Hace tiempo que acumulo unas cuantas cosas para decir sobre Claudio María Dominguez y lo que éste representa. Pocas tienen que ver con el negocio montado alrededor de su persona. Se ha puesto de moda cuestionarlo porque el costo de sus charlas es excesivo, como si constituyera una mejora que las diera gratis. Eso no debería preocupar demasiado (salvo que asegure que parte del dinero que cobra va a parar a donaciones inexistentes): si algunas personas pagan para escucharlo, es su problema. La percepción sobre «el problema del otro» cambia cuando somos conscientes de que asisten en pos de ayuda muchas personas emocionalmente sensibles o desesperadas, a veces con graves problemas de salud. A mi modo de ver, uno de los daños objetivos que causa Domínguez (y que no llegan a ver, o no le interesa ver a su corte de adulones mediáticos), es que, como en los viejos tiempos, sigue enviando a sus seguidores a consultar a individuos o empresas que van desde la estafa simple al charlatanismo duro. Es el caso de “parapsicólogos” que prometen “quitar daños” por varios miles de pesos o los especialistas en “terapia colónica” o los “profesionales” de TOB Alternativa (Terapia Organizativa Biomolecular), que afirman curar artrosis, úlceras y hasta osteoporosis y diabetes mediante “medicina cuántica” (ver, por ejemplo, esta nota y otras anteriores sobre el Túnel fotónico). Esto no es nuevo. No sé si alguien recordará el programa que produje junto al equipo de Zona de Investigación (Canal 9) allá por 2002. De aquellas producciones, donde expusimos a qué clase de individuos recomendaba Domínguez en su ciclo de cable, sólo está disponible online la segunda emisión (dividida en dos partes), que «refresco» a continuación:
A fines del año pasado, un crítico de arte de Buenos Aires, en un interesante blog donde usa el nick Pato Lucas, hizo un acertado encuadre sobre las «verdades» que revela Claudio María. (Las negritas son nuestras):
Bueno, y para ir terminando y pasar a un tema que no tiene nada que ver con el arte –a menos que lo tomemos como “el arte de engatusar boludos”– me gustaría hablar elogiosamente del gurú mediático Claudio María Domínguez que ya tiene programa de televisión, programa de radio, libros y fascículos semanales… Y es digno de elogio porque se ha convertido en una clase nueva de gurú, basta con verlo u oírlo un ratito para comprobarlo. Creo que podríamos llamarlo “El gurú estúpido”, y no es poca cosa porque si pensamos en Krishnamurti, Osho, Chopra, o Sai Baba, se podría decir muchas cosas de ellos, menos que parecen estúpidos…pero Domínguez tiene esa mirada bovina, ese corte de pelo, ése tono meloso en la voz, ésa sonrisa babeante…que lo hacen sencillamente único. Bravo por él, y por todos sus seguidores. ¿Quién diría que las más profundas verdades espirituales nos serían reveladas por un tipo que parece siempre al borde de la internación? ¿Y quién hubiera dicho que la “Verdad” podía ser tan “Kitsch”’? Debo confesar, sin embargo, que su programa de tv se ha convertido en uno de mis favoritos, junto con los almuerzos de Mirtha, el programa de Susana y “Bailando por un sueño”, y si no recuerdo mal, hace poco un amigo me recomendó el programa de Marley. Tendré que verlo.
El sarcasmo de El Pato Lucas resume el perfil de un sujeto que, sin la piedad o el activo apoyo de terceros, nunca hubiese tenido el éxito de audiencia que tuvo. Sin ayuda, no hubiera sido fácil para él blanquearse, sacarse de encima el sayo de haberse sostenido en el aire promocionando charlatanes, borrar de su pasado el escándalo de los «cirujanos» filipinos Alex Orbito o Emilio Laporga, hacerse el distraído ante la exultante difusión que le dio a dos gurúes acusados de pederastía, como Sai Baba y el Maestro Amor. Sus pifias fueron excesivas en contraste con un pasado reciente donde mantuvo relaciones promiscuas con otros gurúes tan impresentables. Sin embargo, lo hizo. Lo hizo gracias al empresario Daniel Hadad. Lo hizo gracias a (lo siento, porque me cae bien) Beto Casella. Y gracias a otros tantos que lo invitaron a sus programas sin dedicar la menor evocación de aquellos años, como una vergonzosa entrevista radial que hizo en su programa Ernesto Tenembaum.
Por eso, no debería preocupar tanto el personaje en sí sino, más bien, qué buscan en él los programas de TV que le prestan su micrófono, los periodistas que lo encuentran digno de ser entrevistado y, claro, las personas que asisten a sus «seminarios» o consumen sus programas.
Ahí está el verdadero misterio.
En portada: Enrique Márquez y Alejandro Agostinelli debaten en «Memoria» con Domínguez (1995).