El prólogo que escribió Juan Sasturain para el último libro de Carlos Abraham es, casi, un ensayo sobre criptozoología. Gracias al permiso de Ciccus -casa editorial que publica ahora al escritor tandilense- podemos empezar a paladear las páginas del flamante tratado sobre la literatura fantástica argentina.
Acaso no sea pertinente, pero cabe explicar que monstruoso es –en este caso y como casi siempre- un elogio. Un elogio bárbaro. El monstruo, se sabe, es por definición el impar, el que no se empareja con nadie. Y este libro –este “tratado”, especifica el meticuloso Carlos Abraham– es un ejemplo exacto de una clase de uno solo. El Libro de Abraham –que así, bíblicamente, se lo conocerá de aquí en más- es una auténtica, saludable salvajada: no se ha hecho nada igual, antes.
Y subrayo cuando digo no se ha hecho, que es mucho más que no se ha escrito, porque en este caso la escritura, la mera escritura de un texto de más de medio millar de páginas, es “apenas” el ulterior gesto comunicativo de verter en palabras un trabajo previo de investigación y de relevamiento infernal. Quiero decir: lo que impresiona no es sólo este resultado que tenemos entre manos sino el gesto completo que culmina acá.
Como en el caso de la narrativa de Hemingway, aunque en otro sentido, lo que conmueve –además de lo que se percibe- es el inevitable efecto iceberg: todo lo que hay debajo / detrás / antes de estas detalladísimas comunicaciones que dan cuenta prolija y exhaustiva de un mundo que se nos revela -y la sensación es de vértigo- poco menos que infinito. Acá hay tiempo, trabajo, entrega, dedicación, obsesión, enfermedad –si cabe- e infinita locura investigadora.
Carlos Abraham es un saludable / necesario desequilibrado. Es de los que no paran, que ante la duda sigue adelante; que no se conforma con la quintita recortada de la investigación académica en función de una publicación especializada para un lector acotado. No, es de la raza conmovedora de los rastreadores, de los sabuesos, de los obsesivos buscadores de datos y fuentes, de los que resultan –hay que decirlo, todos agradecidos- irreemplazables.
Y a no confundir la especie. No estamos hablando del tipo de minucioso cultor del detalle –los primos segundos de Gardel, la pipa de San Martín, el peluquero de Evita– que trabaja sobre aspectos nimios de una figura transitada y reconocida, propone la enésima nota al pie de la biografía. La investigación de Abraham no corre una coma en un documento, una cifra en un parte de batalla, no discute la cantidad de franjas de una bandera. Nada de eso. Tampoco es el recolector snob de basura reciclada arbitrariamente como material precioso. O el profesional de la nostalgia que plumerea viejas repisas o rescata el cuaderno de primer grado del prócer de las Letras. El empeño y el logro de Abraham van saludablemente por otro lado.
Como su temerario título lo enuncia, este Libro de Abraham -absolutamente original en su empeño y realización- es a la vez raro por su objeto no habitual y necesario por sus implicaciones. Y lo es porque revela / recorta / instaura un objeto de estudio y atención hasta ahora inadvertido / no constituido; y porque con ese gesto transforma el horizonte de los estudios y las investigaciones por venir en un vasto campo literario.
