Osvaldo Soriano Vs. Los Hijos del Diablo

Fragmentos de un memorable libro de Osvaldo SorianoPiratas, fantasmas y dinosaurios (Norma, 1996). Más abajo, el autor de Triste, solitario y final y No habrá más penas ni olvido, aborda el escabroso mundo de los editores. (¡Gracias Juan Pablo Csipka!)
Osvaldo Soriano
PELEAS.
En 1991, en un arranque de furia contra los editores, escribí estos tres artículos que publiqué en Página/12. Los metí a todos en la misma bolsa, sin distinguir los buenos de los malos, y se armó un lío bárbaro. Aunque hablar mal de los editores sea el tema de conversación preferido de los escritores de todas las edades y de todos los tiempos, no es frecuente que saquemos el tema a la discusión pública. Sólo Antonio Dal Masetto, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomanno se unieron a la discusión. Hubo mesas redondas, careos, insultos y un editor reputado por su temeridad llegó a decir que éramos nosotros quienes los estafábamos a ellos. Bayer se ofreció para querellarse con un conocido pirata del diez por ciento, pero el hombre arrugó enseguida. Como he ganado tres juicios sobre derechos de autor, creo tener cierta experiencia en el tema. También el rencor suficiente para no olvidar las afrentas sufridas antes de que interviniera Carmen Balcells para poner un poco de ecuanimidad. Siempre he soñado con escribir un panfleto que reúna las quejas y alegatos de todos los escritores a lo largo de los siglos, de Goethe a Rulfo, de Frank Kafka a Luis Sepúlveda. Sé que puedo contar con la sabiduría y el humor de nuestro mejor abogado, Tito Finkelberg, que ha estudiado como pocos la permanente tensión entre editor y editado. Los artículos que siguen pueden ser el borrador de las primeras páginas.

Osvaldo Soriano

 cuadratin
Celine.
Celine.

ESCRITOR CORSARIO, EDITOR PIRATA

Napoleón fue un gran hombre sólo por el hecho de mandar fusilar a un editor”. El asunto me vino a la cabeza en un bar de Montevideo cuando uno de ellos me confesó que había hecho imprimir varias ediciones piratas de mi libro No habrá más penas ni olvido.
Me lo dijo al amanecer, con unas cuantas copas encima, delante de un viejo librero y dos escritores amigos. Los únicos sorprendidos por la audacia fueron los escritores, que lo consideraban una persona respetable. Fue en ese momento cuando pensé en Napoleón y en el paredón de fusilamiento. “Llamemos a un vigilante”, dijo uno de mis amigos y todos nos reímos porque habían pasado ocho años y el tipo me ofrecía su amistad y la llave de su departamento por si quería pasar unos días de vacaciones.
Nos había invitado a una cena en el lugar de moda y habló de su tío anarquista que lo acogió en el exilio. Como era muy conversador, agregó algo que ya sabíamos: le daba lo mismo vender libros o papas, todo era cuestión de marketing.
Al regresar a Buenos Aires me encontré con un ejemplar de la revista francesa Le Nouvel Observateur que publica un anticipo del libro de correspondencia inédita de Luis-Ferdinand Céline y su editor, Gaston Gallimard. Céline, que no era un tipo fácil, lo trata de “payasesco comerciante estragado por el whisky y el sexo” y al grupo de escritores del comité editorial de “estúpida banda de burros pretenciosos (…) manada de imbéciles, tarados mentales y charlatanes”. Al parecer, el creador de la Pléyade se ofendió, y en otra carta Céline ironiza: “No lo estoy atacando, carajo, no le rezongo; si quisiera hacerlo usted se moriría de confusión”.
El orgullo de Gallimard, que nunca pensó en vender papas, era demasiado grande para dejarse intimidar: “Su humor no es más que retórica”, replica. “No consigue hacerme creer en su violencia (…) Usted quiere que sus libros se vendan; ¡y bien, déme mercadería fácil! ¡Haga el payaso como los buenos vendedores: radio, fotos, entrevistas, etc.! Así conseguirá llamar la atención sobre sus libros. ¡Sus diatribas contra el editor son ineficaces!”
Durante la ocupación alemana, Gallimard, como todos los editores de París, se había sometido a la censura de los nazis, pero escapó a los juicios de posguerra gracias al auxilio de Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, Malraux y otros escritores que habían obtenido la aprobación de la Resistencia. De los colaboracionistas, Pierre Drieu la Rochelle, director de la Nouvelle Revue Française (la célebre NRF, propiedad de Gallimard) se suicidó; Robert Brasillach fue ejecutado y Céline pagó con cárcel y exilio.
Gallimard, el mundano, el creador de las mejores colecciones de libros de Europa, dejaba las discusiones de negocios a su hermano Claude y los dos hacían un tándem imbatible, capaz de resistir todas las crisis económicas, los cataclismos sociales y hasta las exigencias del impetuoso Simenon, que se ofreció a escribir una novela en la calle, a la vista de los paseantes, encerrado en una caja de vidrio.
1980: John Le Carre, (pseudonym of David John Moore Cornwell) (1931 - ) the English novelist, lighting his pipe. (Photo by Evening Standard/Getty Images)
Le Carre (Foto: Evening Standard/Getty Images)

