Para nosotros, Asimov

Científico, escritor y maestro de escritores, cofundador de la Edad de Oro de la Ciencia Ficción, impecable divulgador de la ciencia… Durante todos estos años sin Asimov él estuvo en cada estudiante, en cada científico, en cada escritor que creció leyéndolo, adorándolo, maravillándose ante sus anticipaciones, cuestionando su sobredosis de ego o disfrutando de sus maravillosas epopeyas espaciales, robóticas o psicohistóricas. El pasado 6 de abril se cumplió otro aniversario de su muerte y lo que se ha escrito sobre él, después de todos estos años sin Asimov, sabe a poco. Sobre todo tratándose de un hombre que a lo largo de medio siglo escribió sobre todo y más allá, casi como un renacentista en el siglo XX que se impuso la misión de describir el universo.
“Nunca sabremos exactamente cuántos científicos actualmente activos, en diversos países, deben su inspiración inicial a un libro, un artículo o un cuento de Isaac Asimov, ni cuantos ciudadanos comunes simpatizan con las iniciativas científicas por las mismas razones”, escribió en ocasión de su muerte Carl Sagan (1934-1996) (Skeptical Inquirer, Vol. 17.1, Otoño 1992). “En una época en que la Ciencia Ficción estaba enteramente volcada a la acción y a la aventura», continúa Sagan, «Asimov introdujo historias con esquemas enigmáticos, que enseñaban como es la ciencia y cómo pensar».
Poco antes de morir, «el buen doctor» le dijo a su esposa, la psiquiatra Janet Jeppson: “Tuve una buena vida y estoy satisfecho con ella, no te preocupes por mí”. Sagan, al citar la frase, dice que no se preocupó por Asimov sino por nosotros, por nuestra especie, que se quedaba “sin Isaac Asimov para inspirar el aprendizaje y la ciencia entre los jóvenes”. Tampoco eso, como lo supimos después, era lo más preocupante. Lo peor sucedió enseguida, como evoca Renato Pincelli en el blog Hypercubic: “Sagan también se marchó joven, con menos de sesenta años, apenas cuatro años después de escribir este obituario”.
Para nosotros, el más influyente artículo sobre ortodoxia y heterodoxia en ciencia se tituló “El corolario de Asimov”. Lo publicamos en 1992 en El Ojo Escéptico, en memoria a su deceso. Hoy lo revivimos con algunos ajustes estilísticos para disfrute de los lectores de Factor 302.4

EL COROLARIO DE ASIMOV
Por Isaac Asimov
En el libro de mi colega inglés Arthur C. Clarke Perfiles del Futuro (Harper & Row, 1962, edic. revis., 1972), se adelantaba lo que el autor denomina «Ley de Clarke», que dice:

“Cuando un distinguido pero anciano científico afirma que algo es posible, casi siempre está en lo cierto. Cuando determina que algo es imposible, probablemente está equivocado”.

