¿Qué final hubiese debido tener Lost (Perdidos) para satisfacer a millones de fans, muchos de los cuales siguieron la serie como si fuese una religión?
No pocos lostadictos preveían un final diferente. ¿Cómo suponer que iba a terminar de la manera que tantos habían conjeturado, y que sus propios guionistas habían descartado?
De todos esos millones unos pocos, quizás, sabían que nada de lo que sucediera iba a dejarlos satisfechos; en el ejército de resignados una facción siguió fiel por gusto o porque, más allá de cuál fuese el final, descubrió que la historia de esa isla y la de sus habitantes –esa procesión de seres extraviados y sus conflictos polimorfos– ofrecía un relato disruptivo de la realidad, una vuelta de rosca que nutría sus rutinas.
Muchos otros, tal vez, confundieron un programa de televisión, una serie dirigida a una audiencia mundial, con una religión personal. Y esperaron que Lost fuese una réplica aggiornada de la religión en su sentido clásico, universal y estereotipado: todas las preguntas diseminadas a lo largo de seis temporadas –tal era la esperanza, o quién sabe si la súplica-, iban a ser contestadas en The End, el último capítulo, como si fuese posible compactar en 150 minutos todas las respuestas -como si la complejidad de la Vida y el Universo entrase en las páginas de un solo libro-. Una esperanza exagerada recibe una contraprestación de igual signo: el espectador fundamentalista, quizás, merecía el final que tuvo.
Otros, al revés, lograron entrar en la fase REM de una propuesta de misticismo explícito, y descubrieron un sentido profundo y personal en su caótica, y sin embargo siempre ascendente, estructura narrativa. Tal vez ellos, apropiándose de un sentimiento común entre los apostatas, todavía meditan, buscan un significado oculto a aquel reencuentro en esa iglesia de vitrales politeístas, y toman de la experiencia algún concepto aprovechable.
Ahora, la polifacética historia de los sobrevivientes del accidente del vuelo 815 de Oceanic Airlines terminó. Visto el final, un ramalazo de furia y decepción trepó por las arterias de los insatisfechos. La rabia explotó en blogs, redes sociales y otros reductos tabernarios. La mitad más uno acaso creyó que seis años de masticar alquitrán iban a servir para disfrutar de un cierre más ingenioso que el de Sexto sentido. Pero también es verdad que un final donde encajasen todas las piezas era un sueño imposible de cumplir. ¿Debemos ser indulgentes? ¿Hay que perdonarle la vida a J.J. Abrams? Un desenlace previsible ¿opaca la riqueza de su trama? Para buscar esta respuesta basta refrescar un dato: cientos de miles de fans empezaron a ver Lost siendo adolescentes de 14 años que hoy son universitarios de 20. El programa tuvo algo que ver con lo que son.
En alguna nota que leí sobre Lost –que no ví completa- un guionista anticipó que nunca pensaron en responder todas las preguntas. “Explicar algo místico lo desmitifica”, dijo.
La religión es como el arte: no puede dejar conforme a todo el mundo. Y es de un material difícil de roer por los Refutadores de Leyendas.