Después de la racha de osos panda visionarios (herejía oracular corajudamente abortada por las autoridades chinas), el cuis Madame Shiva que olisquea el césped y rumbea al arco ganador y sobre todo ahora, que trascendió el caso de la tortuga cabezona que alcanza a ritmo de breves brazadas la bandera triunfante, de todos los animales con superpoderes puestos a hacer predicciones deportivas me quedo con el magnificente Pulpo Paul.
Inspirado por la resurrección de Paul a través del doodle de hoy, rescato mi elogio al pulpo adivino, publicado en Newsweek allá por Julio de 2010. ¿Mi autocrítica, a cuatro años de aquella nota? Previsiblemente, el Pulpo murió pocos meses después. Y, contra mis modestas previsiones, está más vigente en espíritu (léase, en imaginario social) de lo que creí iba a estar. De aquí en más, la columna.
Los dioses no tuvieron una mascota igual.
Ni siquiera Pitón tuvo talentos comparables: la monstruosa serpiente, a cargo de la custodia del oráculo de Delfos, no adivinó las intenciones de Apolo, quien la mató para ocupar el monte Párnaso.
Por entonces, era tan grande la fe puesta en pitonisas y ninfas que, si los dioses griegos metían la pata, el error estaba en las interpretaciones humanas, no en el mecanismo oracular.
Es que la vara con que el hombre mide la precisión profética siempre ha sido flexible.
Por eso conviene recordar que nadie –desde Nostradamus hasta Aschira– ha zafado de la acusación de ambigüedad, oscuridad o charlatanismo, para no hablar de los magros resultados alcanzados por los científicos que intentaron confirmar los poderes psíquicos de pretendidos videntes.
Esto resalta las virtudes del Pulpo Paul, el primer molusco que no es famoso por su inteligencia sino por sus aptitudes adivinatorias.
Debemos ser honestos. La humanidad no se encuentra en el mejor momento para burlarse de los dones atribuidos a ciertos animales. Mucho menos, para subestimar las guerras que se desatan en su nombre. La influencia de la disputa entre Apolo y Pitón es parte de la mitología clásica: los Juegos Píticos -instituidos por el dios griego desde su victoria sobre la serpiente- son el antecedente más remoto de los Juegos Olímpicos.
¿Cómo evaluar, entonces, los méritos del Pulpo Paul? En el balance, no parece estar en juego su indiscutible poder para ver el futuro sino las percepciones humanas respecto del papel que juega el azar, el crisol de intereses en danza durante los espectáculos deportivos y el uso que hacen los medios de estos asuntos.
Digámoslo ya mismo: Paul no merece el desprecio de los equipos que fueron ignorados por sus tentáculos, pero tampoco la indiferencia de los escépticos; menos cuando, con el triunfo sus favoritos, sus dones parecen confirmarse. Por caso, dice algo a favor del ludismo humano que haya sumado cientos de miles de amigos en Facebook, en desmedro de los menesterosos intentos por nuclear rivales de quienes alegaron sentirse “psicológicamente afectados” por sus pronósticos.
También es justo reconocer que toda sospecha de parcialidad fue descartada cuando vaticinó la derrota de sus compatriotas. Su conocimiento exacto del porvenir estuvo más allá de contingencias mundanas y sus elecciones, siempre certeras, lo pusieron a la par de sus colegas del pasado.
Antes que Guillermo Moreno decretara en nuestros pagos el fin de la alta gastronomía, el foie gras no era un manjar reservado para paladares refinados: en la antigua Mesopotamia, los reyes buscaban en el hígado de las aves su destino político, cuando no creían que las entrañas de ciertos ovinos cifraban el éxito o el fracaso de sus aventuras militares. Buitres, halcones, lechuzas, culebras, camaleones, escorpiones y hormigas tuvieron su sitio junto a las divinidades. Todas estas criaturas, mal que bien, recibieron lo suyo en el reparto de dones proféticos para uso de arúspices, brujos o sacerdotes.
Es cierto que la popularidad del cefalópodo cautivo en el acuario alemán puede decir algo sobre el estado de cosas a umbrales del siglo XXI: ahí están el ocaso del deporte por el deporte mismo, la ausencia de estadistas visionarios o el fracaso de los profetas humanos.
En cuanto al fervor que desataron sus aciertos, es poco prudente poner el grito en el cielo. Ya se dirá, como se dijo, que el mérito no era del invertebrado sino del que le dio de comer, colocando el mejillón apto para el consumo en la urna del candidato más seguro. O que de su lista de buena suerte hay que descontar los éxitos que le anotaron en la Eurocopa, ya que “en 2008 tenía el mismo tamaño y recién nacía”, como señaló Javier Sainz, director de Getxo Aquarium de Bilbao. Es decir, aquel pulpo no era Paul sino otro.
Ahora sabemos que nadie lo va a cocinar a la gallega, que sus dueños no lo llevarán de gira por el mundo cual Phineas Barnum, el empresario famoso por falsificar las atracciones que exhibía en su circo, ni ayudará a develar si Luis Miguel está vivo o muerto -así de trascendentes parecen ser los antagonismos mediáticos-. El lunes pasado, tras recibir una réplica del trofeo de la Copa del Mundo, un vocero del Sea Life aclaró que, durante los seis meses de vida que tiene por delante, Paul retomará sus tareas habituales, esto es, divertir a los visitantes del acuario.
El número llegó a su fin y la movida publicitaria fue magistral: nada menos que seiscientas cadenas de televisión siguieron el show.
Dentro de poco, cuando ya nadie recuerde al pulpo, dediquémosle un pensamiento a millones de personas que día a día ponen su porvenir en manos de videntes, brujos y tarotistas. Quienes sin llegar a los talones –quiero decir, a los tentáculos del Pulpo Paul– convencen a sus clientes de poseer facultades paranormales que les permiten determinar si conseguirán o no trabajo, recuperarán o no a sus parejas o romperán falsos hechizos.
Paul fue una estrella fugaz.
Los otros siempre están.
Primera publicación: Revista Newsweek, Julio 2014