«No hay peor fascista que un burgués asustado»
Bertold Brecht
Cuando sentimos miedo, el prejuicio es más fuerte que la sensibilidad social, la formación cultural y el disciplinamiento ideológico. Más abajo podrás leer un texto, rayano en la honestidad y transparente como el agua clara, que escribió Fernando D’Addario (*) en su muro en Facebook. Lo transcribo porque yo también, alguna vez, tuve ganas de espetarle a un hermano latinoamericano poco educado «que se volviera a su país» (nótese que aún siento la incorrección moral de aclarar que era «poco educado», como si importara en este contexto), luego de lo cual me arrepentí y me obligué a escribir cien veces «Hay que endurecerse sin perder la ternura jamás».
En la Argentina no hay vocación más estresante que la de perseverar en el progresismo las 24 horas del día, los 365 días del año. Uno se esfuerza, firmando solicitadas a favor de los refugiados kurdos en Turquía, apoyando la causa de los qom, yendo al Gaumont a ver bodrios de estudiantes de cine independiente y, cuando menos se lo espera, zas, trastabilla, viene una orden fugaz del cerebro que echa todo a perder. No lo hace al estilo Ivo Cutzarida sino de una manera subliminal, imperceptible para los demás, lo que te permite, tras unos segundos de desasosiego, seguir siendo progresista.
Esta perorata inútil viene a cuento de esta pequeña historia: hace un rato fui a Villa Luro, a la calle Camarones, a buscar un libro que había comprado por Mercado Libre. Mientras buscaba el timbre correcto vi que venían hacia mí tres gitanos, dos mujeres y un hombre. A medida que se acercaban me empezó a crecer una especie de puntada en el estómago. Apenas tuve tiempo de pensar que, en el mejor de los casos, me someterían a una lectura de las manos o me propondrían una transacción non sancta.
Cuando ya estaba hurgando en mi sistema inmunólogico en busca de una excusa o de unas monedas que los disuadieran, los gitanos me pasaron de largo sin siquiera mirarme y metieron la llave en la casa de al lado, un bruto chalet de dos plantas. Y yo con mi bici modelo 1992 en busca de un librito usado sobre budismo japonés…
Primero respiré aliviado. Después me sentí un pelotudo. Por ultimo, me alegré de que estos gitanos fuesen lo suficientemente progres (o seguros de si mismos) como para no sospechar de mi dubitativa presencia en la puerta de su casa. En fin, me someteré a una jornada completa de películas de Kusturica y discos del Camarón de la Isla, a modo de penitencia.
* Fernando D’Addario es periodista. Escribe en Página/12 y es autor de Sexo, drogas y Rolling Stones (Ed. AC, 1995)