Hace 14 años fui hasta el edificio donde estuvo su último consultorio, en Santa Fe y Serrano (ahora Jorge Luis Borges). Fui con una gran noticia. Estaba por nacer mi primera hija y se lo quería contar. Mis esperanzas de encontrarlo no eran muchas: había dejado de ser su paciente hacía unos diez años. Como no recordaba el piso, encaré directamente al portero, que fumaba en el hall.
–Uh…Román… ¡Sí! ¡Qué tipazo! ¿Cómo no me voy a acordar de él? Pero falleció, hace varios años que falleció. Fue una muerte fulminante.
El dolor me atravesó la garganta. Había ido a compartir con él una alegría y me alejé sumido en la tristeza, en el vacío profundo que sólo te deja una ausencia abrupta e imprevista.
Su nombre no figuraba en Guía telefónica. No teníamos amigos, ni siquiera conocidos en común. Nunca supe si tuvo hijos, o cómo se llamaba su esposa. De mi memoria se había desvanecido el nombre de la psicóloga con la que trabajaba cuando lo conocí, hace años que me pregunto si no será Mónica. En fin, no tenía a nadie a quien preguntarle por él.
No puedo precisar la fecha de su muerte; aquel encuentro con el portero fue en 1998, y Román había fallecido varios años antes, él tampoco la recordaba. Pero seguramente no tenía más de 40 años. ¿Quién fue Román Cetrángolo? No puedo decir mucho sobre él, como es de prever mantenía en cuidadosa reserva su vida personal (por entonces ello era posible).
Sí podría decir unas cuantas cosas sobre lo que Román significó para mí. Él fue, durante cinco o seis años, mi psicólogo, como lo saben las escaleras de su primer consultorio, en Avenida Santa Fe y Talcahuano. Yo lo había “elegido” a mis 17 años, durante un curso de Orientación Vocacional en el Centro de Salud Mental Ameghino, el de avenida Córdoba. Al fin del curso me dijo que, según la evaluación del grupo, yo tenía especial inclinación por las ciencias humanas, y dado mi notorio interés por la ciencia, me sugirió que mi futuro estaba entre Sociología y Antropología.
En uno de esos encuentros le presté a Román un “especial” de nuestra revista Ufo Press, donde el doctor Oscar Galíndez analizaba el encuentro de María Elodia Pretzel con un extraterrestre enfundado en un traje con escamas plateadas. El me podría haber devuelto el boletín muerto de risa y hubiese estado dentro de lo normal, creo que tampoco se lo hubiera reprochado. Pero él lo recibió con absoluta seriedad. Entonces, le pedí que me contara su impresión del caso. Sus certeras reflexiones me dieron pie para escribir uno de mis primeros artículos sobre ovnis, “La increíble y triste historia de la cándida María Elodia y su padre desalmado”, se titulaba –si mal no recuerdo–, en homenaje a otro obvio ídolo de aquellos años.
Eran comienzos de los ochenta, yo estaba por terminar el colegio secundario en el ENET Nº 9 Ing. Luis A. Huergo y ya abjuraba de mi inminente título, Maestro Mayor de Obras. Román conocía y compartía mi interés por la ciencia. La serie “Cosmos”, de Carl Sagan, acababa de dejar una huella fresca en nuestras neuronas. Todavía faltaban 16 años para que el astrofísico publicara “El mundo y sus demonios”. Pero Román me indicó un libro que acababa de salir, “El cerebro de broca”.
“…Pero el éxito de la ciencia, tanto en lo que afecta a su estímulo intelectual como a sus aplicaciones prácticas, depende básicamente de su capacidad para autocorregirse. Siempre debe existir un modo de verificar la validez de una idea, siempre hay que tener a mano la posibilidad de reproducir cualquier experimento verificador o falseador. El carácter personal o las creencias de los científicos deben ser factores irrelevantes en su trabajo, y sus afirmaciones sólo deben apoyarse en pruebas experimentales. Los argumentos de autoridad no cuentan en absoluto, pues con demasiada frecuencia han errado todo tipo de autoridades. Quisiera ver las escuelas y los medios de comunicación difundiendo este modo de pensar tan científicamente eficaz, y ciertamente sería asombroso y encantador verlo incorporarse al terreno de la política….” (pp. 94, Ediciones Grijalbo, 1982, Buenos Aires).
