Y sin embargo te mueve. Deleitar, conmover y persuadir con la ciencia, el nuevo libro de Sergio de Régules, uno de los divulgadores científicos más destacados en español, nos muestra que comunicar tiene más que ver con la chispa que con el aburrimiento. Publicada por Grano de Sal, la obra explora cómo transmitir conocimientos sin sacrificar su riqueza: es necesario manejar técnicas narrativas y poner el ojo sobre la dimensión emocional y humana de los temas científicos.
De Régules (1964) es un físico mexicano que ejerce lo que predica: domina una pluma ágil y aguda con la que define a la divulgación de la ciencia como un arte literario que trasciende la transcripción soporífera de datos. Con un estilo crítico, sensible y elegante, el autor defiende que la divulgación no es la versión tonta de la ciencia, sino saber contar buenas historias. Y también una disciplina que logra conmover y provocar en el lector un impacto emocional.
El ensayo está dividido en dos partes: una dedicada a qué es la divulgación y otra a su producción, destilando tres décadas de experiencia en las que presenta “una serie de filias y fobias, de advertencias sensatas y consejos fáciles de enunciar aunque para aplicarlos se requiera tesón y muchas horas de vuelo”.
De Régules ofrece consejos, anécdotas y reflexiones sobre cómo la ciencia informa, despierta asombro y curiosidad, y nos recuerda que el buen divulgador es también un narrador que conecta con su audiencia a un nivel profundo y humano.
Cortesía de Grano de Sal, Factor adelanta en exclusiva la introducción de una obra que está a tiempo de influir en nuevas generaciones de comunicadores científicos.
La divulgación no es ciencia
Una vez tuve que evaluar este texto para ver si lo publicábamos en ¿Cómo ves?, la revista de divulgación de las ciencias de la UNAM.[1] Nos lo mandaba un investigador que era buen amigo de la revista y una excelente persona. Ninguna de estas virtudes le impidió empezar así:
“La abundancia primordial de helio”
El modelo homogéneo de la expansión del universo basado en la teoría general de la relatividad, ahora conocido como la Teoría de la Gran Explosión, predice que durante los primeros cuatro minutos, contados a partir del principio de la expansión del universo, se produjeron reacciones nucleares basadas en hidrógeno que produjeron helio y trazas de deuterio y litio. Durante la expansión la temperatura del universo iba decreciendo y después de estos cuatro minutos no fue lo suficientemente alta para producir los otros elementos de la tabla periódica a partir de reacciones nucleares. Muchos millones de años después se formaron las primeras estrellas con hidrógeno y helio nada más, a este helio se le llama
el helio primordial. Los otros elementos de la tabla periódica se formaron a partir de reacciones nucleares en el interior de las estrellas y una fracción de ellos fue expulsada después al medio interestelar.
¿Les gustó? A mí tampoco. Ya desde el título quita las ganas de vivir. “La abundancia primordial de helio” es un concepto técnico y abstracto que no le evoca nada a un público sin doctorado en astrofísica. La primera frase no contribuye a calmar el temor del incauto lector, cargada como está de sobreentendidos para expertos, como “modelo homogéneo”, “teoría general de la relatividad”, “predecir” y “trazas de deuterio y litio” que se “producen” quién sabe cómo por medio de “reacciones nucleares”. Lo que sigue es una ráfaga de pormenores inconexos de la historia del Universo que se nos imparten a toda velocidad, más o menos como repartiría balas una ametralladora. No se menciona a una sola persona. No hay hilo en las frases. La explicación pasa saltando por un montón de temas sin profundizar, como una piedra haciendo patitos en el agua.
En resumen, no sirve para una revista de ciencia que pretende ser de interés general porque el público lee principalmente por gusto, no para flagelarse. Para atender las necesidades y los deseos de ese público necesitamos que la lectura sea cautivadora, aparte de informativa: una cosa que se pueda leer junto a una alberca. Sea lo que sea esa “abundancia primordial de helio”, éste no es el texto que nos hará querer saberlo.
