Cuando mi familia y algunos amigos me preguntaron dónde estaba, yo dije: tratando de tranquilizar al cajero del ciber del shopping Panorámico, cerca de la estación Los Leones, a diez metros sobre el suelo. El hombre estaba a mil revoluciones por segundo repitiéndose: “Ay, ay, ay, ahora hay que quedarse quieto; ay ay ay, hay que esperar a que pase, ay ay ay… este sí que es de los bravos, no se acaba nunca”. Lo noté medio muerto de miedo justo cuando yo empezaba a descartar la idea de que estuviera pasando un subterráneo, porque al principio me pareció eso, el paso rápido del metro, que aquí va a una velocidad demencial y la voz de una señora que se multiplica en cada vagón te indica a cada rato dónde estás y los choferes agradecen tu elección y hasta te despiden con un Dios los bendiga.
A fin de cuentas era mi primer terremoto y me venía la letanía de por-qué-justo-a-mí. Una hora antes había terminado de fotografiar una paloma devorándose mi muffin en el Starbucks para sacarle una sonrisa a mis hijas mientras hacía tiempo para retratar a una presa mayor, el mimo gordo y morochón que representa un buda dorado en la esquina de Providencia y Lyon. El mimo seguía ahí, pero yo esa foto la quería sacar cuando estuviera quitándose la pintura de encima para poder titularla El buda sin oro y esas uevás en las que uno se enfrasca para distraerse.
El susto del cajero me relajó, porque, claro, uno imagina al chileno ducho en terremotos, y era lógico que yo, humilde aprendiz sin la menor experiencia en la materia, me sintiera con más derecho que él a estar cagado en las patas. Pero el miedo de aquel hombre me hizo reír (nerviosamente, pero reír descomprime los nervios) y su desesperación, el excesivo menú de prevenciones que desplegó mientras duraba el temblor –excesivo porque si se viene abajo esa enorme estructura de hormigón, no hay dios de dónde asirse– me ayudó a superar el trance con un heroísmo que no encaja en absoluto con la reacción que yo esperaba de mí.
Al salir había un mar de gente en la calle y el buda se había ido.
Después desistí de llegar en metro hasta Ummo, el restaurante donde me iba a encontrar con varios amigos (al final sólo vino Patricio Abusleme) en la zona de Providencia, y me largué a caminata limpia, porque una cosa es ser héroe y otra boludo, y cuando un mozo piadoso me dio la clave de wi-fi, me asaltaron los mensajes y comprobé que las noticias del temblor habían saltado a los cuatro puntos cardinales.
Desde la una, mientras escribía esto que digo, Santiago se volvió a estremecer. Un coro de ladridos de un crisol de razas taladra la madrugada. Estaba solo, en un departamento sin teléfono ni wi-fi que me confió mi entrañable amigo Diego Zúñiga.
Si no fuese porque en la casa no hay ni una lata de chipirones, por su biblioteca y sus películas sería el bunker perfecto, pensé, mientras se me hacía carne una sospecha que mastico desde hace rato, que es nuestra fragilidad, la atroz fragilidad de todos estos monos que creemos dominar la Tierra.
Alejandro Agostinelli,
Santiago de Chile, 17 de Septiembre de 2015
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