Arthur continúa explicando lo que pretende decir con la palabra «anciano». Dice: «En Física, Matemáticas y Astronáutica es cuando se tienen más de treinta años; en otras disciplinas la decadencia senil suele posponerse a los cuarenta.» Sigue dando ejemplos de «distinguidos pero ancianos científicos» que han rechazado y ridiculizado toda clase de cosas que han venido a suceder casi inmediatamente. El distinguido británico Ernest Rutherford rechazó la posibilidad de la energía nuclear, el distinguido americano Vannevar Bush consideró una patraña los misiles balísticos intercontinentales, etc.
Naturalmente, cuando leo frases como esas y conociendo a Arthur como lo conozco, empiezo a preguntarme si, entre todos los demás, se está refiriendo a mí.
Después de todo soy un científico. No soy exactamente un científico «distinguido», pero los no científicos en algún sitio han adquirido la noción de que lo soy, y no deseo castigarlos con la desilusión, de manera que no lo niego. Además, finalmente, estoy ligeramente por encima de la treintena desde hace bastante tiempo, de modo que reúno la cualidad de «anciano» según la definición de Arthur. (Dicho sea de paso –ja, ja– él tiene tres años más que yo).
Bien, entonces, como científico distinguido pero anciano, ¿acaso he afirmado que algo sea imposible o, en cualquier caso, que algo no tenga conexión con la realidad? ¡Por supuesto que sí! De hecho, raramente me conformo con decir que algo esté «equivocado», dejándolo así, sin más. Yo suelo utilizar profusamente términos y frases como «sin sentido», «chifladura», «locura estúpida», «idiotez pura» y muchas otras pertenecientes al lenguaje amable y romántico.
Entre las aberraciones populares más frecuentes, nunca he escatimado enfrentarme con el velikovskianismo (*), la astrología o los platos voladores, por citar algunas. Sin haber tenido aún la ocasión de tratar en detalle esas materias, mi opinión sobre las observaciones del suizo Erich von Daniken acerca de los «astronautas del pasado» es que se trata de una basura absoluta. Similar opinión me merece la ampliamente asumida convicción (citada, sin la corroboración de nadie, por Charles Berlitz) de que el «Triángulo de las Bermudas» es el terreno de caza de alguna inteligencia alienígena**.
Entonces, ¿me tiene que inquietar la Ley de Clarke? ¿No me da a entender que seré citado ampliamente, y con burla, en algún libro escrito dentro de un siglo por algún sucesor de Arthur?
La respuesta es no. Aunque acepto la Ley de Clarke y pienso que Arthur está en lo cierto con su sospecha de que los pioneros vanguardistas de hoy serán los conservadores nostálgico-retrógrados del mañana (1). No me lo reprocho. Yo soy muy selectivo con las herejías científicas que denuncio, para lo cual me guío por lo que he denominado Corolario de Asimov para la Ley de Clarke. Este es el Corolario de Asimov:

«Cuando, a pesar de todo, el público se agrupa a favor de una idea denunciada por distinguidos aunque ancianos científicos y apoya esa idea con gran fervor y emoción, esos distinguidos aunque ancianos científicos, a pesar de todo, probablemente tienen razón.»

Pero, ¿por qué tiene que ser así esto? ¿Por qué yo, que no soy un elitista sino un liberal a la antigua y un igualitario (ver «Thinking About Thinking» en The Planet That Wasn’t, Doubleday, 1976) proclamaré así que la infalibilidad de la mayoría conlleva infaliblemente lo erróneo?
La respuesta es que los seres humanos tienen el hábito (quizá malo aunque inevitable) de ser humanos, lo cual les conduce a creer en aquello que les reconforta.
Por ejemplo, hay muchos y grandes inconvenientes y desventajas en el universo tal como es. No podés vivir eternamente, no podés obtener algo a cambio de nada, no podés jugar con cuchillos sin cortarte, no podés ganar siempre, y así sucesivamente (ver «Knock Plastic», en Science, Numbers and I, Doubleday, 1968).
Naturalmente, entonces, quien prometa eliminar esos inconvenientes y desventajas será creído ávidamente. Los inconvenientes y desventajas seguirán ahí, pero ¿qué ocurre entonces?

Tomemos el inconveniente mayor, más universal e inevitable: la muerte. Diga a la gente que la muerte no existe y conseguirá que ésta le crea y aplauda con gratitud sus buenas noticias. Realice luego un escrutinio para comprobar la cantidad de seres humanos que cree en la vida después de la muerte, en el cielo, en las doctrinas espiritualistas, en la transmigración de las almas. Tengo la absoluta convicción de que encontraría una amplia, e incluso rotunda mayoría en favor del esquinazo a la muerte mediante su negación con una u otra estrategia.
Hasta donde alcanza mi conocimiento, no he hallado el menor atisbo de evidencia de que la muerte sea otra cosa que la permanente disolución de la personalidad, y tras ello, en lo concerniente a la conciencia individual, no hay nada.
Si quiere rebatirme este punto, presénteme la evidencia. No obstante le adelantaré que no voy a aceptar algunos argumentos.

