
«Quienes supimos de su intelecto, hombría de bien y honestidad intelectual, no podemos permitir que su nombre sea utilizado para justificar un atentado a la República». Así se refirió Gonzalo Roca, uno de los nietos de Deodoro Roca (señalado como autor del anónimo Manifiesto Liminar, texto que desembocó en la Reforma Universitaria), a una cita que Cristina Fernández de Kirchner hizo, a fines de junio de 2013, a propósito del rechazo de la Corte Suprema de Justicia a su proyecto de reforma del Consejo de la Magistratura.
Dos días después de aquella referencia de la presidenta, el nieto de Roca publicó en La Voz del Interior una dura réplica. “Parangonar la mística profundamente democrática de la Reforma, con proyectos populistas que degradan la democracia con explícitos intentos de atropellar las instituciones de la República, es un recurso maniqueo, que delata la intención desembozada de obtener réditos subalternos”, escribió el descendiente del abogado cordobés que lideró el movimiento reformista.
Desde aquel intercambio público me ronda la idea de publicar la versión completa de la biografía que escribí sobre Deodoro Roca, incluida en el coleccionable “200 argentinos”, que salió con la revista Veintitrés en 2010. Salvo algún listillo que copipasteó a Wikipedia, los periodistas involucrados en aquel proyecto (cuya garantía de calidad fue el querido colega Guillermo Alfieri) trabajamos con entusiasmo, profesionalismo y abnegación. Tan interesantes fueron las personalidades que Guillermo propuso investigar que algunos de nosotros seguimos de largo, y quién sabe si mañana no serán libros. Esa acumulación de apasionante información biográfica me sobrepasó con las vidas de Mario Bunge, José Ingenieros y desde luego, con la de Deodoro Roca, y unos cuantos datos reunidos para la ocasión –algunos de los cuales se me antojan valiosos– quedaron inéditos.
La actualidad parece exigir que este material circule ahora; por eso, en este modesto acto, libero del disco este material, no sin disculparme por no haber dedicado mucho tiempo a relecturas, correcciones y eventuales menudencias estilísticas.

No puede ser sino una burla del destino que la máquina que Deodoro Roca usó para escribir el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria, acaso uno de los documentos políticos más trascendentes de la historia argentina, repose en un alejado paraje del Valle de Punilla. “La Federación Universitaria de Córdoba se alza para luchar contra este régimen y entiende que en ello le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes”, tipió Roca en la vieja Continental, hoy en un museo que lleva su nombre, una pulpería a la vuelta de las Cuevas Ongamira, departamento de Ischilín, algunos kilómetros al Norte de Capilla del Monte. Cerca del Hotel de Supaga, frente al cerro Colchiquí, donde Deodoro solía llevar a visitantes ilustres. Porque todos iban hacia él, porque él nunca salió del país, y casi no lo hizo de la provincia.

Ezequiel Martínez Estrada consideró a Roca el escritor político argentino más importante del siglo XX. Para Ortega y Gasset fue el argentino más eminente que había conocido. Su discípulo Gregorio Bermann dio una definición rotunda: “Fue un tránsfuga de su clase”. Y su amigo Rafael Alberti, cuando falleció, le dedicó una “Elegía a una vida clara y hermosa”. En el sótano de su casa de Rivera Indarte recibió a Stefan Zweig, Raúl Haya de la Torre, Eugenio d´Ors, Waldo Frank, Alfredo Palacios y a Lisandro de la Torre. Deodoro eligió la soledad a los matrimonios por conveniencia. Como abogado, nadie quería tenerlo enfrente. Tras su muerte, todos quisieron ponerlo de su bando. Hoy, trágicamente, pocos lo leen. Sus textos, con todo, son diamantes entre los escombros.
El Manifiesto fue una expresión de la atmósfera opresiva de la vida académica cordobesa, en medio de una posguerra que excitaba sentimientos antiimperialistas, a su vez animado por el clima insurreccional que propiciaba la revolución bolchevique. Meses después, ochenta y tres estudiantes declararon la huelga general y terminaron en la cárcel, acusados de sedición. El movimiento se echó a andar contra la infantería y la Policía dispuestas a “recuperar” el rectorado a sangre y fuego. “Obreros y estudiantes, unidos adelante”, fue la consigna que sacó a los jóvenes de prisión. Igual que el París del 68 pero en Córdoba, cincuenta años antes. El movimiento logró democratizar aquella universidad dominada por un clericalismo retrógrado, consiguió la autonomía académica, el cogobierno de estudiantes, profesores y graduados, la extensión de la universidad a otros sectores sociales y libertad de cátedra. Y terminaba con las camarillas, el amiguismo y los cargos hereditarios. La revuelta pronto se propagó en las universidades de Buenos Aires, La Plata y Córdoba, y contagió a América Latina.
Detrás de la máquina de escribir que encendió la mecha había un redactor de 28 años de edad a quien hoy, salvo en su provincia, pocos recuerdan, pero que fue un profundo animador cultural, un escritor incisivo y un ácido crítico de las costumbres sociales.
Dedoro Roca, nacido en Córdoba el 2 de julio de 1890, no firmó el texto, pero todos sabían que fue el ghostwriter. Fue militante estudiantil reformista (la izquierda de aquellos tiempos), paisajista y nudista, con todo lo que eso significaba. El papel que Roca jugó en aquellos días fue minimizado por la cultura oficial, que encorsetó las conquistas del movimiento estudiantil. La Reforma, según sus impulsores, era el chispazo previo al estruendo que debía despabilar a la sociedad entera. “Sin reforma social no puede haber cabal reforma universitaria”, sostenía Roca.
Deodoro había estudiado en el Colegio Nacional de Monserrat. A comienzos de 1910 presidió el Centro de Estudiantes de Derecho de la Universidad de Córdoba, donde se recibió de abogado. De gran estatura, voz de barítono y un carisma inusual, fue apreciado por su sentido del humor, su coraje cívico y su exquisita aptitud para la docencia. En 1920, propuso abolir el título de doctor: “no hace otra cosa que satisfacer la vanidad de los mediocres”. Rechazó la enseñanza orientada al “éxito” y los exámenes. “Una vida –escribió– no puede depender de una buena jugada”.

