En septiembre pasado acompañamos por varios días a Jacques Vallée, el científico que inspiró a Steven Spielberg para crear al personaje del ufólogo en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, la emblemática película estrenada hace 40 años. La visita de Vallée comenzó en el Centro Cultural de la Ciencia, durante la conferencia de Rubén Lianza, y terminó en Victoria, Entre Ríos, donde se reencontró con Juan Oscar Pérez, un gaucho que hace 36 años tuvo una experiencia extraordinaria, y participar en el largometraje que abordará el caso, Testigo de otro mundo (antes, Humano. El Llamado Guaraní), dirigido por Alan Stivelman. Descubrimos en Vallée a un tipo adorable, de vuelta de todo, y comprometido con sus ganas de saber, más allá de la ciencia que tan buenos frutos le dio. La breve aventura que antecedió a esta crónica nos recordó que para formarse una opinión sobre un autor es fundamental conocer su ambiente, sus deseos, sus preocupaciones y también, un poco, su personalidad.
Por Alejandro Agostinelli / Fotos: (c) Eduardo Bermúdez/Humano
Ese hombre alto que camina sin apuro campo traviesa, vuelve la mirada con lentitud y avanza a trancos largos, como una mantis religiosa, no parece ser quien es. Ese tipo de sonrisa bondadosa, que mira los árboles de la Estancia Las Margaritas como si los quisiera escuchar, no parece Jacques Vallée. Esa suerte de Krishnamurti científico, ese Russell místico, es una figura emblemática para entusiastas e investigadores del fenómeno ovni de todo el mundo. Podría ser emblemático para los interesados en la ciencia ficción, los curiosos de la prehistoria de las nuevas tecnologías y los emprendedores hambrientos de éxito. Pero esas no son sus facetas más conocidas. En 1987 comenzó a hacer fortuna en Silicon Valley como inversor en fondos de capital de riesgo, apostando en startups dedicadas a tecnología médica de vanguardia, hardware y empresas web. Vallée se recibió de matemático en la Sorbona, hizo una maestría en Astrofísica por la Universidad de Lille e inició su carrera como astrónomo del Observatorio de París, en 1961. Ese mismo año ganó el Premio Julio Verne por la primera de sus cuatro novelas de ciencia ficción, “Le Sub-espace”, que firmó con el seudónimo Jerome Sériel. También protagoniza un guiño subrepticio en “The X-Files”. En un episodio autoparódico que fascina a los fans, Jose Chung’s From Outer Space, la agente Dana Scully hace la autopsia de un supuesto alienígena. La piel que creía estar cortando era en realidad el látex de un disfraz que llevaba Robert Vallée, un Mayor de la Fuerza Aérea de los EE.UU. El otro piloto se llamaba Sheaffer, quien en el mundo real es Robert Sheaffer, un periodista escéptico con una vida casi paralela a la de Jacques.
-Oh, sí. Parte de ese episodio estuvo basado en mi novela “Fastwalker”.
Lo dice en voz baja, como ocultándose. Así devela su primera virtud, su humildad imposible. Claro, ahí, en ese capítulo, estaban sus grandes temas: la manipulación psico-cultural, el simulacro y el absurdo, tres componentes sustanciales que Vallée le presume a los ovnis.
Vallée nació en Pontoise, Valle del Oise, Francia. Emigró a los Estados Unidos en 1962, contratado por la Universidad de Texas. Trabajaba en el Observatorio MacDonald cuando desarrolló para la NASA el primer mapa detallado de Marte. En 1967 recibió su doctorado en ciencias de la computación por la Universidad de Northwestern y co-diseñó el primer sistema chat para Arpanet, la red antecesora de la nube que mantiene al mundo conectado. Pero no sólo escudriñó de cerca el Sistema Solar y ayudó a Internet a gatear. También asesoró a la Universidad de Michigan cuando la Facultad de Ingeniería montó su primer laboratorio de inteligencia artificial.
En 1980, Vallée viajó por primera vez a la Argentina invitado por Fabio Zerpa para dar un ciclo de charlas y entrevistar a testigos de ovni locales. Desde hacía dos años los medios cubrían una intensa oleada de avistamientos. En 1977 se había estrenado “Encuentros Cercanos del Tercer Tipo”. El film causó un impacto evidente en creencias y conversaciones callejeras. Vallée mismo había sido convidado de piedra de aquel furor: Steven Spielberg se había inspirado en él para crear el personaje de Claude Lacombe, el científico que encarnó Françoise Truffaut en la película. “Spielberg me contó que había leído mis libros cuando era estudiante. Y puso un francés en el film para tener el punto de vista de un extranjero”, dice.
