Es raro que me haya pasado justo ahora, después de tantos lustros de pasear los veranos de Victoria, la ciudad de Entre Ríos que elegí para pasar parte de mis vacaciones desde que conocí este paraje que se me ha vuelto entrañable, gracias a su laguna, sus espacios verdes, la paz de sus rincones y nuestros amigos Claudio, Anny, Maga y familia. Recién el último viaje, hace unos días, creí descubrir su ladera mágica. Está justo donde debe estar, en el patio trasero. ¿Cómo la reconocí? No sé, no sé cómo debe ser un lugar para que la magia funcione. Habría que googlear el tema y ver si alguien estableció una ley general. Alguna vez, en otras partes, me pasó esto de creer estar ahí y llevarme un chasco. Ahora me dejé llevar de una voz aldeana a la otra hasta aterrizar en esta tapera tropical que desborda secretos alejadísimos del ojo idiota del turista, que casi siempre pasa de largo y no se asombra de lo que hay del otro lado del casco urbano, enceguecidos como vivimos por los flashes de los centros de entretenimiento.
En este caso, es el barrio más próximo al Puerto. Hay un camping desolado, unas pocas y desordenadas tiendas para pescadores y un bodegón a orillas del río, El Canoero, donde cocinan empanadas de dorado, las más sabrosas y baratas del mundo; es decir, donde vas a comer fenómeno a menos que las compares con la carta de nueve pasos de Tomo I.
El secreto que ya conocía es el más publicitado, el Museo OVNI. Atendido por su propia dueña, Silvia Pérez Simondini, es el lugar donde las creencias se cristalizan.
Recuperó su encanto desde que regresó a la esquina de donde nunca se debió ir: la propia casa de Silvia, después de la breve temporada en la que se quiso profesionalizar. Paradójicamente, Silvia es la única contenta cuando está nublado, en una ciudad que ni siquiera tiene cine.
Ella vio pasar a unos cuantos intendentes que le susurraron mentiritas al oído, le hicieron creer que la iban a apoyar (algo que nunca estuvo entre sus planes) y la embarcaron en inversiones imposibles de sostener.
Silvia nunca bajó los brazos. Ahora con Garcilazo, un peronista K con apellido de prócer, las cosas parecen haber cambiado. Silvia está satisfecha con su interés. Aparentemente, a este intendente le cayó la ficha y notó que el Museo es un espacio que no puede desatender: ni los carnavales, el Hotel & Casino Sol Victoria y el complejo termal Victoria del Agua, es decir, ninguna de las grandes ofertas turísticas victorienses fueron capaces de atraer la atención de la televisión australiana, que acaba de invitar a Silvia a hablar de su vida –a la cual le dedicamos un capítulo en Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Ed. Sudamericana, 2009).
El Museo OVNI de Victoria no es un centro educativo ni el idealizado reservorio vivo de una mitología en gestación, es la casa de una señora cuya vida se nos ha antojado fascinante. Para celebrar su coraje no necesitamos comulgar con las Ruedas de Ezequiel ni disuadir a los visitantes a entrar porque las historias que Silvia Pérez Simondini refiere no están debidamente acreditadas. Allí no lo diremos, todas aquellas cosas con las que no concordamos podemos decirlas aquí o en otras partes.
De lo único que estamos seguros es que cada vez que la vamos a ver, Silvia nos recibe con una sonrisa cálida, sincera y benevolente. ¿Qué pienso yo sobre las cosas en las que ella cree? Ah, eso es harina de otro costal. Además, si viniera a Buenos Aires, a nosotros no se nos ocurriría hacerla disertar en el Foro de Escépticos Cariacontecidos. No vaya a ser cosa de que nos acusen de confundir ciencia con pluralismo.
Por eso, cuando estamos de visita no abrimos la boca. Sólo disfrutamos de las atenciones de la anfitriona y respetamos los códigos de la casa.
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