– No aceptaré ningún argumento de autoridad («la Biblia lo dice»).
– No aceptaré ningún argumento que provenga de convicciones internas («Tengo fe en que es así»).
– No aceptaré ningún argumento que suponga abuso hacia la persona («¿Qué es usted, un ateo?»)
– No aceptaré ningún argumento irrelevante («¿Acaso piensa que se nos ha puesto en la Tierra sólo para existir un momento?»).
– No aceptaré ningún argumento anecdótico («Mi prima tiene una amiga que estuvo con un médium y habló con el espíritu de su difunto marido»).

Y cuando todo esto, entre otras variantes de falsa evidencia, haya quedado eliminado, nos encontraremos sin nada de qué hablar (2).

Pero entonces, ¿por qué cree la gente? Porque lo desea. Porque en las masas el deseo de creer genera una presión social a la cual resulta difícil (y en la mayoría de lugares y ocasiones, peligroso) hacer frente. Porque poca gente ha tenido la oportunidad de ser educada en la comprensión del significado de la evidencia o en la argumentación racional.
En mayor medida porque lo desean así. Y es por lo que un fabricante de pasta dentífrica considera insuficiente decirle que su producto limpiará sus dientes casi tan bien como lo haría un cepillo de dientes a secas. Por el contrario, le sugerirá más o menos indirectamente que esa marca en especial le convertirá en un acompañante sexual muy deseable. La gente, de algún modo más deseosa de sexo que de limpiarse los dientes, estará más dispuesta a creerle.
Además, la gente también adora creer en historietas, y la falta de verosimilitud de éstas no es obstáculo para la creencia, sino que –por el contrario– resulta una ayuda positiva.
Seguramente todos nosotros reconocemos que esto ocurre en un tiempo en que al conjunto de las naciones puede ocurrírsele creer en cualquier clase de estupidez concreta, que afecte a sus gobernantes y que, además, sirva para que se esté dispuesto a morir por ella. (Sin embargo, ésta era tan sólo difiere de otras anteriores en que el perfeccionamiento de las comunicaciones hace posible esparcir la estupidez con una mayor velocidad y eficiencia).
Respecto a su pasión por las historietas, ¿es sorprendente que millones de personas estén dispuestas a creer, con el sólo hecho de que se lo digan, que naves extraterrestres zumban alrededor de la Tierra y que existe una amplia conspiración de silencio por parte del gobierno y los científicos para ocultar los hechos? Nadie ha explicado jamás qué es lo que esperan ganar gobierno y científicos mediante semejante conspiración o cómo ésta puede sostenerse, cuando todos los demás secretos se han expuesto con todo detalle. Pero, entonces, ¿a qué puede deberse esto? La gente siempre está dispuesta a creer en cualquier conspiración sobre cualquier asunto.
La gente también está dispuesta y deseosa de creer en historietas tales como la supuesta capacidad de llevar a cabo conversaciones inteligentes con las plantas, en supuestas fuerzas misteriosas que se tragan barcos y aviones en una particular zona del océano, en la supuesta partida de ping-pong de la Tierra y Marte con Venus y en la supuestamente precisa descripción de sus consecuencias en el libro del Éxodo, la supuesta proliferación de visitas de astronautas extraterrestres en la prehistoria y su legado de artes, técnicas e incluso algunos genes.
Para hacer estos asuntos aún más excitantes, a la gente le gusta sentirse rebelde contra alguna poderosa fuerza opresiva –en tanto la cosa resulte segura–. Rebelarse contra el poderoso sistema policial, económico, religioso o social resulta muy peligroso y muy pocos se atreven a ello, excepto algunas veces, como integrantes anónimos de una corriente. Rebelarse contra el «sistema científico», sin embargo, es lo más fácil del mundo, y cualquiera puede hacerlo y sentirse enormemente valeroso, sin arriesgarse a tanto como la horca (3).
Así, la vasta mayoría, creyendo en la astrología y pensando que los planetas no tienen mejor cosa que hacer que formar un código que nos diga si mañana será o no un buen día para cerrar un negocio, se vuelven más fervientes entusiastas con la patraña cada vez que a un grupo de astrónomos se les ocurre denunciarla. Y, en efecto, cuando unos pocos astrónomos denunciaron al americano de origen ruso Immanuel Velikovsky, sin saberlo proporcionaron a este hombre (y, de rebote, a sus seguidores) un aura de mártir, la cual fue asiduamente cultivada por él (y por ellos), si bien ningún mártir en el mundo fue dañado tan levemente o ayudado tanto por las denuncias.
De hecho, yo solía pensar que fueron íntegramente las denuncias científicas las que colocaron a Velikovsky en la cima y que, si el astrónomo americano Harlow Shapley tan sólo hubiera tenido la sangre fría de ignorar la locura Velikovskiana, ésta habría perecido de muerte natural.
