 1978, había publicado en un artículo sobre Kong en el que se anunciaba (incluso días antes de que el animatronic arribara al puerto porteño) que, tras una estancia en la Rural, el mono viajaría a Mar del Plata.
Le mostré la nota a Beky.
—¡Entonces ellos ya lo sabían! —repuso sorprendida—. ¡Y a mí no me habían dicho nunca nada! ¡Jamás me habían dicho lo de Mar del Plata! Además, no eran los dueños del contrato. ¡Ellos se iban a apropiar del mono y la responsable, por contrato, era yo!
En ese momento entendí muchas cosas. Una de ellas: el motivo de la desidia con que habían tratado a Kong en la costa bonaerense, abandonándolo (por un tiempo) en aquel terreno de Avenida Luro y España. A la intemperie y soportando el gélido clima marplatense.
Beky continuó con su relato.
—Decidí regresar de Europa. “La cosa está grave”, pensé. Fue cuando decidí hablar con los brasileños. Los llamé y les pregunté: “¿Se acuerdan que vinieron a verme en la Rural?” Sí. “¿Siguen interesados?” Sí, claro. “Bueno, en ese caso —dije— tenemos que hacer una operación de noche, a escondidas, y sacar al mono de donde está. Estoy frente a un grupo de muy gente complicada y temo que mi vida corra peligro”.
Los brasileros entendieron perfectamente la situación y fue así como, en el curso de una noche, desarmamos al mono. Estaba Eddie (Surkin) y la gente de los camiones que habíamos contratado. Yo estuve ahí. En el terreno. En Mar del Plata. Y pensaba: “Por favor que estos tipos no se enteren (Gangeme y su equipo). Que sigan durmiendo”.
Cuando terminamos y lo pusieron en los camiones, Kong salió para Buenos Aires y luego para Brasil.
Al día siguiente me subí al avión y regresé a Suiza. Me dije para mí misma: “¡Éstos me van a matar!” Les había quitado el negocio y eran tipos “difíciles”.
Gangeme me denunció al fisco, pero yo tenía con el doctor Pardo todos los papeles en orden. Nosotros hacíamos las cosas bien. Ellos fueron los que actuaron mal.
Beky desconocía por completo los entretelones ocurridos en el barrio de Villa Devoto, que expliqué detalladamente en el artículo El Diente de Kong.[14] Tampoco había oído hablar de Daniel Venneri, el jovenzuelo de diez años que había desdentado al mono, junto con otros amiguitos, en un playón de camiones, durante aquel lejano invierno de 1979. Respecto de Samuel Britvin —el encargado de trasladar a Kong de Mar del Plata a San Pablo— recordó que lo había conocido a instancias de Francisco Soto y que, en su casa —durante un almuerzo— habían convenido que él sería el transportista encargado de rescatar al mono de su ignominioso cautiverio en la costa.
Así todo, había algo que no me cerraba.
Durante mi larga charla con Britvin, no recordaba que él me dijera nada respecto de la presencia de Beky en el predio de la marplatense avenida Luro, al momento de “embalar” el animatronic con destino al país tropical. Traté de comunicarme con él, pero sin suerte. Revisando las fotos que tengo en mi poder, me detuve especialmente en una: la que Samuel me había permitido fotografiar en su oficina (y que constituía el único recuerdo que tenía de aquella “operación comando” encargada por Simone Pérez Pichón.)
Casi de inmediato una única silueta femenina, de pantalón negro, al fondo de la foto, me llamó la atención. La amplié. Busqué detalles. No había manera de reconocer el rostro de esa persona. Estaba demasiado lejos de la cámara.
Entonces, tomé el celular, digité el número de Beky, adjunté la foto en cuestión y le dije:
—Esta foto la sacó Samuel Britvin en Mar del Plata al momento de llevarse el mono para Buenos Aires. La mujer de la foto, ¿serás vos?
Diez minutos después tuve la respuesta.
—¡SÍ, SOY YO! ¡En el momento del embarque!¡No lo puedo creer! ¡Nadie más que tú puede reestablecer estas cosas!
Beky le transfirió el mono a Marcelo Gutglas —propietario de Play Center, San Pablo— entre mediados y fines de mayo de 1979.
Tras un atribulado viaje por carretera, montado en el ya famoso “Interno 28” de la empresa APRA de Samuel Britvin, Kong fue recibido con bombos y platillos en Brasil, donde el éxito fue tan grande —o mayor— que el experimentado en Buenos Aires.
Beky había logrado liberar al “mono” con éxito.
—Si hubiera perdido el control total sobre “el bicho” —me dijo—, De Laurentiis me habría metido un juicio tremendo. ¡Los americanos con esas cosas son terribles! De seguro terminaba presa.
Afortunadamente, la historia tuvo un final feliz.
King Kong no murió en Argentina. Nunca fue devorado por las ratas en un baldío de la localidad de Batán, cercana a Mar del Plata. Jamás estuvo en la República de los Niños de La Plata, ni en el complejo que Boca Júnior tenía en la costanera. No lo compró ningún circo de mala muerte y, menos que menos, un farmacéutico vecino al Asilo Unzué.
