«Después de los Beatles, el Apolo 11 fue una de las pocas cosas buenas que pasaron en los últimos cien años.»
Osvaldo Greco, dibujante e historietista.
Es el héroe de nuestra generación. Esa sonrisa, la felicidad en la cara del piloto, nos acompañó durante más de cuarenta años. Porque, entonces, todos queríamos ser astronautas. Ser como él, o parecidos a él, en una época en que había pocas maneras de usar la palabra conquistar sin que eso implicara matar personas. Cuesta creer que a poco de que recrudeciera Vietnam y su escalada de apoyo a las dictaduras más sangrientas, en los EE.UU. miles y miles de ciudadanos tuvieran el sueño de conquistar el espacio. Eso parecía ser el programa espacial, cuando éramos demasiado ingenuos para suponer que el poder real detrás de las grandes decisiones era la necesidad de desarrollar la industria armamentista, ganar la Guerra Fría, mostrarle al mundo quién la tenía más grande.
Neil Armstrong, nacido en Ohio el 5 de agosto de 1930, estaba fuera de las maquinaciones geopolíticas. Pero convertirse en el primer hombre en la Luna no fue una circunstancia azarosa en su vida. El tipo se preparó para eso. Concretar aquella hazaña tecnológica en 1969, vista desde 2012, parece casi como dar un salto en el vacío. Pero el Saturno V lo hizo, lanzó a la Apolo 11 que llevó a Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin a la órbita lunar, la misma nave que los trajo a casa y les tendió la alfombra a la inmortalidad.
Armstrong siempre será el primero que anduvo por aquellas arenas blancas, el primero que pronunció esas palabras tan poco norteamericanas, porque el salto fue “para la humanidad”, y el primero que dio un ejemplo que no todos sus compañeros siguieron: ser un héroe sin presumir, dejar una huella en la historia y seguir viviendo una vida sin estridencias.
Neil participó del primer desembarco de un Módulo Espacial en la Luna y honró a la bella austeridad que describió cuando estuvo allí. No faltaron los que quisieron imaginar un misterio detrás de su falta de exhibicionismo. Tampoco los que falsificaron historias detrás de sus aventuras. Neil fue, ante todo, un explorador. Por eso en 1976 apareció formando parte de una expedición a la selva ecuatoriana que entró en la Cueva de los Tayos; por eso se tejieron tantas otras fantasías, como la de quienes lo quisieron ver en la «base ET» de Salto, en el norte de Uruguay, como si Armstrong hubiese podido obtener algún beneficio yendo a escuchar las increíbles historias del dueño de la estancia La Aurora.
Luego de la misión más extraordinaria que se le hubiese podido encomendar a un hombre, Armstrong comenzó a dar clases como profesor en Ingeniería Aeroespacial. Luego se convirtió en empresario, asociándose a una compañía tecnológica.
Tuvo una vida feliz, lejos del ruido, que sí enredó a Buzz Aldrin, devenido en defensor de la causa más odiosa que le puede tocar a un astronauta que hubiese participado en la Misión Apolo: la de desmentir a quienes, sin haber aprendido a razonar, decidieron que el hombre nunca estuvo en la Luna.
Probablemente por eso, cuando me entero que aquí, en la Argentina, un grupo de estudiantes de cine está a punto de resucitar la vieja patraña con el apoyo del INCAA, prefiero pensar en la buena vida que disfrutó Neil tras el 20-21 de julio de 1969.
Si los conspiradores hubiesen tenido razón, Armstrong no hubiera vivido otras cuatro décadas. No hubiera llegado a viejo.
Viejo y querido héroe de nuestra infancia, primer cronista en la Luna, volvé al Mar de la Tranquilidad, a dónde quieras, o a dónde puedas.
Nosotros no te olvidaremos.
Chau, capo.