Pero dejé de pensarlo. Ahora tengo una fe mayor en el saco sin fondo de credulidad que los seres humanos llevan a sus espaldas. Después de todo, considere a Von Däniken y sus astronautas de la antigüedad. Los libros de von Däniken son incluso menos razonables que los de Velikovsky y están mucho peor escritos (4), y a pesar de ello funcionan bien. Además, hasta donde conozco el tema, ningún científico se ha dignado a rebatir a von Däniken*. Quizá esto se deba a que los científicos piensen que semejante actitud le honraría, como sucedió con Velikovsky.
De manera que von Däniken ha sido ignorado, y debido a ello es incluso más afortunado que Velikovsky, y obtiene más dinero.
Ya ven, pues, cómo elijo mis «imposibles». Yo decido que ciertas herejías son ridículas e indignas de crédito, no tanto porque la palabra de la ciencia diga «¡Esto no es así!», sino porque la palabra de la no-ciencia dice «¡Lo es!» con tanto entusiasmo. No es tan grande la confianza que me merece el buen hacer de los científicos como la del mal hacer de los acientíficos.
Dicho sea de paso, admito que mi confianza en el acierto de los científicos es en cierta manera débil. Los científicos se han equivocado, incluso estrepitosamente, muchas veces. Ha habido herejes que han desafiado al sistema científico, siendo perseguidos por ese motivo (tan lejos como es capaz de perseguir el sistema científico) y, al final, resultó que era el hereje el poseedor de la razón. Esto no ha sucedido una vez sino, insisto, muchas veces.
Incluso esto no ha modificado la confianza que esgrimo cuando arremeto contra las herejías que denuncio, dado que en aquellos casos que han sido ganados por herejes, el público casi siempre se ha mantenido al margen.
Cuando en la ciencia se introduce algo nuevo, cuando remueve las estructuras, cuando ello finalmente debe ser aceptado, normalmente es algo que excita a los científicos –¡ciertamente que sí!– pero que sin embargo no provoca ninguna ansiedad entre el público en general –a no ser para pedir la cabeza del hereje.
Para comenzar tomemos a Galileo, dado que es el santo patrón (¡pobre hombre!) de todos los excéntricos autocompasivos. Ciertamente, Galileo no fue inicialmente perseguido por los científicos por sus «errores» científicos, sino por los teólogos, debido a sus muy reales herejías (que por cierto fueron suficientemente reales para las normas del siglo XVII).
Pues bien, ¿acaso creen que el público en general apoyó a Galileo? Por supuesto que no. No hubo ningún grito en su favor. No hubo ningún gran movimiento en favor de que la Tierra girase en torno al Sol. No hubo ningún movimiento «sol-centrista» que acusara a las autoridades de conspiración para ocultar la verdad. Si Galileo hubiese sido quemado en la hoguera, como lo fue Giordano Bruno una generación antes, la acción probablemente habría ganado popularidad, al menos entre aquella parte del público que presenciaba los castigos en primera fila.
O consideren el caso de herejía científica más impresionante desde Galileo, el del naturalista inglés Charles Darwin. Darwin recogió evidencias en favor de la evolución de las especies mediante selección natural, y lo hizo cuidadosa y pacientemente durante décadas, al cabo de lo cual publicó un libro meticulosamente razonado que establecía el hecho de la evolución hasta un punto en que ningún biólogo racional puede negarlo (5), aunque se polemice acerca de los detalles del mecanismo evolutivo.
Bien. ¿Creen acaso que el público general se puso al lado de Darwin y su pintoresca teoría? Esta era ciertamente conocida. Su teoría causó tanto impacto en su día como el causado por Velikovsky un siglo después. Resultaba verdaderamente pintoresco –¡imagínense las especies desarrollándose mediante mutaciones completamente aleatorias, y seres humanos emergiendo de criaturas de aspecto simiesco! Ningún escritor de ciencia-ficción imaginó jamás algo tan rotundamente asombroso dado que la gente, desde su primerísima infancia, había tomado como verdad absoluta el hecho de que Dios creó todas las especies tal como son, en el plazo de unos pocos días, y que el hombre en particular fue hecho a semejanza divina.
¿Suponen que el público en general apoyó a Darwin de forma entusiasta, convirtiéndole en alguien rico y respetable, y denunciando al sistema científico por la persecución de que era objeto? Bien saben que no. El apoyo hacia Darwin provino de los científicos. (El apoyo de cualquier herejía científica racional proviene de los científicos, aunque normalmente, al principio, de una minoría).
De hecho, no sólo entonces estuvo el público en general contra Darwin, sino que lo está ahora. Me consta que, si ahora mismo se pidiera votar en los Estados Unidos sobre si el hombre fue creado repentinamente a partir del barro o si por el contrario éste es consecuencia de complejos mecanismos de mutación y de selección natural durante millones de años, una gran mayoría votaría por el barro.