EL PSICONÁLISIS ERAN LOS PADRES. Claro que estoy orgulloso de haber tenido un psicólogo que me recomendara leer a Sagan. Por aquellos años yo no tenía el panorama del conocimiento tan despejado de maraña pseudocientífica como creo tenerlo ahora. Luego se sumarían John Sladek, Isaac Asimov, Martin Gardner, Henry Broch… Gracias a todos ellos debí ser uno de los pocos pacientes que enfrentó a su psicólogo como el niño que un 6 de enero vio a sus padres dejar unos regalos junto a sus zapatos y les pidió explicaciones, preparándose para darse cuenta de que el psicoanálisis no era aquello que habíamos creído que era.
Una tarde le dije a Román que había terminado de leer “Seudociencia e ideología” de Mario Bunge y que había comprendido por qué el psiconálisis no utilizaba el método científico. No cerré el diálogo con un despechado “¡Con que así son las cosas!”, como pudo haber dicho el niño que en vez de Gaspar, Melchor y Baltasar vio a sus padres. Pero compartí con él mi desilusión. Román no dio excusas.
–¿Y quién te dijo que el psicoanálisis es una ciencia? Para mí nunca lo fue. Es una doctrina basada en estudios y libros de Sigmund Freud, uno de los tantos autores posibles. En eso acuerdo con Bunge. Además, recuerdo haberte dicho que mi psicoterapia no es ortodoxa…
Quizás su respuesta se extendió en otros andariveles, pero así de esquemáticos son mis recuerdos ahora.
A los 19 años, mi idea del psicoanálisis como ciencia procedía del imaginario que uno obtiene de las películas, libros o citas. Román, como psicoanalista, no tenía competencia. Por ejemplo, era muy claro y jamás se enroscaba en pensamientos abstrusos. Nunca forzó interpretaciones de mis sueños o de mis dichos. Era un paciente escuchador y a mí me gustaban sus intentos por extractar lo más valioso de mis pequeños avatares cotidianos.
Disfrutaba mucho de aquellos encuentros, prueba de ello es que nunca me importó el costo (que tampoco era tan elevado): siempre pagué las sesiones de mi bolsillo. Si bien nos queríamos mucho, estaba claro que en algún momento me iba a plantar con un “hasta aquí llegamos”. Pero también sabía que me iba a costar mucho dar ese paso. Es duro aprender a querer a una persona y un buen día desaparecer de su vida, y vos de la suya, porque … “el tratamiento llegó a su fin”.
Aquel día llegó con mi ingenua desilusión sobre la vocación científica que le pretendía al psicoanálisis. Román entendió inmediatamente que nuestra psicoterapia había terminado.
Yo quise seguir una amistad, pero ya no era posible.
Independientemente de mi mala opinión hacia la doctrina psicoanalítica, debo decir que Román fue mucho más que una “oreja”. Fue un sólido “contenedor” de mis angustias y un referente para mí, en tiempos donde me faltaban puntos de amarre.
Cuando en 1982 me tocó hacer el Servicio Militar, a poco de finalizada la guerra de Malvinas, Román me escribía unas preciosas cartas de puño y letra a la Base de Punta Indio, donde yo hacía la Instrucción, para darme ánimo. ¿Cuántos psicólogos habrán hecho lo mismo por sus pacientes? Pasaba un año, o dos, y, al regresar a terapia, él no necesitaba refrescar sus recuerdos: retenía con detalle la breve historia de mi vida. Jamás estaba pendiente del reloj cuando la sesión estaba por terminar y a veces hacía esperar unos minutos al próximo paciente, si lo consideraba necesario.
¿Cuántos pacientes recordarán, con lágrimas en los ojos, a su psicoanalista? No lo sé, no tengo idea. Pero yo puedo asegurar que, después de treinta años, mis encuentros semanales con Román Cetrángolo están entre los más felices recuerdos de mi juventud. Su figura tiene una persistencia agradable en mi memoria, él y su apretón de manos amable, él y su sonrisa contagiosa, él y su brillante sinceridad.
Estas líneas son también una botella al mar del tiempo. Ojalá llegue a quienes corresponda, y me escriban para compartir la alegría de recordarlo.
Descargar número completo en PDF de la revista UFO PRESS Nro 15, enero de 1983. (Cortesía de Fabio Picasso).