Cincuenta años después, los enigmas en torno al asesinato de John F. Kennedy siguen amontonándose. Los informes que presentaron las sucesivas comisiones de investigación –la Warren (1964) y la de la Cámara para los Asesinatos (1976-1979)– no contuvieron el aluvión de teorías conspirativas; más bien lo contrario, desde el 22 de noviembre de 1963 las especulaciones en circulación son cada vez más extravagantes, en una escalada que sólo puede prestar servicios a una eventual conspiración real: hundir en el fango a la verdad.
Así las cosas, Lee Harvey Oswald –primer sospechoso, único cómplice detectado o asesino de JFK, según cada librito– pudo haber sido:
• un sicario castrista (cuando nadie apoyaba la idea de un ataque comunista los promotores de esta hipótesis decidieron cambiarla por la del terrorista descarriado),
• un chiflado suelto (para quienes se rehusaron a aceptar a una derecha interesada en quitarse a Kennedy de encima),
• un mercenario a sueldo de Las Mafias y hasta
• un cómplice traicionado por los verdaderos asesinos (teoría que cobró vuelo tras el raro encuentro con J. D. Tippit, el policía por cuyo asesinato fue detenido, y el curioso móvil de vengar a Jacqueline Kennedy expresado por Jack Ruby, el rufián que silenció al presunto magnicida).
En uno de los primeros libros que enfrentaron la tesis oficial, «¿Quién mató a Kennedy?» (1964), Thomas Buchanan sugirió que entre los beneficiados con la muerte de JFK estaba el vicepresidente Lyndon B. Johnson; también sostuvo que el asesinato fue financiado por «un petrolero de Texas» (no lo nombró, pero se refería a Haroldson L. Hunt). Pero podríamos enumerar muchas otras teorías y no parar hasta 2017, cuando supuestamente el Congreso conminará a la CIA liberar total o parcialmente información clasificada en un gesto que, tal vez, permitirá entender qué sucedió en Dallas hace justo 50 años.
Entre las teorías locas en torno al magnicidio más famoso del siglo XX muchos coinciden en que la Teoría del Hombre del Paraguas es la más salvaje e instructiva de todas. Claro, aquel día la única persona en Dallas que estaba bajo un paraguas se paró justo en el punto donde fueron todos los disparos, directo a la limusina. “¿Se le puede ocurrir a alguien una explicación que no sea siniestra para esto?”, se pregunta Josiah ‘Tink’ Thompson en el cortometraje dirigido por Errol Morris que da vueltas por la web desde hace dos años, cuando se cumplían 48 años del asesinato de JFK.
Aquel soleado 22 de Noviembre, a las 9.30 horas, entre las escenas filmadas por Abraham Zapruder, apareció un gran paraguas negro justo donde pasaba la limusina de Kennedy. Era “evidente” que alguna relación debía haber entre el hombre del paraguas y las balas que mataron al presidente. Este razonamiento daba un doble salto mortal: como no llovía en Dallas, aquel hombre parecía parte de la conspiración magnicida sólo porque… ese inoportuno paraguas algo muuuy extraño debía significar. ¿Era un arma de la CIA que, por ejemplo, disparaba dardos envenenados? ¿Fue un señuelo para “marcar la cancha”? ¿Qué otra cosa siniestra podía ser?
En 2010, Morris entrevistó y filmó durante seis horas a Thompson, profesor de filosofía en la Universidad de Haverford y autor del libro sobre la película de Zapruder «Seis segundos en Dallas«. Thompson se retiró de la docencia para trabajar como detective y estudiar el mundo del crimen. Veamos el pequeño y quizá el más divertido fragmento de la entrevista, difundida por The New York Times.
El video dura menos de 6 minutos. No tiene desperdicio.
“Si encuentras algo que parece realmente siniestro, que es obvio que solo puede tener una base siniestra…» –asegura Tink Thompson– «…olvídalo, amigo. Porque nunca se te podrán ocurrir por tus medios todas las explicaciones no siniestras y perfectamente válidas para ese hecho». Todo lo que hizo Tink fue tirar de la piola de un artículo que publicó en 1967 Jon Updike en The New Yorker, primer artículo que abordó ampliamente el caso del hombre del paraguas.
Explicaciones no siniestras que, embarcados en un pensamiento conspirativo, jamás se nos ocurrirán: quizá el “sospechoso” usó el paraguas para protegerse del Sol, así sus rayos no le impedían ver pasar la limusina y el cortejo. U otra hipótesis más sencilla que, desde luego, siempre será menos siniestra que la de un magnicida en potencia pero que –como dice Thompson– jamás entrarán en una grilla de lectura conspiranoide.
Quince años después, el misterioso hombre del paraguas, o mejor dicho, alguien que se presentó ante el comité que investigaba el magnicidio como “el auténtico hombre del paraguas”, dijo haber asistido para protestar contra el padre de J.F.K., Joseph Kennedy, embajador en Londres en 1938. El paraguas, explicó el hombre, un tal Louie Steven Witt, era una referencia a Neville Chamberlain, un político británico famoso por su política conciliadora con los nazis y, obvio, por su paraguas.
La tesis de ‘Tink’ Thompson no conformó a todos. No sólo es cuestionada por partidarios de teorías conspirativas. (“¡Hay que tener ganas de manifestar por algo que sucedió hace 25 años!”, replicaron algunos). Pero si Witt no fue a protestar por el padre de JFK y sólo era un mitómano con ansias de celebridad, esto no transforma a «otro hombre del paraguas» en sospechoso de magnicidio: si bien no es una «explicación siniestra», no hay evidencias de que las cosas sucedieron como él las describe. Witt pudo mentir, y su explicación ser tan dudosa como casi todas las otras.
La cosa no terminó allí. El escritor y cineasta norteamericano Alex Cox , autor de «The President and the Provocateur» (las vidas paralelas de JFK y Lee Harvey Oswald), respondió a Morris-Thompson con el cortometraje «Case Not Closed: The Umbrella Man», un monólogo donde Cox improvisa su visión sobre el magnicidio. No descarta que el paraguas haya sido un arma y arguye que el hombre “parece estar tramando algo junto a otro”. También cree que el tipo del paraguas pudo ser el asesino. Según su idea, Oswald no mató a Kennedy, él fue un chivo expiatorio, especulación idéntica a otras si no fuera porque Cox asegura tener al responsable menos pensado por su muerte: el anónimo hombre del paraguas.
Ahora bien, ¿por qué algunos creen ver algo siniestro ahí? Quizá, porque la aparente falta de coherencia -un paraguas un día soleado que, a la vez, fue un día catastrófico en la historia de los EE.UU.- «algo debe significar». La mente en búsqueda de respuestas, cuando no las tiene, es una máquina de buscar sentidos, y lo hace como puede. Incluso ante una «insignificancia».
Tecnología Maxwell Smart. En el libro Umbrella man: Evidence of conspiracy (1975), E. B. Cutler desarrolló un prototipo de paraguas que disparaba dardos, a semejanza de la tecnología que le imaginó al paraguas que aparece en el film de Zapruder. La hipótesis del paraguas como arma homicida también fue atribuida a los servicios secretos búlgaros, quienes presuntamente lo utilizaron -más como «hipodérmica» que como rifle- para asesinar al escritor y disidente búlgaro Georgi Markov el 7 de septiembre de 1978.
AGRADECIMIENTO: A Mariano Cognigni, por sugerir el tema de este post.