La inolvidable entrevista al gran Isaac de Manuel Toharia y Esteban Sánchez Ocaña para el programa “Alcores”, de RTVE (1982).

Existen otros casos menos célebres donde la gente no llegó a sumarse a los perseguidores simplemente porque desconocía el mínimo argumento.
En 1930, el más eminente químico en vida era el sueco Jons Jakob Berzelius. Elaboró una teoría sobre la estructura de los compuestos orgánicos basada en la evidencia disponible hasta entonces. El químico francés August Laurent reunió una evidencia adicional que mostraba que la teoría de Berzelius no resultaba correcta. El mismo sugirió una nueva teoría propia que resultaba más precisa y que, en su esencia, todavía hoy posee fuerza.
Berzelius, que además de anciano era muy conservador, fue incapaz de aceptar la nueva teoría. Su respuesta fue un duro ataque y ningún químico mínimamente bien considerado de la época tuvo el valor de enfrentarse al gran sueco.
Laurent no se retractó y continuó acumulando evidencias. Por ello se le premió siendo vetado en los laboratorios más famosos y haciéndole permanecer recluido en las provincias. Se cree que contrajo tuberculosis a resultas de trabajar en laboratorios fríos e insanos, muriendo en 1853 a los 46 años.
Una vez muertos Laurent y Berzelius, la nueva teoría de Laurent comenzó a ganar terreno. De hecho, un químico francés que inicialmente había apoyado a Laurent, pero que se retractó ante el descontento de Berzelius, aceptaba ahora esta teoría y lo que es más, la intentaba hacer pasar por propia. (Los científicos son, además, humanos).
Pero esto no es lo más triste a lo que ha podido llegarse. El físico alemán Julius Robert Mayer, por su liderazgo en la ley de la conservación de la energía en 1840, acabó volviéndose loco. A Ludwig Boltzmann, el físico austríaco, por su trabajo en la teoría de la cinética de los gases a finales del siglo pasado, se le empujó al suicidio. El trabajo de ambos hoy en día está aceptado y considerado a toda prueba.
¿Qué es lo que el público hizo frente a todos estos casos? ¿Por qué nada? Nunca se enteró de su existencia. Nunca les preocupó. Ello no concernía a ninguno de sus grandes intereses. Y aún más, si quisiera adoptar una postura totalmente cínica, diría que los herejes acertaron y que el público de alguna manera enterado de ello, mientras tanto bostezaba.
Esta clase de cosas también suceden el el siglo XX. En 1912 un geólogo alemán, Alfred Lothar Wegener, presentó al mundo sus ideas sobre la deriva continental. Imaginaba que todos los continentes inicialmente habían constituido un solo bloque de tierra y que este bloque, que denominó «Pangea», se fragmentó en porciones que flotaron por separado. Sugirió que la tierra flotaba sobre un lecho de roca blanda y semisólida, que permitía separarse a los fragmentos continentales por su flotación.
Desgraciadamente, la evidencia parecía sugerir que el lecho rocoso era muchísimo más rígido y duro como para permitir la deriva de los continentes, y las nociones de Wegener se rechazaron y fueron incluso objeto de burla. Durante un cuarto de siglo, la poca gente que apoyó las ideas de Wegener tuvo dificultades para lograr concesiones académicas.
Luego, tras la Segunda Guerra Mundial, nuevas técnicas de exploración del fondo marino permitieron descubrir las grietas terrestres, el fenómeno de expansión tierra-agua, la existencia de placas superficiales, y ello hizo obvio que la corteza terrestre era un conjunto de grandes fragmentos en constante movimiento y que los continentes se desplazaban subidos en estos fragmentos. La deriva continental, o las «placas tectónicas» como más propiamente se denomina, se convirtió en la piedra angular de la geología.
Yo personalmente puedo dar testimonio de este cambio. En las dos primeras ediciones de mi Guide to Science (Basic Books, 1960, 1965), mencioné la deriva continental, rechazándola con todo convencimiento en un solo párrafo. En la tercera edición (1972) dediqué varias páginas a ello y admití mi equivocación por haberla rechazado con tanta ligereza. (De hecho, esto no supone ninguna desgracia. Si siguen las evidencias, deberán cambiar su convencimiento según vayan llegando evidencias adicionales que invaliden a las anteriores. Son aquellos quienes apoyan ideas por razones emocionales los que no pueden cambiar. La evidencia adicional no afecta a las emociones).
