En una de las recientes marchas anticuarentena, un grupo se desprendió de la concentración y corrió para plantarse ante la sede de la Gran Logia de la Argentina, en Perón 1242, Ciudad de Buenos Aires. Allí, un improvisado caudillo proclamó que dentro del edificio de la masonería “se incuba el virus”, y apostrofando a sus adherentes: “¡Enemigos de la Patria… enemigos de Dios!”.
Gabriel Muscillo –periodista, historiador y masón– ofrece sobre su perspectiva sobre el revival de las teorías conspiracionistas y reflexiona sobre las acusaciones que reciben los masones en contextos como el actual.
Por Gabriel Muscillo
Unos mil años antes de Cristo, Salomón –llamado el Rey Sabio– sentenció: “No hay nada nuevo bajo el sol”. Ni él estaba diciendo nada nuevo.
En diversos sitios, circunstancias y contextos, la actual pandemia del COVID-19 ha sido considerada como intencional y dirigida, siendo asociada con complots o maniobras más o menos secretas o ilegales de grupos, sociedades, sectas, lobbies y camándulas más o menos secretos e ilegales. Pero Salomón, o aquel a quien la tradición llamó Salomón, acertó: el concepto nada tiene de moderno.
Desde antiguo las epidemias fueron atribuidas a planes cuidadosamente elucubrados por mentes superiores, sin embargo perversas y exquisitamente inescrupulosas, interesadas en diseminar el terror, el caos y la desesperanza con fines de disolución social; ora se las pensaba simplemente misántropos, ora se las suponía persiguiendo cierto diabólico placer, y hubo quienes concluyeron que su oculto sustrato era (nomás) la abierta antipatía al orden, colocado al unísono sobre hombros de la Iglesia, la Familia y el Estado.
Por ejemplo: la Peste Negra que asoló Europa entre 1347 y 1353 fue endilgada a los judíos, que envenenaban manantiales y pozos de agua para acabar con los odiados goyim; algunos llegaron a sostener que hacían esto en alianza con brujas y nigromantes. Durante la peste milanesa de 1630, se habló de infames “untadores” que diseminaban intencionalmente la enfermedad embadurnando barandales, pasamanos, manijas y aldabas de puertas con quién sabe qué infernal mejunje; aquí fueron culpados los hugonotes franceses, que al amor del Edicto de Nantes (1598) gozaban de libertad para seguir la perdición del hereje Juan Calvino.
Entonces, el protomédico Luigi Settala, paladín de la teoría de que el mal era contagioso, fue apedreado por una iracunda turba, que lo acusaba de sembrar pánico publicitando una plaga inexistente, con el solo objeto de aumentar su consulta para enriquecerse. ¡Quién sabe si no se abrigó la sospecha de que actuaba en connivencia con los untadori de marras!
Mucho más cerca de nosotros, durante la mal llamada Gripe Española de 1918, que mató a 100 millones de personas, y que casi coincidió con el fin de la Primera Guerra Mundial, circularon entre las potencias aliadas (Francia, Reino Unido, Rusia, Estados Unidos) insistentes rumores de que los alemanes habían desarrollado la enfermedad como arma biológica. Parecerá mentira (pensándolo bien: tal vez no), pero no faltó quien le achacara origen extraterrestre.
Es por tanto muy difícil albergar extrañeza cuando en nuestro ajetreado presente nos topamos a diario con similares teorías conspiranoicas, idénticas nociones acerca de la irrealidad o inocuidad del coronavirus, de su carácter artificial e incluso (¡también!) de su genealogía alienígena.
Los judíos, veteranos “culpables” de todos los males planetarios, recibieron la eventual ayuda de otros villanos globales a medida que éstos iban apareciendo en el teatro histórico y en las calenturientas mentes de los cazadores de complots: en el siglo XVIII hicieron hipotética runfla con jesuitas primero, con masones más tarde; transformados en sionistas, se acollararon con comunistas a principios del siglo XX; y hoy, aunque nadie parezca advertir el contrasentido, sumaron a su entente, con vigorosa alegría, a núcleos de capital concentrado de todo tipo y pelaje. Es común verlos codo a codo con los miembros del Club Bilderberg en los textos de trinchera.
“Creo que los microchips ya no estarán en los teléfonos, sino en implantes a través de las vacunas. Existen hombres más fuertes que los actuales dirigentes y líderes mundiales, que son los dueños del dinero, los dueños del mundo y son los que están dirigiendo esta situación. ¿Por qué deberían ser famosos? No tienen publicidad. Los Rothschild y la Familia Rockefeller son los que están a la vista, pero hay quienes les respaldan. Puedes llamarles como quieras: masones, Illuminati, lo que sea. Todo esto se sabe”, descerrajó en abril pasado el tenista ruso Marat Safin, campeón del US Open 2000 y del Abierto de Australia 2005.
