Algunos lo cuestionaron por su fervor en buscar lo improbable. Militó por la paz mundial. Cuando Ronald Reagan jugaba a ser un pistolero galáctico, él denunciaba que era más peligrosa la proliferación de armas nucleares que el impacto de los asteroides. “Si no pensamos por nosotros mismos, si no somos capaces de cuestionar la autoridad, somos pura masilla en manos de los poderosos”. ¿Quién lo dijo? ¿Un mesías? ¿Un profeta? No, lo dijo Carl Sagan. Un divulgador científico que dejó un mensaje fundamental para estos tiempos.
Este es el episodio 15 de mi columna en el programa La inmensa minoría que conduce Reynaldo Sietecase y emite de Lunes a Viernes de 11 a 13 RadioConVos FM 89.9. El link lleva a la totalidad de piezas almacenadas en el podcast, «No todo es lo que parece».
fue el año de la ciencia, —bueno, también un poco el de la anticiencia—. Pero parados en este punto, ¿a quién extrañamos?
Definitivamente, a Carl Sagan. Astrónomo, astrofísico y uno de los primeros astrobiólogos: un auténtico buscador de vida extraterrestre.
Hay una historia que lo pinta bien. A los 5 años sus padres lo llevaron a la Exposición Universal de Nueva York, en 1939. Ahí presenció el entierro de una cápsula del tiempo. El espectáculo, una suerte de ritual laico, fue para él tan emocionante que le inspiró la idea de enviar cápsulas a otros mundos: esos son los mensajes que aun viajan fuera del Sistema Solar en las sondas Pioneer y Voyager.
Sagan fue un tipo que supo transmitir su pasión por lo que amaba, la ciencia. Una vocación que fue a la par con la literatura: en 1978, ganó el Pulitzer por su libro “Los dragones del Edén”, un ensayo sobre la evolución de la inteligencia humana.
¿Por qué hablar hoy de él? Sagan falleció el 20 de diciembre de 1996, hace 24 años. Un año antes, hace 25 años, había publicado “El mundo y sus demonios”, quizá su mayor legado literario. { Dato: ese libro es como el I Ching, te detenés en cualquier página y vas a encontrar su capsula del tiempo, un mensaje para el presente.}
En 2020 también se cumplieron 40 años del estreno de “Cosmos. Un viaje personal”, una serie de 13 episodios que vieron 400 millones de personas en 60 países.
Sagan nunca lo dijo así, pero quiso empoderar a las masas. Para él, la educación científica era clave en un mundo donde las grandes decisiones las toman políticos, la mayoría de los cuales de ciencia saben poco y nada. Dijo:
“Hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda de ciencia y tecnología. Y eso es una garantía de desastre (…) antes o después, esa mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.”
Sagan no fue un profeta, pero un día tuvo una visión. Hace 30 años, la Voyager I estaba por hundirse en el espacio interestelar y se encontraba a 6 mil millones de la Tierra. La sonda espacial –desde allí, a dónde nadie había llegado antes– tiró una foto hacia atrás. Así nos legó la foto de ese punto azul pálido flotando en el cosmos, aquella “mota de polvo suspendida en un rayo de sol”.
Sagan no hizo sacar esa foto por su utilidad científica. El pensó en su poder simbólico. La imagen iba a ser un ejercicio de humildad, iba a servir para acentuar la insoportable fragilidad de la Tierra y transmitir el extremo cuidado que merece el único lugar habitable que hoy tiene nuestra especie.
En el sistema solar no sobran refugios.
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