Mis editores de aquella época eran también hermanos y para colmo mellizos. Nunca conocí pícaros más gentiles: mientras mis libros encabezaban las listas de best-sellers, no dejaron pasar semana sin mandarme a casa dos plateas preferenciales para ver jugar a San Lorenzo. Eso me conmovía lo suficiente como para no hablarles de mis derechos de autor, pero ellos prestaban atención a todo. ¿Molestarme en viajar a Tandil para visitar a mi madre? ¡No! Bastaba con que yo eligiera el día y la mandaban a buscar. Una palabra mía y mamá, como miss Daisy en la película, llegaba a la Feria del Libro o a casa, conducida por un chofer silencioso.

Yo los recordaba con cariño y solía decir que de todos los editores que conocí ellos eran mis preferidos. Sabía que no me liquidaban lo que me correspondía, pero ningún editor lo hace si puede evitarlo. Es más, tuve uno en Francia, que me cobró cinco ejemplares de mi propio libro y otro, en Buenos Aires, que me facturó un ejemplar de John Le Carré. Los mellizos, en cambio, me regalaban enciclopedias y todos los libros de su catálogo que me faltaban para armar una nueva biblioteca a la vuelta del exilio. Tenían un aire de Chicago años treinta, con trajes bien cortados y sobaqueras abultadas y sacaban encendedores de oro. Uno, el más hablador, me prometió que si un día tenían que darse a la fuga romperían mis contratos para que un extraño no se aprovechara de ellos.
Si no los nombro es porque nunca he escuchado de un editor que vaya preso. En cambio Sade, Rousseau, Dostoievski, Verlaine y Knut Hamsun han estado en la cárcel. Un día, el menos hablador, me llamó con la voz quebrada para decirme que habían detectado a un maldito pirata que estaba inundando las librerías con títulos míos, idénticos a los que publicaba su editorial. Nos encontramos y me mostró un ejemplar tan igualito que causaba admiración. En adelante, me dijeron, los libreros venderían los ejemplares falsos (todavía no existía la palabra “trucho”), y mis derechos de autor disminuirían a la misma velocidad con que se movía el astuto pirata.
– Si lo agarro te lo traigo mansito –me dijo el mellizo y me palmeó un hombro.
Siete años después, en octubre de 1991, cuando por fin apareció en mi camino, el pirata tenía varias tarjetas de crédito, un auto considerable y me ofrecía la llave de su casa. Debo reconocer que acababa de pagar una buena cena y que después de todo sólo había trabajado por encargo e los mellizos de Buenos Aires. “¿Hiciste muchos ejemplares?”, le pregunté. “Un montón”, me contestó y se encogió de hombros, como quien archiva una historia pasada y pisada. Sabía que yo no estaba armado y que de madrugada suelo andar de buen humor. Nos reímos.
Ya decía Goethe que los editores “son hijos del diablo”, y Balzac, en una carta a la duquesa de Abrantès: “Este innoble verdugo llamado Mame, que lleva sangre y quiebras en el rostro y que puede añadir, a las lágrimas de quienes ha arruinado, los sinsabores de un hombre pobre y trabajador. No podrá arruinarme, puesto que nada tengo; ha intentado ensuciarme, me ha atormentado. Si no voy a vuestra casa es para no encontrarme en ella a esa carne de presidio”.
El editor que Napoleón hizo fusilar era alemán y se llamaba Johann Philipp Palm. El tribunal lo halló culpable de ser autor, impresor y distribuidor de escritos nefastos contra Su Majestad el Emperador y el Rey y su ejército. La anécdota es citada por Siegfried Unseld, director de la Suhrkamp Verlag de Frankfurt, en su excelente ensayo El autor y su editor.
Con el tiempo los comerciantes de libros han mejorado un poco su imagen, pero la correspondencia de Céline a Gallimard revela la invencible desconfianza que supieron sembrar entre los escritores. Los alemanes que hicieron difícil la vida de Goethe y de Kafka todavía se disgustan si un libro no se vende enseguida y suelen escribir cartas tan frías como un parte médico. A los franceses les pesa que Gallimard haya rechazado En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y ahora leen todos los originales que les llegan. Algunos españoles prestan más atención a los escritores primerizos desde que a Carlos Barral se le escapó Cien años de soledad.
Dorfman
Dorfman.