Recientemente, el deportista ha recibido el decidido apoyo de individuos imposibles y sectores inefables: Carlos “Quico” Villagrán, que somete a los masones en una extraña licuadora junto a Bill Gates y las antenas 5G; los políticos del derechista Vox español, quienes consideran masónico el funeral de Estado dedicado a las víctimas de la pandemia, y a éstas “asesinatos selectivos”… con lo que absurdamente ¡coincide Nicolás Maduro! Hasta, por fin, los anticuarentena vernáculos, que marchan por las calles de Buenos Aires mezclando masonería, Soros, terraplanismo, reptiloides infiltrados y subrepticias derivas hacia Venezuela o un desconocido malvado llamado Valenzuela.
Las consignas coreadas por estos torpes militantes contra la “plandemia” y la “infectadura” se vieron a menudo apoyadas con grafitti, sobre las paredes de los edificios y sobre el asfalto mismo. Así ocurrió en la marcha del 30 de mayo: “OMS genocida” apareció entonces junto a una misteriosa alusión al “666”, el Número de la Bestia según el Apocalipsis; y al conjunto “Masonería = NWO”, siglas estas últimas de New World Order. Volvió a ocurrir en la marcha que significó el estallido físico, caliente, de la agresividad hasta entonces sólo verbal: la que acaeció el 9 de julio.
En la primera marcha, el 30 de mayo, en algún momento de la desconcentración, un hatajo de no más de diez personas corrieron hasta la sede de la Gran Logia de la Argentina, en Perón 1242. Su improvisado caudillo invitó a contemplar aquel “siniestro templo”, con palabras que evocaron dolorosamente la Encíclica Humanum Genus, del Papa León XIII (1884), apostillando: “allí dentro se incuba el virus”, junto con algunas otras “maquinaciones” indecibles –o al menos no dichas–, y concluyendo: “Los masones [alguno gritó por allí “¡Enemigos de la Patria… enemigos de Dios!”] se reúnen aquí, regularmente y sin problemas (sic). Y puedo asegurarles que no se reúnen para jugar al truco”.
Quien esto escribe, masón hace ya más de una década, puede coincidir en semejante aserto: jamás se ha reunido con sus Hermanos para jugar al truco en el llamado Palacio Cangallo. Como tampoco se reúnen para hacerlo los miembros de un partido político en sus casas partidarias, los fieles de un culto religioso en sus templos, o los integrantes de un Consorcio en una reunión de consorcio. De hecho, el contenido de lo debatido en las reuniones masónicas –denominadas Tenidas– no es más secreto que lo debatido en las reuniones de bloque anteriores a las sesiones en los Deliberantes municipales, el Senado o la Cámara de Diputados. No es más esotérico que los conceptos intercambiados por los dignatarios eclesiásticos católicos en Conferencias Episcopales y Concilios. Y, mucho me temo, tampoco es más interesante.
Sé muy bien que cuanto pueda yo argüir queda teñido de parcialidad. No obstante, cabe señalar en mi abono algunos datos históricos que cualquiera puede chequear con el sencillo recurso a Google. En primer lugar, si bien la Masonería es la Orden Iniciática más antigua en pleno funcionamiento, no es factible remontar su origen mucho más atrás que hasta principios del siglo XVIII. Claro está que existen antecedentes en los gremios de canteros y picapedreros de la Edad Media, a quienes se debe el milagro arquitectónico de las catedrales góticas europeas. Quiere esto decir que cualquier gritón que tache a la Masonería de “pagana”, como ocurrió en las marchas recientes, o que procure anclarlas en los antiguos misterios, incurre en la más crasa ignorancia: la Masonería nació en el seno de la Cristiandad, como un fruto de la especulación mística que le es propia.
En segundo lugar, es de todo punto absurdo, casi grotesco, aludir a Illuminati, lo cual sólo puede beber en fuentes tan espurias (y sin pretensiones de rigor histórico) como las novelas de Dan Brown. La Illuminati Ordo, u Orden de los Iluminados, fundada en Baviera allá por 1776 por Adam Weishaupt, estaba claramente inspirada en la Masonería, pero nunca trabajó en su seno; de hecho, fue separándose de ella gradual aunque claramente. Resultó además encarnizadamente perseguida, y sufrió prohibiciones en casi todos los países europeos, más severas restricciones en el resto, que condujeron a su práctica desarticulación; completa disolución a partir de 1799. Para pasarlo en limpio: la Orden de los Iluminados no era masónica, y hoy no existe, ha estado muerta desde hace más de 100 años. Y Weishaupt no era judío, como puede leerse por ahí: antes bien, era jesuita.
Los buscadores de culpables no cesarán en su faena. Y la masonería, acaso el menos poderoso de todos los grupos estigmatizados, suele ser el camino más corto para los que lanzan acusaciones gratuitas sin fijarse en el daño que causan a esos colectivos sociales y a sus integrantes.
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