María era creyente, pero él no la quería porque amara a Jesús. Deodoro iba contracorriente en lo social y en lo cultural. Vistió estatuas con ropa interior para protestar contra la censura de la pintura de un desnudo instalado en el Salón Oficial. Indignado por la tala indiscriminada, pidió la cabeza de los asesinos de árboles “para satisfacer una antigua curiosidad: queremos saber qué tienen adentro, porque lo que deben tener es leña”. Defendió los derechos humanos pero también los del ganado: en Ongamira tomó la defensa de un toro manso, acusado de atacar a un turista: “El accidente fue algo así como una venganza del paisaje”, argumentó y ganó.
Retirado de las cátedras universitarias en 1922, se dedicó a defender causas humanitarias, a la militancia social y al ensayo periodístico. Abrevó de José Ingenieros, su mentor pese a disidencias filosóficas (lo distanciaban el positivismo y el racismo), y del primer Leopoldo Lugones, a quien enfrentó en 1931: en su alegato contra el poeta que desertó por derecha, Deodoro le replicó con el espejo del joven Lugones. En esa polémica, la prosa de Roca brilla y la de Lugones es una mueca desteñida. “La risa es, en ocasiones, la flecha más aguda y más certera”, escribió Deodoro.

Con María Deheza tuvo dos hijos, Marcelo (1922-1994) y Gustavo (1924-1991), ambos abogados. Gustavo, su claro heredero, defendió presos sindicales, estudiantiles y políticos. En 1976, el general Luciano Benjamín Menéndez ordenó asaltar e incendiar su estudio jurídico, y en el exilio animó a la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (CADHU). En la biblioteca de su padre, Gustavo conoció a un vecino que, en 1960, lo invitó a una isla caribeña donde acababa de hacer una revolución. Ese joven reformista, Ernesto Guevara, solía ir al sótano de Rivera Indarte 544 a leer “Las mil y una noches”. Esa casa hoy fue demolida. Pero la isla no.
Después del golpe contra Hipólito Irigoyen, Deodoro se afilió al socialismo, que lo postuló como candidato a Intendente. Duró poco: pronto circuló la versión de que se había ido por su cuenta, pero fue expulsado por sus disidencias. Para él, el socialismo era más una escuela que un partido. “Era tan independiente, crítico e irreverente como luego lo fue mi padre: alérgicos a la disciplina, los reglamentos y las imposiciones”, explica desde Panamá su nieto “Deodorito” Roca, hijo de Gustavo, historiador y Coordinador Subregional para América Central de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).


Pero sucedió algo peor. Roca fue el primer desaparecido de la cultura argentina.
Agradecimientos: A Guillermo Alfieri, «Deodorito» Roca, Mario Augusto Bunge, Susana Tampieri y Hugo Estrella por sus recuerdos, sugerencias y bibliografía aportada.
Bibliografía online
Ni calco ni copia. Ensayos sobre el marxismo argentino y latinoamericano. Por Néstor Kohan