Los italianos son de una extrema gentileza pero muy reacios a mostrar la billetera. Una leyenda cuenta que el chileno Ariel Dorfman, cansado que le demoraran la liquidación, se presentó a un gerente de Milán con un revólver y sólo así pudo irse con su dinero. Yo conocí a uno que se gastó una pequeña fortuna para hacerme conocer Florencia y las trattorias donde comía Vasco Pratolini y a medianoche me explicó que estaba fundido y no podía pagarme de otra manera.

Pero el más ingenioso fue el gerente de una editorial de gran renombre. Le avisé que me detendría en Turín para ver el hotel donde se había suicidado Pavese y que, ya que estaba, pasaría a cobrar. Me recibió amable, compungido, casi lloroso, con la planilla de la liquidación sobre el escritorio. Hablamos de amigos comunes y me dio saludos para Giovanni Arpino, que vivía a dos cuadras de allí. Después tomó la planilla y me hizo el gesto de un tren que se va.
Mi dispiace dottore –susurró-, pero su cheque se pasó largo.
Yo tenía que pagar el hotel y hasta pensaba ir a la estación en taxi pero enseguida sentí que esa ilusión se me esfumaba como el tren que el editor dibujaba sobre el escritorio.
– Se pasó de largo –me aclaró, imperturbable-. Lo despacharon en la administración de Milán y siguió de largo para la sucursal de Roma. Mañana vuelve.
– Pero yo me voy de Turín esta noche…
– Vuelve mañana por télex. Si usted se va a Roma lo pierde otra vez.
Me quedé, pero al día siguiente el cheque se había convertido en un giro y lo habían devuelto a Milán. Me pagaron mucho más tarde, cuando Carmen Balcells ya era mi agente literaria y después de que Dorfman, o la leyenda de Dorfman, había pasado por Italia con un revólver a la cintura.
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Ernest Hemingway.
Hemingway.

