El nuevo libro del científico, mago y divulgador Andrés Rieznik es un texto imprescindible para docentes, para filósofos y filósofas, para investigadores de la ciencia digna, y para luchadores sociales que a veces sienten que necesitan mejores argumentos o más paciencia para lidiar no solo con los obstáculos cotidianos sino con quienes reproducen discursos de odio y de “grieta”.
Por Américo Yuarman
«Tabú», de Andrés Rieznik, es un pequeño gran libro. En apenas 158 páginas hace un recorrido que no dudaría en conceptuar como imprescindible para cualquier persona interesada en el conocimiento, en la filosofía y en el destino de la especie humana.
Andreś, en primer lugar, presenta sus razones para que se comprenda la urgencia de conversar socialmente sobre los descubrimientos actuales de la biología del comportamiento humano.
Después propone dos puntos de partida morales útiles para guiar esa discusión: 1) el principio de igualdad –la idea de que aunque seamos muy diferentes, que lo somos porque no hay dos humanes iguales, nuestros intereses deben ser considerados de igual manera; y 2) la necesidad de una moral secular, no basada en creencias personales sino que se desprenda de una mirada compartida, casi como un corolario del principio anterior.
(El principio de igualdad basado en la igual consideración de intereses, no es otra cosa que el viejo principio artiguista de que «naides es más que naides», tomado a su vez del refranero hispánico. Es bueno retomarlo como lo hace Andrés, reformulado en términos de una razonabilidad a prueba de balas, que sólo puede ser rechazada por personas egoístas o elitistas, y que por supuesto jamás podrían defender ese rechazo en público).
Luego el autor describe algunos descubrimientos y métodos de la neurociencia (no de la neurochantada, diferenciación muy relevante), de la psicología evolutiva (superando el psicoanálisis y otras teorías pseudocientíficas) y la genética del comportamiento (un mundo nuevo de estudios sumamente fructífero). Y a la luz de los principios mencionados, discute las posibles aplicaciones de esos descubrimientos en educación y en salud mental.
Todo esto lo hace de una manera sumamente clara e informada, con muchas notas al pie para quienes deseen profundizar y sin interrumpir el hilo para que el recorrido sea (como logra serlo) no solo claro sino entretenido. Con un tono en la escritura amable sin dejar de ser polémico, y una postura ideológica explícita sin ser condescendiente con quienes comparten esa posición inicial.
Por si fuera poco, lo hace con buen humor y con una carga de poesía y dulzura que atraviesa todo el libro: desde las menciones a las inspiraciones familiares que influyeron en su pensamiento hasta las grandes referencias que iluminan su trabajo, y ahí conviven Carl Sagan y Judith Rich Harris con Daniel Córdoba, René Lavand y la abuela del propio Andrés. Mérito no menos destacable: Andrés, en sus reflexiones científicas, no hace a un lado sus emociones. (En verdad, nadie lo hace. Pero de ahí a hacerlo consciente y aprovecharlo, hay una distancia considerable).
En el camino, y enhebrando todos estos elementos, discute de manera original cuestiones morales como el aborto, la muerte digna y la investigación con células embrionarias, y plantea un tema metafilosófico de primer orden: la moral –sugiere– puede ser vista como ciencia, y la ciencia como moral.
Como parte de ese recorrido, Rieznik hace una interesante distinción que complementa la discusión sobre lo descriptivo (cómo son las cosas) y lo normativo (como creemos que deberían ser) con lo persuasivo (cómo cambiamos de ideas, o cómo logramos que otros lo hagan). Una distinción de importantes consecuencias, que permite entender (¿o debería permitir?) que causas que derivan de aceptar el primer principio (el de igualdad) –la defensa del ambiente o el respeto a la diversidad–, no dependen de ningún estudio científico: son axiomas independientes de cualquier conocimiento. Un avance en la investigación científica no debería verse como una amenaza hacia nuestra adhesión a alguno de esos principios. Al contrario, la discusión sobre cómo aplicar cualquier paso que permita incrementar el conocimiento humano requiere adoptar esos puntos de vista, que no dependen de ninguna información, sino de los acuerdos que somos capaces de construir. No depende de cómo son las cosas, sino de cómo queremos convivir.
Todo el libro es una fuerte convocatoria a razonar críticamente pero en base, a la vez, a principios y a evidencia. Y a la educación como la herramienta para lograrlo. «Así como cuando, una vez que aprendemos a leer, luego no podemos elegir no hacerlo, cuando gracias a la educación aprendemos a razonar, no podemos dejar de hacerlo frente a nuevas ideas».
La conclusión (en realidad, una de las tantas) es que nuestra capacidad de ponernos en el lugar de los demás (y de aceptar que incluso hay seres no humanos capaces no solo de pensar sino de sentir y de sufrir) es lo que nos ha regalado la evolución. Y ese tesoro es lo mejor que tenemos: nos permite aspirar a ser mejores y pensar que podemos seguir expandiendo «la frontera de nuestra empatía».
En suma, es un libro imprescindible para docentes que crean que su rol es dar herramientas que liberen a las personas; para filósofos y filósofas que quieren discutir cómo vivir mejor en el mundo; para científicos y científicas con dignidad cuya convicción les indique que el conocimiento debe estar al servicio de valores y no del mejor postor; y en fin, para luchadores sociales que a veces sienten que necesitan mejores argumentos o más paciencia para lidiar no solo con los obstáculos cotidianos sino con quienes reproducen discursos de odio y de “grieta”.
Un librazo, en definitiva. Es uno de los mejores aportes que he visto en los últimos años. Y brilla en el amplio panorama de la divulgación, entre los incontables ejemplares de snobismo, moda, demagogia, búsqueda de curriculum y pretenciosidad que circulan e inundan el mundo del ensayo destinado al gran público en la Argentina actual.
Editó El Gato y la Caja. Por si no queda claro, lo recontrarrecomiendo. Y si no lo podés comprar, leélo online aquí
(*) Américo Yuarman es licenciado en Filosofía, periodista y editor de El Miércoles Digital. Fue director de La Vanguardia Digital. Es autor de «Deliberación o dependencia. Ambiente, licencia social y democracia deliberativa» (Prometeo, 2013).
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