Si Wegener no fuera un verdadero científico, podía haberse hecho a sí mismo rico y famoso. Todo lo que tendría que haber hecho sería tomar el concepto de la deriva continental y echarlo por tierra haciéndole que sirviera de explicación a los milagros de la Biblia. La expansión de Pangea podría ser la causa, o el efecto, del Diluvio Universal. La formación de la Gran Grieta Africana podría haber ahogado a Sodoma. Los israelitas cruzaron el Mar Rojo porque sólo tenía media milla de ancho en aquellos días. Si él hubiera dicho todo eso, el libro habría sido devorado y podría haberse retirado gracias a los derechos de autor.
En concreto, si cualquier lector desea hacer esto ahora, está aún a tiempo de hacerse rico. Cualquiera de los temas señalados en este artículo como inspiración de ese libro será aceptado sin reparos por la masa de «verdaderos creyentes», se lo aseguro.
A tal objeto presento una nueva versión del Corolario de Asimov, que puede servirles para decidir qué creer y qué rechazar:
Si una herejía científica es ignorada o rechazada por el público, existe alguna posibilidad de que sea correcta. Si una herejía científica es apoyada por el público en general, casi seguro que está equivocada.
Habrán advertido que en mis dos versiones del Corolario de Asimov, he deslizado cuidadosamente una cuestión. En la primera decía que los científicos estarían «probablemente acertados». En la segunda, que el público estaría «casi con seguridad equivocado». No soy absoluto. Adivino algunas excepciones.
Obviamente, no sólo la gente es humana, ni lo son sólo los científicos, sino que yo también soy humano. Yo quiero que el universo sea como a mí me gusta que sea, y ello me parece de lo más lógico. Yo quiero que las tonterías, los juicios emocionales, estén siempre equivocados.
Desgraciadamente, no puedo tener un universo de la forma que yo quisiera, y una de las cosas que me convierten en un ser racional es el darme cuenta de ello.
En alguna parte de la historia se han dado contados casos en los que la ciencia dijo «no» y el público en general, por razones completamente emocionales dijo «sí», y era el público quien estaba en lo cierto. A propósito de esto, expongo un ejemplo en medio minuto.
En 1798, el médico inglés Edward Jenner, guiado por habladurías de vieja, basadas en el tipo de evidencia anecdótica que desprecio, indagó para ver si una leve enfermedad de las vacas podría efectivamente conferir inmunidad a los seres humanos contra la mortal y temida enfermedad de la viruela. (No se contentó con la evidencia anecdótica, entiendan, él experimentó). Jenner encontró que las viejas estaban acertadas e introdujo la técnica de la vacunación.
El sistema científico de la época reaccionó ante la nueva técnica con el mayor de los recelos. De haber estado en sus manos, esta técnica habría quedado sepultada.
Sin embargo la aceptación popular de la vacunación fue inmediata y completa. La técnica se extendió por toda Europa. La familia real inglesa fue vacunada; el Parlamento inglés otorgó a Jenner diez mil libras. De hecho, a Jenner se le dio un estatus semidivino.
Resultaba fácil ver el por qué. La viruela fue una enfermedad increíblemente terrible ya que, cuando no producía la muerte, desfiguraba para siempre. Por otro lado, el público en general estaba casi histérico por el deseo de creer que una simple pinchacito de aguja pudiera evitar semejante enfermedad.
Y en este caso, ¡el público tenía la razón! El universo fue como éste quería que fuese. A los dieciocho meses de introducirse la vacunación, por ejemplo, el número de muertos por la viruela en Inglaterra se redujo a un tercio de los que antes se daban.
De modo que, ciertamente, hay excepciones. La imaginación popular algunas veces es correcta. Sin embargo a menudo no lo es, y debo decirles que no me quita el sueño la posibilidad de que cualquiera de los entusiasmos populares de hoy día tengan alguna posibilidad de ser científicamente correctos. No me quita una hora de sueño, ni tan solo un minuto.