CAFIOLOS

Ernest Hemingway escribió en 1931, en sus Consejos a mi hijo: “Nunca te cases con las putas /nunca pagues a un chantajista / nunca vayas con la ley / nunca confíes en un editor / o dormirás sobre la paja.”
Son tantos los escritores burlados y ofendidos que parece un milagro verlos de la mano del editor en esas patéticas ceremonias que son las presentaciones de libros. Ahí puede apreciarse la debilidad del infeliz: su ego se infla y las mejillas se le colorean porque al fin el país va a conocer su obra maestra. La pedantería es un pecado que el editor nunca comete.
El más afortunado de los autores argentinos puede ganar un promedio de cuatro o cinco mil dólares anuales de derechos de autor (la gran mayoría no saca nada) cuando hay algunas editoriales que en el mismo plazo facturan millones de dólares. Por supuesto, un escritor sólo tiene cuatro o cinco títulos propios mientras un editor –un grande- tiene tres mil ajenos.
El autor más estafado en los años de plomo ha sido el puntilloso general Alejandro Lanusse, según cuenta el editor Arturo Peña Lillo en sus Memorias de papel. Los mellizos y el pirata de mi anécdota no habían aparecido todavía cuando la Editorial Lasserre publicó Mi testimonio, un libro que arrancó como el best-seller de 1977. “El manejo de dicho libro fue tan escandaloso –escribe Peña Lillo- como delictivo. El gerente en su afán de exprimir al máximo el negocio, estafó a cuantos participaron: desde los papeleros, distribuidores e imprenteros al mismo autor. De ahí en más desapareció definitivamente Lasserre.”
Una editorial que se atreve con un general-caudillo (aunque esté en retiro), en tiempo de dictadura, muestra que la corporación es sólida y a prueba de balas. Con gente así hay que tener el ojo atento y sonreír lo menos posible. Casi todos detestan a los autores que frecuentan abogados y cuando se les habla de dinero, como advertía Raymond Chandler, ellos se ponen a hablar de literatura. Sólo el demonio sabe con qué programas funcionan sus computadoras porque cuando se equivocan en los números es a favor de la casa.
García Márquez.
García Márquez.

El consejo de Hemingway a su hijo Bumby vale para todos los editores del mundo. Hubo un tiempo en que los infelices que publicábamos en España creíamos que el único capaz de cobrar derechos de autor era García Márquez. Por lo general el autor gana el diez por ciento del precio de tapa de un libro pagadero cada cuatro, siete o trece meses. Sin indexación ni costo de vida. Menos que eso si se trata de su primera publicación o si es muy tonto, y el doce o el catorce por ciento si sus libros se venden por toneladas. Hay una elite del dieciséis por ciento y en Europa se puede alcanzar hasta un veinticinco por ciento, como Herman Hesse en Alemania y Céline en Francia.

Simenon, que llegó a vender más ejemplares que la Biblia, compartía al cincuenta por ciento los beneficios de Gallimard. Ignoro cuál es el porcentaje de García Márquez pero cada vez que uno de nosotros se lo cruzaba por el mundo, lloraba sobre su hombro y clamaba justicia. García Márquez, que ahora se desplaza en un discreto BMW, sabe muy bien lo que es ser pobre, estafado y humillado.
Lo cierto es que en 1981, al firmar contrato con Bruguera de España para la publicación de Crónica de una muerte anunciada, exigió que todas las víctimas de la editorial cobraran al mismo tiempo que él. No me acuerdo bien si el cheque que yo recibí pasaba los cuatrocientos o quinientos dólares, pero me sacaba de un apuro en aquel año de estrechez parisina que alguien, en Buenos Aires, calificó de “exilio dorado”.
Uno de los primeros autores que ganó un dineral con su imaginación, y la ayuda de unos cuantos négres, fue Alejandro Dumas. El padre y después el hijo compraron castillos, mujeres y sirvientes con sus heroicos mosqueteros y sus inolvidables damas de camelias. Pero los Dumas eran profesionales singulares: convirtieron a su ávido editor un socio minoritario y como el tiempo no les alcanzaba para escribir todo lo que tenían en mente.
Franz Kafka
Kafka.