Aquí están los primeros párrafos de dos artículos que sí publicamos:
En el salón de audiencias había una delgada placa metálica con un soporte central que le daba el aspecto de una mesita y un físico y músico alemán que estaba un poco nervioso. Llegó Napoleón, y Ernst Chladni se dispuso a hacer su demostración (Claudia Hernández, “La victoria agridulce de Sophie Germain”, ¿Cómo ves?, núm. 218).
Enrico Fermi entró puntualmente en el aula donde impartía sus clases de física. Saludó con amabilidad y bajo la atenta mirada de sus alumnos se dirigió al escritorio, donde puso su maletín. No lo llegó a abrir. Fue al pizarrón, tomó un gis y se dio la vuelta para anunciar: “Hoy dedicarán toda la hora a resolver este problema.” Un murmullo se levantó en todo el salón, incluso alguna voz de protesta. Conociendo a su laureado profesor, los alumnos sabían que iban a sudar de lo lindo en los próximos 60 minutos. Haciendo caso omiso del revuelo, Fermi escribió el enunciado del problema. Era muy simple: “¿Cuántos afinadores de pianos hay en Chicago?” (Daniel Martín Reina, “Los problemas de Fermi”, ¿Cómo ves?, núm. 56).[2]
¡Qué diferencia! Estos textos sí captan la atención e incitan a seguir leyendo. Tómense un momento para apreciar lo que tienen en común entre ellos y lo que los distingue del anterior. Ambos empiezan como si estuviéramos viendo una película. En lugar de aventarnos a la cabeza conceptos peliagudos, nos presentan una escena, una situación con personajes de carne y hueso, y nos ponen en medio de la acción. En su libro Connection [Conexión] Randy Olson, Dorie Barton y Brian Palermo sugieren que lo que más les interesa a la mayoría de los seres humanos es lo que les pasa a otros seres humanos (Olson et al., p. 41). Una característica de la buena divulgación es que habla de gente, no sólo de ideas.[3]
Aristóteles en su Retórica recomienda al orador hacer que el público vea. Añade que para eso hay que “usar expresiones que representen las cosas en estado de actividad”. Pues aquí tenemos dos ejemplos de esta técnica milenaria para cautivar al público. El lector puede ver en su mente lo que pasa porque los autores ofrecen detalles sensoriales y afectivos concretos a los que la mente puede aferrarse: una placa con un soporte que parece una mesita, un alemán nervioso, un profesor con maletín, unos alumnos soliviantados. En el primero, una vez establecida la escena entra Napoleón, ni más ni menos. Inmediatamente queremos saber qué demonios hace ahí Napoleón, por qué va a ver a ese señor y qué es esa placa de metal. Estamos a punto de presenciar acontecimientos, no de hundirnos en un marasmo de conceptos disconexos e incomprensibles.
En el caso de Enrico Fermi, el autor se toma su tiempo para establecer visual y emocionalmente la escena antes de darnos el aguijonazo de interés: entra un profesor, nos enteramos de que es un investigador famoso (por si alguien no supiera quién es Enrico Fermi, que nadie tiene por qué saberlo), vemos que les va a poner un problema a sus alumnos. La tensión va en aumento. La frase que revela por fin de qué se trata el problema tiene el mismo efecto en el ánimo que el remate de un chiste. Si uno sigue leyendo —y es difícil resistirse— se enterará de que no es un chiste. A Fermi le gustaba inventarse este tipo de acertijos: problemas que uno pensaría que no se pueden resolver, pero para los cuales el físico italiano ideaba formas de al menos abordarlos para luego ofrecer una solución aproximada a partir de suposiciones y simplificaciones razonables. La solución importaba poco; lo esencial era pensar como físico.
He aquí una frase factual acerca de los eclipses solares:
La probabilidad de observar un eclipse total en
un lugar dado de la superficie de la Tierra es muy baja
Compárese con esta otra posibilidad:
Si uno espera a que un eclipse total se digne
ocurrir en su ciudad, puede esperar sentado
¿Cuál es más atractiva?
La primera es información llana. La voz que se adivina detrás es descarnada e insípida, como la voz de ChatGPT. En la segunda, en cambio, se trasluce una personalidad, un ser humano de carne y hueso, y con sentido del humor por añadidura.
En general, los artículos que rechazamos en ¿Cómo ves? no sirven porque cometen alguno de estos desatinos:
▸ No hablan de gente, sino de conceptos abstractos.