Después de sus negocios tecnológicos, la ufología, la disciplina que estudia las causas de las experiencias con ovnis, es su máxima pasión. Dedica el resto del tiempo a la familia (viaja a Paris para visitar a su hija Catherine y a sus nietos tres veces al año) y a escribir sus memorias. Hace poco salió el tercer volumen de Forbidden Science, la recopilación de sus diarios personales. Allí revela, por caso, que le ayudó a Spielberg a pensar cómo los científicos descubren el sitio donde van a descender las naves, en la Torre del Diablo, Estado de Wyoming.
EXTRAÑA PAREJA
Es un domingo de sol radiante. Jacques pasea entre el verdor que rodea el parque, un molino que parece arrancado de El Quijote y el inmenso palo borracho que preside esa estancia lujosa, a 20 kilómetros de Victoria, provincia de Entre Ríos. En esa ciudad está el cerro La Matanza, el segundo puesto de vigilancia platillista de los argentinos después del cerro Uritorco.
El paisaje victoriense, en particular por la transparencia de su cielo nocturno, es el que eligió Alan Stivelman para rodar varias escenas de Testigo de Otro Mundo, un largometraje documental que intentará tender puentes entre dos, tres, varios mundos. En uno de esos mundos un científico heterodoxo se interroga sobre la naturaleza de esas formas de consciencia que, según cree, controlan la evolución de la Humanidad; en otro, un campesino quiere saber qué le pasó, qué desató aquella experiencia que le dio un vuelco a su vida.
En este sitio, Jacques Vallée se reencontró con Juan Pérez, un gaucho de 50 años que tiene su estatura, pero que no es espigado sino corpulento, viste bombachas de campo, botas y sujeta su pelo renegrido con una boina de lana con los colores de Boca Juniors. Era un adolescente de sólo 12 años cuando, el 6 de septiembre de 1978, vio emerger a dos extraños seres de un escenario cuasi onírico cerca de la zona rural donde vivía con su familia, al sur de la provincia de Santa Fe.
Esa vivencia, que no sólo no pudo explicar, sino que le costó describir, le dejó a Juan huellas imborrables. Una causada por el creciente asombro que sintió a medida que atravesaba el denso banco de neblina que no le dejaba ver con claridad aquello que creyó una casilla armada por tractoreros y acabó siendo el más insólito espectáculo extraterreno que un niño, especialmente un niño alejado de la televisión, es capaz de imaginar. “Yo me acerqué de puro curioso, no sentí miedo”, aclara Juan. Más grande fue el susto, continúa, cuando casi se le escapa el caballo e imaginó el castigo de su padre, estricto custodio de la rutina familiar: como todas las mañanas, Juan debía cuidar la tropilla. Su curiosidad lo llevó hasta la escalinata de “aquello”, donde ató el caballo. Al subir vio a las dos criaturas –una alta, la otra bajita– dentro de lo que parecía un artefacto, con tableros de control y una mesa donde uno de los seres partía huesos de una res. La totalidad de la experiencia, repleta de filigranas rocambolescas, poco habituales en los sueños, tiene una dimensión surrealista. Por esos días Juan también mostró una herida en su brazo, que llegó a medir seis centímetros y le terminó de cicatrizar a los tres años. Juan atribuyó esa herida a un pinchazo que le causó con su uña el ser más alto. Se podría decir que por un malentendido Juan estuvo a punto de quedarse con uno de sus guantes. Pero no pudo ser, el pequeño arriero huyó al galope, perseguido por dos naves dignas de la mejor ciencia ficción, y se lo arrebataron. El caballo no la pasó bien y quedó malherido. Juan presume que esa fue la causa de la muerte del animal.
A comienzos de 2016 Stivelman le escribió a Vallée una carta para hablarle del documental centrado en las experiencias de Juan Pérez. “Mi idea era entrevistarlo en San Francisco, pero él, cuando conoció los detalles, quiso venir. Enseguida se puso a disposición”, dice el director.