Entre los más infelices de los escritores fundamentales está Franz Kafka. La oficina donde trabajaba para ganarse la vida le quitaba lo mejor de su tiempo y de su ánimo. Siegfried Unseld, actual director de la Suhrkamp de Alemania, supone que Kurt Wolff, el editor de Kafka, ha sido responsable de que la humanidad sólo haya heredado obras inconclusas. El 27 de julio de 1917 Kafka escribía a Wolff para decirle que tenía la esperanza de dejar su empleo y mudarse a Berlín. “Me angustia –a mí o a ese funcionario que llevo dentro, lo que para el caso es lo mismo-, ese tiempo futuro; sólo espero que usted, estimado señor Wolff, no me abandone del todo, suponiendo, naturalmente, que yo merezca su apoyo. Una palabra suya sobre este tema, en este momento, significaría mucho para mí en toda esta incertidumbre presente y futura.” Wolff le responde: “Apenas hay dos o tres [escritores] con los que me une un lazo tan apasionadamente fuerte como con usted y su obra.”

Mucho cariño pero nada de plata, que era lo que Kafka necesitaba para salir de su encierro. Wolff publicó Consideración, que fue un fracaso (258 ejemplares vendidos el primer año), y no apostó por el oficinista de Praga. En 1922, avergonzado por su propia mezquindad e intrigado por el silencio de Kafka, que le había hablado de La metamorfosis, quiso acercarse al escritor y le mandó de regalo un paquete de libros “como expresión de nuestra voluntad de desagravio”. La última, patética, correspondencia es una tarjeta postal de Kafka, enviada el último día de 1923, seis meses antes de su muerte: “A la muy estimada editorial: ¿Serían ustedes tan amables de investigar lo que ha sucedido con el paquete? Les saluda atentamente, F. Kafka.”
Raymond Chandler.
Chandler.
Hay que reconocer que el sacrificio mayor de los editores consiste en tratar a diario con los escritores, que son los seres más desagradables, insolentes y arrogantes de la tierra. Raymond Chandler compadecía a Hammish Hamilton, su editor londinense, que le anunciaba una gira para visitar a los autores de la casa: “Un solo escritor me dejaría agotado por una semana. Y usted se liga uno con cada comida. Hay algunas cosas de la tarea editorial que me gustaría hacer, pero tener que vérmelas con escritores no sería una de ellas. Hay que mimarles mucho el ego. Llevan una vida excesivamente tensa, en la que se sacrifica demasiada humanidad para tan poco arte.”
En Estados Unidos, donde es normal que los autores cobren todos los libros vendidos y, en muchos casos, los que se venderán en los diez años siguientes, Scott Fitzgerald llegó a recibir tres mil dólares de los años veinte (por lo menos treinta mil de hoy) por cada cuento publicado en revistas de lujo. Le regaló un Rolls Royce a su esposa Zelda y los dos se bañaban en la fuente del hotel Waldorf Astoria en los días en que Carlos Gardel se alojaba allí y conquistaba a las rubias de Nueva York.
Los primeros años, mientras Scott simbolizaba la era del jazz, fueron fenomenales. Pero en 1925 El gran Gatsby fue un fracaso comercial (sólo 25 mil ejemplares de movida) y todo se vino abajo. Un año después, Scott escribía a Scribner: “Siempre seré su deudor por la bondad y confianza inalterables y por la atención que usted me ha brindado pese a mis múltiples exigencias. Ni una sola vez se me ha recordado mi deuda con la editorial, aun cuando a veces llegó a los cuatro mil dólares sin que usted tuviera la esperanza de publicar un libro mío en un futuro cercano.”
La inversión de la editorial fue, a término, muy rentable: los libros de Scott Fitzgerald se vendieron mucho más después de su muerte, cuando se convirtió en un clásico norteamericano. Pero, ¿cómo descubrir un clásico antes de que lo sea? ¿Cómo formular un rechazo que no lastime la vanidad del escritor que cree, siempre, haber entregado una obra cumbre? A principios de siglo, Gaston Gallimard inventó las fórmulas “demasiado literario”, “su libro no entra en el marco de nuestras colecciones”, y otra más convincente todavía: “Mi hermano Claude se opone a la publicación”.
Gallimard recordaba un famoso incidente entre Pierre-Victor Stock y el escritor Georges Darien. El editor le rechazó un libro con palabras desdeñosas y al día siguiente Darien le mandó una certificada que decía: “Señor Stock: He recibido su carta y esta es mi respuesta: si no publica mi novela para octubre próximo, lo mataré (…) Usted es libre de hacer lo que más le convenga, honesta o deshonestamente. Espero hasta octubre. Si entonces mi novela no ha sido publicada, lo ejecutaré.”
Stock contestó con un insulto (merde!) y cuando llegó octubre Darien se presentó en la editorial armado con un hacha. El editor alcanzó a escapar por la ventana mientras el novelista destrozaba todos los muebles de la oficina. De ese incidente Gallimard sacó algunas conclusiones que en 1911 dictaba a su secretaria: “Un escritor casi nunca es un hombre. Es una hembra a la que hay que pagar sabiendo que siempre estará dispuesto a ofrecerse a otro. Es una puta.”
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Arlt.
Arlt.