▸ Están escritos en tono impersonal y en lenguaje técnico.
▸ Tienen problemas de organización y estructura, con errores de coherencia; a veces están escritos como una simple enumeración de datos.
▸ Están redactados de manera confusa, o llenos de anglicismos o con un vocabulario indigente.
▸ Emplean el estilo de los artículos científicos (papers) o las lecciones escolares.
▸ El tono en el que se dirigen a los lectores es pomposo y condescendiente.
He aquí algunas características de los artículos buenos:
▸ Cuidan el estilo.
▸ Complementan los resultados científicos con anécdotas, incluso personales.
▸ Se organizan como argumentos lógicos o bien como narraciones.
▸ Evitan acomplejar al lector esquivando discretamente el lenguaje técnico.
▸ No suenan a papers.
▸ Revelan una voz propia y original.
A lo largo de este libro profundizaré sobre las diferencias y sugeriré maneras de evitar los desatinos de los artículos malos y de imitar los aciertos de los buenos, pero antes de empezar hay que quitarnos de en medio el malentendido más común acerca de la divulgación de la ciencia. Más adelante presentaré otros y los acribillaré sin piedad, pero éste, en particular, es el que está detrás del fracaso de “La abundancia primordial de helio” y cosas por el estilo: consiste en creer que divulgar es diluir o “bajar de nivel” el conocimiento científico para que lo entienda un público ignorante. Pues no, la divulgación no es ciencia diluida ni rebajada ni de ningún tipo. La divulgación no es ciencia. Vale la pena decirlo en párrafo aparte y centrado, para mayor dramatismo (traten de imaginárselo con efecto de eco sensurround):
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La divulgación no es ciencia.
¿Entonces qué es? En el caso ideal, la divulgación escrita es literatura que se refiere a la ciencia y por lo tanto para escribir divulgación no basta poseer conocimientos científicos: es imprescindible además dominar las técnicas de la escritura literaria, que es lo opuesto de la redacción de papers que se enseña en las carreras científicas (véase más adelante).
Ya lo decía en 1983 Carlos López Beltrán en un artículo publicado en el legendario boletín Naturaleza, fundado por Luis Estrada: la divulgación “es un discurso autónomo y creativo […] que no es ni un apéndice del mundo científico ni un periodismo especia lizado. Por su fin y su exigencia está más cerca de los textos literarios” (López Beltrán, “La creatividad en la divulgación de la ciencia”, Naturaleza, 1983).
Lo ha dicho Ana María Sánchez Mora en La divulgación de la ciencia como literatura: los recursos de los que echa mano la divulgación “pertenecen más a la literatura que a la ciencia”, y más adelante: “Creo que la imaginación del lector está comprometida con la originalidad, y que abordar un tema científico a través del concepto creativo de la literatura, en el sentido de una forma de expresión personal e innovadora, debe ser el ideal de la obra de divulgación”.
Lo ha dicho Martin Gardner en una cita que tomo del magnífico libro de Ana María Introducción a la divulgación escrita de la ciencia:
Los buenos divulgadores […] no intentan enseñar ciencia ni poner al día al lector, sino desplegar ante sus ojos su interés en la ciencia apasionado o ligero, un suntuoso festín de gran escritura absorbente, motivadora de reflexiones. […] [La] única regla es que [el texto] debe estar hermosamente escrito.”
Lo ha dicho mucha gente. Por algo será.
En 2014, la Fundación Civitella Ranieri de Nueva York me otorgó una beca (fellowship) para pasar seis semanas en un castillo del siglo xv en Italia escribiendo en un entorno de una belleza que cortaba el aliento y rodeado de compositores, escritores y artistas plásticos. Ahí la escritora y poeta estadounidense Honor Moore me informó que lo que yo llevaba haciendo veinte años cabía en un género literario llamado creative nonfiction. A lo largo de todos esos años mi intención (si no necesariamente mi expresión) había sido literaria. La divulgación que más me gustaba tenía las mismas cualidades estéticas y cautivaba por las mismas razones que mis novelas favoritas y siempre me esforcé en imitar una y otras. Para escribir mejor leía manuales para novelistas. Cuando en el año 2000 mi libro El Sol muerto de risa fue seleccionado para las primeras Bibliotecas de Aula, me llevé la inmensa satisfacción de que el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda dijera de mi libro, en una reseña del contenido de las bibliotecas en La Jornada, que era “excelente” y que podía considerarse “literatura sobre la ciencia”. Todavía atesoro el recorte de periódico que me dio una amiga editora. Ahora, encima, me enteraba por boca de Honor Moore de que había un género literario en el que cabía lo mejorcito de mi producción, aunque no fuera un género reconocido en México.