Acá hay –sin ponernos solemnes- una base y un objetivo programáticos: ensanchar el corpus literario, agrandar en forma sustantiva el repertorio conocido de las ficciones producidas por la cultura argentina durante un siglo largo. Nada menos que eso. Inventariar exhaustivamente los relatos no realistas (la amplia y generosa categoría utilizada es lo insólito) publicados / leídos / circulantes a lo largo de más de cien años de nuestra historia cultural. Un proyecto desmesurado cuya concreción en este volumen ejemplar marca un rumbo y abre un par de puertas / pautas muy saludables: antes de -o mientras se trata de- establecer un canon (qué es lo significativo que “vale la pena” de ser estudiado, recordado, editado: obras y autores recortados contra el fondo opaco, informe o desierto) se nos recuerda que cabe intentar establecer un adecuado corpus (una totalidad, un conjunto más o menos representativo de lo que hay / hubo / existió). Y ésas no son, al menos en nuestra cultura argentina, cuestiones ociosas o poco pertinentes. Muy por el contrario. Durante muchísimo tiempo –prácticamente hasta finales de los años sesenta-, los estudios literarios y las publicaciones universitarias y culturales en general, se centraron, académicamente, en un corpus reducido y prejuiciosamente acotado. Se atendía sólo a las obras y a los autores que respondían a un modelo o concepto restringido de la literatura, del objeto literario. Sólo los textos asimilables a las categorías habituales dentro de las llamadas bellas artes, que utilizaban al libro como soporte y tenían la biblioteca como destino final eran considerados literatura. Todo lo que no pasara por ese circuito de producción, lectura y destino final no existía en el corpus de lo legible y atendible. Grosero y no gratuito error.
Sólo cuando el debate cultural que arrancó en aquellos años –dentro del debate político general- puso en cuestión las ideas mismas de Nación y de lo nacional, introdujo la problemática de la dependencia, propuso el concepto de identidad y criticó la concepción restringida de cultura para darle un marco y sentido menos elitista que las meras bellas artes, se planteó un concepto más abarcativo de lo que puede y debe considerarse literatura. Sobre todo en lo que tiene que ver con los canales de difusión y soportes materiales de publicación.
Así, las llamadas por entonces defensivamente “literaturas marginales” (todo ese cúmulo de textos proliferantes en los bordes de lo reconocido “que no aparecían en la foto” de la cultura) pasaron a llamar la atención crítica no sólo por simple curiosidad o snobismo –que lo hubo y lo hay- sino por ser un campo riquísimo en el que se desplegaban una serie de cuestiones reveladoras: acaso en ese espacio creativo multiforme y poco estudiado –de la producción anónima a los géneros de la literatura de masas- estaba algo o mucho de lo mejor, más genuino y poderoso que había producido nuestra cultura a secas. Aprendimos que había bastante que revolver y revisar. Sin ir más lejos –por ejemplo-, el tango y las historietas argentinas habían producido obras y autores de una envergadura insoslayable a la hora de dar cuenta de la riqueza y originalidad de nuestra cultura en el siglo veinte. Y era y es apenas un ejemplo entre otros muchos.
Es en este contexto y con este concepto que valoramos tanto este trabajo extraordinario de Carlos Abraham. Se ocupa de iluminar con precisión y exhaustividad una amplia zona de nuestra producción literaria hasta ahora apenas vislumbrada y muchas veces sin registrar. Por prejuicio y por pereza. El autor se metió con un tema que lo obsesionaba y nos abrió un mundo. Ésa es la sensación maravillosa. Sólo la publicación hace más de cincuenta años del estudio pionero de Antonio Pagés Larraya sobre los Cuentos fantásticos de Eduardo L. Holmberg en la colección El Pasado Argentino de Solar-Hachette nos sirve de referencia pionera.
Porque pasa eso: de pronto, mientras uno lee, el nítido pero semidesértico paisaje de la literatura narrativa argentina del siglo XIX que nos han descripto desde el canónico Rojas comienza a poblarse y repoblarse, a cobrar un color, un sentido, una vivacidad que acaso se podía intuir pero no necesariamente tener tan presente. Y no sólo eso: vemos y entramos a las librerías porteñas, hojeamos los diarios y revistas, nos metemos en los teatros. El resultado es maravilloso, excitante.
Si Jorge B. Rivera nos enseñó hace tiempo que mucho de lo mejor y más interesante de la literatura argentina estaba en los repositorios que acumulaban ejemplares de revistas y obras de autores olvidados por el canon; si hace un tiempo, el pionero y consecuente Eduardo Romano analizó como nadie nunca antes ese momento de profesionalización del escritor rioplatense que se ejemplifica la producción de los narradores costumbristas en la Caras y Caretas de la vuelta del siglo; si hace poco Román Setton estudió, contextualizó y reeditó las primeras novelas de Raul Waleis y nos recordó que el policial argentino tiene mucho para decir ya en esa época, ¿qué pasa ahora? ¿Así que además de la gloriosa gauchesca, la solitaria Amalia, El Matadero, el ciclo de la Bolsa, Cambaceres y la novela naturalista, y los folletines criollos de Gutiérrez, en el siglo XIX había todo esta ficción desaforada? Qué bueno.
