Fuerzas mayores ajenas a mi voluntad –¿acaso hay mayor fuerza ajena a la voluntad que la del trabajo? – me han impedido actualizar al blog con la frecuencia y calidad que hubiese deseado. El lector habitual sabe que aún no he podido concretar el sueño de vivir –aunque sea mínimamente– sobre los temas que me gusta escribir. (A veces me ilusiona suponer entusiasmos insospechados, e imaginar que el 60% de nuevos lectores que desembarcan en Factor cada vez que actualizo Ciencia Bruja son los que NO dejan comentarios allá –y tampoco acá, pero bueno: supongo que alguna vez tendrán alguna cosa para decir– querrán, no sé, comprar muchos ejemplares de Invasores, preguntar a dónde pueden enviar una donación o pagar una cerveza. Es broma, generalmente pienso cómo mantener pendientes de novedades –ahora se dice fidelizar– a mis benditos lectores.) Puntilloso a niveles exasperantes, suelo elegir el silencio a publicar algo que está más o menos. En ese tren obsesivo, a veces ni siquiera consigo lo elemental, que es subir alguna cosa breve que no condene al olvido a este blog.
De pronto recuerdo que para que estas transiciones no resulten improductivas había creado la sección Párrafos subrayados. Bien, procederé a compartir una lectura relacionada con el trabajo que me estuvo quitando el sueño –un pequeño misterio doméstico que llegado el momento develaré–. (Del proyecto en marcha sólo puedo decir que en los últimos cuatro meses me entretuve rastreando narrativas de la subcultura ocultista que hasta la fecha no tuvieron un espacio protagónico en la cultura oficial –ni siquiera en la cultura oficial del ocultismo–.) Ese trabajo supuso escarbar sobre la superficie y pensar en qué aspectos de estas creencias esotéricas merecen ser llevados a un primer plano, esto es, en cuáles de aquellas historias tienen un potencial para aprender algo más de nosotros mismos. Fue –aún lo sigue siendo– un duro trabajo, más de campo que teórico. Pero lo dejo aquí, porque si no me la voy a pasar dando rodeos en el aire. Lo que quería decir es que hace unos días, en busca de un cable a tierra, estacioné en un párrafo de mi etnólogo contemporáneo de cabecera, Wiktor Stoczkowski.
Los rizomas de la subcultura ocultista forman una rica y amplia red que permanece invisible en la medida en que nuestra sociedad y sus escuelas son reacias a dárnoslas a conocer, considerando que se trata de una forma de cultura vergonzosa o de segunda clase. Sólo nos llegan sus ecos con ocasión del suicidio –escandaloso– de los miembros de una “secta”, o tras el éxito comercial –sospechoso– de un libro. La deformación de la imagen que resulta de este interés selectivo y distraído que despiertan en los medios de comunicación los ambientes ocultistas, única y exclusivamente cuando hay dinero o víctimas de por medio –los dos valores supremos de la cultura laica– nos lleva a ver la pervivencia del ocultismo a través del tópico sin fundamento del “regreso de lo irracional”. Pero la subcultura ocultista nos acompaña constantemente, siempre vivaz, cambiante y creativa a su manera.” (*)
Este luminoso párrafo de Stoczkowski tiene valor por sí mismo, pero su valor aumentará a orillas de Diciembre de 2012.
Para entonces, con menos misterios que por compromisos contractuales ahora debo silenciar (y gracias a los cuales disfruto del privilegio de crear una persuasiva atmósfera de suspenso, je), me podré extender y exponer, una vez más, por qué nuestro interés por lo oculto no es diferente de nuestro interés por otros aspectos de la cultura.
Esta subcultura compartida del ocultismo permite hablarle en un lenguaje común –incluso de ciencia– a muchas personas poco habituadas a disfrutar de los niveles crecientes agilidad que obsequia al cerebro el ejercicio de pensar con sentido crítico.
Además, como decía mi viejo, «si querés que en la vida te vaya bien alguna especialización tenés que tener».
* Stoczkowski, Wiktor. «Para entender a los extraterrestres». Acento. Madrid, 2001. Pp. 230
Crédito de la imagen: Deceptology