LA MUERTE DEL CORSARIO NEGRO

Ya en el siglo XVIII Goethe había lanzado rayos y centellas contra los editores, en ese tiempo llamados “libreros”: “Todos son hijos del diablo, para ellos tiene que haber un infierno especial.” Y otro clásico alemán, Hebbel: “Es más fácil caminar con Jesucristo sobre las aguas que con un editor por la vida.” Incluso el gran editor británico Frederick Warburg se preguntaba hace pocos años en el título de sus memorias: An Occupation for Gentlemen?
Más cerca nuestro, Francisco Ayala, Premio Cervantes, trata a su editor de Buenos Aires directamente de “ladrón”. Céline, en sus cartas a Gallimard, no se guarda nada: “Desastroso almacenero” es lo más simpático que le dice. Y al escritor Roger Nimier sobre el editor: “Están siempre heredando y robándonos; nos roban nuestras horas y nuestras vidas.”
Tal vez había algo de rencor en Céline porque Gallimard no supo qué hacer con el manuscrito de Viaje al fondo de la noche y fue un joven, Denoël, quien lo publicó por primera vez. Años después, para recuperar el libro, el orgulloso Gallimard pagó mucho más de lo que valía para el comercio.
Es que algunos editores tienen la vista poca habituada a la lectura. John Kennedy Toole, uno de los más notables escritores norteamericanos de los años sesenta, murió joven e inédito. Fueron tantas las editoriales que rechazaron La conjura de los necios, que en 1969, a los 32 años, no le encontró más sentido a su existencia y se suicidó en Nueva Orleans. Recién en 1980 su madre consiguió publicar el libro por la Universidad de Louisiana con la ayuda del escritor Walker Percy. Se puede decir que Kennedy Toole se mató por impaciente, pero no quita que los editores hicieron mal su trabajo: la novela ganó el premio Pulitzer en 1981 y ha sido traducida a todos los idiomas de occidente.
A Roberto Arlt le rechazaron El juguete rabioso y tenia que escribir una columna en un diario para vivir con decoro. Horacio Quiroga cobró 3800 pesos entre 1910 y 1916. Sólo 53 por mes cuando un empleado de banco ganaba más de doscientos. Recuerda Amorim en carta a Raúl Larra (incluida en Mundo de escritores): “Florida era el lado en que se pagaban las ediciones los propios autores. Boedo era el lado en que el editor no exigía plata y no liquidaba. Esa era la diferencia.”
Elegantes o proletarios, ya entonces la costumbre era no pagar o malpagar. Hacerlos ir y venir de una semana a la otra, a veces meses o años, para al fin mostrarles una planilla con el saldo en blanco. Recién en 1933, el Congreso votó una ley sobre derechos de autor que obligaba al editor a distribuir los libros estampillados, numerados o firmados por el autor para evitar suspicacias. El texto, reglamentado un año después, fue boicoteado y rechazado por los editores que pronto lograron un fallo judicial favorable a su causa. Según uno de ellos, la firma del autor podía “manchar y ensuciar los libros”.
Raymond Chandler, en sus Cartas, dice: “El editor podría encontrar quizá alguna justificación de sí mismo, pero jamás hará conocer las cifras. No le dirá lo que los libros cuestan a él, no le dirá a cuánto ascienden sus gastos generales, no le dirá nada. Apenas usted trate de entablar con él una conversación de negocios, adopta la postura del caballero y académico y cuando usted pretende encararlo en términos de su integridad moral, empieza a hablar de negocios.”
El escritor está obligado a creer en lo que su editor le dice. Debe aceptar su sola palabra porque no tiene medios decentes para conocer la cantidad de ejemplares fabricados, vendidos, regalados y exportados. Nadie le muestra libros contables ni facturas de imprenta ni remitos de exportación ni lo invita a visitar los depósitos.
Según el editor alemán Siegfried Unseld, que tiene una larga experiencia en el tema, “las dificultades que surgen regularmente en las relaciones entre autor y editor se deben a la doble vertiente de la curiosa función del último que, como dijo Brecht, tiene que producir y vender la sagrada mercancía libro; es decir, ha de conjugar el espíritu con el negocio para que el que escribe literatura pueda vivir y el que la edita pueda seguir haciéndolo.”
Vázquez Montalbán.
Vázquez Montalbán.

