Paola Kaufmann (1969-2006) fue neuróloga. Y le gustaba escribir. No sólo le gustaba escribir, además escribía muy bien. En 2005 editorial Planeta premió a Paola por El lago, la novela por la que quisimos entrevistarla. Por eso y porque nos atraía el contraste, su vocación por la ciencia y su amor por la ficción. Escribo en plural porque compartíamos estas preocupaciones con Verónica Engler, por entonces mi compañera de redacción en la revista NEO. Ella entrevistó a Paola por aquellos días. La versión de la entrevista publicada (centrada en sus trabajos científicos) no era exactamente la que queríamos publicar (más centrada en el tema de la novela, y en la interacción entre sus dos vocaciones). Ahora nos damos el gusto de publicar la versión que quedó pendiente.
De todo aquello pasaron diez años. No bien reencontré ambas versiones del reportaje a Paola Kaufmann, le pregunté a Vero Engler si le gustaría que subiera al blog la entrevista bochada. “¡Claro que sí!”, contestó.
Ojo, aquí no hay nada –bueno a lo mejor una pizca sí– de revanchismo. Esto que cuento es lo que sucedió y este es, ante todo, nuestro homenaje a Paola, penosamente fallecida pocos meses después de la entrevista.
Por eso ya mismo sale aquel reportaje, el reportaje que quisimos –para nosotros el reportaje que debimos– publicar.
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Alguna vez escribió un cuento en el que la científica que lo protagoniza es vista como una especie de Lucrecia Borgia moderna. La mujer no cometía cruentos homicidios, pero su actividad científica terminaba desanimando a cuanto caballero se le acercaba. “Genera rechazo porque ven como a una especie de mina cruel y sanguinaria”, aclara la neurobióloga Paola Kaufmann, autora del cuento y ganadora del premio Planeta 2005 con su novela El lago. “Un relato de mis actividades científicas, como dice el cuento, puede deserotizar sin esfuerzo a la Armada Turca”, bromea.
En El lago, Kaufmann –investigadora del Conicet– deja aparecer cuestiones que tienen que ver con su perfil científico, pero las pone al servicio del mito del monstruo, el del lago Nahuel Huapi, en la Patagonia. Un monstruo a partir del cual cada uno de los personajes reconstruye sus biografías, entretejidas con esa gran Historia que incluye la Segunda Guerra mundial, el nazismo y el holocausto argentino, que se inicia en 1976.
-¿Cómo aparece el monstruo?
El monstruo primero es el bicho, así nació. Por mi deseo enorme de creer en la existencia de los monstruos, por mi infantil gusto por los monstruos. Después, el monstruo es una excusa en toda la novela para hablar justamente de lo que no se puede definir. El monstruo por definición es lo que no se puede definir; una vez que se puede definir se le quita el rasgo de monstruosidad, pasa a ser inmediatamente otra cosa. Por eso es la excusa para hablar de la identidad. Es algo que se plantea desde varios personajes, con su propia necesidad de clasificación, de identificación, de dar nombres y de tener un nombre. Y uno de los ejemplos en la novela es Pedro, un tipo al que un día determinado lo tiran totalmente hecho bolsa por la barranca. Es un poco como un monstruo, nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni cuál es su historia.
-Cada personaje parece tener su propia historia con el monstruo, con esa cosa que no se sabe qué es.
Para algunos de esos personajes el monstruo es la guerra, el monstruo es el fascismo, el monstruo es la soledad, el monstruo es la ausencia de historia, el monstruo es la historia que está pasando y de la cual está siendo tirado Pedro. El monstruo es muchas cosas distintas para cada uno de los personajes.
Hay una cosa que también atraviesa la novela que tiene que ver con la memoria, más bien con un elemento forzado de la memoria, hay varios personajes que no pueden recordar, que no quieren recordar. El personaje del paleontólogo que tiene su vida arruinada por causa del monstruo, no quiere recordar y todo el tiempo usa un mecanismo para evadirse de la realidad y del recuerdo. En otro personaje, el viejo húngaro que tiene síndrome de Korsakov, es justamente al revés, pierde la capacidad de recordar el presente y se ve obligado a recordar todo el tiempo, se ve como acorralado en el tiempo más feroz y atroz de su vida, que es la Segunda Guerra mundial, es casi una aberración de la memoria. Por otro lado están los personajes que no conocen su identidad porque no consiguen recordarla. Todo el tiempo están la memoria y el olvido como en un juego de espejos en la novela.
-Para empezar a trabajar con la idea del monstruo, de lo amenazante, lo desconocido, la intriga que genera, ¿tuviste que alimentar tu propio miedo?
A mí siempre me gustó mucho el terror. Me gustan las novelas y las películas de terror. Lo que me pasa es que con el cine soy mucho más inespecífica, soy mucho menos rigurosa, en otras palabras, cuanto bodrio hay, si es de terror, yo lo veo, me da lo mismo si es la última de Chucky o El exorcismo de Emily Rose.
Lo que pasó con esta novela es que desde el principio yo me había planteado escribir ciencia ficción, con la idea del monstruo. Pero a medida que vas escribiendo la novela se transforma y se hace otra cosa, por suerte, porque si no sería un bodrio escribir una novela que está totalmente pautada.