En un libro dedicado a describirlo, Philip Gerard escribe:
[Este género] dedica una atención seria al oficio de escribir. Trasciende por mucho el estilo de la ‘pirámide invertida’ del periodismo tradicional, con maneras interesantes de construir oraciones, con metáforas novedosas, una presentación vívida y muchas veces en términos de escenas, un rechazo de los lugares comunes y los finales obvios, con control sobre los matices, un vocabulario preciso y una sensibilidad estética general (Gerard, Creative Nonfiction, p. 11).
Algo muy parecido apunta Lee Gutkind, a quien se ha llamado (con sorna) el padrino del género creative nonfiction, en un libro titulado You Can’t Make This Stuff Up [Estas cosas no se inventan]: “La palabra creative se refiere al uso de técnicas literarias […] para presentar temas no ficticios […] de una manera cautivadora, vívida y dramática. El objetivo es que una historia real [nonfiction] se lea como ficción para que el lector quede tan fascinado por los hechos como por la fantasía” (Gutkind, 2012, p. 22).
No se me ocurre cómo traducir creative nonfiction (por favor no me vengan con no ficción creativa; es espeluznante), pero sí puedo traducir el título de otro libro que leí sobre el tema: Historias reales bien contadas. Creo que describe muy bien de qué se trata. En este género caben la biografía, las memorias, ciertos tipos de periodismo (por ejemplo, las entrevistas al estilo de Svetlana Alexievich, premio Nobel de Literatura), el relato de viajes y, claro, la divulgación de la ciencia. El caso es escribir sobre cosas reales con estilo y elocuencia.
¿“Literatura de lo real”?
No.
¿“Literatura no imaginativa”?
Menos. Se necesita mucha imaginación para escribir bien en cualquier género. Y después de todo, lo cautivador de lo que tradicionalmente se considera como literatura no depende de que lo contado sea imaginario (o que “sea mentira”, como supe que dijo cierto investigador al explicar por qué no leía novelas: ¡pobrecito!). Es más, la literatura en el sentido tradicional no es exclusivamente ficticia; muchos autores clásicos escribieron también obras que no eran ficción y desde luego toda ficción contiene una alta concentración de realidad (psicológica, humana, histórica).
En vista de todo esto, propongo que nos dejemos de tonterías y digamos, simplemente, literatura. La buena divulgación escrita es literatura.
Ciudad de México, octubre de 2024
[1] Lo que diré aquí está dicho a título personal y no compromete en nada ni a ¿Cómo ves? ni a la UNAM.
[2] Mencionaré los nombres de los autores que aciertan y callaré los de los que yerran (en mi opinión), que aquí no se trata de enemistarse con nadie.
[3] Y muchas veces ilustra las ideas por medio de historias de gente.
SERGIO DE RÉGULES. Es físico, escritor, bloger, conferencista y profesor. Es coordinador científico de la revista ¿Cómo ves? de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM. Es también autor de Cielo sangriento. Los impactos de meteoritos, de Chicxulub a Cheliábinsk y El mapa es el mensaje. En dos ocasiones fue finalista del Premio Internacional de Divulgación de la Ciencia Ruy Pérez Tamayo, convocado por el FCE. Otros de sus libros son Caos y complejidad: el mundo como caleidoscopio, El universo en un calcetín, La mamá de Kepler y Las orejas de Saturno. En 2019, obtuvo el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica Alejandra Jáidar, otorgado por la Somedicyt, y en 2021 el Premio Latinoamericano a la Divulgación de la Ciencia y la Tecnología, otorgado por la RedPOP. En 2014 fue becario de la Civitella Ranieri Foundation de Nueva York. Es traductor, compositor y pianista ocasional.