No es cuestión de ponerse aquí a señalar las revelaciones y maravillas que este infinito tratado depara. Queda a cada uno de los lectores emprender la aventura, porque una de las singularidades de este libro insólito (como su objeto) es que el autor no solo transcribe segmentos significativos sino que cuenta las historias… Sí, las cuenta, como un narrador oral entusiasmado, deseoso de mantener la atención del lector. O, mejor y más justamente aún, como un investigador serio que quiere dejar testimonio explícito de que conoce de qué habla, de que no está citando algo que no leyó. Como a la guitarra lorquiana, a Abraham es imposible callarlo. Todo un (saludable) caso.
Finalmente, quisiera marcar tres o cuatro cosas que pueden ser de interés para el que recién se mete en el tema. La larga y meticulosa introducción –con conceptos teóricos y puntualizaciones detalladas- vale por sí sola. Es de gran utilidad para quien quiera tener un panorama amplio de las especies y subespecies literarias implicadas en el estudio; tanto su génesis y apogeo universales –con referencia a autores y obras centrales- como su anclaje y desarrollo locales. La influencia reiterada y prolongada en el tiempo de autores como Hoffmann, Poe, Verne y la omnipresente Ann Radcliffe está ampliamente documentada.
En cuanto al trabajo puntual de rastreo de textos nacionales, la perspectiva adoptada por el autor hace que ciertos escritores reconocidos y encuadrados en estrechos aunque relevantes casilleros por sus obras más importantes, se manifiesten imprevistos cultores / lectores / conocedores de lo fantástico y / o mistérico: un cuento del joven Sarmiento en El Zonda, ya en 1839; después, su utopía “estática” Argirópolis; el Mefistófeles inconcluso de Echeverría, la compleja Peregrinación de Luz del Día de Alberdi, o cuentos no tan transitados ni conocidos de Cané, Groussac, Wilde y Mansilla son ejemplares al respecto.
Otra singularidad es el primerísimo lugar que ocupan las escritoras en el cultivo de distintas formas de la modalidad: no sólo la prolífica Juana Manuela Gorriti, pionera –entre otras muchas cosas- del género, sino también Eduarda Mansilla de García y una sorprendente lista de cuentistas que dejaron mucha obra habitualmente bajo seudónimo. Impresionante, todo ese universo narrativo.
Y después está lo que es acaso fundamental, la presentación pormenorizada y minuciosa de la obra –a menudo dispersa, a veces precoz y luego malograda, muchas veces secreta- de un par de docenas de autores virtualmente desconocidos o mal conocidos excepto por los especialistas. A veces, incluso, se trata de textos que no llegaron a la imprenta, de folletos o publicaciones semi privadas. No importa. Si uno enumera sin orden ni concierto los nombres de Torres Gutiérrez, Valdés, Morante, Duteil, Monsalve, Olivera, Rivarola, Candelón, López de Gomara, Ezcurra, Larrain, Alcántara, Sioen, Torres y Quiroga y un largo etcétera que incluye otros tantos nombres y otros tantos múltiples seudónimos, tendrá una idea aproximada de la riqueza del panorama desplegado por Abraham ante la mirada absorta, admirada, del lector.
A esta altura, no es necesario decir / escribir, que felicito a quienes han hecho posible que este libro único, dedicado a todo tipo de curiosos, se publique. Es un texto de consulta, con miles (sic) de notas al pie, hecho con la pasión desaforada de un investigador y lector de envidiable consecuencia. Creo que es muy bueno para la cultura argentina que esta obra de Abraham exista y circule, y yo estoy feliz de que me haya tocado presentarla, aunque más no fuera con esta aproximación menos crítica y analítica que puramente sentimental. Es decir: estoy tan cómodo en la posición del lector agradecido que sólo me cabe invitar a todos a compartir este placer conmigo.