En una de sus novelas, Manuel Vázquez Montalbán mata a un editor y confía la investigación al detective Pepe Carvalho. Sublimar ese dulce asesinato ha sido una constante de la literatura e incluso del cine: en Le magnifique, de Philippe de Brocca, el actor Jean-Paul Belmondo representaba a un escritor de novelas de aventuras asediado y hambreado por su editor. Para componer a sus personajes más malvados, el novelista imaginaba siempre la cara de su adusto y avaro editor francés.

Yo conozco una editorial de Buenos Aires que le descontó al autor en un solo año y del mismo título (el contrato se lo permitía, es verdad), 655 ejemplares aparentemente “donados” a la prensa. Me hablan de otra que hizo compartir a sus autores el arancel del registro de ediciones en la Cámara del Libro. Son bagatelas para el autor (¿lo son?), vejaciones olvidables, pero si el editor hace lo mismo con cien títulos se habrá ganado varias decenas de miles de dólares. Lo suficiente para pasar al nuevo modelo de coche importado. Cuando cien autores pierden cien dólares cada uno, el editor se ha ganado diez mil.
Cualquier escritor conoce esos contratos preparados por la editorial en lo que, a cambio de la publicación, la empresa se queda con una buena tajada de sus derechos de autor cedidos “de por vida y por la de sus derechohabientes”. Derechos de edición, traducción, cine, TV, radio y todo otro medio de difusión, incluso “aquellos que puedan inventarse en el futuro”. En los archivos de tribunales hay una buena colección de estos honestos contratos a la espera de una nueva legislación.
Faulkner.
Faulkner.

Como no es fácil publicar un primer libro, el escritor debutante suele estar dispuesto a entregar el alma al diablo con tal de ver su obra en la mesa de una librería. Tarde o temprano lamentará su desliz de juventud. Todos los veteranos lo saben. Por eso el primer cuidado que tendrá el joven al firmar un contrato será el de limitar en el tiempo la validez del acuerdo por más ventajoso que le parezca. Esta precaución permite a las partes, si una de ellas ha quedado insatisfecha, darse un apretón de manos y separarse llegado el momento.