Y lo que pasó con esto es que yo me di permiso, aproveché la excusa de que tenía que ver con el terror y el monstruo para hacer mi “investigación” y me di el gusto de alquilar todas las películas de terror que tenía ganas, me di una panzada. Todavía estaba en Estados Unidos (donde hizo su posdoctorado) así que tenía la videoteca del college donde trabajaba a disposición, y me saqué películas de los 50, de los 60, conseguí una de las primeras versiones de Dr. Jekyll and Mr. Hyde, que es una película muda alucinante, todas las películas de Sam Raimi, todas las de George Romero. Vi cosas muy buenas y también cosas espantosas.
-Vos viviste tu infancia en la Patagonia, ¿en ese momento creías en el monstruo del lago?
Cuando era chica creía fervientemente en todos los monstruos habidos y por haber. Era adoradora de los monstruos, claro que me producían miedo también. El que me intrigaba era el del lago Ness, porque tenía un librito de los monstruos, con fotos del plesiosaurio. Después caí en la cuenta de que había un supuesto bicho en el Nahuel Huapi, el Nahuelito. La historia del monstruo del lago Ness empieza en el medioevo más o menos y reflota cuando se empiezan a construir alrededor del lago las rutas y los caminos. La gente comienza a vivir y estar al borde del lago, entonces vuelve a saltar la cuestión del monstruo, a principios del siglo pasado. Y en nuestro lago también. La novela justamente abre con el episodio de 1922, por la denuncia de Martin Sheffield de que había un plesiosaurio. Es raro porque en ese momento se manda una expedición con soporte oficial, con plata del gobierno para ver si está, eventualmente para atraparlo. Pero mucho antes de eso, y después también, hubo rumores de los exploradores, de los misioneros, de los indios, de los locos que andaban dando vueltas por la Patagonia. Pero el monstruo no era idéntico entre un habitante y otro. Para los indios, el Caleuche o el Cuero, era un bicho determinado que era una no-forma en realidad, porque era una especie de pedazo de cuero, rodeado de garras, que flotaba. Los expedicionarios, en cambio habían visto algo más bien parecido al plesiosaurio y también a un bicho que había vivido en el sur, un ungulado, extinguido hacía relativamente poco tiempo, una especie de oso hormiguero muy grandote, pero que era herbívoro y no vivía en el agua. Hay una gran gama de monstruos en la Patagonia y hay monstruos similares en todos los lagos del mundo.
-¿Es un mito que se repite en diferentes culturas?
Es algo raro, puede ser algún fenómeno natural que se repite en lagos muy profundos. En realidad el lago Nahuel Huapi y el lago Ness no tienen mucho que ver. Creo que la cuestión del lago medio insondable, la sensación de precipicio por abajo, esa cosa de imperturbabilidad que tiene el agua, genera que el hombre ponga todo el tiempo lo que está por aparecer de ahí abajo, lo que no se ve. Lo que no se ve esencialmente es el monstruo, y eso es de casi todos los lagos y de casi todas las épocas. Tiene que ver con lo amenazante, pero esencialmente con lo desconocido.
-¿Kurt Vonnegut te dijo que para escribir tenías que mentirte?
Sí, mentirse en el buen sentido, de creérsela. Justo cuando yo estaba en el Smith College él pasó 6 meses ahí como profesor emérito y estaba abierto para que le hagamos cualquier tipo de consultas. Me dio dos o tres consejos muy útiles, y uno era que había que mentirse, en el sentido de creérsela, porque si no uno tiene la tendencia de tirar todo, uno tiene que creerse que lo que escribió sirve.
-¿Para trabajar en ciencia también necesitás mentirte?
De alguna manera sí. La mentira, el creérsela, es más bien un apego a la idea que uno tiene. Si lleva mucho tiempo probar esa idea, debés tener mucho apego a esa idea, pero también tenés que estar dispuesto a tirarla, ese el problema. El proceso de investigación se sostiene con ese convencimiento, siempre y cuando la evidencia de los experimentos no demuestre lo contrario. Después, apegarse a ese convencimiento es necedad.
-¿Cómo llegaste a las neurociencias?
Cuando empecé quería hacer biología marina, como buena parte de los que empezamos biología, y después me fasciné por la biología molecular, cuando fue el boom, a fines de los 80 y principios de los 90. Pero es muy duro laburar con cosas que nunca se ven.
Yo me di cuenta de que me gusta laburar más con lo que puedo ver, me gusta mucho además el comportamiento animal. Entonces empecé a recular, en cómodas cuotas, y entré en la práctica de laboratorio, en los experimentos. Y el sistema nervioso es lo más fascinante, para mi hay dos temas que son alucinantes, uno es la organización temporal en los organismos vivos, los ritmos biológicos, y el otro tema es el sueño. Me encanta laburar con distintos tejidos, con pedacitos de cerebro. Me produce una cierta tranquilidad estar evaluando en niveles diferentes –a nivel celular, a nivel del tejido–, pero también tener el organismo unido para poder hacer un correlato.
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