La primera vez que Vallée estuvo en Sudamérica no hablaba español. A sus 77 años hizo un curso acelerado con una profesora rosarina que tiene una escuela en San Francisco. “Necesitaba conversar con Juan sin intermediarios. Vine para aprender del testigo e intentar ayudarlo a entender lo que le pasó”, dice en perfecto español.
Para Vallée, su caso está dentro de un puñado de casos únicos. “Desde el comienzo para mí estuvo claro que él estaba diciendo la verdad: todos, incluyéndome, creímos que habían sido extraterrestres. Me interesé en la máquina, en los detalles del disco y en la física de la situación. Tampoco había un solo avistamiento sino varios en la misma área. Estábamos lidiando con un cúmulo de eventos”. Experiencias como las de Juan, piensa Vallée, quizás requieren de preguntas que aún nadie ha formulado. “Antes las religiones tenían las respuestas, después le siguió la ciencia. Ahora las religiones no tienen respuestas y la ciencia sí, pero sus respuestas no siempre son buenas. Por eso nos preguntamos lo mismo una y otra vez. Antes era una cuestión filosófica. Ahora es una cuestión de supervivencia. Es una cuestión existencial”, asegura.
Con Vallée, casi todos los caminos de la conversación llevan a los ovnis, que para él son un ejemplo de las complicaciones de la realidad. “En la Tierra hay formas de consciencia con poderes muy grandes que pueden cambiar nuestra realidad; por eso es muy importante aprender a comunicarnos con ellas”. Dirá, sin vacilar, Vallée.
ENTRE RAYOS Y NEBLINA
Las evidencias físicas que el caso de Juan reunía podían ser discutibles, pero había consenso sobre su sinceridad. El grupo ufológico local que recibió el caso, el Círculo de Investigaciones Cosmobiofísicas, demoró meses en reconstruir los hechos. Juan era un niño retraído, con limitaciones para expresarse, explicó el psicólogo social y ufólogo Raúl Bertolini. La maestra de Juan aseguró que no era un chico dado a fantasías.
En 1980 Jacques viajó acompañado por su esposa Janine, psicóloga infantil y presente en las entrevistas. Ella también lo encontró un testigo creíble.
Roberto Banchs, otro ufólogo que investigó el caso, fue lapidario: “Es una proyección psicopatológica”. Los seres eran, para él, una adaptación personal de C-3PO y R2-D2, los robots de “Star Wars” (1977). Juan Pérez refunfuñó: “Que se lo lleven a él, a ver qué dice”. Explicó que en su casa nadie iba al cine. “Estas influencias no invalidan la probable realidad del suceso. Al contrario, la complementan”, escribió el antropólogo Diego Rodolfo Viegas en un capítulo sobre las vivencias de Pérez que incluyó en su obra “Antropología Transpersonal” (Biblos, 2016).
En abril de 1980, Vallée sugirió que evitaran que la noticia trascendiera. Su pedido se cumplió: solo salió en dos revistas especializadas. En 1988 Juan participó de una mesa redonda en un congreso de ufología en Rosario. Desde entonces nadie había vuelto a saber de él. ¿Cómo hallarlo? En la guía telefónica había cientos de Juan Pérez. Viegas y el psiquiatra Néstor Berlanda contrataron un detective para localizar a Juan. Lo encontraron en 2010. “Ahí estaba él, solo con sus animales. Por años no tuvo con quién hablar sobre lo que le pasó. A veces sintió miedo. Las noches de neblina, por ejemplo, le recuerdan lo que le pasó y de la casa no sale”, remarca Viegas.
Viegas y Berlanda combinan la psiquiatría, la antropología y una visión que le pide permiso a la magia y a las neurociencias para estudiar el chamanismo en nuestra cultura. Viegas descubrió que la madre de Juan era guaraní, que él hablaba el idioma y deseaba conservar el legado. Supo de su vida solitaria y de la estigmatización que sufrió por su relato. La hipótesis del antropólogo es que, en 1978, un “agente”, presumiblemente bienhechor, hizo contacto con Juan quien, sensible por gracia de su linaje chamánico, estuvo por recibir el don de la profecía y otras facultades psíquicas. Pero esa “iniciación” quedó trunca, dice Viegas.
Segunda noche. La patrona de la Estancia “Las Margaritas” anunció que la cena está servida.
-Es un placer enorme tenerte aquí, Jacques. Eres maravilloso. Cuando quieras volver, te vamos a estar esperando.