William Faulkner, que vivía empeñado y tuvo que trabajar ocho años en Hollywood, tenía un editor irreprochable: “Mr. Robert Haas es vicepresidente de Random House, que publica mis libros –recuerda en una carta-. En aquel tiempo yo andaba seco y en banda, a veces durante varios años seguidos, pero bastaba que le escribiera para que él me mandara plata sin esperanza de que se la devolviera a menos que escribiera otro libro.”
Emilio Salgari
Salgari

Faulkner no pedía monedas; en 1940 escribe a Random House: “Los mil dólares me ayudaron pero necesito nueve mil más para comprar mi libertad económica durante dos años y dedicarme a escribir. También aceptaría cinco mil por año (…) lo que sería una apuesta suya a mi producción literaria de dos años, a condición que no sean dos años de tensión (…) Dígame si puede darme el anticipo o permítame que me vaya a otra editorial”.

Random House consiguió retenerlo, pero las deudas de Faulkner eran casi tan grandes como las de Scott Fitzgerald. En carta de 1942 dice: “(…) no puedo ni siquiera moverme. Tengo sesenta centavos en el bolsillo y eso es todo, literalmente (…) ¿Le parece que estoy en condiciones de pedir un anticipo a la editorial? En caso afirmativo, ¿de cuánto? Me gustaría dejarle algo al almacenero antes de irme porque desde el año pasado estoy firmando pagarés.” En 1949 William Faulkner ganó el premio Nobel y pudo saldar sus deudas con el editor. Pasó toda su vida esforzándose en “contar toda la historia humana en una sola frase”, y casi lo consigue.
Mario Puzo recuerda en Los documentos de El padrino que después del fracaso de La mamma nadie quería recibirlo en la editorial y la recepcionista ni siquiera se acordaba de su apellido. Cuando El padrino llegó a ser el libro de bolsillo de mayor venta en todo el mundo y la secretaria recordó su nombre completo, Puzo publicó una lista de editores tramposos y un artículo en el que decía que Ralph Daigh, de la Fawcett, era un tipo competente que “incluso me pagó todo lo que dijo haber vendido”. El sarcasmo es de apreciar.
Naturalmente, hay editores honestos y todo el mundo los conoce, pero son tan escasos como las almas en el cielo. A los otros, a los piratas, no hay Sandokan que pueda derrotarlos. Por eso un escritor italiano que conmovió a varias generaciones de jóvenes les mandó esta carta, horas antes de suicidarse en 1911, a los 48 años:
“A mis editores: ustedes se han enriquecido con mi piel, me han tenido a mí y a mi familia continuamente en la miseria y aun más que eso. Les pido solamente que, en compensación de cuanto les hice ganar, piensen ahora en pagar mi funeral. Los saludo quebrando la pluma”.
Firmaba Emilio Salgari, autor de El corsario negro.
-Osvaldo Soriano
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El que prescribe

Alejandro Agostinelli, editor de este blog, es periodista desde 1982.

Fue redactor de las revistas Conozca Más, MisteriosEnciclopedia Popular Magazine Gente, y de los diarios La prensaPágina/12. Fue uno de los impulsores de la Fundación CAIRP y escribió y asesoró a la revista El Ojo Escéptico. También fue productor de televisión en Canal 9 y América TV. Fue secretario de redacción de las revistas de divulgación científica Descubrir NEO y fue editor de una docena de colecciones de infomagazines para la revista Noticias y otras de Editorial Perfil. Últimamente ha colaborado en las revistas Pensar, publicada por el Center For Inquiry Argentina (CFI / Argentina), El Escéptico y Newsweek.

Fue creador del sitio Dios! (2002-2004) y del blog Magia crítica. Crónicas y meditaciones en la sociedad de las creencias ilimitadas (2009-2010). Es autor de Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Random House, 2009).

Asesoró a Incoming, el noticiero de Canal Infinito (2009-2011) y escribió la columna Ciencia Bruja en Yahoo! Argentina y Yahoo! español (2010-2012). Asesoró a las productoras SnapTv y Nippur Media en la producción de documentales históricos y científicos para NatGeo (2011-2013).

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