NOTAS
(*) Para Immanuel Velikovsky, los principales acontecimientos de la historia del Sistema Solar se han producido en un contexto catastrofista, a semejanza de lo que rezan los textos bíblicos. En contra ver, por ejemplo, El cerebro de Broca (1979), por Carl Sagan (pag. 119). Una perspectiva más contemporizadora se encuentra en el reciente artículo Usos y abusos del cometa, por el distiguido ensayista y divulgador de la ciencia Pablo Capanna.
(**) En 1977, el bibliotecario Larry Kusche publicó una desmitificadora investigación sobre el mismo tema.
1) Einstein encontró inaceptable el principio de incertidumbre y, como consecuencia, pasó los últimos 30 años de su vida como un mero monumento viviente. La física siguió adelante sin él.
2) Se han ofrecido detallados informes de lo que la gente supone haber visto durante su «muerte clínica». Yo no creo una palabra de ello. (N. de la R.: Ver el caso de las Experiencias Cercanas a la Muerte)
3) Una vez un lector me escribió para decirme que el sistema científico podía hacer que no consiguieras becas, promociones y prestigio, que podía destruirte la carrera y cosas por el estilo. Esto es bastante cierto. Por supuesto, esto no es tan desagradable como ser quemado en la hoguera o encerrado en un campo de concentración, cosa que podría hacer un sistema real. Pero eso sólo ocurre en el caso de científicos. Si no lo eres, el sistema científico sólo puede hacerte muecas.
4) Velikovsky, para hacerle justicia, es un escritor fascinante y posee un aura de cultura de la que carece absolutamente von Däniken.
5) Por favor, no me escriba contándome que existen creacionistas que se autodenominan biólogos. Cualquiera puede llamarse a sí mismo biólogo.
Traducido del inglés por Jesús Martínez Villaro. Publicación original: revista La Alternativa Racional, órgano de difusión de la asociación Alternativa Racional a la Pseudociencia (Hoy SAP-SAC)

ENLACE VALIOSO

La Enciclopedia Galáctica. Recopilación de los extractos de la Enciclopedia que aparecen en la saga de Fundación. Presentación del libro por Alejo Cuervo; breve biografía de Asimov por Charles Brown y Frank Robinson; y el artículo “Pensamientos peligrosos” por David Langford. Descargar desde aquí.

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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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