Juan Sasturain, febrero de 2014
La literatura fantástica argentina en el siglo XIX (el «monstruo» resumido)
Este libro está dedicado a desarrollar la historia y crítica de la literatura fantástica (y de géneros afines como la ciencia ficción, la utopía y el terror) en la República Argentina durante el siglo XIX. Se trata de un área muy desatendida por la historiografía literaria convencional, que sólo se ha ocupado de la obra de Holmberg y de Gorriti. El presente volumen prueba que existieron más de setenta autores de dichos géneros durante el período estudiado, lo que revolucionará el panorama de la literatura argentina que se tenía hasta el momento, probando que abarcaba muchas más áreas que la poesía gauchesca.
Tras un estudio preliminar, compuesto por una definición de los géneros que constituyen el objeto de estudio y por un panorama histórico de los mismos a nivel mundial, se recorren de forma cronológica sus distintas manifestaciones nacionales. Como es lógico, los autores relevantes son objeto de una consideración más extensa y minuciosa que los poco significativos. Debido a lo oscuro de ciertas obras y a su consiguiente dificultad de consulta por parte de un lector no especializado, no se ha escatimado espacio en el aporte de resúmenes argumentales, biografías y datos bibliográficos, llegando al punto de indicar en algunos casos específicos -como los de las obras únicas- los archivos y repositorios donde pueden hallarse. El volumen se completa con cuatro apéndices: el primero estudia el proceso de difusión de los autores extranjeros de ciencia ficción y literatura fantástica en nuestro país; el segundo, la presencia de textos de estos géneros (tanto nacionales como extranjeros) en los catálogos de librerías; el tercero, su presencia en los catálogos de bibliotecas; el cuarto, finalmente, está constituido por una cronología de los textos argentinos.
Entre los creadores argentinos estudiados (y descubiertos) por este libro, destaca Raimunda Torres y Quiroga, quien bajo el seudónimo Matilde Elena Wili publicó numerosos cuentos fantásticos y terroríficos en periódicos y revistas literarias. Tenían una orientación feminista, dado que solían presentar venganzas de ultratumba realizadas por los espectros de mujeres asesinadas por sus maridos. Otro autor destacable es Aquiles Sioen, quien en 1879 publicó la utopía futurista Buenos Aires en el año 2080, donde imagina los avances tecnológicos y sociales que habrá en nuestro país en esa remota fecha. Otro, Eduardo de Ezcurra, un descendiente de Juan Manuel de Rosas quien en 1891 publicó En el siglo XXX, una sátira de la sociedad argentina ambientada de modo alegórico en el año 3000, lo que le permite hipertrofiar los vicios y defectos que eran perceptibles en el siglo XIX.
Como señala Juan Sasturain en el prólogo, esta obra cumple cabalmente la misión de «Ensanchar el corpus literario, agrandar en forma sustantiva el repertorio conocido de las ficciones producidas por la cultura argentina durante un siglo largo. Nada menos que eso. Inventariar exhaustivamente los relatos no realistas (la amplia y generosa categoría utilizada es lo insólito) circulantes a lo largo de más de cien años de nuestra historia cultural. Un proyecto desmesurado cuya concreción en este volumen ejemplar marca un rumbo y abre un par de puertas muy saludables: antes de establecer un canon (qué es lo significativo que “vale la pena” de ser estudiado, recordado, editado: obras y autores recortados contra el fondo opaco, informe o desierto) se nos recuerda que cabe intentar establecer un adecuado corpus (una totalidad, un conjunto más o menos representativo de lo que existió)». Las casi 800 páginas de La literatura argentina en el siglo XIX se ocupan exhaustivamente de presentar este requerido panorama totalizador de la historia de todo un género hasta ahora desatendido.
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Si no encontrás «La literatura fantástica argentina en el siglo XIX» en tu librería amiga escribí a Ciccus: jcmanoukian@yahoo.com.ar
Disponible en Librería Hernandez
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Carlos Abraham
Museo Iconográfico de la Literatura Popular
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