-Si me presentan una linda señora argentina, ¿por qué no?
Jacques soltó una carcajada. La mujer quedó petrificada. No esperaba esa salida. Vallée es de poco reír. Pero su estampa impregna un clima reverencial. Si bien es un tipo sencillo, su presencia, silenciosa si nadie le da charla, es algo abrumadora.
Ya sentados alrededor de la mesa, unos disfrutan de una sopa y otros de unos penne rigate decorados con una hoja de pasto verde. Hay un Syrah. Juan no toma. Jacques tampoco. Dialogan. Juan cuenta sus cosas. Vallée escucha. La corriente de simpatía es visible. En 1980 Juan era adolescente. Vallée, un cuarentón que ya había escrito tres libros. “Anatomía de un fenómeno” (1965) y “Desafío a la ciencia: El enigma ovni” (1966), que inauguraron la “era científica” de los ovnis. Cuando llegó “Pasaporte a Magonia” (1969) se convirtió en “hereje entre los herejes”, ya que tomaba distancia de los buscadores de extraterrestres para revisar el papel del mito y el folklore en la génesis de esta nueva generación de relatos populares.
Desde entonces escribió otros diez títulos sobre el tema y cuatro volúmenes técnicos sobre computación, redes e internet. Le preocupa la aceleración de la tecnología. “Es un gran peligro para la humanidad. No es posible continuar así”. Recoge un celular y acusa: “Esto no es un teléfono. Es una computadora muy complicada, cambia todas las relaciones de la sociedad. Pero el ser humano no ha cambiado. Tiene el mismo cerebro que hace 2.000 años. Vamos a una discontinuidad, a un cambio abrupto. La primera fase de la vida humana se va a terminar”, afirma con tranquilidad, como si no fuese una mala noticia. “¿Habrá una segunda era? De eso no estamos seguros”. De pronto se puso apocalíptico Vallée, que saborea el tercer café de la noche.
CIRCULO PERFECTO
Vallée cree que existe “otra conciencia” detrás de los casos de ovnis más extraños. Tiene ideas firmes. Pero escucha a todos, a ver si todavía se pierde algo. El día que se tomaba el avión de vuelta recibió en el hotel al Comodoro (RE) Rubén Lianza, director de la Comisión de Estudio de Fenómenos Aeroespaciales (CEFAe) de la Fuerza Aérea Argentina. El aviador le explicó que el siguiente paso de su organismo era vincularse con grupos oficiales que se ocupan de analizar informes sobre ovnis. Vallée, sin perder un segundo, escribió delante suyo una carta de recomendación al director del GEIPAN, dependiente del Centro Nacional de Estudios Espaciales de Francia y primer grupo oficial dedicado a la identificación de estos fenómenos.
Esa tarde también estuvo con el psicólogo Juan Acevedo, descendiente de guaraníes y fundador del Comunitario Otorongo Wasi. En el bar del hotel Esplendor, Acevedo le obsequió su mate personal y un paquete de yerba orgánica. Para mi pueblo, le explicó, ésta es una planta sagrada. Vallée aceptó este regalo de los dioses preguntándose si lo podría pasar por la aduana.
Dijo varias veces que vino a cerrar un círculo. Abrió ese círculo en 1980, cuando conoció junto a su esposa al niño que tuvo esa experiencia tan especial y cerró ahora, aunque le preocupa el destino de ese gauchito que, a los 50 años, sigue siendo un hombre joven. “No somos tan distintos. Todos, Juan y nosotros, seguimos buscando las mismas respuestas”, agregó el psicólogo guaraní.
Vallée está en una etapa donde su apego a las historias que ha investigado parecen más de orden afectivo que racional, donde prefiere guiarse por una intuición antes que por la detección o no de polvillos radiactivos en una zona de aterrizaje.
La carta donde Alan Stivelman le recordó la experiencia de Juan quizá le disparó a Vallée otras nostalgias. Juan representaba aquel chico que, hace 36 años, contó con el crédito de Janine, la esposa de Jacques, fallecida hace seis años. Vallée quizás recobró retazos de otro tiempo, cuando la solución al misterio que persiguió toda su vida parecía al alcance de la mano.
Quizá por todo eso, cuando Stivelman lo vio partir, Vallée lagrimeó.
Primera publicación: Revista Más Allá Nº 334, diciembre 2016.
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