Beky Simone Pérez Pichón cumplió con su contrato y el mono (“su mono”), aunque sin algunos dientes, volvió a triunfar en Brasil, impactando con su inmenso tamaño.
Nota del autor: Quiero agradecer públicamente la confianza y enorme generosidad que la señora Beky Simone Pérez Pichón me dispensó al permitirme entrevistarla, dándole a esta historia el final que se merecía.
De seguro extrañaré a Kong. Pero así es la vida.
Hay que dejar que las cosas fluyan.
* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP (Argentina).
[1] Nota del autor: Los siguientes artículos citados cronológicamente fueron oportunamente publicados en algunas revistas de Argentina y España, pero tuvieron su mayor espaldarazo en FactorElBlog editado por el periodista Alejandro Agostinelli, a quien agradezco profundamente el apoyo, difusión y coraje que tuvo al hacerlos públicos.
Las notas en cuestión son: King Kong en Mar del Plata (2013) y publicado por Revista Todo es Historia, N° 575, año XLVIII, Junio de 2015, bajo el título King Kong en Mar del Plata.// El Diente de Kong (2015), Revista la Razón Histórica, España, y el mismo artículo titulado El día que King Kong encalló en Mar del Plata (2015). Finalmente, Dientes y camiones. La búsqueda de King Kong en Argentina (2017), reeditado en Factorelblog.com como Vía Crucis de Kong: el eslabón perdido.
[2] DEG (De Laurentiis Entertainment Group) fundada en 1984 y dedicada la producción y distribución cinematográfica. Desde 1989 es propiedad de Carolco Pictures. Véase: DEG.
[3] Véase: Palacios Rodolfo, El muñeco de la película King Kong que brilló en Hollywood y su insólito final en Mar del Plata. ¿Terminó en un basural? Infobae.
[4] Testimonio escrito de la señora Beky Simone Pérez Pichón. Archivo del autor.
[5] Testimonio de la señora Beky Simone Pérez Pichón con fecha 20 de mayo de 2021. Archivo del autor.
[6] Nota del autor: Medio millón de dólares de 1978 representan hoy en día (mayo de 2021) la exorbitante suma de dos millones noventa y siete mil dólares.
[7] Nota del autor: De hecho, el animatronic jamás caminó. Lo que vemos en la película King Kong de 1976 es un hombre con un traje de gorila.
[8] Según diario Clarín del 2 de septiembre de 1978, la carpa, pintada de azul y blanco, tenía 100 metros de largo, 40 de ancho y 20 metros de alto. Véase: “King Kong. Un rey en Buenos Aires”, Clarín espectáculo, sábado 2/9/1978,
[9] Nota del autor: Mi comunicación con Horacio fue, en 2017, vía email. Me escribió después de leer por Internet mis trabajos sobre el tema. Reanudamos el contacto en mayo de 2021 —vía telefónica— tras la publicación de la nota de Infobae.
[10] Osvaldo Francisco “Nono” Pugliese (1943-1993) fue un conocido empresario publicitario y modelo de la década de 1970. Estuvo en pareja por 28 años con la actriz Claudia Sánchez, con quien protagonizó una serie de comerciales muy conocidos de los cigarrillos L&M. Murió a los 50 años mientras escapaba por los techos de un restaurante, huyendo de los paparazzi.
[11] Eddie Surkin accedió, por aquellos días, a una breve entrevista del diario La Capital, explicando algunos detalles técnicos sobre la forma en la que se maneja al muñeco. “Una consola sorprendentemente pequeña para las funciones que debe cumplir, interpola las energías eléctrica o hidráulica, para posibilitar los movimientos de King Kong que tiene capacidad para jugar indistintamente cada una de sus partes. Vale decir, nos dice Surkin, que puede mover alternativamente sus rejas, brazos o dedos, con total independencia de los otros órganos, como ocurre en los animales reales. (…) En cuanto a su voz, para definirla de alguna manera, no se trata de sonidos programados sino que son deformaciones acústicas a las exclamaciones de distintas personas, que se emiten a través de micrófonos, con la intensidad que corresponde a los estados de ánimo del simio: ira, buen humor, nostalgia, indiferencia.” [La Capital, 9/2/79, Pág.9].
[12] Ricardo Gangeme (conocido con el apodo de “El Piraña) fue asesinado de un tiro, dentro de su auto, en la ciudad de Trelew, el 13 de mayo de 1999. Tenía 56 años de edad. El crimen no fue resuelto hasta ahora. Véase información sobre el luctuoso suceso en Página12.
[13] Testimonio de Horacio Fernández escrito y grabado el 24 de mayo de 2021. Archivo del autor.
[14] El Diente de Kong (2015), Revista la Razón Histórica, España. y el mismo artículo titulado El día que King Kong encallo en Mar del Plata (2015).
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